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sábado, 21 de junio de 2014

Las dos cajas - Cap. IV

Por lo demás, los negocios iban de mal en peor. Ventura cada vez trabajaba menos; ni él procuraba agradar a los contratistas de conciertos, ni estos le buscaban ya con el afán de antes.
Algunos reconocían aún la superioridad de Ventura, pero decían:
-El público aplaude lo mismo, y acaso más a Gómez y a Pérez, que son más seguros, que trabajan con más entusiasmo y más asiduamente.
-Vengan Pérez y Gómez, y Ventura Rodríguez allá se las haya.
Ventura notó que el mercado disminuía, que la demanda se alejaba... El orgullo, lo que él llamaba su dignidad de artista, no le permitía solicitar lo que ya no se le ofrecía espontáneamente. Muchas veces todavía le llamaban para una gran solemnidad, y él contestaba:
-Que vaya Pérez; que toque Gómez...
Cuando nació el ángel rubio que Ventura esperaba, en aquella casa se iba pasando del lujo prudente y moderado al bienestar modesto y parsimonioso en los gastos.
La aurea mediocritas empezaba a no ser aurea y se quedaba en mediocritas.
El padre de aquel inocente, que no tenía más patrimonio que la música de un sueño, creyó llegado el momento de pensar en algo, de hacer algo. Cualquier cosa menos profanar el violín. Él no podía hacer lo que Pérez y Gómez. Ni podía ni quería. Pero sobre todo, no podía. Era preciso confesarlo: la habilidad de aquellos hombres era grosera, material, cosa ajena al espíritu, a la inspiración, a la dignidad del ideal artístico... pero habilidad al cabo. La habían adquirido con mucho trabajo, a fuerza de repetir sus ensayos, dominando poco a poco el instrumento, como quien domestica una fiera. Le hacían hablar, y eso era lo que el público exigía. Ventura quería hacerle vivir, y eso era imposible por lo visto.
-Sí -pensaba él desesperado, el violín de Gómez habla, pero como un loro, como habla Gómez. Mi violín estará mudo hasta que pueda hablar... como un poeta.
Así es que ni su voluntad, ni sus facultades le permitían sacar del violín el partido que sacaban los otros.
Era un axioma ya en todas partes:
-Gómez es más correcto que Rodríguez.
-Rodríguez toca, pero está anticuado.
Esta era una aserción probable.
Y también se decía:
-Ese chico no adelanta. Y en este siglo el que se para se hace aplastar.  
-Rodríguez no estudia.
-Dicen que bebe, y por eso...
-Las mujeres; deben de ser las mujeres...
-Es su mujer; le ha cortado la inspiración, como Dalila cortó a Sansón la fuerza con los cabellos...
-Rodríguez se ha chiflado.
-Era una medianía precoz. Cuando la precocidad no le sirvió de nada, se quedó con la medianía.
-El gusto cambia; Rodríguez no sigue el gusto moderno...
-¡Rodríguez, Rodríguez! Ya me cansa tanto Rodríguez... ¡Otra celebridad! ¡Otro nombre!...
Ventura recibió algunos desaires mal disimulados del público, su antiguo esclavo, que ahora se desquitaba de los días de la servidumbre.
Tragó las lágrimas del despecho, y olvidado algún tiempo de sus aspiraciones de innovador, procuró eclipsar los triunfos de sus rivales... ¡No pudo! Pareció amanerado, inferior al modelo.
Siguió una violenta reacción de orgullo salvaje y de loca esperanza. Renunció a tocar en público por algún tiempo, y se refugió en su jardín, para dar conciertos a los pájaros dormidos. Tuvo que vivir de sus ahorros, que no eran muy gran caudal.
Un día su padre entró en casa de Ventura abriendo y cerrando puertas con estrépito. ¿Qué era aquello? ¿Se dejaba a un padre y a una madre en el arroyo? ¿Y los sacrificios? En casa no había un cuarto; todo, todo se había gastado en criar aquel portento, que no acababa de dar el fruto esperado. «Yo he gastado un capital enorme; lo he tirado todo por la ventana, estoy sin camisa. Y ¿dónde están los intereses de ese enorme capital? En el viento; mi hijo desprecia al público, y no quiere tocar delante de gente; como si no supusiera nada el capital que yo gasté en educarle y prepararle para un porvenir brillante, el señorito viene a dar conciertos a los árboles de su huerto, y se le va todo en suspiros de violín; esto es regalar una fortuna al viento. En una palabra, tu madre y yo nos venimos a vivir aquí, a no ser que prefieras dejarnos en el arroyo...».
Las necesidades de la casa comenzaron a aumentarse; ya no bastaban los ahorros:  Rodríguez, padre, no quería economizar; se había acostumbrado al papel de próximo ascendiente del genio, y ni aun después de renunciar a la gloria de su hijo podía renunciar a los gastos superfluos que a costa del genio hacía. Fue necesario volver a trabajar. Se gastaba en aquella casa tres veces más que antes. Pero Ventura tenía odio al público; no quería dar música a nadie. Prefería consagrarse a otra cosa: al comercio, la bolsa, la industria... cualquier oficio, por prosaico que fuera, antes que el violín.
Hizo varias tentativas. Se metió en empresas industriales y le engañaron. Su ineptitud para el tráfico le parecía un crimen; soy un idiota, pensaba el infeliz, nunca he servido para nada.
Y al verse torpe en los negocios más vulgares, que medianías sin cuento manejaban perfectamente, exacerbado su pesimismo, llegó a creer que ni mediano músico había sido siquiera. Entonces se le representaba su sueño del arte renovado, de la música sincera, como una visión de loco, como una estupidez trascendental. Y trabajaba en las ocupaciones que escogía como quien cumple una penitencia, gozándose casi en la repugnancia que le causaba aquel género de trabajo tan contrario a sus gustos. Se había hecho tímido como una liebre, escrupuloso, cominero. Daba al pormenor una importancia irracional, con una especie de superstición. Hizo esfuerzos dolorosos por adquirir aptitudes que le negara la naturaleza. Pero todos estos martirios eran inútiles, la ruina de la familia iba a ser inevitable.
Rodríguez padre, que había asistido como testigo mudo y acusador en su silencio a todas las derrotas de Ventura en las varias empresas que acometiera, le dijo al fin, después de un desengaño que ponía a la casa en grave apuro económico:
-Ventura, no seas tonto.
El hijo levantó los ojos hacia el padre, como pidiéndole perdón por aquellas tonterías que confesaba, que él también creía evidentes. -No seas tonto. Tú no sirves para nada más que para tocar el violín. Yo no puedo ya trabajar; o tú vuelves a tocar el violín, o tus padres, tu mujer y tu hijo se te mueren de hambre. Escoge.
Ventura escogió retorcerse las entrañas y volver a ser violinista. Entonces fue cuando la cabeza se le llenó de canas. El amor propio recibió tales golpes, tal lluvia de saetas, unas impresas, otras de viva voz, otras consistentes en hechos, tales como desaires, desdenes, desprecios, que de aquella vez Ventura se convenció de que algo se le moría dentro del alma. Era el amor propio, con todo lo que tiene de bueno y de malo, lo que se le moría.
Fue como un resorte tirante que estalla; la primera impresión fue casi agradable, un respirar tranquilo, una suspensión de dolores agudos; después, como un ángel que quisiera volar y encontrase roto el juego de las alas, el espíritu de Ventura se sintió como perniquebrado, arrastrado; ya no pretendía volver al cielo del arte: tenía conciencia de aquel descalabro interior; sabía que estaba roto por dentro, que para él se había acabado toda ambición de tender las alas invisibles, en que había creído con fe tan acendrada. Euterpe, que había entrado en el año tercero o cuarto de su publicación, volvió a hablar de Ventura Rodríguez, distinguido violinista.
Ya no le insultaba; tratábale con cierto tono de protección, contaba a los lectores pormenores de su vida, y hacía esfuerzos para persuadirlos de que le oirían con gusto. Llegaría a ser una esperanza si se ceñía a seguir el camino de los maestros Pérez y Gómez.
El padre de Ventura procuraba que los periódicos no llegasen a manos de su hijo. Pero Ventura los leía en el café. Se dejaba insultar como un muerto. Algunos críticos nuevos, que hablaban de música como si tuviesen el arte en estado de sitio y ellos fuesen capitanes generales, se encaraban con el violinista redivivo, y declaraban que había perdido mucho en el largo período de silencio en que se había obstinado. Le injuriaban los más atrevidos, y Ventura leía aquello como si se tratase de otro. Ya no quería más que el dinero que le valía su arte. En este punto era todo lo exigente que podía. Con los empresarios regateaba. Les ponía por las nubes su celebridad de otro tiempo, hablaba como un charlatán. Es más, aquellas teorías suyas de la música nueva, que eran implícita censura acerba de la manera de tocar sus rivales, las sacaba ahora a plaza, procurando ponerlas al alcance de aquellos profanos, incapaces de sentir la música de ningún tiempo ni sistema. Quería ver si así ganaba algo más, si se vendía más caro.
Poco a poco fue pagando algunas deudas, y hasta pudo mantener cierto lujo de su padre, que no podía fumar tabaco malo, ni beber vino común.
Se figuraba el músico desacreditado que él era un vivo enterrado; todos sus colegas, los músicos, los compositores, los cantantes, los críticos, los aficionados, habían ido echando sobre su cuerpo un poco del polvo del olvido, y ahora estaba separado del mundo por una capa de tierra muy pesada, muy pesada. Se hablaba de él como de un aparecido. El elemento joven del arte y de la crítica no le conocía ya, en cuanto le sonaba su nombre, no sabía a qué...
Pero a él no le daba esto pena. Ni pena ni gloria, repetía por lo bajo. Y no atendía más que a ganar dinero para sostener los gastos de su casa.
Un día le llamaron para tocar en la inauguración de un café monstruo.
Rodríguez, padre, fue quien abrió la carta en que se le invitaba y se le ofrecía una buena suma.
-¿Supongo que no aceptarás?... ¡Esto es demasiado!
-Demasiado es todo -contestó sonriendo Ventura- pero acepto.
-¿Que aceptas?
-Está muy bien pagado -y fue.
Por aquel tiempo empezaron a olvidarle los periódicos: ni para humillarle le nombraban.
¿Tocaba peor que antes Ventura? No se puede asegurar que sí ni que no. Pero es cosa evidente que tocaba con menos fe, como una máquina. ¿Y la música sincera? ¿Aquella manera nueva de tocar que él estaba descubriendo? Aquello era su remordimiento. Ya no creía en aquel arte restaurado. Había sido un sueño del orgullo; una extravagancia de una medianía que se revela y quiere ser eminencia, no por el camino recto, sino discurriendo novedades raras, absurdas.
Eso era él, según él mismo. ¿Cómo se había convencido de ello? ¿Con pruebas sacadas de sus estériles ensayos, de sus tentativas inútiles? ¡Oh!, no por cierto, eso no. Ni un solo argumento, ni un solo sofisma había podido discurrir contra la nueva manera de la música que en los tiempos felices de la vigorosa inspiración, de la reflexión seria y sabia, se le había aparecido como una necesidad lógica del arte. Pues entonces, ¿por qué había perdido la fe? No lo sabía a punto fijo. Por todo lo demás; por culpa de Euterpe, de Rodríguez, padre, del empresario, de Gómez, de Pérez, por culpa del mundo... ¡en fin, por el diablo!, ¿qué sabía él? Pero le daba vergüenza haber creído en su invención y haber sacrificado a ella la felicidad de su familia.
Empezó a escasear el trabajo en la corte. No bastaba buscarlo con afán y sin poner condiciones: iba faltando demanda... y Ventura admitió contratas con empresarios de provincias.
Dejó a su padre y a su madre en Madrid, y se fue a recorrer Andalucía y Castilla, Cataluña y Aragón con su violín, su mujer y su angelillo. Lo único que había salido como él lo había soñado.
Era hermoso como una flor su Roberto. -¡Adiós, Madrid!. Todo Madrid le había aplaudido... y aquel todo Madrid se quedaba allá arriba... entre aquellos faroles que se iban apagando en la niebla... Pronto sería Rodríguez como un muerto olvidado; es decir, nada multiplicado por nada... ¡Buen viaje!... allí era... aquella masa negra. Llegó a una verja... dio tres golpes en el hierro. Abrieron.
-¿Es V., señorito?
-Sí, Ventura.
El guarda se llamaba como él. Era un viejo con cara risueña.
-Venga V. por aquí. Cuidado no tropiece V. con las cruces. No haga el menor ruido, no se despierten los perros... ¡Ya están aquí! ¿Ve usted? ¡Silencio, Canelo; chito, Ney!...
La luna se asomó para ver la extraña ceremonia.
-Con franqueza, señorito; yo me fío de usted... pero... la verdad... en esa caja cabe un recién nacido y algo más gordo... Yo no digo que haya trampa... pero... la verdad... ver y creer.
Ventura respondió:
-¿Dice V. que es aquí?
-Sí, señor, debajo de esa cruz amarilla está el chiquitín.  
Ventura se sentó en el suelo. Apoyó un codo en el bulto que puso a su lado sobre la tierra y dijo:
-Cave V., Ventura.
Cavó el otro Ventura, y pronto tropezó el hierro con la madera.
-Ya está ahí.
-Limpie V. otro poco, que se vea la tapa...
Se vio la tapa azul, ya muy sucia y raída... El músico se tendió a lo largo en el camposanto.
-Ahora meta V. eso ahí dentro.
-Señorito, yo quisiera...
-Abra V. con esa llave.
Ventura cogió el bulto que había traído Rodríguez. Era una caja negra, parecida a un ataúd de niño, y tenía chapas de plata. El guarda abrió y vio dentro un violín con las cuerdas rotas.
-Ahora haga V. lo convenido.
La caja negra cayó sobre la azul, y encima fue cayendo la tierra. Ventura Rodríguez se había puesto en pie, al borde de la sepultura. El enterrador, que trabajaba inclinado, se irguió de repente y miró con miedo al músico... ¡Un hombre que enterraba un violín!... ¡Si sería!...
Rodríguez adivinó el pensamiento, y sonriente dijo:
-No tema V.; no estoy loco.

Madrid, Junio 1883.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)


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