Por lo demás, los negocios iban de mal en peor. Ventura
cada vez trabajaba menos; ni él procuraba agradar a los contratistas de
conciertos, ni estos le buscaban ya con el afán de antes.
Algunos reconocían aún
la superioridad de Ventura, pero decían:
-El público aplaude lo
mismo, y acaso más a Gómez y a Pérez, que son más seguros, que trabajan con más
entusiasmo y más asiduamente.
-Vengan Pérez y Gómez,
y Ventura Rodríguez allá se las haya .
Ventura notó que el mercado disminuía, que la demanda se alejaba... El orgullo, lo que
él llamaba su dignidad de artista, no le permitía solicitar lo que ya no se le
ofrecía espontáneamente. Muchas veces todavía le llamaban para una gran
solemnidad, y él contestaba:
-Que vaya Pérez; que toque Gómez...
Cuando nació el ángel
rubio que Ventura esperaba, en aquella casa se iba pasando del lujo prudente y
moderado al bienestar modesto y parsimonioso en los gastos.
La aurea mediocritas empezaba a no ser aurea y se quedaba en mediocritas.
El padre de aquel
inocente, que no tenía más patrimonio que la música de un sueño, creyó llegado
el momento de pensar en algo, de hacer algo. Cualquier cosa menos profanar el
violín. Él no podía hacer lo que Pérez y Gómez. Ni podía ni quería. Pero sobre
todo, no podía. Era preciso confesarlo: la habilidad de aquellos hombres era
grosera, material, cosa ajena al espíritu, a la inspiración, a la dignidad del
ideal artístico... pero habilidad al cabo. La habían adquirido con mucho
trabajo, a fuerza de repetir sus ensayos, dominando poco a poco el instrumento,
como quien domestica una fiera. Le hacían
hablar, y eso era lo que el público exigía. Ventura quería hacerle vivir, y eso era imposible por
lo visto.
-Sí -pensaba él
desesperado, el violín de Gómez habla, pero como un loro, como habla Gómez. Mi
violín estará mudo hasta que pueda hablar... como un poeta.
Así es que ni su
voluntad, ni sus facultades le permitían sacar
del violín el partido que sacaban los otros.
Era un axioma ya en
todas partes:
-Gómez es más correcto que Rodríguez.
-Rodríguez toca, pero
está anticuado.
Esta era una aserción
probable.
Y también se decía:
-Ese chico no adelanta.
Y en este siglo el que se para se hace aplastar.
-Rodríguez no estudia.
-Dicen que bebe, y por eso...
-Las mujeres; deben de
ser las mujeres...
-Es su mujer; le ha
cortado la inspiración, como Dalila cortó a Sansón la fuerza con los
cabellos...
-Rodríguez se ha chiflado.
-Era una medianía
precoz. Cuando la precocidad no le sirvió de nada, se quedó con la medianía.
-El gusto cambia;
Rodríguez no sigue el gusto moderno...
-¡Rodríguez, Rodríguez!
Ya me cansa tanto Rodríguez... ¡Otra celebridad! ¡Otro nombre!...
Ventura recibió algunos
desaires mal disimulados del público, su antiguo esclavo, que ahora se
desquitaba de los días de la servidumbre.
Tragó las lágrimas del
despecho, y olvidado algún tiempo de sus aspiraciones de innovador, procuró
eclipsar los triunfos de sus rivales... ¡No pudo! Pareció amanerado, inferior al modelo.
Siguió una violenta
reacción de orgullo salvaje y de loca esperanza. Renunció a tocar en público
por algún tiempo, y se refugió en su jardín, para dar conciertos a los pájaros
dormidos. Tuvo que vivir de sus ahorros, que no eran muy gran caudal.
Un día su padre entró
en casa de Ventura abriendo y cerrando puertas con estrépito. ¿Qué era aquello?
¿Se dejaba a un padre y a una madre en el arroyo? ¿Y los sacrificios? En casa
no había un cuarto; todo, todo se había gastado en criar aquel portento, que no
acababa de dar el fruto esperado. «Yo he gastado un capital enorme; lo he
tirado todo por la ventana, estoy sin camisa. Y ¿dónde están los intereses de
ese enorme capital? En el viento; mi hijo desprecia al público, y no quiere
tocar delante de gente; como si no supusiera nada el capital que yo gasté en
educarle y prepararle para un porvenir brillante, el señorito viene a dar
conciertos a los árboles de su huerto, y se le va todo en suspiros de violín;
esto es regalar una fortuna al viento. En una palabra, tu madre y yo nos venimos
a vivir aquí, a no ser que prefieras dejarnos en el arroyo...».
Las necesidades de la
casa comenzaron a aumentarse; ya no bastaban los ahorros: Rodríguez,
padre, no quería economizar; se había acostumbrado al papel de próximo
ascendiente del genio, y ni aun después de renunciar a la gloria de su hijo
podía renunciar a los gastos superfluos que a costa del genio hacía. Fue
necesario volver a trabajar. Se gastaba en aquella casa tres veces más que
antes. Pero Ventura tenía odio al público; no quería dar música a nadie.
Prefería consagrarse a otra cosa: al comercio, la bolsa, la industria...
cualquier oficio, por prosaico que fuera, antes que el violín.
Hizo varias tentativas.
Se metió en empresas industriales y le engañaron. Su ineptitud para el tráfico
le parecía un crimen; soy un idiota, pensaba el infeliz, nunca he servido para
nada.
Y al verse torpe en los
negocios más vulgares, que medianías sin cuento manejaban perfectamente,
exacerbado su pesimismo, llegó a creer que ni mediano músico había sido
siquiera. Entonces se le representaba su sueño del arte renovado, de la música sincera, como una visión de loco,
como una estupidez trascendental. Y trabajaba en las ocupaciones que escogía
como quien cumple una penitencia, gozándose casi en la repugnancia que le
causaba aquel género de trabajo tan contrario a sus gustos. Se había hecho
tímido como una liebre, escrupuloso, cominero. Daba al pormenor una importancia
irracional, con una especie de superstición. Hizo esfuerzos dolorosos por
adquirir aptitudes que le negara la naturaleza. Pero todos estos martirios eran
inútiles, la ruina de la familia iba a ser inevitable.
Rodríguez padre, que
había asistido como testigo mudo y acusador en su silencio a todas las derrotas
de Ventura en las varias empresas que acometiera, le dijo al fin, después de un
desengaño que ponía a la casa en grave apuro económico:
-Ventura, no seas
tonto.
El hijo levantó los
ojos hacia el padre, como pidiéndole perdón por aquellas tonterías que
confesaba, que él también creía evidentes. -No seas tonto. Tú no sirves para
nada más que para tocar el violín. Yo no puedo ya trabajar; o tú vuelves a
tocar el violín, o tus padres, tu mujer y tu hijo se te mueren de hambre.
Escoge.
Ventura escogió
retorcerse las entrañas y volver a ser violinista. Entonces fue cuando la
cabeza se le llenó de canas. El amor propio recibió tales golpes, tal lluvia de
saetas, unas impresas, otras de viva voz, otras consistentes en hechos, tales
como desaires, desdenes, desprecios, que de aquella vez Ventura se convenció de
que algo se le moría dentro del alma. Era el amor propio, con todo lo que tiene
de bueno y de malo, lo que se le moría.
Fue como un resorte
tirante que estalla; la primera impresión fue casi agradable, un respirar
tranquilo, una suspensión de dolores agudos; después, como un ángel que
quisiera volar y encontrase roto el juego de las alas, el espíritu de Ventura
se sintió como perniquebrado,
arrastrado; ya no pretendía volver al cielo del arte: tenía conciencia de aquel
descalabro interior; sabía que estaba roto por dentro, que para él se había
acabado toda ambición de tender las alas invisibles, en que había creído con fe
tan acendrada. Euterpe, que había
entrado en el año tercero o cuarto de su publicación, volvió a hablar de
Ventura Rodríguez, distinguido violinista.
Ya no le insultaba;
tratábale con cierto tono de protección, contaba a los lectores pormenores de
su vida, y hacía esfuerzos para persuadirlos de que le oirían con gusto.
Llegaría a ser una esperanza si se ceñía a seguir el camino de los maestros
Pérez y Gómez.
El padre de Ventura
procuraba que los periódicos no llegasen a manos de su hijo. Pero Ventura los
leía en el café. Se dejaba insultar como un muerto. Algunos críticos nuevos,
que hablaban de música como si tuviesen el arte en estado de sitio y ellos
fuesen capitanes generales, se encaraban con el violinista redivivo, y
declaraban que había perdido mucho en el largo período de silencio en que se
había obstinado. Le injuriaban los más atrevidos, y Ventura leía aquello como
si se tratase de otro. Ya no quería más que el dinero que le valía su arte. En
este punto era todo lo exigente que podía. Con los empresarios regateaba. Les
ponía por las nubes su celebridad de otro tiempo, hablaba como un charlatán. Es
más, aquellas teorías suyas de la música nueva, que eran implícita censura
acerba de la manera de tocar sus rivales, las sacaba ahora a plaza, procurando
ponerlas al alcance de aquellos profanos, incapaces de sentir la música de
ningún tiempo ni sistema. Quería ver si así ganaba algo más, si se vendía más
caro.
Poco a poco fue pagando
algunas deudas, y hasta pudo mantener cierto lujo de su padre, que no podía
fumar tabaco malo, ni beber vino común.
Se figuraba el músico
desacreditado que él era un vivo enterrado; todos sus colegas, los músicos, los
compositores, los cantantes, los críticos, los aficionados, habían ido echando
sobre su cuerpo un poco del polvo del olvido, y ahora estaba separado del mundo
por una capa de tierra muy pesada, muy pesada. Se hablaba de él como de un aparecido.
El elemento joven del arte y de la
crítica no le conocía ya, en cuanto le sonaba su nombre, no sabía a qué...
Pero a él no le daba
esto pena. Ni pena ni gloria, repetía por lo bajo. Y no atendía más que a ganar
dinero para sostener los gastos de su casa.
Un día le llamaron para
tocar en la inauguración de un café monstruo.
Rodríguez, padre, fue
quien abrió la carta en que se le invitaba y se le ofrecía una buena suma.
-¿Supongo que no
aceptarás?... ¡Esto es demasiado!
-Demasiado es todo -contestó
sonriendo Ventura- pero acepto.
-¿Que aceptas?
-Está muy bien pagado
-y fue.
Por aquel tiempo
empezaron a olvidarle los periódicos: ni para humillarle le nombraban.
¿Tocaba peor que antes
Ventura? No se puede asegu rar que sí
ni que no. Pero es cosa evidente que tocaba con menos fe, como una máquina. ¿Y
la música sincera? ¿Aquella manera nueva de tocar que él estaba descubriendo?
Aquello era su remordimiento. Ya no creía en aquel arte restaurado. Había sido
un sueño del orgullo; una extravagancia de una medianía que se revela y quiere
ser eminencia, no por el camino recto, sino discurriendo novedades raras,
absurdas.
Eso era él, según él
mismo. ¿Cómo se había convencido de ello? ¿Con pruebas sacadas de sus estériles
ensayos, de sus tentativas inútiles? ¡Oh!, no por cierto, eso no. Ni un solo
argumento, ni un solo sofisma había podido discurrir contra la nueva manera de
la música que en los tiempos felices de la vigorosa inspiración, de la
reflexión seria y sabia, se le había aparecido como una necesidad lógica del
arte. Pues entonces, ¿por qué había perdido la fe? No lo sabía a punto fijo.
Por todo lo demás; por culpa de Euterpe,
de Rodríguez, padre, del empresario, de Gómez, de Pérez, por culpa del mundo...
¡en fin, por el diablo!, ¿qué sabía él? Pero le daba vergüenza haber creído en
su invención y haber sacrificado a ella la felicidad de su familia.
Empezó a escasear el
trabajo en la corte. No bastaba buscarlo con afán y sin poner condiciones: iba
faltando demanda... y Ventura admitió
contratas con empresarios de provincias.
Dejó a su padre y a su
madre en Madrid, y se fue a recorrer Andalucía y Castilla, Cataluña y Aragón
con su violín, su mujer y su angelillo. Lo único que había salido como él lo
había soñado.
Era hermoso como una
flor su Roberto. -¡Adiós, Madrid!. Todo Madrid le había aplaudido... y aquel
todo Madrid se quedaba allá arriba... entre aquellos faroles que se iban
apagando en la niebla... Pronto sería Rodríguez como un muerto olvidado; es
decir, nada multiplicado por nada... ¡Buen viaje!... allí era... aquella masa
negra. Llegó a una verja... dio tres golpes en el hierro. Abrieron.
-¿Es V., señorito?
-Sí, Ventura.
El guarda se llamaba
como él. Era un viejo con cara risueña.
-Venga V. por aquí.
Cuidado no tropiece V. con las cruces. No haga el menor ruido, no se despierten
los perros... ¡Ya están aquí! ¿Ve usted? ¡Silencio, Canelo; chito, Ney!...
La luna se asomó para
ver la extraña ceremonia.
-Con franqueza,
señorito; yo me fío de usted... pero... la verdad... en esa caja cabe un recién
nacido y algo más gordo... Yo no digo que haya
trampa... pero... la verdad... ver y creer.
Ventura respondió:
-¿Dice V. que es aquí?
-Sí, señor, debajo de
esa cruz amarilla está el chiquitín.
Ventura se sentó en el
suelo. Apoyó un codo en el bulto que puso a su lado sobre la tierra y dijo:
-Cave V., Ventura.
Cavó el otro Ventura, y
pronto tropezó el hierro con la madera.
-Ya está ahí.
-Limpie V. otro poco,
que se vea la tapa...
Se vio la tapa azul, ya
muy sucia y raída... El músico se tendió a lo largo en el camposanto.
-Ahora meta V. eso ahí
dentro.
-Señorito, yo
quisiera...
-Abra V. con esa llave.
Ventura cogió el bulto
que había traído Rodríguez. Era una caja negra, parecida a un ataúd de niño, y
tenía chapas de plata. El guarda abrió y vio dentro un violín con las cuerdas
rotas.
-Ahora haga V. lo
convenido.
La caja negra cayó
sobre la azul, y encima fue cayendo la tierra. Ventura Rodríguez se había
puesto en pie, al borde de la sepultura. El enterrador, que trabajaba
inclinado, se irguió de repente y miró con miedo al músico... ¡Un hombre que
enterraba un violín!... ¡Si sería!...
Rodríguez adivinó el
pensamiento, y sonriente dijo:
-No tema V.; no estoy
loco.
Madrid, J unio
1883.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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