Después de Salomón, el rey más
poderoso y opulento de la tierra fue, sin duda, Artasar, descendiente directo
de uno de aquellos tres Magos que vinieron a postrarse en el establo y gruta de
Belén, guiados por la luz de una estrella misteriosa, nueva, diferente de las
demás, estrella que abría en el azul del firmamento surco diamantino.
Artasar
conservaba entre otras muy gloriosas de su estirpe la tradición de la jornada
de su antecesor a adorar al Mesías, Redentor del mundo; pero ya el bendecido
recuerdo iba perdiéndose, y en el cielo turquí cada día se borraba más el
rastro de la estrellita, así como su claridad celeste palidecía en el corazón
del descendiente de los Magos (que fueron doctos por su arte de adivinar, y
santos porque les infundió gracia el haber apoyado los labios sobre los tiernos
piececillos del recién nacido Jesús). ¿Qué mucho que Artasar olvidase las
enseñanzas transmitidas por los Magos, si Salomón, hijo de David, autor de
libros sagrados, favorecido por el Señor con el don de la sabiduría, prevaricó
de tan lastimosa manera, llegando a incensar a los ídolos? Mientras el hombre
vive en la tierra, sujeto está a la tentación.
Artasar se
parecía al hijo de David en la magnificencia, en el ansia de rodearse de lo más
precioso, delicado y raro venido de los confines del orbe. Cada día, galeras
cargadas de riquezas abordaban a los puertos del reino de Artasar trayendo al
monarca presas y joyas. Alfombras blandas como el vellón de la oveja; tapices
de seda, cuyos bordados representaban batallas y lances de amor; imágenes de
mármol, de egregia desnudez; pebeteros de oro que embalsa-maban el ambiente;
jarrones y vasos de plata y ágata; pieles de tigre y plumas de avestruz se
amontonaban en la regia mansión estrecha ya para contener tantos tesoros.
Mas ¿quién podrá
llenar el abismo de un corazón? Artasar el magnífico vivía inquieto y triste.
Ansiaba construir otro palacio, por ser ya el suyo mezquino y estrecho para la
innumerable muchedumbre de guardias, cortesanos, esclavos, concubinas,
tañedores, juglares, bufones, palafreneros y cocineros que en él se albergaban.
Y empezó a soñar con un palacio nunca visto, que eclipsase al que Salomón
edificó en trece años, sobre columnas de bronce y con el inmenso mar de bronce,
cuyo borde imitaba pétalos de azucena.
El palacio debía
ser tal, que inmortalizase el nombre y el recuerdo de Artasar por todos los
venideros siglos, y que la fantasía no pudiese concebir nada tan espléndido ni
tan deleitoso. A este fin, Artasar -acordándose de aquel Hiram que trazó
el de Salomón -convocó a los más famosos arquitectos de su reino y de los
vecinos, y, ofreciéndoles grandes recompensas, ordenó que dibujasen los planos
de una residencia cual él la quería: amplia, suntuosa, cincelada como una
diadema real. Los arquitectos fueron presen-tando sus planos, pero en los ojos
de Artasar no encontraron gracia. Ninguno de ellos realizaba la quimera de su
imaginación; ninguno correspondía al ideal que se había formado de un palacio
nunca visto, sin igual en el mundo.
Cuando ya
Artasar desesperaba de conseguir que le adivinasen el loco deseo y acomodasen a
él la realidad, he aquí que le pide audiencia un hombre anciano demacrado, de
luenga barba, de humilde aspecto, que traía bajo el brazo un bulto, afirmando
que aquél era el proyecto de palacio que el rey aprobaría. No abonaban mucho
las trazas al desconocido arquitecto, pero el desahuciado cualquier remedio
ensaya, y Artasar permitió al anciano que entrase. Apenas el monarca hubo fijado
los ojos en el plano en relieve y en los dibujos, batió palmas.
Aquello era su
sueño, interpretado por un mágico que leía en su mente. Aquellas soberbias
columnatas, aquellos balcones de majestuosos balaustres, aquellas galerías
revestidas de mármoles y piedras preciosas, aquellos techos de cedro y oloroso
pino, aquellas estancias cuyo bruñido pavimento tenía reflejos de agua,
aquellos bosques, aquellas fuentes monumentales, aquellos miradores calados por
mano de las hadas, aquellos pensiles colgados en el aire, aquellas torres que
desafiaban las nubes... aquello era ideal, lo que ningún rey del mundo poseía;
y Artasar, al verlo, tendió la regia mano cubierta de anillos, larga y fina y
morena como el fruto de la palmera, y exclamó:
-Constrúyase el
palacio como tú lo has proyectado, ¡oh varón sapientísimo! Yo te daré cuanto
pidas, cuanto necesites. Para ti se abrirá mi tesoro secreto, y en los
subterráneos de mi morada encontrarás oro, perlas, bezoares, diamantes y rubíes
en cantidad suficiente para edificar no un palacio, una ciudad entera, con su
casería, sus templos y su recinto fortificado. Y dime: ¿dónde te ocultabas y
por qué es tan miserable tu aspecto, siendo tú un sabio tan grande?
-Desde hoy te
conocerá el universo por el monumento que vas a erigir -declaró Artasar, que,
en efecto, mandó poner a disposición del viejo sus riquezas y una inmensa
extensión de territorio fértil, donde había selvas profundas y caudalosos ríos,
llanuras risueñas y lagos apacibles.
Al cabo de un
año, plazo fijado por el arquitecto para terminar el palacio, Artasar quiso ver
las obras, y se trasladó al lugar donde creía que ya se elevaba su nueva
vivienda.
Grande fue su
sorpresa, fuerte su cólera, al no advertir por ninguna parte señales de
jardines ni de palacio. Notó, eso sí, que aquel territorio, antes desierto,
estaba pobladísimo, pues salían a aclamarle tribus enteras, niños y mujeres que
aguardaban el paso del rey y le bendecían; pero ni aun logró divisar piedras y
materiales esparcidos por el suelo, que anunciasen trabajos de edificación.
Entonces Artasar, indignado, mandó que trajesen al arquitecto a su presencia,
con propósito de hacerle desollar y colgar su piel, sangrienta aún, a las
puertas de la ciudad, para escarmiento de prevaricadores. El viejo se presentó,
tan humilde, tan demacrado, tan modesto como el primer día; y cuando el rey le
increpó, dio esta respuesta extraña:
-El palacio que
deseabas está construido, ¡oh rey!, y si quieres venir conmigo, tú solo, voy a
mostrártelo en seguida.
Siguió Artasar
lleno de curiosidad al anciano, y juntos se internaron en lo más selvoso y
retirado de la floresta. Pronto salieron de la espesura a las orillas de un
inmenso lago natural, y allí el viejo se detuvo. El sol se ponía; el firmamento
aparecía rojo, abrasado, esplendente. Y el arquitecto, tomando de la mano a
Artasar, le dijo con grave voz:
-Los tesoros que
me has confiado, ¡oh rey!, los he repartido entre los miserables, entre los que
sufrían hambre y sed, entre los que oían llorar al niño recién nacido porque el
seno de la angustiada madre no daba leche. Mas no por eso he dejado de alzarte
el palacio que deseabas, y tan soberbio te lo alcé, tan admirable, que ningún
monarca de la tierra podrá jactarse de poseer uno así. Mira... ¿no lo ves? Allí
lo tienes. ¡En el cielo se levanta ahora tu palacio!
Y Artasar miró,
y vio efectivamente de entre las nubes de grana surgir un maravilloso edificio.
Sobre columnas de plata, bronce y alabastro se erguían las bóvedas de dorado
cedro, esculpidas con artificio tan hábil, que parecían un piélago de olas de
oro. Cúpulas de esmalte azul coronaban el alcázar, y largas galerías de diáfano
cristal, con cornisas de pedrería y mosaico, se prolongaban hasta lo infinito,
entre el misterio de una vegetación fantástica, de hojas de esmeralda y de
flores de vivo rubí y de oriental zafiro, cuyos cálices exhalaban una fragancia
que embriagaba y calmaba los sentidos a la vez.
Y Artasar,
transportado, se arrodilló a los pies del arquitecto y los besó, con el alma
inundada de gozo.
Cuando
regresaban de la selva, Artasar notó con sorpresa que el rastro casi extinguido
de la estrella de los Magos fulguraba aquella noche como un collar de
brillantes.
«El Imparcial», 6 julio 1896.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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