Aquella noche, la roja Sabel -la
mujer de Juan Mouro, el montero de la Arestía- notó algo extraño en aquella actitud de
su marido, cuando este regresó del trabajo, negras las manos de la pólvora de
los barrenos, y enredados en el grueso terciopelo de su chaqueta pequeños
fragmentos graníticos.
-Mi hombre, la
cena está lista -advirtió Sabel cariñosamente. Hay un pote tan cocidito que da
gloria. He mercado vino nuevo, y te he puesto una tartera de bacalao gobernado
con patatas. ¡Siéntate, mi hombre, y a comer como el rey!
El montero no
respondió. Soltó la herramienta en un ángulo de la cocina, acomodóse cerca de
la lumbre, y sacando la petaca de cuero, amasó un golpe de tabaco picado entre
las palmas de las manos. Lió después el pitillo, y lo encendió y chupó, sin
desarrugar el entrecejo un instante, torvo y sombrío, fija la vista en el
suelo. Sabel, con solicitud, porfió:
Siempre
enfurruñado, Juan Mouro tiró la colilla y se acercó a la artesa, cuya tapa
bruñida y negruzca servía de mesa de comedor. Sabel le sirvió el espeso caldo
de berzas y unto, observándole con el rabillo del ojo y esperando la
confidencia, que no podía faltar. El montero y su mujer se entendían muy bien:
ella afanándose en la casa, él bregando en la cantera de la Arestía , extrayendo piedra
y más piedra, unidos por el deseo de juntar para adquirir el gran pedazo de
sembradura que se extendía al norte de su vivienda y la mancha de castaños
adyacentes. Jóvenes aún, se amaban a su manera, con sanas y rudas caricias, y
ponían en común las aspiraciones limitadas y tercas del humilde. Así es que
Sabel aguardaba, mientras su marido se saciaba, ávidamente, como hombre rendido
que repara sus fuerzas. Y así que la satisfacción de la necesidad le produjo
bienestar, reventó el embuchado.
-¿No sabes,
mujer? Es una cosa que parece cuento. Que saltan con que no les da la gana de
que yo arranque más piedra en todo el mes..., ¡y sabe Dios si en el otro!
-¿Y quién tiene
poder para eso? ¿El Auntamiento? ¿Los vecinos de la Arestía ? ¿No soltamos por
la cantera muy buenos cuartos?-refunfuñó Sabel, indignada, depositando sobre la
artesa la tartera del bacalao y dos platos de barro vidriado, relucientes como
cobre.
-¡Qué
Auntamiento ni qué...! ¡No, mujer; si son los de la juelga! Los canteros de
Sainís, de Bertial, de Dosiñas. Me leyeron la sentencia: que no se trabaja, y
que no se trabaja, y que no se trabaja..., ¡ray!
-Mandar...,
según: mandan y no mandan... Al tiempo que arman esas juelgas (el demonio las
coma), todo Dios tiene que sujetarse a la voluntá de quien se le antoja
volverlo todo de patas arriba... ¡ray, ray!
-¿Y no se
asujetando? -insinuó Sabel. Su voz trepidaba irritada; veía ya sus economías
devoradas por el paro del trabajo, y el querido pedazo de sembradura perdido
para siempre, adquirido por la codiciosa vecina, la Norteira , a quien un
hijo, desde Montevideo, libraba a veces cantidades. -¿Y no se asujetando?
-repitió ante el mutismo de Juan-. ¿Qué señorío tiene sobre de ti, pregunta mi
curiosidad, para se meter en si subes o no subes a la Arestía ?
Volvió Sabel a
callar unos instantes. Luchaba con la impresión vaga y siniestra de las
palabras de su marido. Su instinto de hembra sagaz le decía también que Juan,
indeciso, no esperaba sino el consejo, la excitación de la dona. Fijó
los ojos en el arca, en cuyo pico guardaba sus ahorros, y creyó ver salir los
duros, tan bien ganados con el sudor del montero, en fila, para mercar el pan
diario. Su hombre estaba hecho a la buena comida, al traguito, que arrancar
piedra no es como ensartar abalorio..., ¡Y ahora! ¡Con los brazos quietos, con
la cantera comprada, con las piezas encargadas, que sabe Dios si los maestros
se cansarían y las encargarían a otra parte! ¡Gastar todo el peto; quizá tener
que pedir prestado al usurero!... Sabel puso delante de Juan la jarra de loza
colmada de vino. El vino da ánimos...
-Si arranco o no
arranco, eso se verá -respondió él con arrogancia jactanciosa-. A mí nadie me
manda por malas, ¿lo oyes? Y a dormir, que mañana cumple madrugar.
No hubo
respuesta. Cubrió Sabel el fuego, y media hora después apagaba la candileja de
petróleo. Al principio durmió con inquieto sueño, no libre de pesadillas; pero
hacia el amanacer la salteó el letargo profundo que preparan la buena digestión
y el cansancio normal de la labor diaria. Despertó con un rayo de sol matutino
y un revuelo de moscas sobre la cara; las maderas, desunidas, dejaban pasar luz
y aire. Al sentirse sola en la cama, saltó precipitadamente al suelo,
despavorida.
La cocina estaba
desierta; la puerta de la casa, entornada había quedado; de la esquina faltaban
las herramientas. No cabía duda: el montero iba camino del monte...
Sabel asomóse a
la puerta, tembló; una ráfaga fresca, fría más bien, procedente del mar, que no
cesa de abanicar a la tierra mariñana, fue acaso la causa de su escalofrío:
reparó que estaba en camisa y que tenía los pies descalzos, y aprisa se metió
dentro. Mientras se vistió, el temblorcillo proseguía, y allá en su interior
una voz hueca y pavorosa murmuraba palabras de amenaza, de improperios, de
maldición. «Te despabilamos a tu hombre, ahora mismo... Le abrasamos la cara,
le cortamos el pescuezo... Le sacamos afuera las tripas...» Toda la brutal
palabrería de las riñas aldeanas, las interjecciones y tacos de la guapeza
rústica, zumbaban en los oídos de Sabel. El bocado de pan del desayuno se le
atragantó. Ya no se acordaba de los duros, guardados en el pico del arca, sino
sólo de su hombre, de su trabajador, del que lo ganaba, con los recios
brazos y el hercúleo esfuerzo...
Poco a poco se
fue serenando. El día avanzaba, y la claridad del sol es certero conjuro para
disipar terrores. Sabel se puso a desgranar espigas de maíz. De improviso oyó
en la carretera unas corridas como de animal perseguido que huye; empujaron la
puerta y el montero se precipitó, sin sombrero, sin herramienta, cubierto de
polvo, en mangas de camisa manchadas de sangre...
-Me salieron al
camino. Que no arrancase... Me llamaron vendido. Me querían apalear. Dejé a
uno, que ni da a pie ni a pierna. Le partí la cabeza con el picachón, así. ¡Ese
ya es ánima del Purgatorio!
-Más vale que
sea él que tú -contestó Sabel, abrazándose locamente a su marido, y escuchando
ya en la carretera, a lo lejos, el tropel de la gente que perseguía al matador.
«Blanco y Negro», núm. 636, 1903.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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