En
aquellos días de angustia y zozobra, surcados por relámpagos de entusiasmo a
los cuales seguía el negro horror de las tinieblas y la fatídica visión del
desastre inmenso; en aquellos días que, a pesar de su lenta sucesión, parecían
apocalípticos, hube de emprender un viaje a Andalucía, adonde me llamaban
asuntos de interés. Al bajarme en una estación para almorzar, oí en el comedor
de la fonda, a mis espaldas, gárrulo alboroto. Me volví, y ante una de las
mesitas sin mantel en que se sirven desayunos, vi de pie a una mujer a quien
insultaban dos o tres mozalbetes, mientras el camarero, servilleta al hombro,
reía a carcajadas. Al punto comprendí: el marcado tipo extranjero de la viajera
me lo explicó todo. Y sin darme cuenta de lo que hacía, corrí a situarme al
lado de la insultada, y grité resuelto:
-Mejor
haría usted, ¡barajas!, en defender a su país que a los espías que andan por él
sacando dibujos y tomando notas.
Mi
actitud, mi semblante, debían de ser imponentes cuando me lancé sobre el que
así me increpaba. La indignación duplicó mis fuerzas, y a bofetones le arrollé
hasta el extremo del comedor. No me formo idea exacta de lo que sucedió
después; recuerdo que nos separaron, que la campana del tren sonó apremiante
avisando la salida, que corrí para no quedarme en tierra, y que ya en el andén
divisé a la viajera entre un compacto grupo que me pareció hostil; que me entré
por él a codazos, que le ofrecí el brazo y la ayudé para que subiese a mi
departamento; que ya el tren oscilaba, y que al arrancar con brío escuché dos o
tres silbidos, procedentes del grupo...
Sólo
entonces acudió la reflexión: pero no me arrepentí de mis arrestos, y
únicamente me pregunté por qué había metido en mi departamento a la viajera
causa del conflicto. ¿Para protegerla mejor quizás?... ¿Quizás para hablar con
ella a mis anchas y esclarecer mis dudas, averiguando si, en efecto, era una
traidora enemiga? Lo primero que hice fue examinarla despacio, mientras ella se
acomodaba y colocaba su raído saquillo en la red. Anglosajona, saltaba a la
vista: la marca étnica no podía desmentirse. Carecía de belleza: sus facciones
sin frescura, sus ojos amarillentos, su cuerpo desgarbado, su talle plano, le
quitaban toda gracia perturbadora. Y para que me sedujese menos, bastó el
movimiento que hizo al volverse hacia mí y tenderme virilmente una mano huesuda
y rojiza, que estrechó la mía, sacudiéndola. Con voz, eso sí, muy timbrada y
dulce, la extranjera pronunció:
-Yo
no podía consentir aquella barbaridad. De seguro que usted no espía, señora;
acaso ni es usted americana siquiera. Inglesa, ¿verdad?
Hojeé
el álbum. Estaba atestado de apuntes arquitectónicos y croquis de tipos
pintorescos: una ventana florida, una reja salomónica, un borriquillo, un
paleto...
-Muy
poco...; mera afición... Por mi oficio: soy «tipógrafo». Trabajo..., es decir,
trabajaba, en una imprenta de Boston. Ahora no sé qué haré.
Mi
curiosidad se inflamó. Adiviné un misterio, y me prometí aclararlo. La voz de
mi protegida tenía tan blandas inflexiones, sus pupilas estaban tan húmedas de
gratitud al encontrarse con las mías, que pensé: «Por un momento eres dueño de
esta mujer. Aprovecha este instante y sorprende su alma, desdeñando el barro
que la envuelve; es más gloriosa siempre una conquista del espíritu.» Con
diplomacia suma, murmuré, inclinándome:
-No.
Temo que crea usted que quiero cobrarme de tan insignificante servicio como el
que tuve la suerte de prestarle...
La
extranjera calló; pero un tinte rosado, vivo, fluido, se esparció por su
marchito rostro, embelleciéndolo... Era un arrebol de alegría, de ilusión, de
agradecimiento pasional ante frases de galante respeto, que acaso por vez
primera resonaban en sus oídos. La vi llevarse la mano al corazón, y,
fingiéndome distraído, noté que me miraba de un modo expresivo, afanoso. La voz
de plata se elevó conmovida:
-Pues
prefiero contarle lo que me pasa, si no le molesta... Tal vez, después de
oírme, ya no me tendrá nunca por una espía.
Solícito,
y demostrando rendimiento, me acerqué, no sin arrojar antes el cigarro que
acababa de encender en aquel instante.
-No
soy espía -declaró ella lentamente-, y no puedo serlo porque detesto el
sentimiento patriótico, opuesto a la fraternidad universal. La guerra entre
naciones... la repruebo. ¡Los pobres, luchando y muriendo...; los poderosos,
recogiendo el honor y el fruto!... Sin embargo, señor..., a esa gente que me
insultaba la perdono; comprendo su ceguedad; casi admiro su furia... ¿Qué
pensarían si supiesen...?
Aquí
se detuvo, y apoyando uno de sus dedos huesudos sobre los labios, me recomendó
discreción acerca de lo que iba a revelar.
-Si
supiesen... que vengo trayendo un ramo de oliva al través del Atlántico..., a
proponer la alianza de los oprimidos y los miserables de allá a los de aquí. Mi
conocimiento del español, debido a que pasé años de mi niñez en Méjico, hizo
que me escogiesen para esta misión... He explorado el terreno en las comarcas
obreras y mineras...
-Va
usted a oír una cosa rara... En España casi he perdido la fe, «mi fe»... No veo
la urgencia de ciertas medidas que «allá» aplicaremos inmediatamente, antes que
crezca el monstruo del militarismo y la fuerza nos subyugue. Aquí no existen
esas horribles desigualdades, esas colosales desproporciones entre la suerte de
los hombres. Aquí no noto la tiranía del dinero ni la insensatez del gastar y
del gozar, basada en la brutalidad ciega del millón de millones. Aquí no hay
Cresos que, como nuestro Rockefeller..., ¿no sabe usted?, el rey del
petróleo..., o Astor, el rey de las minas..., sudan oro y se burlan de Dios...
En nuestro país domina la abominación de la riqueza..., se alza el ídolo de
metal..., y allí, y no aquí, es donde la justicia debe hacer su oficio... ¡Y
justicia haremos! ¡Se lo prometo a usted! ¡Y pronto! ¡Ah! ¡España! Yo la
adoro... Es muy pobre, muy noble, muy simpática, muy sencilla... ¡Nada contra
España! Este será mi consejo, señor... Aquí no he encontrado la miseria
negra... No siento impulsos de destruir..., ¡y soy feliz, tan feliz! ¡Si usted
supiese...!
Irradiaban
las pupilas de la sectaria, y su pecho liso y sin morbidez anhelaba, palpitaba
de entusiasmo. Comprendí el error que había hecho confundir a la fanática de la Humanidad con la
fanática del patriotismo; a la «insatisfecha» con la espía. Entre tanto, el
tren avanzaba, tragando estaciones, y caía voluptuosamente la bella tarde de
mayo; olor de hierbas y matas florecidas entraba por la ventanilla abierta, y
ya la luna, dibujando sobre el verde vino y el oro amortiguado del cielo su
ligera segur de plata, añadía un toque poético a la deliciosa paz de la Naturaleza , indiferente
a nuestras agitaciones y nuestras luchas, a los grandes dolores colectivos o
individuales... Mi compañera había enmuedecido, y vuelta, contemplaba el
paisaje: nos acercábamos al cruce; casi nos deteníamos... Ella se encaró
conmigo, y exaltada, en pie ya para bajarse, repitió:
En
rápido e imprevisto arranque, sentí su cara pegada a la mía, el calor de sus
mejillas halagando mi sien... Después empujó la portezuela, y al saltar al
andén, siempre muy agarrada a su raído saquillo, todavía me gritó con la
solemnidad de misteriosa promesa y el ceño fruncido por sombría amenaza:
Cuentos de la patria
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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