Si
hubo matrimonios felices, pocos tanto como el de Sabino y Leonarda. Conformes
en gustos, edad y hacienda; de alegre humor y rebosando salud, lo único que les
faltaba -al decir de la gente, que anda siempre ocupadísima en perfeccionar la
dicha ajena, mientras labra la desdicha propia- era un hijo. Es de advertir que
los cónyuges no echaban de menos la sucesión pensando con buen juicio que,
cuando Dios no se la otorgaba, Él sabría por qué. Ni una sola vez había tenido
Leonarda que enjugar esas lágrimas furtivas de rabia y humillación que arrancan
a las esposas ciertos reproches de los esposos.
Un
día alteró la tranquilidad de Leonarda y Sabino la llegada intempestiva de la
única hermana de Leonarda, que vivía en ciudad distante, al cuidado de una tía
ya muy anciana, señora de severos principios religiosos. Venía la joven pálida,
desfigurada, llorosa y triste, y apenas descansó del viaje, se encerró con sus
hermanos, y la entrevista duró una hora larga.
A
los tres o cuatro días salieron juntos la señorita y el matrimonio a pasar una
temporada en la casa de campo de Sabino, posesión solitaria y amenísima. Nadie
extrañó esta resolución porque a fines de abril la tal quinta es un oasis, y
más explicable pareció todavía la excursión de recreo que en septiembre
emprendieron los consortes, los cuales no regresaron de Francia y de Inglaterra
hasta el año siguiente. Lo que se comentó bastante fue que al volver trajesen
consigo una niña preciosa, con la cual se volvía loca Leonarda, que aseguraba
haberla dado a luz en París. Como nunca faltan maliciosos, alguien encontró a
la nena excesivamente desarrollada para la edad de cuatro meses que le
atribuían sus padres; hubo chismes, murmuraciones, cuentas por los dedos,
sonrisitas y hasta indagaciones y «tole tole» furioso. Pero corrió el tiempo,
ejerciendo su oficio de aplicar el bálsamo de olvido bienhechor; la hermana de
Leonarda se sepultó en un convento de Carmelitas; el retoño creció; los esposos
le manifestaron cada día más amor paternal..., y las hablillas, cansadas de sí
propias, se durmieron en brazos de la indiferencia.
La
verdad es que cualquiera se enorgullecería de tener una hija como Aurora; este
nombre pusieron Leonarda y Sabino a su vástago. Nunca se justificaron mejor las
preocupaciones del vulgo respecto a las criaturas cuyo nacimiento rodean
circunstancias misteriosas, dramas de amor y de honor. Una belleza singular,
excesivamente delicada, tal vez; una inteligencia, una dulzura, una discreción
que asombraban; suma habilidad, exquisito gusto, y sobre todo esto, que es
concreto y puede expresarse con palabras, algo que no se define: el «ángel», el
encanto, el don de atraer y de embelesar, de llevar consigo la animación,
creando como dijo Byron de Haydea, «una atmósfera de vida»; esto poseía Aurora,
y no es milagro que Sabino y Leonarda estuviesen literalmente chochitos con
ella.
Pagábales
la criatura en la mejor moneda del mundo. Su amor filial tenía caracteres de
pasión, y solía decir Aurora que no pensaba casarse nunca, no por no abandonar
a sus padres -que sería imposible ni pensar en ello, sino por no tener que
repartir con nadie el ardiente cariño que les consagraba. Los que oían de tan
rosada y linda boca estas paradojas e hipérboles del afecto, envidiaban a
Leonarda y Sabino la hija hurtada.
Habían
pasado años sin que Aurora aceptase los homenajes de ningún pretendiente,
cuando apareció cierta mañana en casa de Sabino un caballero que podemos
calificar de gallo con espolones, pero apuesto, elegante; con trazas de
adinerado, aspecto muy simpático y ese aire de dominio peculiar de los hombres
que han ocupado altos puestos o conseguido grandes triunfos de amor propio,
viviendo siempre lisonjeados y felices. Solicitó el caballero hablar a solas
con Sabino y Leonarda; pero como hubiesen salido, rogó se le permitiese ver un
instante a la señorita Aurora. La muchacha le recibió en la sala, sin turbarse,
y le dio conversación un rato, ruborizándose cuando el desconocido le dirigió
alabanzas en las cuales se revelaba profundo, vivo y secreto interés. La
entrevista duró poco; llegaron los padres de Aurora, y con ellos se encerró el
galán, cuyas primeras palabras fueron para decir, inclinándose hasta el suelo,
que allí tenían un gran culpable -al seductor de su hermana y padre de Aurora-
dispuesto a reparar en lo posible sus yerros y delitos, recogiendo a la niña y
ofreciéndole amparo, fortuna y nombre.
Sabino
meditó algunos instantes antes de responder, luego cruzó con Leonarda una
mirada expresiva, y volviéndose al recién llegado, pronunció serenamente:
-Queremos
a Aurora bastante más que si la hubiésemos engendrado, es nuestro único
hechizo, la alegría de nuestra vejez, que ya se acerca; pero le aseguro a usted
que la dejaremos libre. Si ella quiere, con usted se irá. Si ella no quiere,
prométanos que la niña se quedará con nosotros para toda la vida y usted no
pensará en reclamarla. Y para que vea usted que no influimos en su
determinación escóndase detrás de ese cortinaje y oirá cómo la interrogamos y
lo que responde.
Accedió
el caballero y se ocultó. De allí a pocos instantes entraba Aurora, y Sabino le
dirigió el siguiente interrogatorio:
-¡Pues
me ha parecido muy bien! Me ha parecido la persona más..., más agradable... que
he visto en mi vida, papá.
-No
hay que pensarlo. Es un sentimiento, y lo que de veras se siente no se piensa.
Nunca he sentido así. Yo también he de preguntar; qué ¿este señor..., os ha
pedido mi mano?
-¿Mi
padre? ¡Eso sí que no puedo figurármelo! ¡Como padre, ni le he mirado..., ni
podría mirarle nunca! Ya os he dicho que es distinto; ¡que a vosotros os quiero
de otro modo!
-Vete,
hija mía -murmuró Sabino confuso y consternado, creyendo oír detrás de la
cortina un gemido triste. Y así que se retiró Aurora, obediente, cabizbaja y
muda, el desconocido salió, mostrando un rostro color de cera y unos ojos
alocados.
-No
les molesto a ustedes más -murmuró en ronco acento. Ya sé cuál es mi castigo.
Procuré estudiar el modo de inspirar cierta clase de sentimientos... y los
inspiro con una facilidad que ha llegado a infundirme tedio y horror. Midas
todo lo convertía en oro... yo todo lo convierto en pecado. El cariño puro, el
sagrado cariño de padre, veo que no lo mereceré nunca. Borren ustedes mi
recuerdo de la imaginación de Aurora, ¡y que no sepa jamás mi nombre, ni lo que
realmente soy para ella!
-Tal
vez -indicó la compasiva Leonarda- el atractivo que ejerce usted sobre esa
criatura, tan indiferente con los demás, sea la voz de la sangre.
-Si
es voz de la sangre, es voz que maldice -respondió el tenorio saludando
respetuosamente y saliendo abrumado por el dolor.
«El Imparcial», 29 julio 1895.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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