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miércoles, 17 de septiembre de 2014

Vengadora

En aquellos días de angustia y zozobra, surcados por relámpagos de entusiasmo a los cuales seguía el negro horror de las tinieblas y la fatídica visión del desastre inmenso; en aquellos días que, a pesar de su lenta sucesión, parecían apocalípticos, hube de emprender un viaje a Andalucía, adonde me llamaban asuntos de interés. Al bajarme en una estación para almorzar, oí en el comedor de la fonda, a mis espaldas, gárrulo alboroto. Me volví, y ante una de las mesitas sin mantel en que se sirven desayunos, vi de pie a una mujer a quien insultaban dos o tres mozalbetes, mientras el camarero, servilleta al hombro, reía a carcajadas. Al punto comprendí: el marcado tipo extranjero de la viajera me lo explicó todo. Y sin darme cuenta de lo que hacía, corrí a situarme al lado de la insultada, y grité resuelto:
-¿Qué tienen ustedes que decir a esta señora? Porque a mí pueden dirigirse.
Dos se retiraron, tartamudeando; otro, colérico, me replicó:
-Mejor haría usted, ¡barajas!, en defender a su país que a los espías que andan por él sacando dibujos y tomando notas.
Mi actitud, mi semblante, debían de ser imponentes cuando me lancé sobre el que así me increpaba. La indignación duplicó mis fuerzas, y a bofetones le arrollé hasta el extremo del comedor. No me formo idea exacta de lo que sucedió después; recuerdo que nos separaron, que la campana del tren sonó apremiante avisando la salida, que corrí para no quedarme en tierra, y que ya en el andén divisé a la viajera entre un compacto grupo que me pareció hostil; que me entré por él a codazos, que le ofrecí el brazo y la ayudé para que subiese a mi departamento; que ya el tren oscilaba, y que al arrancar con brío escuché dos o tres silbidos, procedentes del grupo...
Sólo entonces acudió la reflexión: pero no me arrepentí de mis arrestos, y únicamente me pregunté por qué había metido en mi departamento a la viajera causa del conflicto. ¿Para protegerla mejor quizás?... ¿Quizás para hablar con ella a mis anchas y esclarecer mis dudas, averiguando si, en efecto, era una traidora enemiga? Lo primero que hice fue examinarla despacio, mientras ella se acomodaba y colocaba su raído saquillo en la red. Anglosajona, saltaba a la vista: la marca étnica no podía desmentirse. Carecía de belleza: sus facciones sin frescura, sus ojos amarillentos, su cuerpo desgarbado, su talle plano, le quitaban toda gracia perturbadora. Y para que me sedujese menos, bastó el movimiento que hizo al volverse hacia mí y tenderme virilmente una mano huesuda y rojiza, que estrechó la mía, sacudiéndola. Con voz, eso sí, muy timbrada y dulce, la extranjera pronunció:
-Gracias, señor; mil gracias.
Confuso, disculpé mi rasgo:
-Yo no podía consentir aquella barbaridad. De seguro que usted no espía, señora; acaso ni es usted americana siquiera. Inglesa, ¿verdad?
-¡Ah! No, señor. Soy, en efecto, yanqui.
Y al notar que me estremecía, añadió, alzando el brazo y cogiendo su saquillo:
-Pero no soy espía. Vea mi álbum y mis dibujos.
Hojeé el álbum. Estaba atestado de apuntes arquitectónicos y croquis de tipos pintorescos: una ventana florida, una reja salomónica, un borriquillo, un paleto...
-¿Es usted artista?
-Muy poco...; mera afición... Por mi oficio: soy «tipógrafo». Trabajo..., es decir, trabajaba, en una imprenta de Boston. Ahora no sé qué haré.
Mi curiosidad se inflamó. Adiviné un misterio, y me prometí aclararlo. La voz de mi protegida tenía tan blandas inflexiones, sus pupilas estaban tan húmedas de gratitud al encontrarse con las mías, que pensé: «Por un momento eres dueño de esta mujer. Aprovecha este instante y sorprende su alma, desdeñando el barro que la envuelve; es más gloriosa siempre una conquista del espíritu.» Con diplomacia suma, murmuré, inclinándome:
-No. Temo que crea usted que quiero cobrarme de tan insignificante servicio como el que tuve la suerte de prestarle...
La extranjera calló; pero un tinte rosado, vivo, fluido, se esparció por su marchito rostro, embelleciéndolo... Era un arrebol de alegría, de ilusión, de agradecimiento pasional ante frases de galante respeto, que acaso por vez primera resonaban en sus oídos. La vi llevarse la mano al corazón, y, fingiéndome distraído, noté que me miraba de un modo expresivo, afanoso. La voz de plata se elevó conmovida:
-Pues prefiero contarle lo que me pasa, si no le molesta... Tal vez, después de oírme, ya no me tendrá nunca por una espía.
Solícito, y demostrando rendimiento, me acerqué, no sin arrojar antes el cigarro que acababa de encender en aquel instante.
-No soy espía -declaró ella lentamente-, y no puedo serlo porque detesto el sentimiento patriótico, opuesto a la fraternidad universal. La guerra entre naciones... la repruebo. ¡Los pobres, luchando y muriendo...; los poderosos, recogiendo el honor y el fruto!... Sin embargo, señor..., a esa gente que me insultaba la perdono; comprendo su ceguedad; casi admiro su furia... ¿Qué pensarían si supiesen...?
Aquí se detuvo, y apoyando uno de sus dedos huesudos sobre los labios, me recomendó discreción acerca de lo que iba a revelar.
-Si supiesen... que vengo trayendo un ramo de oliva al través del Atlántico..., a proponer la alianza de los oprimidos y los miserables de allá a los de aquí. Mi conocimiento del español, debido a que pasé años de mi niñez en Méjico, hizo que me escogiesen para esta misión... He explorado el terreno en las comarcas obreras y mineras...
Después de breve pausa:
-Va usted a oír una cosa rara... En España casi he perdido la fe, «mi fe»... No veo la urgencia de ciertas medidas que «allá» aplicaremos inmediatamente, antes que crezca el monstruo del militarismo y la fuerza nos subyugue. Aquí no existen esas horribles desigualdades, esas colosales desproporciones entre la suerte de los hombres. Aquí no noto la tiranía del dinero ni la insensatez del gastar y del gozar, basada en la brutalidad ciega del millón de millones. Aquí no hay Cresos que, como nuestro Rockefeller..., ¿no sabe usted?, el rey del petróleo..., o Astor, el rey de las minas..., sudan oro y se burlan de Dios... En nuestro país domina la abominación de la riqueza..., se alza el ídolo de metal..., y allí, y no aquí, es donde la justicia debe hacer su oficio... ¡Y justicia haremos! ¡Se lo prometo a usted! ¡Y pronto! ¡Ah! ¡España! Yo la adoro... Es muy pobre, muy noble, muy simpática, muy sencilla... ¡Nada contra España! Este será mi consejo, señor... Aquí no he encontrado la miseria negra... No siento impulsos de destruir..., ¡y soy feliz, tan feliz! ¡Si usted supiese...!
Irradiaban las pupilas de la sectaria, y su pecho liso y sin morbidez anhelaba, palpitaba de entusiasmo. Comprendí el error que había hecho confundir a la fanática de la Humanidad con la fanática del patriotismo; a la «insatisfecha» con la espía. Entre tanto, el tren avanzaba, tragando estaciones, y caía voluptuosamente la bella tarde de mayo; olor de hierbas y matas florecidas entraba por la ventanilla abierta, y ya la luna, dibujando sobre el verde vino y el oro amortiguado del cielo su ligera segur de plata, añadía un toque poético a la deliciosa paz de la Naturaleza, indiferente a nuestras agitaciones y nuestras luchas, a los grandes dolores colectivos o individuales... Mi compañera había enmuedecido, y vuelta, contemplaba el paisaje: nos acercábamos al cruce; casi nos deteníamos... Ella se encaró conmigo, y exaltada, en pie ya para bajarse, repitió:
-¡España! ¡Qué hermosa! ¡Vivir aquí..., vivir aquí!
En rápido e imprevisto arranque, sentí su cara pegada a la mía, el calor de sus mejillas halagando mi sien... Después empujó la portezuela, y al saltar al andén, siempre muy agarrada a su raído saquillo, todavía me gritó con la solemnidad de misteriosa promesa y el ceño fruncido por sombría amenaza:
-¡Adiós!... ¡Vuelvo allá..., vuelvo a mi tierra!

«Blanco y Negro», núm. 370, 1898. 

Cuentos de la patria

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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