Las dos hermanas se encontraron
en el estrecho pasillo; casi se tropezaron y se dieron un beso, riendo de
cariño, a pesar de lo tristes que estaban. La mayor, Dionisia, venía del cuarto
de la madre enferma, trayendo una taza de caldo vacía ya; la menor Germana, de
la cocina, de calentar por sus manos un parche cáustico. La penosa y
quebrantadora faena de enfermeras, la vigilia y las inquietudes habían
empalidecido y ajado sus caras graciosas, donde esplendía antes fresca y
atractiva, la «belleza del diablo.».
-¿Cómo queda ahora? -preguntó
Dionisia.
-Me parece que peor... Con mucha
fatiga, ¿sabes?
-¿Recado al médico?
-No quiere.
-¡Aunque no quiera...!
Suplicantes, momentos después balbucían
al oído de la paciente... Era necesario que viniese el doctor; con que recetase
un calmante, aquel acceso pasaría...
Respiroteaba la señora como pez a
quien sacan de su elemento y dejan temblar sobre la playa en anhelo agónico.
Desmadejada, azulosa la tez, sus labios morados se abrían desmesuradamente,
queriendo beberse todo el aire del mundo. Las hijas, conteniendo el sollozo, la
auxiliaban como podían: dábanle fricciones suaves, la incorporaban, abrían la
ventana de par en par.
El parche, olvidado, se enfriaba
sobre la mesa de noche. Al fin se aquietó un poco; la respiración era más fácil
y franca. Pudo hablar:
-Ahorrad médico. Lo
indispensable. Acordaos de que cada visita cuesta un duro.
Ante el gesto de desinterés e
indiferencia de las muchachas, la señora áñádió; no sin esfuerzo doloroso,
terrible:
-Es que no sabéis de la misa la
media... Creéis que únicamente hemos bajado de posición... Ayer me entregasteis
carta del tío Manolo, que ha terminado la liquidación de nuestra fortuna...
Estamos completamente arruinadas, y aún peor: estamos alcanzadas en se¡s mil y
pico de duros. ¿Qué tal?... Llamad médico, llamad médico... ¡Si, al fin yo
duraré pocos días, y no hay médico en el mundo que pueda curarme! Con este
golpe... lo he sentido; se me ha descompuesto algo dentro, en él corazón...
¡Pobres pequeñas mías! ¡Animo, no lloréis!...
Era tardío el encargo. Dionisia y
Germana, abrazadas, se mojaban recíprocamente los rostros con el llanto
ardiente y salado de las grandes amarillas... La primera en dominarse fué la
menor; arrastró fuera de la habitación a la mayor y la llevó hacia una salita
amueblada con cierto lujo, reliquia del bienestar antiguo.
-¿Qué va a ser de nosotras?- tartamudeó
hipando aún Dionisia.
-Trabajaremos -decidió Germana
prontamente-. Y desde hoy mismo. No en balde nos llaman Manitas de oro. No
creas que aguardaré a que mamá se muera, a que nos echen de esta casa y
perdamos nuestra única esperanza de salvación.
-Y, por mucho que trabajemos,
¿crees tú que sacaremos para vivir?
-De seguro. Y para volver a tener
coche.
-¿Y los intereses de la deuda de
los seis mil? Porque hay que pagarlos, ¿entiendes?
-¡Vaya si hay que pagarlos! -murmuró
pensativa, lacrimosa, Germana. No vamos a dejar en vergüenza la memoria de
mamá. Sólo que entonces... habrá que trabajar de otro modo.
-¿De qué modo? -interrogó
recelosa Dionisia.
-Yo me entiendo.
-No vayas a hacer una de las tuyas...
Vistióse Germana con elegancia y
eoquetería: traje sastre de fino paño marrón; toca azul, donde anidaba un pajarito
tornasolado; tomó un coche, y fué recorriendo las casas de las amigas de
antaño, que se mostraban frías, o, por lo menos, alejadas, desde el momento en
que «las de Ramos» se encontraron en mala situación económica... Donde la
recibían, Germana entraba decidida, sonriente bajo el velito de motas; un
ramillo de violetas naturales, preso en la solapa, la anunciaba con la
discreta brisa de su perfume; y soltaba el, discurso, no en tono suplicante,
sino como el que pide lo que se le debe.
-No estamos lo que se dice en
grave apuro, eso no; sin embargo, hemos sufrido, pérdidas... ¡Figúrate que
vivíamos, con tanto lujo...! Cuesta, cuesta el acostumbrarse a recortar
gastos. Echamos de menos el coche, los abonos, los viajes... En vista de esto
añadía precipitadamente la niña al notar las nubes de desconfianza y
precaución que iban cubriendo la faz de su interlo-cutora-, hemos resuelto ser
en breve más ricas que nunca. Yo tengo disposición, buen gusto, algo de chic. He aceptado la representación de
una modista muy elegante de Biarritz, la que nos vestía antes; este traje es
de ella... Reproduciremos aquí sus modelos con alguna rebaja, naturalmente...
Haremos las toilettes y los
sombreros; todo completo. Pago, eso sí, al, contado; la modista nos lo
exige... Hemos montado taller. Conque, querida, a ver si nos ayudas..., ¿eh? No
te pido otro favor... Es en ventaja tuya; vestirás bien con menos sacrificio, y
lo que lleves será igual -como que es el modelo- a lo que otrias traigan de
casa de madama Lagaze... Te dejo las señas. Corre la voz... Ven a casa a ver
los modelitos...
Los confeccionó ella misma, con
trapos suyos, sobre maniquíes de alambre de unas cuantas pulgadas de alto. Había
el traje de sociedad, el de calle, el abrigo y hasta el alborotado, insolente,
enorme sombrero. La fiebre de la inspiración hacía que Germana ni tuviese
tiempo de notar que su madre empeorába. Dionisia, desesperanzada y temblona,
lloraba por los rincones. Germana, valerosa, esperaba las parroquianas
seguras. Al espejuelo de la elegancia extranjera, la mujer acude, y acudió.
Dos antiguas amigas se encargaron trajes sastre; tres o cuatro desconocidas,
abrigos y sombreros; una dama de alto copete pidió el traje de sociedad muy
aprisa, a plazo fijo, para comida y baile en la Embajada de Rusia...
-Oye, Dionisia -suplicó Germana,
con voz rota por la emoción: coge, sin que mamá te vea, todo el dinero que
tenga ella en su armario... Hay que adelantar la tela, los adornos...
-No me atrevo... ¡Coger, así, del
armario! ¡Las economías de mamá!
-¿Prefieres pedir limosna?
La energía sugestiona, la
resolución fascina. Dionisia se apoderó de la cantidad, y los trajes empezaron
a surgir: Las hermanas no dormían, n© comían ni vivían. La enferma hubo de
notar algo extraño.
-¿Qué os pasa? ¡Qué raras estáis!
¿Por qué me deja Germana sola tanto tiempo? ¿A qué se dedica? ¡Ingrata! Que
venga...
Una mañana, el ahogo de la señora
fué más largó, o las fuerzas se hallaban más agotadas tal vez... Sobre el
brazo de Dionisia cayó la inerte cabeza de la madre, libre ya de penas y sufrimientos,
bañada en eterno reposo. Las hijas, arrodillándose al pie de la cama,
sollozaban sin consuelo. Se oyó sonar la campanilla, imperiosamente,
-¡Llaman!... -gimió Dionisia.
-¡Es la parroquiana del traje de
sociedad!... ¡La había citado a esta hora! Viene a probar -hipó Germana, levantándose.
-¿Vas a recibirla? -reprobó la
hermana mayor.
-¡Ya lo creo!...
Y Germana, limpiándose las
lágrimas, salió aprisa.
-¿Llora usted? -preguntábale
entre compadecida y curiosa la cliente, mientras ahuecaba con el dedo un
pliegue del cuerpo escotado, para señalar la arruga.
-Sí, señora. Acabo de saber que
se me ha muerto una parienta... allá en Andalucía.
-¿Cercana?
-No mucho... Pero la queríamos...
¿Le gusta a, la señora el escote bajo, o sin hombreras? Ahora se llevan poco...
-Más bajito así... Que no me falte usted mañana, ¿eh?
Espero el vestído por la tarde...
Al día siguiente -horas después
del entierro- Germana cobraba la primera toilette
de las que hicieron la reputación de las famosas hermanas Ramos. Se ganaba en
el traje sobre unas trescientas pesetas.
-Si yo confieso mi verdadera situación -decíamé Germana, al referirme
su escondida tragedia, o me vuelven la espalda o me dan unas «perras» de
limosna... Hay que pedir con soberbia y para lujo; no para comer...
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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