Pasaban los años.
Ventura había alcanzado muchos triunfos, ya era célebre. Pero aquella fama no
crecía. Sobre todo, los sueños del padre respecto a la precocidad del chico se
habían desvanecido. Como todos los que no tienen un conocimiento justo de lo
que vale el talento, ponía el Sr. Rodríguez la mayor importancia de la gloria
en conseguirla muy pronto. Lo que él necesitaba era que su hijo fuese una
celebridad europea a la edad en que otros juegan al marro. Pero el muchacho
había llegado a los veinte años y el emperador de todas las Rusias no le había
llamado todavía para que enseñara a tocar el violín a czarewich. Rodríguez leía un diccionario de celebridades todas las
noches como si fuera la Leyenda de Oro o el Año Cristiano. Sabía la vida y milagros artísticos de todos los
músicos, pintores, poetas y escritores precoces. La anécdota de César llorando
ante la estatua de Alejandro, porque a la edad del griego él no había
conquistado el mundo, le llegaba al alma al Sr. Rodríguez. Quería despertar en
su hijo la noble emulación, como él llamaba a la envidia, y le recordaba los
triunfos del inmortal Rafael, y la inspiración precoz de muchos eminentes
compositores; y aun de J esús
disputando en el templo con los doctores, quería sacar una provechosa
enseñanza. Hasta el niño campanólogo le echaba en cara y ponía por ejemplo.
Otras veces era la situación económica de la familia la que sacaba a relucir;
hablaba de los sacrificios, del capital anticipado para hacerle un violinista
eminente. De este argumento no se reía Ventura como de los otros. Contestaba
con dinero. ¿No estaban desahogados todos? ¿No vivían como unos príncipes? ¿No
tenía Rodríguez un caballo de paseo?
-Bueno, bueno... -decía
el padre, torciendo el gesto- pero... eso es poco.
La envidia seguía
trabajando. Había algunos periódicos que, sistemática-mente, combatían el amaneramiento y la incorrección del violinista Rodríguez. Era una notabilidad, ¿cómo
negarlo? Pero el mundo marcha, y él se empeñaba en no estudiar, y Pérez y
Gómez, francamente, iban proyectando una triste sombra sobre la fama de
Rodríguez...
Esto decían los
periódicos enemigos. Se fundó una revista profesional, Euterpe, para desacreditar a Ventura. La dirigía un señor de la orquesta y la pagaba Gómez,
el otro violinista famoso. Rodríguez, padre, quiso desafiar a Gómez, pero
Ventura amenazó con romper el violín si no se despreciaba aquella ignominia de
las calumnias.
El tío, el de los
cráneos, dudó entonces que fuese Ventura un verdadero artista. Se preciaba de
conocer el corazón humano ni más ni menos que la cabeza, y dijo tristemente en
secreto a Rodríguez:
-Tu hijo no es un
artista; no le lastiman las censuras, no le hacen llorar lágrimas de sangre...
¡no es un artista!
Por aquel tiempo no lo
tenía para pensar en rivalidades y críticas injustas el bienaventurado mancebo.
Se había enamorado. Estaba en otro mundo su pensamiento. Cuando encontraba a
Gómez y a Pérez en algún concierto les apretaba la mano con efusión.
-¡Hipócrita, cómo disimula! -decían ellos por lo bajo; y Ventura, con las
mejillas un poco encarnadas, los ojos húmedos y muy abiertos les sonreía y
alababa sus progresos en el violín. No era exclusivista; su manera soñada no
era la que conocían Pérez y Gómez; pero tocaban muy bien, muy bien, por el
sistema corriente. Los alababa de todo corazón.
-¡Nos desprecia! -decían ellos
a los amigos; y el señor de la orquesta
llegaba en sus censuras a las personalidades, al insulto. Por culpa de su amor
Ventura padecía grandes distracciones; le mareaban las disputas, no quería leer
periódicos ni libros, y no sabía lo que pasaba en el mundo artístico. No hacía
más que tocar, ganar dinero, y a sus solas querer y trabajar en lo que él
entendía que era la nueva manera. Euterpe
llegó a decir «que la educación debe ser armónica, que el músico no puede ser
hoy, en el estado de cultura a que hemos llegado, un ignorante de las materias
afines a su arte; debe conocer la historia, la estética, y sobre todo tener
sentido común. Pasó la época de las grandes melenas y las extravagancias del
artista: hoy el músico debe ser como todos, vestir a la moda, conocer el mundo
y vivir como la gente. Lo demás es una afectación ridícula con que se quiere
aparentar un genio que acaso no se tiene».
-¡Pero si mi hijo no usa
melena! -gritaba Rodríguez arrugando la Euterpe
entre los puños.
Ventura, después de
algunas dificultades, fue correspondido; entró en casa de su novia, y como no
tenía pretexto para hacer perder tiempo a la niña, ni él lo quería tener, se
casó a los pocos meses.
Don Lucas Rodríguez se quedó estupefacto. Aquello era
demasiado. Su cuñado tenía razón; Ventura no era un artista. ¡Qué diría Euterpe! ¡Casarse un gran violinista!
Casarse, así ¡como un empleado de Consumos!... El tío meneaba la cabeza de derecha
a izquierda. Aquello quería decir que la craneoscopia se había equivocado. «No
era un artista. Era un instrumentista; no era un artista, no lo era; triste,
tristísima confesión... ¡Pero Ventura era un burgués!».
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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