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sábado, 21 de junio de 2014

Las dos cajas - Cap. II

Pasaban los años. Ventura había alcanzado muchos triunfos, ya era célebre. Pero aquella fama no crecía. Sobre todo, los sueños del padre respecto a la precocidad del chico se habían desvanecido. Como todos los que no tienen un conocimiento justo de lo que vale el talento, ponía el Sr. Rodríguez la mayor importancia de la gloria en conseguirla muy pronto. Lo que él necesitaba era que su hijo fuese una celebridad europea a la edad en que otros juegan al marro. Pero el muchacho había llegado a los veinte años y el emperador de todas las Rusias no le había llamado todavía para que enseñara a tocar el violín a czarewich. Rodríguez leía un diccionario de celebridades todas las noches como si fuera la Leyenda de Oro o el Año Cristiano. Sabía la vida y milagros artísticos de todos los músicos, pintores, poetas y escritores precoces. La anécdota de César llorando ante la estatua de Alejandro, porque a la edad del griego él no había conquistado el mundo, le llegaba al alma al Sr. Rodríguez. Quería despertar en su hijo la noble emulación, como él llamaba a la envidia, y le recordaba los triunfos del inmortal Rafael, y la inspiración precoz de muchos eminentes compositores; y aun de Jesús disputando en el templo con los doctores, quería sacar una provechosa enseñanza. Hasta el niño campanólogo le echaba en cara y ponía por ejemplo. Otras veces era la situación económica de la familia la que sacaba a relucir; hablaba de los sacrificios, del capital anticipado para hacerle un violinista eminente. De este argumento no se reía Ventura como de los otros. Contestaba con dinero. ¿No estaban desahogados todos? ¿No vivían como unos príncipes? ¿No tenía Rodríguez un caballo de paseo?
-Bueno, bueno... -decía el padre, torciendo el gesto- pero... eso es poco.
La envidia seguía trabajando. Había algunos periódicos que, sistemática-mente, combatían el amaneramiento y la incorrección del violinista Rodríguez. Era una notabilidad, ¿cómo negarlo? Pero el mundo marcha, y él se empeñaba en no estudiar, y Pérez y Gómez, francamente, iban proyectando una triste sombra sobre la fama de Rodríguez...
Esto decían los periódicos enemigos. Se fundó una revista profesional, Euterpe, para desacreditar a Ventura. La dirigía un señor de la orquesta y la pagaba Gómez, el otro violinista famoso. Rodríguez, padre, quiso desafiar a Gómez, pero Ventura amenazó con romper el violín si no se despreciaba aquella ignominia de las calumnias.
El tío, el de los cráneos, dudó entonces que fuese Ventura un verdadero artista. Se preciaba de conocer el corazón humano ni más ni menos que la cabeza, y dijo tristemente en secreto a Rodríguez:
-Tu hijo no es un artista; no le lastiman las censuras, no le hacen llorar lágrimas de sangre... ¡no es un artista!
Por aquel tiempo no lo tenía para pensar en rivalidades y críticas injustas el bienaventurado mancebo. Se había enamorado. Estaba en otro mundo su pensamiento. Cuando encontraba a Gómez y a Pérez en algún concierto les apretaba la mano con efusión. 
-¡Hipócrita, cómo disimula! -decían ellos por lo bajo; y Ventura, con las mejillas un poco encarnadas, los ojos húmedos y muy abiertos les sonreía y alababa sus progresos en el violín. No era exclusivista; su manera soñada no era la que conocían Pérez y Gómez; pero tocaban muy bien, muy bien, por el sistema corriente. Los alababa de todo corazón. 
-¡Nos desprecia! -decían ellos a los amigos; y el señor de la orquesta llegaba en sus censuras a las personalidades, al insulto. Por culpa de su amor Ventura padecía grandes distracciones; le mareaban las disputas, no quería leer periódicos ni libros, y no sabía lo que pasaba en el mundo artístico. No hacía más que tocar, ganar dinero, y a sus solas querer y trabajar en lo que él entendía que era la nueva manera. Euterpe llegó a decir «que la educación debe ser armónica, que el músico no puede ser hoy, en el estado de cultura a que hemos llegado, un ignorante de las materias afines a su arte; debe conocer la historia, la estética, y sobre todo tener sentido común. Pasó la época de las grandes melenas y las extravagancias del artista: hoy el músico debe ser como todos, vestir a la moda, conocer el mundo y vivir como la gente. Lo demás es una afectación ridícula con que se quiere aparentar un genio que acaso no se tiene».
-¡Pero si mi hijo no usa melena! -gritaba Rodríguez arrugando la Euterpe entre los puños.
Ventura, después de algunas dificultades, fue correspondido; entró en casa de su novia, y como no tenía pretexto para hacer perder tiempo a la niña, ni él lo quería tener, se casó a los pocos meses.
Don Lucas Rodríguez se quedó estupefacto. Aquello era demasiado. Su cuñado tenía razón; Ventura no era un artista. ¡Qué diría Euterpe! ¡Casarse un gran violinista! Casarse, así ¡como un empleado de Consumos!... El tío meneaba la cabeza de derecha a izquierda. Aquello quería decir que la craneoscopia se había equivocado. «No era un artista. Era un instrumentista; no era un artista, no lo era; triste, tristísima confesión... ¡Pero Ventura era un burgués!».

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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