Fue el cura de
Naya, hombre comunicativo, afable y de entrañas excelentes, quien me refirió el
atroz sucedido, o por mejor decir, la serie de sucedidos atroces, que apenas
creería yo, a no aclararse y explicarse perfectamente por el relato del
párroco, las veladas indicaciones de la prensa y los rumores difundidos en el
país. Respetaré la forma de la narración, sintiendo no poder reproducir la
expresión peculiar de la fisonomía del que narraba.
-Ya sabe
usted-dijo-que, así como en Andalucía crece la flor de la canela, en este
rincón de Galicia podemos alabarnos de cultivar la flor de los caciques. No sé
cómo serán los de otras partes; pero, vamos, que los de por aca son de patente.
Bien se acordará usted de aquel Trampeta y aquel Barbacana que
traían a Cebre convertido en un infierno. Trampeta ahora dice que se
quiere meter en pocos belenes, porque ya no le ahorcan por treinta mil duros, y
Barbacana, que está que no puede con los calzones, como se la tenían
jurada unos cuantos y salvó milagrosamente de dos o tres asechanzas, al fin ha
determinado irse a pasar la vejez a Pontevedra, porque desea morir en su cama,
según conviene a los hombres honrados y a los cristianos viejos como él. ¡Ja,
ja...!
Retirados o
poco menos esos dos pejes, quedó el país en manos de otro, que usted también
habrá oído de él: Lobeiro, que en confianza le llamábamos Lobo, y ¡a fe
que le caía! Yo, si usted me pregunta en qué forma consiguió Lobeiro apoderarse
de esta región y tenerla así, en un puño, que ni la hierba crecía sin su
permiso, le contestaré que no lo entiendo; porque me parece increíble que en
nuestro siglo, y cuando tanto cantan libertad, se pueda vivir más sujeto a un
señor que en tiempos del conde Pedro Madruga. No, no hay que echar
baladronadas; yo era el primerito que agachaba las orejas y callaba como un
raposo. Uno estima la piel, y aún más que la piel, si a mano viene, la
tranquilidad.
A veces me
ponía a discurrir, y decía para mi sotana: «Este rayo de hombre, ¿en qué
consiste que se nos ha montado a todos encima, y por fuerza hemos de vivir
súbditos de él, haciendo cuanto se el antoja, pidiéndole permiso hasta para
respirar? ¿Quién le instituyó dueño de nuestras vidas y haciendas? ¿No hay
leyes? ¿No hay Tribunales de justicia?» Pero mire usted: todo eso de leyes es
nada más que conversación. Los magistrados, suponiendo que sean
justificadísimos, están lejos, y el cacique cerca. El Gobierno necesita tener
asegurada la mecánica de las elecciones, y al que les amasa los votos le entregan
desde Madrid la comarca en feudo. A los señores que se pasean allá por el Prado
y por la Castellana ,
sin cuidado les tiene que aquí nos am... ¡Ay! Tente, lengua, que ya iba a
soltar un disparate.
Pues volviendo
al caso, Lobeiro, así para el trato de la conversación, era un hombre
antipático, de pocas palabras, que cuando se veía comprometido, se reía
regañando los dientes, muy callado, mirando de través. No se fíe usted nunca
del que no ríe franco ni mira derecho: muy mala señal. La cara suya parecía el
Pico Medelo, que siempre anda embozado en «brétemas». Lo único a que el diaño
del hombre ponía un gesto como ponen las demás personas, era a su chiquilla, su
hija única, que por cierto no se ha visto cosa más linda en todo este país. La
madre fue en tiempos una buena moza; pero la rapaza..., ¡qué comparación! Un
pelo como el oro, un cutis que parecía raso, un par de ojos azules con dos
estrellas... ¡Micaeliña! ¡Lo que corrí tras ella en la robleda el día del
patrón de Boán! Porque a la criatura le rebosaba la alegría, y Lobeiro, al
oírla reír, cambiaba de aspecto, se volvía otro.
Sólo que, por
desgracia, esta influencia no pasaba de los momentos en que tenía cerca a la
criatura. El resto del año, Lobeiro se dedicaba a perseguir a Fulano, empapelar
a Ciciano, sacarle el redaño a éste y echar a presidio a aquél. ¿Usted no ha
leído el Catecismo del labriego, compuesto por el tío Marcos de Portela,
doctor en teología campestre? Pues el tipo de secretario que allí pinta, el de
Lobeiro clavadito: criado para infernar la vida del labriego infeliz, hartarle
de vejaciones y disputar la triste corteza de pan amasada con su sudor, único
alimento de que dispone para llevar a la boca. Y repare usted lo que sucedía
con Lobeiro: hoy hace una picardía, y le obedecen como uno; mañana hace diez, y
ya le rinden acatamiento como diez; al otro día un millón, y como un millón se
impone. Empezó por chanchullos pequeñitos, de esos que se hacen en el
Ayuntamiento a mansalva: trabucos de cuentas, recargos de contribución, reparto
ab libitum y lo demás de rúbrica. Poco a poco, la gente aguantando y él
apretando más, llega el caso de que me encuentro yo a un infeliz aldeano en un
camino hondo, llevando de la cuerda su mejor ternero. «Andrés, ¿a dónde vas con
el cuxo? Feria hoy no la hay.» «¿Qué feria ni feria, señor abad?» «¿Pues
entonces...?» «Señor abad, por el alma de quien le parió, no diga nada. El
cuxiño es para ese condenado de Lobeiro, que me lo mandó a pedir, y si no se lo
entrego, me arruina, acaba conmigo, y hasta muero avergonzado en la cárcel.» Y
el pobre hombre, cuando me lo decía, tenía los ojos como dos tomates,
encarnizados de llorar. ¡Ya comprende usted lo que es para el labriego su
ganado! Dar aquel ternero era, en plata, dar las telas del corazón.
Sólo una cosa
estaba segura con Lobeiro: la honra de las mujeres; y no por virtud, sino
porque no cojeaba de ese pie. Algunos de sus satélites, en cambio, bien se
desquitaban. ¿Que si tenía satélites? ¡Madre querida!, una hueste organizada en
toda regla. Usted no dejará de recordar que cuando apareció en un monte el
mayordomo del marqués de Ulloa, hace ya algunos años, seco de un tiro, todo el
mundo dijo que lo había mandado matar el cacique Barbacana, y que el
instrumento era un bandido llamado el Tuerto de Castrodorna, que lo más
del tiempo se lo pasaba en Portugal, huyendo de la Justicia. Pues esa
joya del Tuerto la heredó Lobeiro, sólo que mejoró el procedimiento de Barbacana,
y en vez de un forajido reclutó una cuadrilla perfectamente montada, con su
santo y seña, con consignas, su secreto, sus estratagemas y su táctica para
verificar las sorpresas y represalias de un modo expeditivo y seguro. Nosotros
teníamos esperanza de que, al acabarse las trifulcas revolucionarias y las
guerras civiles, mejoraría el estado del país y se afianzaría la seguridad
personal. ¡Busca seguridad! ¡Busca mejoras! Lo mismo o peor anduvieron las
cosas desde la restauración de Alfonso, y si me apuran, digo que la Regencia vino a darnos el
cachete. Antes, unos gritaban: «¡Viva esto!»; los otros: «¡Viva aquéllo!»; que
República, que don Carlos... Eran ideas generales, y parece que criaban menos
saña entre unos y otros. Hoy únicamente estamos a quién gana las elecciones, a
quién se hace árbitro de esta tierra..., y todos los medios son buenos, y caiga
el que cayere. Total, como decimos aquí: salgo de un soto y métome en otro...,
pero más oscuro.
Como íbamos
contando, la pandilla de Lobeiro empezó a ser el terror del país. Tan pronto
veíamos llamas..., ¿qué ocurre? Pues que le queman el pajar, y el alpendre, y
el hórreo, y la casa misma, al Antón de Morlás o al Guillermo de la Fontela. Tan pronto
aparece derrengado, molido a palos, uno que no se quiso someter a Lobeiro en
esto o en lo de más allá..., y cuando le preguntan quién le puso así, responde
una mentira: que rodó de un vallado o se cayó de una higuera cogiendo higos...,
señal de que si revela la verdad, sentenciado está a pena más grave. Por
último, un día se nota la desaparición de cierto sujeto, un tal Castañeda,
alguacil; ni visto ni oído, como si se evaporase. La voz pública (muy bajito)
susurra que ese hombre le estorbaba a Lobeiro o se le había opuesto en un amaño
muy gordo. Se espera una semana, dos, tres, que parezca el cadáver, o el vivo,
si vivo está aún; nada. La viuda hace registrar el Avieiro, incluso el pozo
grande; mira debajo de los puentes, recorre los montes... Ni rastro. Igual que
si se lo hubiese tragado la tierra. Y probablemente así sería. ¡Un hoyo es tan
fácil de abrir!
Este Castañeda
tenía un sobrino, muchacho templado, como que allá en sus mocedades proyectaba
dedicarse a la carrera militar, y luego, por no separarse de su madre, que iba
vieja, y de una hermana jovencita, prefirió quedarse en el país y vivir
cuidando de unos bienecillos que le correspondían por su hijuela, y de los de
la hermana y la madre. Él era así... un anfibio, medio señor y medio
labrador, y en el país, como todo el mundo tiene su apodo, le conocían por el
de Cristo. ¿Dice usted que un novelista de Francia llama Cristo a uno de sus
personajes? Pues mire: ese, de fijo, lo inventará; yo, no; tan cierto es como
que usted está ahí sentada oyendo este caso. En el susodicho apodo -atienda
usted bien- está mucha parte del intríngulis de la historia. ¿Que por qué le
pusieron ese alias? No lo sé a derechas; creo que por parecerse en la cara y la
barba larguirucha a un Cristo muy grande y muy devoto que se venera en el
santuario de Boán.
De modo que el
bueno de Cristo, no bien supo la desaparición de su tío Castañeda, no se calló,
como los demás, como la misma infeliz viuda, que temblaba que, después de
suprimirle al marido, le pegasen fuego a la casita y la echasen en sus últimos
años a pedir limosna. En las ferias y en las romerías, en el atrio de la
iglesia y en la botica de Cebre, el muchacho alzó la voz cuanto pudo, clamando
contra la tiranía de Lobeiro y diciendo que el país tenía que hacer un ejemplo
con él: «¡Cazarle lo mismo que a un lobo, para que escarmentasen los demás
lobos que se estaban criando en la madriguera, dispuestos a devorarnos!» Decía que
estas cosas, no suceden sino en el país que las sufre; que donde los hombres
tienen bragas no se consienten ciertos abusos; que en Aragón o en Castilla ya
le habrían ajustado a Lobeiro la cuenta con el trabuco o la navaja; que si el
cacique se le ponía delante, él, aunque se perdiese y dejase desamparadas madre
y hermanita, era capaz de arrancarle los dientes a la fiera. Al pronto le
oíamos asustados; pero como todo se pega, y el valor y el miedo, en particular,
son contagiosos lo mismo que el cólera, iba formándose alrededor de Cristo
un núcleo de gente que le daba la razón, diciendo que por todos los medios
había que descartarse de Lobeiro y conjurar aquella plaga. Los gallegos no
somos cobardes, ¡quia! Lo que nos falta, a veces, es la iniciativa del valor.
Necesitamos uno que empiece, y, ¡zas!, allá seguimos de reata. Cristo
iba sumando voluntades, y conforme pasaba el tiempo y veían que de hablar así
no se le originaba perjuicio alguno, la algarada crecía, y el cacique
intimidado, en nuestro concepto, por haber encontrado al fin quien le
presentase la cara, andaba mansito y derecho: como que pasaron más de tres
meses sin sabérsela ninguna fechoría mayor. ¡Respirábamos!
El día de la
feria grande de Arnedo, que es en abril, antes de la Semana Santa , volvía
yo a mi parroquia, después de pasar el rato bebiendo un poco de tostado y
comiendo unas rosquillas, cuando a poca distancia del pueblo empareja con mi
mula la yegüecilla de Ramón Limioso (usted le conoce: el señorito del pazo, un
caballero cumplidísimo), y me pregunta, con no sé qué retintín: «Y Cristo,
¿le ha visto usted en la feria?» «¿Cristo? No, no le encontré... por
ninguna parte.» «¿Tampoco en el mesón?» «Tampoco.» «¿A qué horas vino usted?»
«Tempranito: a las siete ya andaba yo por Arnedo.» «¿Sabe que me choca?» «¿Y
por qué ha de chocarle?» «Porque estábamos citados: él quería deshacerse de su
jaco, y yo le vendía mi toro, o se lo cambalachaba; según.» «¡Bah! Cristo
es un rapaz todavía; aún no ha cumplido los treinta... ¡Sabe Dios por dónde
anda a estas horas!» «No, Eugenio; pues yo le digo que me choca, que me
escama.» «Aún vendrá, hombre. Son las tres, y hasta las seis o siete de la
tarde no se deshace la feria.»
Ramón Limioso
meneó la cabeza, y sin hacer otra objeción, volvió grupas hacia Arnedo. Ni me
fijé ni me acordé más del asunto, hasta que a las veinticuatro horas me llegó
el primer runrún de la desaparición de Cristo. El mismo misterio que en
lo de su tío Castañeda: ni rastro del muchacho por ninguna parte. La madre
nadaba como loca, pregunta que te preguntarás, de casa en casa; la hermana
salía de un ataque nervioso para caer en un síncope; la Justicia local, como de
costumbre, se lavaba las manos -imposible parece que así y todo las tenga tan
puercas-, y del chico, ni esto. Por fin, al cabo de una semana, lo que es
aparecer, apareció... Pero ¿dónde? Metido en un hórreo, en descomposición,
hecho una lástima... Son pormenores horribles; bueno, se trata de que se
imponga usted de cómo había ocurrido la cosa. Yo vi el cadáver y me convencí de
que no había exageración ninguna en lo que se refirió después. Debían de
haberle atormentado mucho tiempo, porque estaba el cuerpo hecho una pura llaga:
a mí se me figura que lo azotaron con cuerdas, o que lo tundieron a varazos:
las señales eran a modo de rayas o verdugones en el pellejo. Para acabarlo, le
dieron un corte así, en la garganta. El rostro desfiguradísimo; sólo una madre
-¡pobre señora!- reconoce y se determina a besar un rostro semejante.
Sí, estoy
conforme: es una infamia, un crimen que clama al Cielo, lo que usted guste...
Pero usted también va a convenir conmigo. También va a decir que todo ello es
moco de pavo en comparación del último refinamiento salvaje, de que no tiene
noticia aún. Porque matar, atormentar, se llama así, atormentar y matar, y se
acabó; pero cómo se llama el escarnio, la befa más inconcebible, el reto a
Dios, que consiste en lo siguiente: elegir para dar tal género de muerte a ese
hombre que la gente apodaba Cristo..., elegir..., ¿qué día del año
piensa usted? ¡El Viernes Santo!
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Pecador soy
como el que más -prosiguió el párroco de Naya con la voz y el gesto
transformados por una seriedad profunda; pecador soy, indigno de que Dios baje
a estas manos; no tengo vocación de santo, como el cura de Ulloa; ni me gusta
echar sermones con requilorios, como el de Xabreñes; pero en semejante ocasión,
al enterarme de la monstruosidad, no sé qué hormigueo me entró por el cuerpo,
no sé qué vuelta me dio la sangre, ni qué luminarias me danzaron delante de los
ojos..., que, vamos, al pino más alto del pinar de Morlán me subiría para
gritar: «¡Maldición y anatema sobre Lobeiro!» ¡La plática que les encajé a mis
feligreses el domingo! Ni Isaías..., «fuera el alma». Con un arrebato y un
fuego que aún hoy me asombra, les dije que Dios, al parecer, se hace el ciego y
el sordo; pero es como quien calla para enterarse mejor; que ningún crimen se
le oculta, que la sangre de Abel siempre grita venganza, y que me creyesen a
mí, que, a fe de Eugenio, nadie se quedaría sin su merecido, y por medios
inescrutables, pero seguros, cuando estuviese más descuidado. «Quien fosa cava,
en ella caerá», me acuerdo que grité como un energúmeno. Por supuesto, que era
hablar por no callar: tanto sabía yo del castigo dichoso como de la primera
camisa que vestí; sólo que en aquel entonces, de veras me parecía que así iba a
suceder, que Lobeiro estaba emplazado, y que la inspiración hablaba por mi
boca, Spiritus ejus in ore meo.
Poco a poco se
fue acallando el rebumbio del asesinato de Cristo. La madre y la
hermana, convertidas en dos sombras, flaquitas y de riguroso luto, eran el
único recuerdo que quedaba de la tragedia. En la gente siempre fermentaba el
odio contra el cacique, pero lo comprimía el temor. Es de advertir que por
entonces «los» de Lobeiro cayeron, y necesariamente el maldito, no teniendo la
sartén por el mango, se reportó en sus exacciones y sus iniquidades. El país
revivió unas miajas. El bando de Trampeta aleteó. Lobeiro, en el
interregno, se dedicó a una ocupación pacífica: construir su casa, que era muy
vieja y ya mezquina para las exigencias de su nueva posición; porque la fortuna
del cacique había crecido mucho y su mujer, amiga de lujos, de comilonas y de
tirar de largo, le metió en la cabeza hacer vivienda nueva, la verdad, con
todos sus perendengues: dos pisos de piedra sillar, magnífica, ventanas con
unas rejas imponentes, puerta como la de un castillo, su gran escalera, su sala
de recibir, su cocina hermosísima... ¡Una casa digna de Orense! En el país se
hablaba mucho de tal edificio, y de la seguridad que ofrecía, y de las
precauciones que revelaba aquel modo de edificar, precauciones tomadas para
defensa contra lo que temía el cacique, que había hecho muchas, y no podía
menos de andar prevenido.Enemigos, a miles se le podían contar; y, sin embargo,
como el hombre se mantenía agachado, nadie se metía con él, temeroso de
despertar a la fiera. El gran alboroto fue el que se armó cuando de repente -sin
que lo barruntásemos- se volcó la tortilla y subió nuevamente al poder el
partido de Lobeiro.
¡Madre mía,
Virgen del Corpiño, el espanto que cayó sobre nosotros! ¡Lobeiro otra vez
mandando, rey otra vez de la comarca; otra vez a su disposición la hacienda, la
tranquilidad, la vida de todos; otra vez los cadáveres en los hórreos, o en el
fondo del Avieiro, o en un hoyo profundo, allá por las asperezas de algún
pinar! ¿Quién sosegaba?¿Quién dormía tranquilo?¿Quién estaba seguro de no
perecer martirizado?
Usted se va a
reír si le digo una cosa. No, no se reirá; al contrario, se hará cargo mejor
que nadie, porque tiene costumbre de reflexionar sobre estas singularidades
propias de la naturaleza humana. El miedo, a veces, es el mejor agente del
valor. Sí; por miedo se cumplen actos de heroísmo; por canguelo se realizan
determinaciones que en estado normal nos ponen los pelos de punta. Una persona
que se ve rodeada de llamas, o teme que el incendio se propague y le pille
encerrada en una habitación y el humo la asfixie, no se encomienda a Dios ni al
diablo para arrojarse de un quinto piso a la calle, aunque se estrelle. Con
esto quiero decirle cómo a las gentes de Cebre y sus cercanías, el propio
terror de caer en las uñas de Lobeiro les infundió una resolución tremenda
adoptada con cautela tal, que todo lo hicieron en el mismo secreto y unión que
cuenta usted que profesan los nihilistas rusos. Verá, verá cómo ocurrió la
cosa.
Llegado el día
de la fiesta de la Virgen
en el santuario de Boán, fui yo allá convidado por el cura, que es amigo. Se
reunió un gentío, que era aquello un hormiguero: hubo sus cohetes, sus gaitas,
sus bailas, sus calderadas de pulpo y su tonel de mosto; lo que sabe
usted que nunca falta en tales romerías. También andaban algunas señoritas muy
emperifolladas dando vueltas y luciendo los trapitos flamantes; y la más bonita
de todas, Micaeliña, que paseaba con la madre por debajo de los robles, hecha
un sol de guapa. Acababa de cumplir los trece años; se conoce que estrenaba
vestido, y no cabía en sí de contenta; el vestido era blanco, con lazos de
color de rosa, precioso, de seda riquísima, locura para una chiquilla así.
La madre:
«Micaeliña, no te arrugues», por aquí, y «Micaeliña, no te manches», por allá;
y la criatura, al principio, respetando mucho la gala; pero, ya se ve, luego se
cansó de guardarle miramiento al vestido majo y vino, disparada, a tirarme del
balandrán. «Eugenio, ¿corremos?» Al principio fui a remolque; pero, al fin
-este pícaro genio gaitero que tengo yo...-, me hizo la rapaza pegar mil
carreras por aquellas cuestas abajo, riendo los dos como locos. Y cuidado que
me daba no sé qué por el cuerpo el divisar a Lobeiro allí, a dos pasos, con sus
manos donde yo sabía que había manchas de sangre fresca.
El diantre del
cacique, cuando me vio tan divertido con la hija, me llamó aparte, y, sin
mirarme una vez siquiera, con los ojos torcidos para el suelo, me dijo:
-Hombre,
Eugenio, hágame un favor: convenza a mi mujer y a la chiquilla de que va a
estar muy bien Micaela en el colegio de Orense.
-Sí, hombre...
Cosas que uno discurre porque no tiene remedio -contestó él muy encapotado y a
media habla.
Así que la
familia de Lobeiro y los ad láteres que siempre le escoltaban se retiraron de
la romería, pregunté al cura de Boán, extrañándome de la idea de enviar a
Orense a la chiquilla, cuando precisamente era el encanto de su padre. Boán me
dio una explicación plausible:
-Eso lo hace
por no exponer a la rapaza a un lance cualquiera. Le tienen amenazado de
muerte, y veinte veces ya le avisaron de que su casa ha de arder. Y aunque él
dice que, según la construyó, no es tan fácil pegarle fuego, no quiere tener
aquí a Micaeliña, porque recela alguna barbaridad.
.....................................................................................................
Yo dormí en la
rectoral de Boán aquella noche. Con el choyo de la fiesta se había
empinado y engullido muy regularmente; de modo que el primer sueño fue de
piedra. Estaba como una marmota, que si me sueltan un redoble de tambor en los
mismos oídos, no doy a pie ni a mano. Conque figúrese lo que sería la explosión
para que me incorporase en la cama de un brinco.
¡Puummm!
¡Boom! Nunca acababa de sonar. Yo, a oscuras, a tientas, buscando las cerillas
y gritando por el criado:
-¡Eh! ¡Ave
María Purísima! ¡Rosendo! Condenado, ¿duermes o qué haces? ¿Se cae la casa?
¡Jesús, Dios y Señor, misericordia!
Por fin encendí
el fósforo, y cuando entró Rosendo, aturdido, tropezando, en ropas menores, no
pude aguantar la risa. El muchacho casi se echó a llorar.
-¿Y quién lo
sabe, a no ser un brujo? Parece que se ha hundido misma-mente el mundo todo de
la tierra.
Escuché. Nada,
silencio. Salí a la ventana. Ni señal de cosa alguna. Me palpé: estaba sano y
bueno. El cura de Boán andaba por allí azorado, dando vueltas. Nos pusimos a
hacer comentarios. Nadie se quiso volver a la cama. Cada uno defendía su
conjetura, cuando, ¡tras, tras!, ¡a la puerta!... ¡Al señor cura de Boán, que
vaya a dar los santos óleos y a confesar a Lobeiro, que se muere! Boán dista un
cuarto de legua de la casa de Lobeiro. El que traía el recado nos enteró de
todo.
Mientras
Lobeiro, su hija y sus satélites estaban de parranda, con mucho tiento, al pie
del balcón mayor, «habían» depositado veintiséis cartuchos de dinamita -lo
bastante para volar una fortaleza- y su mecha correspondiente. Hecho esto,
retiráronse con tranquilidad, pie ante pie. A la noche, recogida ya la familia,
silencioso todo, «alguien» cogió el cabo de mecha, le prendió fuego y desvió
con mucha calma. De los veintiséis cartuchos, sólo diez o doce se inflamaron.
Pero fue más de lo preciso.
No se salvó
alma viviente. Entre los escombros de la casa yacían el cadáver de la mujer de
Lobeiro, el tronco mutilado del criado y el cuerpo de Micaeliña, muerta como una
paloma que le dan un tiro, con su sangre en las sienes, tendida al lado de su
padre. El lobo aún vivía; fue el único que no pereció en el acto. Antes de
expirar tuvo disponible una hora larga para contemplar a su oveja difunta...
Digan lo que quieran los sabios esos del materialismo..., ¡retaco!, yo juro que
hay Dios, y un Dios que castiga sin palo ni piedra... Con dinamita, corriente,
¡Con lo que sale!
¿Quién fue el
autor o autores de la hazaña? ¡Retaco! Dios... Digo, no; soy un bruto. Pues
todos y nadie; la comarca. Llamen a declarar a Cebre entero, y respondo de que
el juez no saca en limpio ni tanto así. Resultará que aquella noche nadie faltó
de su casa, y que desde hace veinte años nadie compró dinamita ni pólvora más
que para las bombas y las madamas de fuego de las romerías. ¿Quiere usted más?
¿A que no se atreve el Gobierno a llevar adelante la persecución? Ya ve usted,
hoy mandan los de Lobeiro. ¿A que ni ocho días va nadie a la cárcel por lo que
llamamos aquí «el cuento de la dinamita»?
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