Los
sentimientos más nobles pueden pecar por exceso; lo malo es que esta verdad a
duras penas la aprende el corazón..., y la razón sirve de poco en conflictos de
orden sentimental. Oíd un caso..., no tan raro como parece.
Gonzalo
de Acosta era modelo de hijos buenos, amantes, fanáticos. Huérfano de padre
desde muy niño, se había criado en las faldas de su madre; ella le cuidó, le
educó, le sacó al mundo; le formó, por decirlo así, a su imagen y semejanza.
Entró en la vida Gonzalo dominado por una convicción arraigadísima: la de que
todas las mujeres pueden ser débiles y falsas, salvo la que nos llevó en su
seno. Lo que ayudaba a confirmar a Gonzalo en su idolatría filial era la
aprobación, la simpatía de la gente. Por el hecho de respetar a su madre, el
mundo le respetaba a él, y las niñas casaderas le ponían azucarado gesto, y las
mamás le sonreían con más benevolencia. Cuando pasaba por la calle llevando a
su madre del brazo, una atmósfera de aprobación y de consideración halagadora
le acariciaba suavemente.
A
la edad en que se asimilan los elementos de cultura y se forma el criterio
propio, Gonzalo, a pesar de sus dudas sobre ciertas materias arduas, se mantuvo
en buen terreno, confesando que lo hacía principalmente por no desconsolar y
escandalizar a su santa madre. Con ella oía misa muchas veces; por ella llevaba
al cuello un escapulario de los Dolores; y hasta cuando ella no estaba
presente, por ella hacía Gonzalo, sin analizarlas, mil graciosas y dulces
niñerías.
Frisaba
ya Gonzalo en los veintiocho, y su madre comenzó a insinuarle que pensase en
bodas. La casualidad le hizo conocer entonces a una señorita hermosa, discreta,
bien educada, rica; un fénix que ni escogido con la mano. La misma madre de
Gonzalo fue quien le obligó a observar las perfecciones de Casilda y le sugirió
pretenderla. Casilda aceptó con franca alegría y expansión los obsequios de
Gonzalo, y a los seis meses de conocerse los futuros, bendijo la iglesia su
matrimonio.
En
una de esas largas y trascendentales conversaciones que se entre-tejen durante
el primer cuarto de la luna de miel, y que tanto descubren los caracteres y los
pensamientos. Gonzalo habló largamente de su madre y del puesto que ocupaba en
sus afectos y en su existencia. Casilda escuchaba, primero sonriente, después
reflexiva y grave. Impulsado por la plenitud del corazón, Gonzalo confesó que
había pretendido a Casilda atendiendo a las indicaciones maternales, y que por
eso mismo creía segura la dicha, puesto que en su madre no cabía error. Al oír
esto relampaguearon los preciosos ojos de Casilda; y apartando el brazo con que
rodeaba el cuello de su esposo, dijo firmemente estas o parecidas razones:
-Has
hecho mal en todo eso, Gonzalo; muy mal. No he de limitar el cariño que tu madre
te inspira; pero creo que no te es lícito quererla más que a mí, y que en algo
tan personal y tan íntimo como el lazo de unión entre esposos, la iniciativa no
puede ser ajena, sino propia. A los padres no les escogemos; pero al que hemos
de amar toda la vida, el dueño de nuestro albedrío, es un rey electivo, y somos
responsables de la elección. Por lo que veo, tú no me elegiste. Para tu modo de
entender el matrimonio, debiste buscar siquiera una niña apática, que se
contentase con un amor reflejo de otro amor; yo soy una mujer que sabe amar y
exige el pago; que quiere ser honrada y aspira a encontrar en su esposo toda la
felicidad a que tiene derecho. Lo absurdo de tu modo de sentir engendra en mí
otro absurdo semejante, y es que de hoy más sentiré celos de tu madre, celos
del alma..., y ya no viviremos en paz nunca; lo conozco, porque me conozco.
Gonzalo,
aunque sorprendido, no dio gran importancia a las expansiones de su mujer. Con
halagos y ternezas probó a calmarla, y se creyó victorioso así que reconquistó
el brazo de Casilda, aquel que se había desviado de su cuello. Pero un brazo no
es un alma.
Desde
el instante funesto, la luna de miel tuvo velo de nubes. No tardó en ver
Gonzalo que Casilda buscaba las distracciones, la sociedad y el bullicio, como
si quisiese aturdirse o explorase horizontes nuevos. Poco a poco, Gonzalo, en
su pesimismo, comenzó a dudar, primero del cariño, y después, de la fidelidad
de Casilda. Herido, ulcerado, rebosando humillación, fue a refugiarse en el
único sitio donde creía poder desahogar sus penas: el seno de su madre. Y al
abrazarla y al bañarle el rostro de lágrimas ardientes, exclamaba el hijo: «No
hay más mujer buena que tú, mamá. Debí no repartir mi amor; debí conservarlo
para ti sola. Perdóname y vivamos como si nada hubiese sucedido». En efecto,
aquel mismo día se separaron los esposos. Casilda se fue a vivir a París.
De
allí a un año o poco más recibió Gonzalo dos golpes terribles. Perdió a su
madre... y supo que Casilda tenía una niña, nacida a los seis meses de la
separación.
Pasado
el primer estupor, una claridad repentina iluminó su espíritu haciéndole ver
todo de distinta manera que antes. La muerte de su madre, le enseñaba cómo el
amor filial, con ser tan puro y tan sagrado, no puede, por su esencia misma,
acompañarnos hasta el sepulcro, de suerte que la «compañera» es únicamente la
esposa; y el nacimiento de aquella niña le decía a las claras que el amor es
antorcha que las generaciones se transmiten de mano en mano, y el que nos
dieron nuestras madres se lo restituimos a nuestros hijos después.
Lo
tremendo de la situación de Gonzalo consistía en que, a pesar de la agitación y
la emoción profundísima que el nacimiento de la niña le causaba, su
desconfianza mortal y las apariencias de última hora no le permitían creer que
fuese realmente su sangre. Le enloquecía la idea de paternidad representada por
aquella niña; pero faltábale la fe, primera virtud del padre, base de su
felicidad inmensa. El silencio de Casilda, el tiempo que iba transcurriendo sin
nuevas de París, ayudaron al convencimiento amargo y vergonzoso de Gonzalo.
Solo, dolorido, misántropo, fue dejando correr su edad viril entre desabridas
diversiones y trasnochadas aventuras.
Hacía
quince años que arrastraba vivir tan intolerable, cuando una noche, en el
teatro de la Comedia ,
mirando por casualidad a un palco entresuelo, se creyó víctima de un error de
los sentidos: tal vuelco dio su sangre, viendo a la muchacha encantadora que
acababa de dejar los gemelos sobre el antepecho y se inclinaba para mirar hacia
las butacas, sonriente. La muchacha era el retrato vivo, animado, de la madre
de Gonzalo, tal cual la representaba precioso lienzo de Madrazo, con la
frescura de la primera juventud. Si la figura se hubiese bajado del cuadro, no
podía ser más asombrosa la semejanza, ayudaba por el parecido de la moda actual
con la moda de 1830. Trémulo, espantado, al mismo tiempo que frenético de
alegría, Gonzalo entrevió, en el asiento de respeto del palco, otra cabeza de
mujer que conoció, a pesar del estrago del tiempo transcurrido: su esposa
Casilda. Y la conciencia de que aquella jovencita era su hija del corazón, le
inundó como una ola que lo arrebata todo: dudas, penas, el pasado entero.
Habría
que gastar muchas páginas en referir los pasos que dio Gonzalo, la suma de
actividad que desplegó, para conseguir que le fuese permitido vivir cerca de la
hija revelada y adorada en un minuto, el minuto divino de verla.
-¡Inútil
esfuerzo, lucha estéril en que consumió sus últimas energías! Una carta
decisiva, escrita por Casilda algunas horas antes de regresar a Francia, decía,
sobre poco más o menos, lo siguiente: «Nuestra hija me quiere a mí como tú
quisiste a tu madre. Si la separas de mí no lo resitirá. Es tarde para todo:
resígnate, como yo me resigné en otra edad más difícil. Lo único que me dejaste
es la niña: no la cedo».
«El Liberal», 23 octubre 1893.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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