El burgués se fue a vivir con su mujer, una rubia de veinte años que
le amaba y le admiraba, a una casita de un barrio, donde tenía jardín con
árboles tan altos junto a la tapia, que le ocultaban las casas vecinas; de modo
que se creía solo, en el campo, viviendo con su esposa y su violín lejos del
mundo. Los más amigos, cuando hablaban del pobre Ventura, a quien no se veía
por ninguna parte, ponían una cara compungida, como si se tratase de un muerto;
y todos hacían el mismo ademán expresivo; que era figurar con la mano una
cuchilla o hacha y acercar el filo a la garganta, inclinando la cabeza. Con
esto se quería indicar que Ventura se
había degollado, había cortado la carrera: se había casado, en fin.
El ajusticiado, el
verdugo de sí mismo, se creía el hombre más feliz del mundo. Su padre apenas le
visitaba, y nunca le hablaba del genio ni de la misión del artista.
El tío no aparecía por
su casa. Los periódicos le habían olvidado. Euterpe
misma apenas se acordaba de él. El matrimonio le trajo una porción de ideas
serias.
La responsabilidad de
un padre de familia, como él pensaba serlo pronto, le parecía lo más grave del
mundo... ¡Y él no sabía más que tocar el violín! Lo que empezaba a escasear era
el dinero. ¡Si en vez del violín habré tocado yo el violón toda mi vida! ¡Si
estos sueños de la música sencilla, natural, serán una locura! ¡Si tendrán
razón los otros! Acaso me ciega el orgullo, y esto que yo creo falta de envidia
será tal vez sobra de vanidad. ¿Por qué no han de ser, en efecto, superiores a
mí Pérez y Gómez? Cuando estas ideas se le ocurrían, que solía ser al
despertar, el pobre Ventura sentía un sudor frío por todo el cuerpo y en el
rostro mucho calor de vergüenza... Se le figuraba que el mundo entero se reía
de él; y miraba a su mujer, a su hermosa mujer, que dormía tranquila a su lado,
y pensaba ¡Pobrecilla! Tal vez le espera el hambre, por lo menos las
privaciones; acaso, por tener fe en un loco, ha expuesto su porvenir... ¡Y el
de sus hijos! ¡Pobres hijos míos! ¡Cuando nazcáis os encontraréis sin más
patrimonio... que la música sincera,
una música del porvenir que inventó vuestro desdichado padre!... Pero estas
amarguras de la desconfianza duraban poco. De noche, en verano, después de
comer, salía al jardín con su querido instrumento; aquel violín que amaba con
el mismo respeto que había en las caricias que encantaban su vida conyugal.
A sus solas, acompañado
por el discreto cuchicheo de las hojas de los árboles, que la luna plateaba, y
que la brisa removía, osaba el pobre Ventura tener fe en su alma de artista. El
violín según él sonaba con más dulzura que en las salas ahogadas de los
conciertos, donde las notas tenían que flotar en una atmósfera cargada de
emanaciones impuras; parecía que las cuerdas en aquella triste soledad
tranquila de la noche apacible se desperezaban con cierta gracia de ingenua
confianza; la humedad del relente pasaba al timbre de la cuerda: era más fresca
y algo húmeda la nota del violín... Encontraba el músico cierto parecido entre
el rayo de luna que bajaba y la vibración sonora que subía... Era una corriente
de cierto fluido poético que ascendía y descendía como la escala de J acob.
-¿Dónde está lo que no
es todavía y ha de ser sin falta? ¿En dónde viven, en qué espacio flotan el
alma del que ha de ser hijo mío, un ángel de cabeza rizosa, toda de oro, como
la de su madre, y la impalpable idea música que yo sueño, pero que es en la
lógica de la belleza una realidad necesaria? Música sencilla y natural, exenta
de convenciones rítmicas, amañadas y recompuestas; música de los humildes,
dulzura espiritual, remedo de lágrimas y besos y ayes verdaderos, nuevo canto
llano, con toda la sublime sencillez del antiguo, pero sin su monotonía; sueño
mío, visión benéfica, convicción santa, esperanza, consuelo, virtud, ¡orgullo
mío!... ¿En dónde estás? ¿Qué eres ahora? ¿Idea de Dios? ¿Vives ya en mi
cerebro? Como palpita ya en las entrañas de mi esposa el cuerpo del ángel que
aguardo, ¿palpitas ya tú dentro de mi espíritu? ¿Eres esto que vislumbro? ¿O
acaso la ansiedad que siento? ¿O la alegría inexplicable, repentina y frenética
de algunos momentos en que parece que todo mi ser se transforma y se eleva?
¿Dónde estás, música mía? Yo te aguardo; aquí esperaré hasta la aurora. Sé
vapor del relente, extracto de aroma, rayo de luna, murmullo de la fuente o de
las hojas... Ven, ven con el alba a caer sobre las cuerdas de mi violín como el
rocío caerá sobre las flores.
Cuando hablaba así para
sus adentros Ventura, gran retórico de lo inefable, en su violín no sonaban más
que unos dulcísimos quejidos, que eran como el murmullo que hay en los
nidos de las golondrinas cuando los hijuelos aguardan el alimento... Parecían
los ensayos de los gorjeos de aquella bandada de ruiseñores -notas que esperaba
Ventura en la próxima primavera... en la primavera de la música nueva que él
debía inventar...
-Ventura, que te vas a
constipar, entra -decía una voz amorosa desde una ventana de la casita, y
Ventura, volviendo de repente a la realidad, estornudaba cinco o seis veces, y
se metía en su cuarto, con el alma presa de un catarro crónico de desencantos.
No sabía su pobre mujercita que al sacar del jardín a su marido, le sacaba del
único cielo en que él podía estar contento. Un cielo en que efectivamente había
música.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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