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sábado, 24 de mayo de 2014

El cristo de la vega de ribadeo

Nació Facundo Cocañín, tan rollizo como hermoso, en la Vega de Ribadeo. Su padre tenía una fábrica de manteca, y parecía que Facundo había sido confeccionado en la fábrica: parecía un rollo de manteca destinado a sonsacar un premio, una medalla de oro en una exposición. Andando el tiempo. Facundo se pasó la vida, en efecto, presentándose en concursos, más industriales que otra cosa, y solicitando medallas de oro y de plata y diplomas, y cuanto puede acreditar oficialmente competencia académica, científica, moral y religiosa.
Prosperaba la industria de los Cocañines que era una bendición del cielo. A Dios, principalmente, atribuía aquella piadosa familia la corriente de plata que se les entraba por las puertas de la fábrica. Así como la India antigua creyó muy de veras que la Ganga, el Ganges, bajaba del cielo a fecundar la privilegiada tierra de los creyentes. Cocañín padre, y su esposa y el hermano de Cocañín, don Ambrosio, rector del seminario de Lugo, creían firmemente que toda aquella manteca, tan bien pagada, era gracia del Señor, que así premiaba las virtudes de varias generaciones de Cocañiques, siempre mantequeros y siempre llenos de la fe del carbonero. Sí, tenían la fe del carbonero decían, sin temor de manchar la manteca. Les iba muy bien creyendo así, y además, el negocio no hubiera dado siempre para otra cosa. ¡Creer! -Poco les faltaba para poner en la tienda de Ribadeo, donde vendían algo al pormenor, un rótulo que dijera: La Nata. Fábrica de mantecas. Proveedores de S. D. M. Lo consultaron con varios teólogos y resultó que sería un sacrilegio. Que si no...
Facundo prosperó también, desde los primeros meses, tanto como el producto industrial de sus mayores.
-Mire usted, decía la madre muy hueca: parece que lo han hecho abajo (en la fábrica); y enseñaba al mundo entero los muslos, los brazos y los lomos del futuro neo escolástico. Porque Facundo paró en eso, sin adelgazar nunca, ni perder el color. Todo él era de rosa. Y todo en él redondo con hoyos que eran redundancias de argollas de carne. Era un angelote de Murillo retocado por un repostero. Por esto, no daban ganas de ponerlo en un cuadro, sino en el escaparate de Lhardy.
Eso parecía principalmente, un gran bocado. Lo mismo al año de nacer, que cuando ganó una canonjía, digo una cátedra, en público certamen al grito de ¡Santiago y a ellos, que son pocos! (los jueces liberales).
La religiosidad de los Cocañines era tradicional y estaba enlazada, como una yedra, a las sólidas murallas de la Iglesia... que servían también de fortaleza al crédito del negocio. Porque, valga la verdad, eran unos mercaderes, para quien ya no había un Cristo que los arrojase del templo.
La clientela de frailes, cabildos, obispos, monjas, clero suelto y familias timoratas, había venido poco a poco, al principio, por la buena opinión ortodoxa de que gozaban los Cocañines; y había aumentado y se conservaba gracias al piadoso temor de Dios y de esa clientela que era el dogma de la fábrica. El más pequeño conato, no ya de herejía, de liberalismo, que hubiera podido arrancar a la casa un solo parroquiano escrupuloso en materia de fe, les hubiera parecido pecado que no se purgaría con todas las penas del infierno.
¡El infierno! Esa era la gran guardia civil en que los Cocañines, velan garantía eterna de las abundantes salidas.
Por un sórites, que inventó el Cocañín del seminario, pero que ya había hecho su hermano, sin llamarlo así, llegaban desde el mercado de su producto hasta el dogma de las penas eternas. La cosa era fácil de entender; y cuando creció Facundo y fue filósofo escolástico, pero ya de los que usan macferlan y prescinden de las formas silogísticas, el chico se explicaba, y explicaba a los suyos, la necesidad... para la vida de la fábrica, del dogma, del gran dogma del fuego eterno, diciendo algo por el estilo.
-«Son habas contadas: (le gustaban mucho las cosas contadas y las habas contadas o no, pero con morcilla). Nuestro crédito se funda en nuestra religiosidad completamente correcta (hablaba con los barbarismos que leía en los periódicos neos, puristas que no practicaban). Todo Galicia y parte de Asturias, la de Occidente, y no poca parte de León y algo de Portugal, se surten infaliblemente de manteca en nuestra casa; además, contamos con la exportación para la Verde Erin, la católica Irlanda y para la Bretaña siempre fiel. Los que nos compran no nos comprarían 1º: si dejáramos de ser ortodoxos; 2.º si la fe se entibiara en los pueblos leales y esas dignísimas personas que viven del altar y de otras cosas santas, no recaudaran lo mucho que cobran, gracias a la piedad de pueblos y gobiernos. Pero ¿por qué se conserva la fe en muchos  pueblos, a pesar de la peste de la incredulidad que infesta el mundo? ¡Ay! Preciso es confesarlo: por la atrición; por miedo a los castigos terribles del infierno; por la eternidad de las penas. Suprimid el infierno y la sociedad se viene abajo, y con ella la Nata, la mejor fábrica de manteca.

II

¿A qué destinarían los Cocañines aquel vástago tan rollizo? No había que dudar. Había nacido canónigo. Aunque la fábrica ocupaba territorio de Asturias, la familia tenía su abolengo, sus amores de terruño, del otro lado del río, en Ribadeo. Además, las relaciones eclesiásticas de los mantequeros ilustres eran principalmente gallegas. -Facundo, como buen rayano, era más gallego que uno de la Coruña, aunque civil y geográficamente era hijo de Pelayo. El siempre invocaba al apóstol: ¡Santiago y a ellos! -Fue, muy niño todavía, al lado de su tío el rector del seminario de Lugo, que dejó este oficio por el de magistral de aquel ilustre cabildo, -Facundo fue colegial, niño de coro, interno en el seminario. Aprendió muy bien latín; de memoria, se echó al cuerpo una porción de filosofía de Balmes, Fray Ceferino González, todo en latín, y entró triunfante en la teología desempedrando Santos Padres y doctores de la Iglesia, como si dijéramos; y hasta los PP. griegos citaba de memoria, sin entender una palabra. Uno de sus principales cuidados en estos estudios de retentiva era estar al quite, como decía él, de las citas que se hicieran pretendiendo demostrar que de la Patrología se reciben grandes argumentos de autoridad en pro de las ideas socialistas y aún de las comunistas. Facundo deslumbraba al Verbo con las contras teológicas, citando textos menos vulgares de los mismos santos autores en los que se deshacía el efecto disolvente de las citas incendiarias. Para mayor seguridad, añadía todo de memoria, por supuesto, los artificiosos comentarios con que el clero burgués y sabio de nuestros días retorcía y mellaba las armas temibles de aquellos textos alarmantes, convirtiéndolos en espadas de Bernardo. ¡No faltaba más! «La Iglesia no podía morir... ¡Pero La Nata tampoco!»
Cuando ya Facundo era redactor vergonzante de La Atalaya espiritual, y desde ella, y desde seguro, despreciaba la ciencia de todo liberal a partir de Kant y Fichte y el frenético Hegel (pronunciado como se escribe) hasta Castelar y Pi; cuando ya había adquirido estilo propio, que consistía en insultar y calumniar al enemigo, leerle, y condenarle al fuego eterno, siempre con textos del Dante;  cuando en fin, era ya una maza de Fraga de todo sospechoso de relajamiento en materia de fe, moral o disciplina, se consideró, y le consideraron los suyos, en punto de caramelo para entrar en el sacerdocio de una religión de paz y misericordia, por los pasos contados del derecho canónico.
Pero quiso Dios, o quien fuera que illo tempore, por aquel tiempo, heredara una prima de Facundo un fortunón en prados y vacas de leche. ¡Leche para la Nata! -No había más que hablar. El matrimonio también era un sacramento. El caso era no ir a la cópula por concupiscencia, sino para procreación y educación de los hijos y mutuo auxilio de los cónyuges.
Facundo puso el cerco a la plaza y la tomó, por el valor del propio mérito plástico, en parte, y con la ayuda de dos párrocos, un coadjutor y un cabecilla carlista. Estas influencias consiguieron que Facundo pudiera criar hijos para el cielo y miles de vacas para las primeras materias de la Nata.
¡Cuánta leche!

«Lacteos, virgíneos candores
gusto Bernardo ¡oh portento!
ya no es extraño lo dulce,
pues tan melifluo fue el premio».
     
Así dice una cuarteta, inscripción de una iglesia de Madrid, aludiendo a la Virgen María y a San [58] Bernardo. Pues, si no fuera profanación, se podría decir que la Nata y sus propietarios, gozaron lacteos candores gracias al matrimonio de Facundo.

III

Pero él no podía contentarse con dirigir una fábrica de manteca. Aquella filosofía escolástica; aquella teología de perro rabirabiado, aquel anhelo de dictar sentencias en primera instancia para mandar precitos a los profundísimos Infiernos, necesitaban horizontes más anchos de los que ofrece la raya de Asturias y Galicia.
Voló Facundo. Fue periodista en Valladolid Neo caliente hasta el blanco. Allí empezó a vestir con elegancia y a usar un macferlan que ya no abandonó nunca.
¡Le parecía a él tan chic, tan picante, pensar y sentir como un Torquemada y vestir como un currutaco de Valladolid! Acudió, calada la visera y con cartas de recomendación subrepticias, a multitud de certámenes de la Unión católica, de cofradías y del gay saber... ultramontano. En prosa o en verso siempre triunfó, gracias a su intransigencia; el argumento Aquiles que siempre arrojaba sobre el enemigo, las penas eternas. Calumniaba, insultaba, demostraba que el impío está fuera de la ley y que vale todo contra el réprobo... y se le llenaba la casa de pensamientos de oro, de escribanías de plata, jarrones e imágenes sagradas. Pero a todos aquellos crucifijos que le regalaban y que tenía tasados en lo mucho que valían, pesando el metal precioso, sin menoscabo de la religiosidad; a todos, prefería un Cristo, que le había regalado su padre, antiguo recuerdo de familia. Era una tosca imagen de talla, pero no era escultura; repitiéndose aquí el milagro de otro Crucifijo que un célebre poeta español heredó de sus mayores también; Crucifijo que tampoco es escultural, pero es de talla. Milagro.
Cuando en la academia de Jurisprudencia, (pues Facundo pasaba meses en Madrid) discutía contra los liberales, nuestro paladín divino, y los injuriaba y levantaba falsos testimonios como chichones, siempre imaginaba él que su arma de combate era el crucifijo de tosca madera, que él, Hércules cristiano, manejaba como una maza santa para aplastar hidras, domesticar leones y acabar con otras calamidades liberales.
También hizo oposición a una cátedra y la ganó, como pudo haber ganado un Jubileo o Indulgencia plenaria. Los ejercicios fueron unos fervorines, varias novenas, y casi casi las misas de San Gregorio. Esto en la parte positiva; en la negativa, que era su fuerte, aquello fue las Navas de Tolosa, o la batalla de Lepanto. ¡Pobre Kant! ¡Pobre Voltaire! (¡todavía!) Pobre Hegel, pobre Jovellanos, pobre Sanz del Río, pobre Pi y Margall ¡y pobre humanidad libre-pensadora o por lo menos liberal, o amiga de la desamortización por lo mínimo! Con todos aquellos cientos de pensadores, estadistas, literatos, etc., etc. Facundo se portó como un Vargas Machuca. El Cristo, el Crucifijo de encina, chorreaba sangre y tenía incrustaciones de hueso, de esquirlas, adornadas con piel humeante de liberal y heterodoxo.
De los contrincantes, sospechosos de filosofía alemana siquiera, no hay que hablar. Un portero tuvo que barrer sus restos. El salón de actos quedó hecho un spollarium. Había dos jueces de la cáscara amarga, y como eran minoría... se quedaron sin cáscara; Facundo les hundió el Cristo en el cráneo ochenta veces. Era el diablo. Por lo menos, disponía del infierno como si él mandase allí.

IV

Pasó mucho tiempo. Tanto, que el día en que volvemos a ver a nuestro héroe es... el día del Juicio por la tarde.
Cocañín se presenta en el valle de Josafat, triunfante,  alegre, seguro de sí mismo, con el mismo cuerpo que tuvo y con el mismo macferlan de siempre. Sigue pareciendo un bocado exquisito del escaparate de Lhardy; fresco, rechoncho, sonrosado. Avanza impaciente, dando codazos y pisotones, como cuando iba a recoger un premio, por haber aplastado a media docena de apóstatas o réprobos. No duda ni un instante de que en el cielo le pondrán muy cerca de los tronos y dominaciones, que son sus predilectos. El juicio supremo para él es una ceremonia, como la de hacerse doctor. Está convencido de que se salva, con los más favorables pronunciamientos.
Por fin, le llega la vez... «Facundo Cocañín». Adelante... Saluda con cierto aire de confianza... ¿Qué ve enfrente de sí? Un crucifijo clavado en una pared, cubierta de paño negro. El crucifijo es el suyo, el de sus mayores; el Cristo de la Vega... de Rivadeo... Pero ha crecido. Es de tamaño natural. De repente... sobre la encina de la cruz, la encina del crucificado empieza a transformarse en carne... ¡pero, qué carne! Carne macerada, carne atormentada... Todas las llagas a que reza la piedad, están sangrando, pero además ¡cuántas otras! ¡Y qué de huesos rotos! Un fémur quebrado; la frente con diez agujeros, una mandíbula desencajada, un ojo colgando... ¡Y sangre... sangre brotando de todo el cuerpo! ¡De sangre, un río!
-¡Facundo, mira como me has puesto! -exclama una voz de agonía.
Un minuto después, Cocañín ingresaba, entre cuatro del orden celestial... en el infierno. En el infierno, que no existía antes, pero que se inventó, para Facundo, que tanto lo había deseado... para los demás. 

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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