-La señora aguarda ya -dijo en alemán la fräulein; y Nora, dócil como suelen ser las criaturas
enfermizas, echó a andar, bajó las escaleras solita, agarrándose al pasamano, y
solita se metió dentro de la berlina, al lado de su mamá, que viéndola tan
seria y emperifollada al empezar a rodar el coche, le dio un beso en el poco
trecho de mejilla que asomaba entre el sombrerón y el alto cuello de pieles.
-¿A que no sabes adónde vamos? -preguntó alegremente, pasándose por la
fría nariz el sedoso manguito. Vamos al convento. -¿A ver a la tía Leonor?
-¿Pues a quién? Y a la madre abadesa, y a las monjas todas.
Nora reflexionó, y una chispa de contento iluminó sus anchas pupilas
entristecidas, dilatadas, como si hubiese tomado belladona. Por aquel tiempo de
Navidad, la idea del convento se asociaba a la de mil golosinas y chucherías,
de esos juguetes del claustro que encantan a los pequeños, porque son producto
de un espíritu infantil...
La señora, entre tanto, vuelta la cabeza hacia el vidrio, sonreía a
otras ilusiones... Viuda desde hacía dos años y medio, la osadía elegante de su
toca orlada de violetas y el corte juvenil de su traje de pana morada con
ribetes de piel, decían a voces, más que el alivio, el olvido del dolor.
Consolada, sí. ¿Qué mal había en ello? Y si no se casaba inmediatamente, era
porque no la despellejasen los murmuradores... Al cumplirse los tres años...
Mientras tanto, que nada supiese Nora. ¿A qué disgustar a los chicos con cosas
superiores a su alcance? Aquí se borraba la sonrisa. Aquella Nora, desde la
muerte del padre, dijérase que era la verdadera viuda: como que no había vuelto
a jugar ni a reír, y todas las recetas del médico y todos los cuidados de la
madre no devolvían al menudo rostro de la huérfana color de salud. «Parece de
cera esta niña...», decían las amigas y repetían los criados; y la señora al
oírlo, sentía siempre un estremecimiento nervioso: el amarillo color aquel le
recordaba otro color céreo, el de una cabeza difunta iluminada por blandones.
No se le ocurría solución alguna para el momento en que fuese forzoso
enterar a la niña de que iba a tener nuevamente «papá...»; pero aquella misma
mañana, víspera de Navidad, en un paseo a pie por las calles más solitarias del
Retiro, a la hora en que el sol enrubia la arena con toques de esplendor, había
quedado convenido que Nora entraría en el convento, en el propio convento de la Ascensión , al amparo de
su tía doña Leonor Arlanza, para quedarse allí hasta una edad «presentable».
«Si le dará la vida... Lo que tiene es puro mimo.» Tal era la opinión del
«papá» futuro, y la señora, entre preocupada y convencida, había acabado por
acceder. Al menos, cuando Nora estuviese en la Ascensión , no vería su
palidez, de cirio, sus dilatadas pupilas, la expresión precozmente grave de
aquella cara que cada día, facción por facción y rasgo por rasgo, traía más a
la memoria la faz del muerto.
Cosa resuelta. Mientras la niña se entretenía con las monjas, que
sacaban regalillos al través de la reja y se deshacían en fiestas y arrumacos,
la mamá cuchicheaba con la abadesa acerca del asunto. Sí, cuestión de hacer un
viaje indispensable... El viaje duraría, ¿quién es capaz de saber?, quizás un
año; más aún, probablemente... Norita no había de andar rodando por las
fondas... En el convento estaría al primor. Y la abadesa aprobó con la cabeza;
¿dónde mejor? Allí, con su tía, con las madres, en aquel sosiego, lejos de
peligros mundanos, preparándose a la primera comunión... Que la trajese cuando
gustase, sin reparo; que la trajese y vería maravillas. ¡La madre Leonor iba a
ponerse poco contenta! Tener allí a la sobrinita... Y la señora, al escuchar a
la anciana monja, desdentada, babosa como una abuela, perdió los escrúpulos y
se decidió a soltar de lleno el peso de la maternidad. ¡Se la cuidarían! Podía
apartarla de sí, correr hacia la felicidad, como el barco que libre de lastre
vuela al empuje de las olas...
Subiéronse otra vez al coche la niña y la madre. Rodó la berlina por las
calles casi desiertas en aquella hora y con aquel glacial frío del diciembre
madrileño. Niebla gris y densa empezaba a tender sus fluidos tules, y los
mecheros del alumbrado, entre ella, amarilleaban y extendían su irradiación en
fantásticos círculos de claridad, como ojos inmensos de mochuelo. Nora, de
pronto, tocó en el codo a la dama.
-Mira lo que llevo aquí -dijo con cierta ufanía, entreabriendo el
abrigo.
Se inclinó la madre, y en una intermitencia de luz que proyectaron los
faroles de la berlina, vio el bulto de un muñeco, de un nene desnudo... Era el
clásico Jesusín de las monjitas, ingenuo y castamente idealista en su modelado:
pero tan mísero de formas, tan chiquitín y, sobre todo, tan mortecino de color,
que la señora no pudo menos de exclamar riendo:
-¡Qué feo es el pobre muñequito! ¡Si no supiese que era el Niño Dios...!
Calló al pronto Nora, y después, con énfasis, murmuró, respon-diendo a
la observación de su madre:
-Feo será, pero se me parece mucho.
Y como su madre se echase a reír otra vez de la inesperada ocurrencia,
añadió la chiquilla:
-Pues es verdad. Verás si fräulein
dice o no que nos parecemos. ¡Si es igualito a mí! Como yo; de cera. ¿No soy yo
de cera, mamá?
-¡Qué tontería! -exclamó la señora, involuntariamente acongojada por las
ideas que el dicho despertaba en su conciencia. ¡Qué has de ser de cera! Eres
de carne. ¡Boba!
-Pues bien he oído -insistió la niña- que soy de cera; ¡vaya!, lo he
oído. Y el otro día, el jueves, cuando vinieron a verte aquellas señoras, ¿no
sabes?, las de Vivaldo..., también las oí que al salir decían que por eso...,
porque soy de cera..., parezco un muerto. ¿Es verdad, mamá? ¿Son de cera los
muertos? ¿Está muerto este Niño? ¿Era de cera papá..., después que se murió?
La congoja de la señora adquirió intensidad física tal, como si una mano
de hierro la apretase el corazón, deshaciéndoselo violentamente. El lento
rodar del coche entre la niebla; la voz de la niña, apremiante y suplicante; su
rostro, en que la semiobscuridad llenaba de sombra la boca y los ojos, no
dejando aparecer sino las vagas blancuras de la frente y las mejillas, todo
contribuía a evocar los temidos recuerdos funerarios que de tiempo en tiempo
asombraban su espíritu, deseoso de borrarlos para siempre.
-¡Pero qué ha de estar muerto ese niño, hija! -tartamudeó, evadiendo la
otra pregunta. ¡Si es el Niñín Jesús! ¿No sabes que ha de nacer mañana a
medianoche? Mira, no digas disparates...
-Y si nace mañana..., ¿puedo yo ser su mamá? -interrogó la niña.
-No hay inconveniente... -contestó la señora con la respiración algo más
desahogada, y atrayendo a sí a Nora para hacerle una caricia.
Antes de que los labios de la madre llegasen al rostro de la criatura,
ésta había pegado los suyos a la carita pálida del Niño de cera, murmurando:
-Éste es mi hijo... Dormirá en mi cuarto, y ya no me separo de él. ¿Eh,
mamá? Los niños.... con sus madres.
La caricia de la señora se humedeció. Un rocío fresco, ascendiendo del
corazón a las pupilas, dilató su alma, en la cual la maternidad dormía, pero
alentaba aún poderosamente. Y apretando a Nora con una especie de furia, con la
tierna brutalidad del instinto que despierta y rompe por todo, articuló como el
que pronuncia un juramento:
-Los niños, con sus madres... Claro, cielo mío.
«Blanco y Negro», núm. 451, 1889
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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