-Sí,
señores míos -dijo el viejo marqués, sorbiendo fina pulgarada de «cucarachero»,
golpeando con las yemas de los dedos la cajita de concha, lo mismo que si la acariciase. Yo fui,
no sólo amigo, sino defensor y encubridor de un capitán de gavilla. ¿No lo
creen ustedes? ¡Histórico, histórico! A mi ladrón le ahorcaron en Lugo, y
consta en autos.
Lo
que se ignoró siempre (los jueces, en ese punto, no consiguieron hacer ni tanto
así de luz) es el verdadero nombre que llevaba el ladrón, allá en sus
mocedades, antes de dedicarse a tan infamante oficio, cuando se educaba conmigo
en el Colegio de Nobles de Monforte. Desde que se metió a capitán de forajidos
le conocieron por Vitorio; así le llamaremos. ¡Líbreme Dios de echar baldón
sobre una familia antigua e ilustre y deshacer lo que el pobrecillo llevó a
cabo con el valor que ustedes verán, si me atienden.
Les
aseguro que en el Colegio de Nobles no tuve compañero que me pareciese más
simpático. De carácter vivo y vehemente, de inteligencia clara y feliz memoria,
estudiaba con suma facilidad; los maestros estaban encantados de él. Al mismo
tiempo, travesura que en el colegio se ejecutase, era sabido: ¿quién la
discurrió? Vitorio. No sé qué maña se daba, que siempre era cabeza de
motín, y todos nos poníamos a sus órdenes, reconociendo su iniciativa y su
autoridad. Era en sus resoluciones tenacísimo y violento, pero pundonoroso
hasta dejárselo de sobra, y si alguien me dice entonces que Vitorio
pararía en ladrón, creo que al tal le deshago yo la cara a bofetones.
Como
siempre fui enclenque y enfermizo, Vitorio me había tomado bajo su
protección, y más de una vez escarmentó a los colegiales que me jugaban
pasaditas. Esto, y el ascendiente que ejercía por su manera de ser, hicieron que
yo fuese consagrando a Vitorio apasionada adhesión.
Un
día recibió Vitorio cartas de su casa, y con ellas la amarguísima
noticia de que su padre, que era viudo, se disponía a contraer segundas
nupcias.
El
paroxismo de ira del muchacho, que adoraba en el recuerdo de su madre, fue
tremebundo; espumaba de rabia, se retorcía, se quería romper la cabeza contra
la pared del dormitorio. Le consolé lo mejor que pude, y cuando ya le creía
aplacado, he aquí que se levanta de noche y me propone que nos descolguemos por
la ventana, atando las sábanas unas a otras, y que, andando diez leguas,
lleguemos a tiempo de impedir la boda de su padre. La fascinación de Vitorio
era tal, que al pronto consentí en el absurdo proyecto, y si invencibles
dificultades materiales no nos lo estorbasen, creo que lo realizamos.
Poco
tardé en salir del colegio, y en bastantes años nada supe de Vitorio.
Estudié Derecho en Compostela, me casé, enviudé, y, teniendo que arreglar
cuestiones de intereses, me establecí en mi casa de aldea de los Adrales,
situada entre Monforte y Lugo, en país montuoso.
Hablábase
mucho, en las veladas junto al fuego, de la gavilla que recorría aquellas
inmediaciones, y de la original conducta de su jefe. Contábase que tenía
prohibido matar y atormentar, a menos que le hiciesen resistencia; que jamás
despojaba por completo una casa, sino que siempre cuidaba de dejar algún dinero
a los robados, para que no careciesen de todo en los primeros instantes; que
algunas veces sus robos llenaban el fin de reparar antojos de la suerte, pues
daba al pobre lo del rico, al segundón lo del mayorazgo, al seminarista lo del
racionero y al arrendatario lo del señor. Añadían que era galante con las
damas, y que éstas, aunque robadas, no le querían mal, ni mucho menos. En
resumen: la clásica silueta del «bandido generoso», y si de Vitorio no
hubiese más que decir, se podía ahorrar el relato o sustituirlo por historias
muy análogas, verbigracia, la de José María.
Aun
cuando yo, por precisión, guardaba en casa dinero (entonces no era tan fácil
como hoy ponerlo a buen recaudo), y aunque no alardeo de valiente, ello es que
las noticias referentes a la gavilla me alarmaron poco, y seguí cenando siempre
con las ventanas abiertas -era muy calurosa la estación- y quedándome
entretenido en leer hasta que me entraba sueño, sin pensar en cerrarlas. Una
noche, estando bien descuidado, cátate que, lo mismo que una bala, cae a mis
pies un hombre, pálido, demacrado, con la ropa hecha trizas, y sin que yo
tuviera tiempo a nada, exclama, cogiéndome de un hombro, en tono lastimero:
-¡Sálvame,
Jerónimo! Soy fulano..., tu compañero, tu antiguo amigo. Me persiguen, mi vida
está en tus manos.
Le
hice señas de que no temiese; corrí a trancar la ventana con barra doble; cerré
también las puertas, y tendí los brazos a Vitorio, porque ya le había
reconocido. Aunque desfigurado y muy variado por la edad, reconstruí aquella
cabeza hermosa, morena, de facciones tan delicadas y de tan viril expresión. No
sin gran sorpresa mía, Vitorio se resistió a abrazarme, y murmuró
fatigosamente:
-No
me abraces, Jerónimo. Soy el capitán de gavilla de quien tanto habrás oído, y
por milagro no estoy en poder de los que quieren ahorcarme. Si me conservas
algún cariño, ocúltame y déjame dormir, si no, échame; pero no digas a nadie
cómo y dónde me conociste...
Existía
en los Adrales un precioso escondrijo antiguo, una especie de desván practicado
bajo otro desván, oculto por un segundo tabique, y con salida a una escalerilla
recatada en el hueco de la pared, y que moría al pie del bosque. Allí metí a Vitorio,
y aunque la fuerza que le perseguía rodeó mi casa, y aunque se la dejé registrar
sin oponer reparo, no encontraron al fugitivo, ni era posible, a no estar en el
secreto, que sólo sabíamos el mayordomo y yo. Conjurado el peligro, no quise
que se alejase Vitorio hasta que descansó bien, se lavó, se afeitó, se
vistió con ropa mía y tuvo en el cinto dos ricas pistolas inglesas y en la
bolsa oro. No le pregunté palabra, no le dirigí observaciones ni le di
consejos, y esta delicadeza fue, sin duda, la que le movió a decirme poco antes
de marchar:
-Jerónimo,
¿te acuerdas de la boda de mi padre y de aquel disparate que queríamos hacer en
el colegio? Pues de no hacerlo vino mi perdición. Cuando llegué a mi casa
encontré dueña de ella a una madrastra que obligaba a mi hermana a que la
sirviese, y que hasta la pegaba delante de mí, ¡delante de mí! Tú me has
conocido... Recordarás mi carácter... ¡Asómbrate! Yo, al pronto, supe
reprimirme, y hablé a mi padre como un hombre habla a otro hombre. Le dije que
quería llevarme a mi hermana, y que sólo le pedía algún auxilio en dinero para
que ella no se muriese de hambre. Me contestó con desprecio, con enojo, y me
ordenó que respetase a mi madrastra. Entonces, fuera de mí, le dije que mi
madrastra no merecía respeto, y que se lo demostraría antes de un año. Y así
fue, Jerónimo: a los pocos meses mi madrastra y yo... ¿Entiendes? ¡Me lo
propuse y lo conseguí..., lo conseguí...! ¡Por «aquello», y no por «lo de
ahora», merezco que me cojan y me ahorquen...! En fin: lo cierto es que mi
padre no pudo dudar de su afrenta, y me echó de casa, maldiciéndome, apaleándome
y prohibiéndome que usase su nombre jamás. El resto ya lo sabes... Adiós, voy a
reunirme con mi gente, que andará esparcida por la montaña.
Desapareció
y supe que la gavilla se había retirado de aquellos contornos, metiéndose
sierra adentro, por sitios casi inaccesibles. Dos años después del imprevisto
lance, se habló mucho de un robo cometido por Vitorio en casa de un
señor canónigo de Lugo. Consistía la originalidad en que el robo lo había
realizado Vitorio solo, en una ciudad y a las doce del día. Hallábanse
juntos el buen canónigo y cierto clérigo de misa y olla, jugando al tute, por
más señas, cuando vieron entrar a un caballero apersonado y galán que los
saludo muy cortésmente.
-Soy
Vitorio -dijo; pero no se asusten ustedes, que no traigo ánimo de
hacerles ningún mal. Entendámonos como se entiende la gente de buena educación;
vengo por los cinco mil duros en onzas de oro que el señor canónigo guarda ahí,
debajo de esa arquilla; con levantar un ladrillo numerado, aparecerá el
escondrijo.
-¡Cinco
mil duros! -gritó el canónigo, más muerto que vivo-. Pero, señor de Vitorio,
¡si jamás he poseído esa suma!
-¡Ea!,
señor canónigo, no haya más; dé usted al señor de Vitorio esos cuartos,
siquiera por la gracia y la amabilidad con que los pide.
-Bien
dice el señor canónigo; este cura, mientras le aconseja a usted que se
desprenda de tan gruesa suma, se está escondiendo en la pretina una tabaquera
de plata, como si Vitorio fuese algún ratero que cogiese porquerías
semejantes. Pero, señor canónigo, yo sé que los cinco mil duros ahí están; yo
me veo en un grave apuro (que si no, no molestaría a persona tan respetable
como usted). Buen ánimo; si puedo, he de restituírselos.
Y
con gallardo ademán entreabrió su abrigo, viéndose relucir la culata de unas
pistolas (quizás las mías). El trémulo canónigo y el abochornado clérigo
alzaron el ladrillo y entregaron a Vitorio los talegones. El forajido se
inclinó, hizo mil cortesías, y los hombres, que con un grito hubieran podido
perderle, se quedaron más de diez minutos sin habla, mientras él,
tranquilamente, bajaba las escaleras.
Sin
embargo, el clérigo, que era sañudo y rencoroso, la tuvo guardada, como suele
decirse. Un día de feria, saliendo de la catedral, creyó reconocer a Vitorio
en un aldeano que llevaba a vender una pareja de bueyes, y le siguió con
cautela. Notó que el aldeano tenía las manos blancas y finas, y corrió a
delatarle. Hizo rodear la taberna donde había observado que entraba, y así
cogieron en la ratonera al célebre capitán, a quien ya sin esperanzas de
alcanzarle perseguían por montes y breñas.
La
causa de Vitorio tardó mucho en fallarse. Se susurraba que, por ser de
muy esclarecida y calificada familia, no se atrevían los jueces a mandarle
ahorcar, y que si revelaba su verdadero nombre se le dejaría evadirse o le
indultaría la Reina. Yo
me encontraba entonces lejos de mi país, y las noticias en aquel tiempo no
volaban como ahora. Por casualidad llegué a Lugo el mismo día en que pusieron
en capilla a Vitorio. Corrí a verle, afectadísimo. Habíanme asegurado
que la noche anterior una dama muy tapada, penetrando en la prisión, habló
largo tiempo con Vitorio, y sospechando amoríos, compromisos, lazos que
quedaban en el mundo, pregunté a mi antiguo compañero si tenía algo que
encargarme para alguna mujer.
-No
-respondió, sonriendo con calma; no tengo a nadie que me llore. La señora que
estuvo a verme ocultando el rostro es mi hermana, a quien he prometido
solemnemente dejarme ahorcar sin que me arranquen mi nombre de familia. Y este
es el único favor que te pido, Jerónimo: ¡que nadie, nadie sepa nunca!... No he
de deshonrar a mi padre dos veces.
En
efecto, Vitorio murió callando; el clérigo de la tabaquera de plata
acudió a presenciar cómo perneaba en la horca; pero el señor canónigo, que no
podía olvidar los finos modales con que le habían quitado sus cinco mil duros
aplicó muchas misas por el alma del infeliz.
«El Imparcial», 15 enero 1894.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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