Una tarde de agosto, cuando
ya el sol no quemaba y de soslayo* sacaba brillo a la ropa blanca
tendida en la huerta en declive, y encendía un diamante en la punta de cada
hierba, que, cortada al rape* por la guadaña, parecía punta de
acero, doña Berta, después de contemplar desde la caseta de arriba las
blancuras y verdores de su dominio, con una brisa de alegría inmotivada en el
alma, se puso a canturrear una de aquellas baladas románticas que había
aprendido en su inocente juventud, y que se complacía en recordar cuando no
estaba demasiado triste, ni Sabel delante, ni cerca. En presencia de la
criada, su vetusto sentimentalismo le daba vergüenza. Pero en la soledad
completa, la dama sorda cantaba sin oírse, oyéndose por dentro, con
desafinación tan constante como melancólica, una especie de aires, que podrían
llamarse el canto llano del romanticismo músico. La letra, apenas pronunciada,
era no menos sentimental que la música, y siempre se refería a grandes pasiones
contrariadas o al reposo idílico de un amor pastoril y candoroso.
Doña Berta, después de echar
una mirada por entre las ramas de perales y manzanos para ver si Sabel andaba
por allá abajo, cerciorada* de que no había tal estorbo en la
huerta, echó al aire las perlas de su repertorio; y mientras, inclinada y
regadera en mano, iba refrescando plantas de pimientos, y limpiando de
caracoles árboles y arbustos (su prurito* era cumplir con varias
faenas a un tiempo), su voz temblorosa decía:
Ven pastora, a mi cabaña,
Deja el monte, deja el
prado,
Deja alegre tu ganado
Y ven conmigo a la mar...
*
Llegó al extremo de la
huerta, y frente al postigo* que comunicaba con el monte, bosque de
robles, pinos y castaños, se irguió y meditó. Se le había antojado salir por
allí, meterse por el monte arriba entre helechos y zarzas. Años hacía que no se
le había ocurrido tal cosa; pero sentía en aquel momento un poco de sol de
invierno en el alma; el cuerpo le pedía aventuras, atrevimientos. ¡Cuántas
veces, frente a aquel postigo, escondido entre follaje oscuro, había soñado su
juventud que por allí iba a entrar su felicidad, lo inesperado, lo poético, lo
ideal, lo inaudito! Después, cuando esperaba a su sueño de carne y hueso, a su
capitán que no volvió, por aquel postigo le esperaba también. Dio vuelta a
la llave, levantó el picaporte* y salió al monte. A los pocos pasos
tuvo que sentarse en el santo suelo, separando espinas con la mano; la
pendiente era ardua para ella; además, le estorbaban el paso los helechos altos
y las plantas con pinchos. Sentada a la sombra siguió contando:
Y juntos en mi barquilla...
Un ruido en la maleza, que
llegó a oír cuando ya estuvo muy próximo, le hizo callar, como un pájaro
sorprendido en sus soledades, se puso en pie, miró hacia arriba y vio delante
de sí un guapo mozo, como de treinta años a treinta y cinco, moreno, fuerte, de
mucha barba, y vestido, aunque con descuido --de cazadora y hongo
flexible, pantalón demasiado ancho-- con ropa que debía de ser buena y
elegante; en fin, le pareció un joven de la corte,* a pesar del
desaliño. Colgada de una correa pendiente del hombro, traía una caja. Se
miraban en silencio, los dos parados. Doña Berta conoció que por fin el
desconocido la saludaba, y, sin oírle, contestó inclinando la cabeza. Ella no tenía
miedo, ¿por qué? Pero estaba pasmada y un poco contrariada. Un señorito tan
señorito, tan de lejos, ¿cómo había ido a parar al bosque de Susacasa? ¡Si por
allí no se iba a ninguna parte, si aquello era el finibusterre de...! La
ofendía un poco un viajero que atravesaba sus dominios. Llegaron a explicarse.
Ella, sin rodeos, le dijo que era sorda, y el ama de todo aquello que veía. ¿Y
él? ¿Quién era él? ¿Qué hacía por allí? Aunque el recibimiento no fue muy
cortés, ambos estaban comprendiendo que simpatizaban; ella comprendió más: que
aquel señorito la estaba admirando. A las pocas palabras hablaban como buenos
amigos; la exquisita amabilidad de ambos, se sobrepuso a las esperanzas del
recelo, y cuando minutos después entraban por el postigo en la huerta, ya sabía
doña Berta quién era aquel hombre. Era un pintor ilustre, que mientras dejaba
en Madrid su última obra maestra colgada donde la estaba admirando media
España, y dejaba a la crítica ocupada en cantar las alabanzas de su paleta, él
huía del incienso y del estrépito, y a solas con su musa, la soledad, recorría los
valles y vericuetos asturianos, sus amores del estío, en busca de efectos de
luz, de matices del verde de la tierra y de los grises del cielo. Palmo a palmo
conocía todos los secretos de belleza natural de aquellos repliegues de la marina;
y por fin, más audaz o afortunado que romanos y moros, había
llegado, rompiendo por malezas y toda clase de espesuras, al mismísimo bosque
de Zaornín y al monte mismísimo de Susacasa, que era como llegar al riñón del
riñón del misterio.
-¿Le gusta a usted todo esto? -preguntaba
doña Berta al pintor, sonriéndole, sentados los dos en un sofá del salón, que
resonaba con las palabras y los pasos.
-Sí, señora; mucho, muchísimo -respondió
el pintor con voz y gesto para que se le entendiera mejor.
Y añadió por lo bajo:
-Y me gustas tú también,
anciana insigne,* bargueño humano.*
En efecto, el ilustre artista
estaba encantado. El encuentro con doña Berta le había hecho comprender el
interés que puede dar al paisaje un alma que lo habita. Susacasa, que le había
hecho cantar, al descubrir sus espesuras y verdores, acordándose de Gayarre:*
O Paradiso...
Tu m’apartieni...
adquiría de repente un
sentido dramático, una intención espiritual al mostrarse en medio del monte
aquella figura delgada, llena de dibujo en su flaqueza, y cuyos colores
podían resumirse diciendo: cera, tabaco, ceniza. Cera la piel, ceniza la
cabeza, tabaco los ojos y el vestido. Poco a poco doña Berta había ido
escogiendo, sin darse cuenta, batas y chales del color de las hojas muertas; y
en cuanto a su cabellera, algo rizosa, al secarse se había quedado en cierto
matiz que no era el blanco de plata, sino el recuerdo del color antiguo, más
melancólico que el blanco puro, como ese obstinado rosicler del crepúsculo*
en los días largos, que no se decide a ceder el horizonte al negro de la noche. Al pintor le
parecía aquella dama con aquellos colores y aquel dibujo ojival,*
copia de una miniatura en marfil. Se le antojaba escapada del país*
de un abanico precioso de fecha remota. Según él, debía de oler a sándalo.
El artista aceptó el
chocolate y el dulce de conserva que le ofreció doña Berta de muy buena gana.
Refrescaron en la huerta, debajo de un laurel real, hijo o nieto del otro.
Habían hablado mucho. Aunque él había procurado que la conversación le dejase
en la sombra, para observar mejor, y fuese toda la luz a caer sobre la historia
de la anciana y sobre sus dominios, la curiosidad de doña Berta, y al fin el
placer que siempre causa comunicar nuestras penas y esperanzas a las personas
que se muestran inteligentes de corazón, hicieron que el mismo pintor se
olvidara a ratos de su estudio para pensar en sí mismo. También contó su
historia, que venía a ser una serie de ensueños* y otra serie de
cuadros. En sus cuadros iba su carácter. Naturaleza rica, risueña, pero misteriosa,
casi sagrada, y figuras dulces, entrañables,* tristes o
heroicas, siempre modestas, recata-das...* y sanas. Había pintado un
amor que había tenido en una fuente; el público se había enamorado también de
su colunguesa;* pero él, el pintor, al volver por la
primavera, tal vez a casarse con ella, la encontró muriendo tísica. Como este
recuerdo le dolía mucho al pintor, por egoísmo volvió a olvidarse de si mismo;
y por asociación de ideas, con picante curiosidad, osó preguntar a aquella
dama, entre mil delicadezas, si ella no había tenido amores y qué había sido de
ellos. Y doña Berta, ante aquella dulzura, ante aquel candor retratado en
aquella sonrisa del genio moreno, lleno de barbas; ante aquel dolor de
un amante que había sido leal, sintió el pecho lleno de la muerta juventud,
como si se lo inundara de luz misteriosa, la presencia de un aparecido,
el amor suyo; y con el espíritu retozón* y aventurero que le había
hecho cantar poco antes y salir al bosque, se decidió a hablar de sus amores
omitiendo el incidente deshonroso, aunque con tal mal arte, que e pintor,
hombre de mundo, atando cabos y aclarando oscuridades que había notado en la
narración anterior referente a los Rondaliegos llegó a suponer algo muy
parecido a la verdad que se ocultaba; igual en sustancia. Así que, cuando ella
le preguntaba si, en su opinión, el capitán había sido un traidor o habría
muerto en la guerra, él pudo apreciar en su valor la clase de traición que
habría que atribuir al liberal, y se inclinó a pensar, por el carácter
que ella le había pintado, que el amante de doña Berta no había vuelto...
porque no había podido Y los dos quedaron silenciosos, pensando en cosas
diferentes. Doña Berta pensaba: «¡Parece mentira, pero es la primera vez en la
vida que hablo con otro de estas cosas!» Y era verdad; jamás en sus labios
habían estado aquellas palabras, que eran toda la historia de su alma. El
pintor, saliendo de su meditación, dijo de repente algo por el estilo:
-A mí se me figura en este
momento ver la causa de la eterna ausencia de su capitán, señora. Un
espíritu noble como el suyo, un caballero de la calidad de ese que usted me
pinta, vuelve de la guerra a cumplir a su amada una promesa..., a no ser que la
muerte gloriosa le otorgue* antes sus favores. Su capitán, a mi
entender, no volvió.... porque, al ir a recoger la absoluta, se encontró con lo
absoluto, el deber; ese liberal, que por la sangre de sus heridas
mereció conocer a usted y ser amado, mi respetable amiga; ese capitán, por su
sangre, perdió el logro de su amor. Como si lo viera, señora; no volvió porque
murió como un héroe...
Iba a hablar doña Berta,
cuyos ojillos brillaban con una especie de locura mística; pero el pintor
tendió una mano, y prosiguió diciendo:
-Aquí nuestra historia se
junta, y verá usted cómo hablándola del porqué de mi último cuadro, el que me
alaban propios y extraños, sin que él merezca tantos elogios, queda explicado
el por qué yo presumo, siento, que el capitán de usted se portó
como el mío. Yo también tengo mi capitán. Era un amigo del alma...; es
decir, no nos tratamos mucho tiempo; pero su muerte, su gloriosa y hermosa
muerte, le hizo el íntimo de mis visiones de pintor que aspira a poner un
corazón en una cara. Mi último cuadro, señora, ese de que hasta usted, que nada
quiere saber del mundo, sabía algo por los periódicos que vienen envolviendo
garbanzos y azúcar, es... seguramente el menos malo de los míos. ¿Sabe usted
por qué? Porque lo vi de repente, y lo vi en la realidad primero. Años hace,
cuando la segunda guerra civil, yo, aunque ya conocido y estimado, no había
alcanzado esto que llaman... la celebridad, y acepté, porque me convenía para
mi bolsa y mis planes, la plaza de corresponsal que un periódico ilustrado
extranjero me ofreció, para que le dibujase cuadros de actualidad, de costumbres
españolas, y principalmente de la guerra. Con este encargo, y mi gran afición a las
emociones fuertes, y mi deseo de recoger datos dignos de crédito para un gran
cuadro de heroísmo militar con que yo soñaba, me fui a la guerra del Norte,
resuelto a ver muy de cerca todo lo más serio de los combates, de modo que el
peligro de mi propia persona me facilitase esta proximidad apetecida. Busqué,
pues, el peligro, no por él, sino por estar cerca de la muerte heroica. Se
dice, y hasta lo han dicho escritores insignes, que en la guerra cada cual
no ve nada grande, nada poético. No es verdad esto... para un pintor. A lo
menos para un pintor de mi carácter. Pues bueno; en aquella guerra conocí a mi
capitán; él me permitió lo que acaso la disciplina no autorizaba: estar a
veces donde debía estar un soldado. Mi capitán era un bravo y un jugador; pero
jugaba tan bien, era tan pundonoroso,* que el juego en él parecía
una virtud, por las muchas buenas cualidades que le daba ocasión para
ejercitar. Un día le hablé de su arrojo temerario, y frunció el ceño. «Yo no
soy temerario, me dijo con mal humor; ni siquiera valiente; tengo obligación de
ser casi un cobarde... Por lo menos debo mirar por mi vida. Mi vida no es
mía..., es de un acreedor. Un compañero, un oficial, no ha mucho me libró de la
muerte, que iba a darme yo mismo, porque, por primera vez en mi vida, había
jugado lo que no tenía, había perdido una cantidad... que no podía entregar al contrario;
mi compañero, al sorprender mi desesperación, que me llevaba al suicidio, vino
en mi ayuda; pagué con su dinero.... y ahora debo dinero, vida y gratitud. Pero
el amigo me advirtió, después que ya era imposible devolverle aquella suma, que
con ella había puesto su honra en mis manos... --Vive, me dijo, para
pagarme trabajando, ahorrando, como puedas; esa cantidad de que hoy pude
disponer, y dispuse para salvar tu vida, tendré un día que entregarla, y si no
la entrego, pierdo la fama.
Vive para ayudarme a recuperar esa fortunilla y salvar
mi honor--. Dos honras, la suya y la mía, penden, pues, de mi existencia; de
modo, señor artista, que huyo o debo huir de las balas. Pero tengo dos vicios;
la guerra y el juego: y como ni debo jugar ni debo morir, en cuanto
honrosamente pueda, pediré la absoluta, y, entre tanto, seré aquí muy
prudente.» Así, señora, poco más o menos me habló mi capitán; y yo noté que al
siguiente día, en un encuentro, no se aventuró demasiado; pero pasaron semanas,
hubo choques con el enemigo y él volvió a ser temerario; mas yo no volví a
decirle que me lo parecía. Hasta que, por fin, llegó el día de mi cuadro...
El pintor se detuvo. Tomó
aliento, reflexionó a su modo, es decir, recompuso en su fantasía el cuadro, no
según su obra maestra, sino según la realidad se lo había ofrecido.
Doña Berta, asombrada,
agradeciendo al artista las voces que este daba para que ella no perdiese ni
una sola palabra, escuchó la historia del cuadro célebre y supo que en un día
ceniciento, frío, una batalla decisiva había llevado a los soldados de aquel capitán
al extremo de la desesperación, que acaba en la fuga vergonzosa o en el
heroísmo. Iban a huir todos, cuando el jugador, el que debía su vida a un
acreedor, se arrojó* a la muerte segura, como arrojaba a una carta
toda su fortuna; y la muerte le rodeó como una aureola* de fuego y
de sangre; a la muerte y a la gloria arrastró consigo a muchos de los suyos.
Mas antes hubo un momento, el que se había grabado como a la luz de un
relámpago en el recuerdo del artista, llenando su fantasía; un momento en que
en lo alto de un reducto el capitán jugador brilló solo, como en una
apoteosis, mientras más abajo y más lejos los soldados vacilaban, el terror y
la duda pintados en el rostro.
-El gesto de aquel hombre, el
que milagrosamente pude conservar con la absoluta exactitud y trasladarlo a mi
idea, era de una expresión singular, que lo apartaba de todo lo clásico y de
todo lo convencional; no había allí las líneas canónicas que podrían mostrar el
entusiasmo bélico, el patriotismo exaltado; era otra cosa muy distinta...;
había dolor, había remordimientos, había la pasión ciega y el impulso soberano
en aquellos ojos, en aquella frente, en aquella boca, en aquellos brazos; bien
se veía que aquel soldado caía en la muerte heroica como en el abismo de una
tentación fascinadora a que en vano se resiste. El público y la crítica se han
enamorado de mi capitán; ha traducido cada cual a su manera aquella idealidad
del rostro y de todo el gesto; pero todos han visto en ello lo mejor del
cuadro, lo mejor de mi pincel; ven una lucha espiritual misteriosa, de fuerza
intensa, y admiran sin comprender, echándose a adivinar al explicar su
admiración. El secreto de mi triunfo lo sé yo; es este, señora, lo que yo vi
aquel día en aquel hombre que desapareció entre el humo, la sangre y el pánico,
que después vino a oscurecerlo todo. Los demás tuvimos que huir al cabo; su
heroísmo fue inútil...; pero mi cuadro conservará su recuerdo. Lo que no sabrá
el mundo es que mi capitán murió faltando a su palabra de no
buscar el peligro...
-¡Así murió el mío! -exclamó
exaltada doña Berta, poniéndose en pie, tendiendo una mano como inspirada-.
¡Sí, el corazón me grita que él también me abandonó por la muerte gloriosa!
Y doña Berta, que en su vida
había hecho frases ni ademanes* de sibila,* se dejó caer
en su silla, llorando con una solemnidad que sobrecogió al pintor y le hizo
pensar en una estatua de la
Historia vertiendo lágrimas sobre el polvo anónimo de los
heroísmos oscuros, de las grandes virtudes desco-nocidas, de los grandes dolores
sin crónica.
Pasó una brisa fría; tembló
la anciana, levantóse, y con un ademán indicó al pintor que la siguiera. Volvieron
al salón; y doña Berta, medio tendida en el sofá, siguió sollozando.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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