Entre varias personas de
entendimiento que no tenían ni el mal gusto y la mala ventura de ser impíos, ni
la fanfarronería de ser intolerantes, suscitóse la atractiva e inagotable
cuestión de lo sobrenatural, viniendo a discutirse el milagro, por qué era tan
frecuente antaño y hoy escasea de tal modo. Hubo quien se limitó a decir
«escasez»; pero no faltó quien resueltamente pronunciase la palabra
«desaparición».
Los que
defendían la persistencia del milagro protestaron en nombre de las maravillas
que se realizan en Lourdes los días de procesión solemne: los paralíticos
curados instantáneamente al sumergirse en aquellas aguas, estremecidas, como
las de la piscina probática, por el aleteo del ángel que desciende a
infundirles virtud; en nombre de las llagas de Luisa
Lateau -adornada por la virtud del Cielo con cinco sangrientas señales-. A esto
respondieron los escépticos que las llagas de Luisa
Lateau eran un fenómeno patológico ya explicado por la ciencia, y que las
curaciones de Lourdes se originaban de una impresión puramente subjetiva, un
sacudimiento moral que repercute en el organismo, caso comparable a los felices
resultados que obtienen algunos médicos empleando el hipnotismo para combatir
males que no hallan remedio en la botica. Entonces, uno de los presentes,
Tristán de Cárdenas, que había guardado silencio durante la discusión, tomó la
palabra, y todo el mundo calló para oírle, pues su voz era armoniosa y
vibrante, y su palabra, nunca vulgar, chispeaba a veces elocuencia fogosa.
-Si ustedes
creen en Dios -dijo con su habitual energía-, no comprendo cómo le regatean la
omnipotencia. No niego que hay ocasiones en que esta omnipotencia se manifiesta
de un modo más evidente en el orden sensible, en lo físico; pero en el orden
metafísico no concibo manifestación más clara de la que diariamente, con la
razón, no cesamos de percibir. ¿Suponen ustedes que no hay «milagros»? Lo que
no hay es «naturaleza». Si aquí cupiese una disertación filosófica, me comprometo
a probar esta que parece paradoja, siendo una verdad de Perogrullo. El milagro
es inmanente. El universo es un milagro espantoso de puro grande y de puro
incomprensible. No lo vemos porque formamos parte de él. Jesús dijo a una santa
que suspiraba por hallarle: «Difícil es que me encuentres si no me buscas en ti
misma, en tu propio corazón.»
-Bien -arguyeron
interrumpiéndole: todo eso será muy cierto, pero nos quedamos lo mismo que
estábamos en cuanto a explicar por qué antes abundaban los milagros en el orden
sensible y ahora no se ve uno para un remedio.
-Verán ustedes
cómo lo explico -dijo Tristán. Estoy conforme: en otro tiempo, Dios se
manifestaba en todo su esplendor a las multitudes. Cuando separaba las aguas
del mar Rojo al paso del pueblo hebreo y las juntaba contra Faraón; cuando
echaba un clavo a la rueda del carro solar y sacaba aguas vivas de la peña;
cuando convertía en rosas los panes y en corderos a los leones del circo;
entonces, ¡quién lo duda!, las naciones y las razas se convertían en tropel y
el milagro dirigía la marcha de la Historia. Ha sucedido con esto de la
manifestación divina lo que con la poesía, que al principio fue épica y
colectiva, y ahora ya no puede ser más que lírica e individual. Créanme
ustedes: ahora hay milagros lo mismo que en la Edad Antigua , sólo
que son milagros líricos, para una sola persona, y el que los siente no los
cuenta, porque, dada la incredulidad general, teme que se mofen y le tengan por
mentecato. Para proclamar un milagro se necesita hoy ser más valiente que el
Cid. ¿Bajan ustedes los ojos? Seguro estoy de que cada cual de ustedes tiene su
milagro oculto; cada cual ha percibido el calor de la zarza que ardía en el
monte Horeb... ¿A que ninguno me desmiente? Lo que pasa es que nos lo
guardamos... Secretum meum mihi... Créanlo ustedes: si no fuese por el
miedo, saldrían aquí cosas notables. Y si no fuese por la inconsecuencia propia
del hombre, y por alguno de los tres enemigos del alma, en particular... nos
meteríamos en la Trapa.
No sabiendo qué
oponer a argumentos tan especiosos, apretamos a Tristán de Cárdenas para que
nos contase su milagro, mas no pudimos conseguirlo, se negó resueltamente,
declarando que era el mayor de los cobardes y temía nuestras burlas. Sin
embargo, cuando se disolvió la tertulia y quedamos solos en el gabinete, a mi
primera insinuación, Tristán entornó los ojos como el que quiere recordar, y
habló así:
-Al empezar mi
historia, temo que lo que a mí me pareció prodigio no le parezca a usted sino
un suceso casual o insignificante... Es lo que antes decíamos: los milagros,
hoy día, son internos o individuales. Yo experimenté ciertas impresiones que se
me figuraron causadas por la intervención directa, en mi vida, de un poder
superior a todos los poderes de la tierra; si usted no comparte mi fe,
respétela al menos, ya que abro mi corazón tan lealmente.
Bien sabe usted
que yo tuve un niño; pero no sabrá tal vez que soy... es decir, ¡que era!, un
padre amantísimo, un padrazo de ésos que viven pendientes de la salud de la
criatura, que se baban al oír sus gracias y se pasan el día con ella en brazos,
prestándose a sus caprichos y dejándose arrancar el bigote. Además de este
cariño instintivo y natural, yo creía firmemente que mi inocente hijo era
símbolo de mi ángel custodio, y que su presencia santificaba mi casa y mi
espíritu. Mis pasiones y mis flaquezas las ofrecía al pie de la cuna como al
pie de un altar. Se me antojaba que si yo era bueno, Dios me conservaría mi
hijo. ¿Ha leído usted los poemas indios? En ellos, a cada paso, salen a relucir
unos ascetas que, por la virtud de sus mortificaciones, llegan a adquirir tan
sobrehumano vigor, que se imponen a los dioses mismos. La idea me agrada, y es,
en el fondo, la que expresa el Evangelio al decir que el «reino de los Cielos
sufre violencia». La bondad es una poderosa energía; yo me revestí de bondad, a
fin de evitar una prueba que creía no tener ánimo para resistir.
La prueba vino.
La criatura cayó enferma, de una de esas fiebre-cillas que al pronto no
alarman, pero que, día tras día, consumen. Figúrese usted mis vigilias, mis
terrores, mi calvario. Es decir, creo que no habiendo pasado por tales
amarguras, ni concebirse pueden. Desesperando de los remedios humanos, miré
hacia arriba y no atreviéndome a presentarme a Dios sin intercesor, abrumé a
ruegos y colmé de ofertas a San Antonio de Padua, al amigo de las mujeres y de
los niños, al «santo» por antonomasia, de quien yo había sido devoto siempre.
El santo no me
oyó... ¡Ah! ¿Usted creía que el milagro había consistido en sanar al enfermito?
¡Bah! Milagros de ésos los hace el santo diariamente... ¿No ve usted a cada
paso que un chico se echa fuera de una ventana y no se cae; que otro empuja un
quinqué de petróleo, lo vuelca y no se abrasa; que éste rueda cien escaleras y
no se hace ni un chichón; que aquél se mete entre las ruedas de un coche y no
saca ni un rasguño? ¿No oye usted decir a las madres que sus hijos «viven de
milagro»?
El mío murió. Me
puse como un insensato; sí, creo que estuve fuera de juicio bastante tiempo. Me
entró no «misantropía», sino otra cosa más rara: «misoteísmo», mala voluntad
contra Dios y sus santos. No dejé de creer, pero sí de amar. Casi diría que
aborrecí. Mis delirios, mis rabiosos pecados de aquella época, fueron otras
tantas blasfemias en acción. Cesé de practicar; olvidé las oraciones; no pisé
en un año los templos.
El día del
aniversario de mi pequeño, a la misma hora en que había volado su blanca
almita, como yo vagase sin rumbo por las calles de Madrid, me detuve a la
puerta de una iglesia donde no recordaba haber estado jamás. Encontrábame tan
triste, tan solo, tan anegado en las aguas del dolor, que, sin reflexionar lo
que hacía, entré. Era el punto de la caída de la tarde, y lo primero que divisé
en un altar lateral fue la efigie de San Antonio de Padua. Sentí como un golpe,
y me acerqué vivamente colérico a pedirle cuentas al santo, a preguntarle por
qué me había quitado a mi hijo, mi gloria. De pronto me quedé mudo de sorpresa.
Usted habrá reparado, sin duda, en que a San Antonio de Padua siempre lo
representan los escultores con el Niño en brazos. Pues bien, por primera vez en
mi vida, veía un San Antonio sin niño... y mientras los ojos de la efigie
parecían fijarse en los míos severamente, noté que su mano, alzando el dedo
índice señalaba al cielo.
-Pero eso ¿lo
imaginó usted, o lo vio en realidad? -pregunté cuando a Tristán se le calmó
algo la emoción.
-Pues, en
efecto, no conocía efigies de San Antonio sin el Niño -murmuré como si hablase
conmigo mismo.
«El Imparcial» 19 de febrero 1894.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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