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miércoles, 17 de septiembre de 2014

Vocacion

Román subía la escalera de casa de su novia con la alegre presteza habitual. Sus ágiles piernas de veintiséis años salvaban dos a dos los escalones,  cuando  gritos  salvajes de dolor, seguidos de otros agudísimos, que traducían infinito espanto, le hicieron dispararse en galope loco al descanso del inmediato piso. El cuadro que se le apareció le dejó petrificado un segundo. En el suelo, su Irene se retorcía, se revolcaba, envuelta en llamas; ardía su ligera ropa, ardían sus cabellos rubios. Alrededor de la víctima, un grupo: madre, hermana, criado  -hipnotizados,  inmóviles  a  fuerza  de horror,  dejándola  morir  en  aquel  suplicio.
Instantáneamente  Román  comprendió;  instantáneamente  se arrojó sobre la joven, revolcándose  a  su  vez  con  voluntaria  brutalidad, extinguiendo por medio del peso de su cuerpo las vivas llamas. Sus manos -para quienes  eran  sagradas  aquellas  vírgenes  formas- las palpaban ahora sin considera-ciones de  falso  pudor,  apagando  el  incendio  como podían, a puñados, arrancando a jirones telas y puntillas inflamadas aún. La madre y la hermana, a ejemplo de Román, desgarraban traje y enaguas, desnudaban a la mártir su túnica  de  Neso.  Al  fin,  consiguieron  recogerla desvanecida  -pero  respi-rando  aún-  y  transportarla  a  su  alcoba,  depositándola  sobre  la cama,  mientras  el  sirviente  corría  a  la  Casa de Socorro a buscar un médico.
La hermana, sollozando, explicó lo sucedido. Nada, un descuido; la maquinilla de alcohol donde calentaban los hierros de ondular, volcada; el líquido ardiente prendiendo en la flotante  manga  de  la  bata  de  muselina;  el sufrimiento y el terror, que inspiran lo contrario de lo que aconseja la prudencia, y lanzan a una carrera insensata hacia la puerta y hacia el aire libre; el aturdimiento de los espectadores, que no les da tiempo a hacer lo único indicado en casos tales, lo practicado por Román; y, al terminar el entrecortado relato, un abrazo confundía al novio y a la hermana, cuyas  lágrimas  mojaron  las  mejillas  de  Román, sus tiznados y chamuscados ojos.
Llegó el médico. Nadie se había atrevido a tocar a Irene, que, vuelta del desvanecimiento, se quejaba de un modo estremecedor.
Román ayudó; hizo de practicante, manejando las tijeras él mismo. Entre los circunstantes, ninguno se preocupó del extraño caso de aquel novio ante quien despojaban de sus últimos velos a la casta novia. La fraternidad y la indiferencia nacían del padecer. El cuerpo de  Irene  se  mostraba  como  en  la  mesa  del anfiteatro;  mas  la  hermosa  estatua  juvenil era una pura llaga.
Mientras  iban  a  la  botica  por  calmantes, por medicinas, por algodón hidrófilo, por vendas, Román, arrastraba al doctor a la antesala y le preguntaba ansiosamente:
-¿Vivirá?
 -Esperemos que sí. ¿Es usted su pariente?
-Soy su futuro esposo -contestó con sencillez Román. Me contento con que no muera. ¿Sufrirá mucho?
    -Torturas atroces, y que no podemos evitar. Avisen ustedes a su médico de confianza.
Acaso sobrevenga fiebre y delirio. ¡La han dejado  arder!  Si  usted  no  acierta  a  arrojarse sobre  ella,  apagando  mecánicamente  el  fuego, ahora estaría carbonizada. Su intervención de usted la ha salvado.
Verificáronse punto por punto los vaticinios del doctor. Irene osciló entre la vida y la muerte  bastante  tiempo.  Los  que  rodeaban  su lecho,  empe-zando  por  Román,  sólo  se  preocupaban  de  la  mejoría.  Ni  cruzaban  por  la mente del novio otros pensamientos. Siempre pendiente de la opinión del médico, el tumulto del amor, su apretada florescencia de rosas,  no  existía  desde  la  hora  en  que  apagó con su cuerpo las llamas. A decir verdad, ni pensaba en cambio alguno de su manera de sentir,  y  mucho  le  sorprendió  que la  misma enferma, una tarde, a la hora en que él solía visitarla y leer en alta voz, para distraerla, los periódicos, le dijese:
-Román, ¿no sabes que he quedado feísima?
El novio fijó los ojos en el semblante de la novia, cruzado aún por vendajes, y contestó sinceramente:
-¡Qué disparate! En cuanto te quiten esas tiras de gasa y esos algodones, estará mi nena igual que estaba: ¡muy guapa, guapísima!
Ella insistió con firmeza:
-Estoy desfigurada: la cara, llena de costurones;  el  pecho  con  cada  cicatriz...  Por  todo mi cuerpo señales... Román, no podemos casarnos. ¡Lo nuestro... se acabó!
Impaciente y enojado, protestó él:
-¡Qué manía te entra, Renita! Vamos, vamos, no te me pongas tonta; no quiero que seas así. ¡Chiquilla rara! Soy tu novio; soy tu enamorado;  soy  tu  futuro,  y  nos  echan  las bendiciones apenas te sueltes por ahí sana y buena. ¡No faltaba otra cosa!
La voz que salía de detrás de los vendajes se deshizo, se quebró en llanto.
-Muchas gracias, Román. Ya sabía yo que... que me contestarías eso. Es natural en ti.
-¿Que  si  es  natural  casarnos?  ¡Me  gusta!
No parece sino que se trata de algún fenómeno. ¡Ea, niña!, la mano.
Ella la alargó, enflaquecida y todavía áspera por la sequedad de la calentura. Román la besó piadosamente, como hubiese besado, a ser devoto, una reliquia.
-Escucha, Román... -pronunció hondamente  la  enferma.  Tú  te  portas  siempre  bien; demasiado  me  consta.  Valdría  más  que  te portaras peor. En vez de arrojarte sobre mí a apagar el fuego, debiste detenerte un minuto, lo bastante para que acabase de abrasarme.
Así  me  salvarías  de  una  suerte  bien  amarga..., sin hablar de los padecimientos, que no han sido pocos.
-¡Ea,  ea,  basta,  niña!  -exclamó  Román.
No  aguanto  que  continúes  por  tal  camino.
¿De  dónde  sacas  semejante  suerte  amarga, vamos a ver? Conmigo tu suerte será dulce; te  querré  mucho...  ¿Es  que  pensabas  hacer conquistas? A mí has de parecerme la mujer más bonita del mundo.
-¡A ti, no! -declaró con energía Irene.
-¿Tú qué sabes?
-Lo sé. Y te lo probaré... hasta la evidencia.
¡Ah! Si te pareciese a ti bonita, ¿qué me importaban los demás? Pero tú ni eres ciego ni eres de palo. Me detestarías; te avergonzarías de mí.
El novio se alzó en pie, entre desazonado y compadecido.
-¡A callar! -ordenó. Mi niña está hoy nerviosa, y no quiero que se me ponga peor con estas conversaciones sin sustancia. ¡A callar, a obedecer!
-¿Me  aseguras  que  sientes  por  mí  lo  que sentías  antes...  de  la  desgracia?  -interrogó Irene.
-¿Pues  quién  lo  duda?  ¡Exactamente,  boba!
 -¿Me lo jurarías?
 -Lo juro -contestó él sin titubear.
Hubo un instante de grave silencio entre la mujer que recibía tal prueba de ternura y el hombre que acababa de comprometer su porvenir. Román tenía asida la mano de la enferma y la estrechaba contra los labios. Y lo primero que se oyó fue la voz de la madre de Irene, que entró y vio la escena, y la aprobó sonriendo.
-No,  no  te  muevas,  Román...  Estás  bien ahí, hijo mío... He venido no más que a ver si ocurría  algo.  Quedáos  en  paz.  Antes,  ya  te acordarás, no me gustaba dejaros solos, ¿eh? Pero ahora..., ¡bah!, si eres como un hermano de  la  pobre...  Hazle  compañía;  entretenla.
Tengo que atender a mi agente de Bolsa, que me aguarda en la sala.
Apenas la madre hubo salido, Irene se alzó sobre un codo y dijo a Román, que estaba cabizbajo:
-Ahí  tienes  la  prueba  que  te  ofrecí.  ¡Mi madre nos deja solos!
Y  atajando  nuevas  protestas  de  Román, añadió:
-No  te  esfuerces.  Yo  estoy  resuelta:  así que  pueda  levantarme  y  andar,  irremisiblemente entraré en el Noviciado de los Paúles.

"Blanco y Negro", núm. 645, 1903.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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