Translate

martes, 10 de diciembre de 2013

El mundo

Las dos hermanas se encontraron en el estrecho pasillo; casi se tropezaron y se dieron un beso, riendo de cariño, a pesar de lo tristes que estaban. La mayor, Dionisia, venía del cuarto de la madre enferma, trayendo una taza de caldo vacía ya; la menor Germana, de la cocina, de calentar por sus manos un parche cáustico. La penosa y quebrantadora faena de enfermeras, la vigilia y las inquietudes habían empalidecido y ajado sus caras graciosas, don­de esplendía antes fresca y atractiva, la «belleza del diablo.».
-¿Cómo queda ahora? -preguntó Dionisia.
-Me parece que peor... Con mucha fatiga, ¿sabes?
-¿Recado al médico?
-No quiere.
-¡Aunque no quiera...!
Suplicantes, momentos después bal­bucían al oído de la paciente... Era necesario que viniese el doctor; con que recetase un calmante, aquel acceso pasaría...
Respiroteaba la señora como pez a quien sacan de su elemento y dejan temblar sobre la playa en anhelo agó­nico. Desmadejada, azulosa la tez, sus labios morados se abrían desmesura­damente, queriendo beberse todo el aire del mundo. Las hijas, conteniendo el sollozo, la auxiliaban como podían: dá­banle fricciones suaves, la incorpora­ban, abrían la ventana de par en par.
El parche, olvidado, se enfriaba sobre la mesa de noche. Al fin se aquietó un poco; la respiración era más fácil y franca. Pudo hablar:
-Ahorrad médico. Lo indispensable. Acordaos de que cada visita cuesta un duro.
Ante el gesto de desinterés e indife­rencia de las muchachas, la señora áñá­dió; no sin esfuerzo doloroso, terrible:
-Es que no sabéis de la misa la me­dia... Creéis que únicamente hemos ba­jado de posición... Ayer me entregas­teis carta del tío Manolo, que ha termi­nado la liquidación de nuestra fortuna... Estamos completamente arruinadas, y aún peor: estamos alcanzadas en se¡s mil y pico de duros. ¿Qué tal?... Lla­mad médico, llamad médico... ¡Si, al fin yo duraré pocos días, y no hay médico en el mundo que pueda curar­me! Con este golpe... lo he sentido; se me ha descompuesto algo dentro, en él corazón... ¡Pobres pequeñas mías! ¡Animo, no lloréis!...
Era tardío el encargo. Dionisia y Ger­mana, abrazadas, se mojaban recípro­camente los rostros con el llanto ardiente y salado de las grandes amarillas... La primera en dominarse fué la menor; arrastró fuera de la habitación a la mayor y la llevó hacia una salita amueblada con cierto lujo, reliquia del bienestar antiguo.
-¿Qué va a ser de nosotras?- tar­tamudeó hipando aún Dionisia.
-Trabajaremos -decidió Germana prontamente-. Y desde hoy mismo. No en balde nos llaman Manitas de oro. No creas que aguardaré a que mamá se muera, a que nos echen de esta ca­sa y perdamos nuestra única esperan­za de salvación.
-Y, por mucho que trabajemos, ¿crees tú que sacaremos para vivir?
-De seguro. Y para volver a tener coche.
-¿Y los intereses de la deuda de los seis mil? Porque hay que pagarlos, ¿entiendes?
-¡Vaya si hay que pagarlos! -mur­muró pensativa, lacrimosa, Germana. No vamos a dejar en vergüenza la me­moria de mamá. Sólo que entonces... habrá que trabajar de otro modo.
-¿De qué modo? -interrogó recelosa Dionisia.
-Yo me entiendo.
-No vayas a hacer una de las tu­yas...
Vistióse Germana con elegancia y eo­quetería: traje sastre de fino paño ma­rrón; toca azul, donde anidaba un pa­jarito tornasolado; tomó un coche, y fué recorriendo las casas de las amigas de antaño, que se mostraban frías, o, por lo menos, alejadas, desde el mo­mento en que «las de Ramos» se en­contraron en mala situación económi­ca... Donde la recibían, Germana en­traba decidida, sonriente bajo el velito de motas; un ramillo de violetas na­turales, preso en la solapa, la anuncia­ba con la discreta brisa de su perfume; y soltaba el, discurso, no en tono supli­cante, sino como el que pide lo que se le debe.
-No estamos lo que se dice en grave apuro, eso no; sin embargo, hemos su­frido, pérdidas... ¡Figúrate que vivía­mos, con tanto lujo...! Cuesta, cuesta el acostumbrarse a recortar gastos. Echamos de menos el coche, los abo­nos, los viajes... En vista de esto aña­día precipitadamente la niña al notar las nubes de desconfianza y precaución que iban cubriendo la faz de su interlo-cutora-, hemos resuelto ser en breve más ricas que nunca. Yo tengo dispo­sición, buen gusto, algo de chic. He aceptado la representación de una mo­dista muy elegante de Biarritz, la que nos vestía antes; este traje es de ella... Reproduciremos aquí sus modelos con alguna rebaja, naturalmente... Haremos las toilettes y los sombreros; todo com­pleto. Pago, eso sí, al, contado; la mo­dista nos lo exige... Hemos montado taller. Conque, querida, a ver si nos ayudas..., ¿eh? No te pido otro favor... Es en ventaja tuya; vestirás bien con menos sacrificio, y lo que lleves será igual -como que es el modelo- a lo que otrias traigan de casa de madama La­gaze... Te dejo las señas. Corre la voz... Ven a casa a ver los modelitos...
Los confeccionó ella misma, con tra­pos suyos, sobre maniquíes de alambre de unas cuantas pulgadas de alto. Ha­bía el traje de sociedad, el de calle, el abrigo y hasta el alborotado, insolente, enorme sombrero. La fiebre de la inspi­ración hacía que Germana ni tuviese tiempo de notar que su madre empeo­rába. Dionisia, desesperanzada y tem­blona, lloraba por los rincones. Germa­na, valerosa, esperaba las parroquia­nas seguras. Al espejuelo de la elegan­cia extranjera, la mujer acude, y acu­dió. Dos antiguas amigas se encarga­ron trajes sastre; tres o cuatro desco­nocidas, abrigos y sombreros; una da­ma de alto copete pidió el traje de so­ciedad muy aprisa, a plazo fijo, para comida y baile en la Embajada de Rusia...
-Oye, Dionisia -suplicó Germana, con voz rota por la emoción: coge, sin que mamá te vea, todo el dinero que tenga ella en su armario... Hay que adelantar la tela, los adornos...
-No me atrevo... ¡Coger, así, del ar­mario! ¡Las economías de mamá!
-¿Prefieres pedir limosna?
La energía sugestiona, la resolución fascina. Dionisia se apoderó de la can­tidad, y los trajes empezaron a surgir: Las hermanas no dormían, n© comían ni vivían. La enferma hubo de notar algo extraño.
-¿Qué os pasa? ¡Qué raras estáis! ¿Por qué me deja Germana sola tanto tiempo? ¿A qué se dedica? ¡Ingrata! Que venga...
Una mañana, el ahogo de la señora fué más largó, o las fuerzas se halla­ban más agotadas tal vez... Sobre el brazo de Dionisia cayó la inerte cabeza de la madre, libre ya de penas y sufri­mientos, bañada en eterno reposo. Las hijas, arrodillándose al pie de la cama, sollozaban sin consuelo. Se oyó sonar la campanilla, imperiosamente,
-¡Llaman!... -gimió Dionisia.
-¡Es la parroquiana del traje de so­ciedad!... ¡La había citado a esta ho­ra! Viene a probar -hipó Germana, le­vantándose.
-¿Vas a recibirla? -reprobó la her­mana mayor.
-¡Ya lo creo!...
Y Germana, limpiándose las lágrimas, salió aprisa.
-¿Llora usted? -preguntábale entre compadecida y curiosa la cliente, mien­tras ahuecaba con el dedo un pliegue del cuerpo escotado, para señalar la arruga.
-Sí, señora. Acabo de saber que se me ha muerto una parienta... allá en Andalucía.
-¿Cercana?
-No mucho... Pero la queríamos... ¿Le gusta a, la señora el escote bajo, o sin hombreras? Ahora se llevan poco...
-Más bajito así... Que no me fal­te usted mañana, ¿eh? Espero el vestí­do por la tarde...
Al día siguiente -horas después del entierro- Germana cobraba la primera toilette de las que hicieron la reputa­ción de las famosas hermanas Ramos. Se ganaba en el traje sobre unas tres­cientas pesetas.
-Si yo confieso mi verdadera situa­ción -decíamé Germana, al referirme su escondida tragedia, o me vuelven la espalda o me dan unas «perras» de limosna... Hay que pedir con soberbia y para lujo; no para comer...

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

No hay comentarios:

Publicar un comentario