Así como es misteriosa la vena en
el juego, lo es la vena en amor. Los seductores no reúnen infaliblemente dotes
que expliquen su buena sombra. Siempre que dice la voz pública: «Ese tiene con
las mujeres partido loco», nos preguntamos: ¿Por qué? Y a menudo no damos con
la respuesta.
Todavía, en la
villa y corte, la guapeza en lances y la destreza en sports; lo escogido
de la indumentaria y lo vistoso de la posición social; ese conjunto de
circunstancias que rodean a los llamados por excelencia «elegantes», dan la
clave de ciertos triunfos. Mas no sucede así en los pueblos, donde los
profesionales del galanteo suelen gastar corbatas de raso tramado y puños
postizos. Allí, sin embargo -lo mismo que aquí- existen individuos que en
opinión general ejercen la fascinación, y padres y maridos los miran de reojo.
Laurencio Deza,
entre los veinticinco y los treinta y tres de su edad, fue fascinador
reconocido en una ciudad donde faltarán grandes industrias y actividades modernas,
pero donde abundan lindos ojos negros, verdes y azules, que desde las ventanas
no cesan de mirar hacia la solitaria calle, por si resuena en sus baldosas
desgastadas un paso ágil y firme, y por si una cabeza morena se alza como
preguntando: ¿Soy costal de paja, niña?
Laurencio ni era
feo ni guapo. Tenía, eso sí, gancho, una mirada peculiar, un repertorio de
frases variado, y a su alrededor flotaban, prestigiándole, las sombras
melancólicas de algunas abandonadas inconsolables y de otras desdeñadas caprichosamente.
A la que rondaba, sabía alternarle azúcares con hieles, rabietas de despecho
con satisfacciones orgullosas, y por este procedimiento la curtía, zurraba y
ablandaba a su gusto, dejándola flexible como piel de fino guante.
Jamás discutía
principios de moral. Procedía como si no existiesen. Al oírle hablar con tal
soltura y sencillez de enormidades, dijérase que suprimía leyes, respetos
humanos y toda valla a sus antojos. Era elocuente en su charla, como lo son
tantos españoles, y no carecía de donaire para poner en solfa a quien le
placía. No ejercitaba jamás este don contra las mujeres, sino contra los
hombres que, momentáneamente, podían estorbarle. No rehuía una cachetina,
puesto que en aquella ciudad los lances dramáticos de honor eran casos
rarísimos. Los cachetes, cosa quizá más seria, los afrontaba Laurencio con
ímpetu juvenil, y también los repartía, si se terciaba.
Al punto de esta
verdadera historia, andaba Laurencio, según murmuraban sus amigos, enredado en
tres devaneos principales, sin contar los accesorios. Aunque practicase
Laurencio esa discreción que el honor más elemental impone a los varones, en
los pueblos pequeños todo se sabe, y a falta de otros intereses y emociones, la
curiosidad vela. Sin que Laurencio se clarease, los socios del Casino estaban
en ello. Tratábase de Cecilita, la hija de Mardura, el del almacén al por mayor
de paños, lienzos y cotonías. De Obdulia Encina, mujer del librero de la calle
Vieja. Y para broche del ramillete, de la guapetona Rosa la Gallinera , casada
con un tratante en averío, Ulpiano Paredes, que empezó por despachar huevos y
pollos y ahora lanzábase con brío a establecer negocios más en grande.
Era lo notable
del asunto que entre Mardura, Paredes y Encinas existía íntima amistad, y se
veían diariamente en la trastienda del librero. Y la consabida vocecilla
pública susurraba que la hija de Mardura ya había sido burlada, la mujer de
Encina pertenecía quizá al pasado, y sólo Rosa no sufría aún la fascinación.
Pero la sufriría, y pronto. No podía augurarse otra cosa de una casquivana como
ella.
A la verdad, era
irritante lo que sucedía con Rosa. Aquello de presentarse hecha un brazo de mar
en el teatro, en el paseo y hasta en los bailes del Casino, a los cuales la
directiva tenía la debilidad de invitarla, poniendo la moda y hasta luciendo a
veces joyas que no podían ostentar las esposas de los contados aristócratas de
la ciudad, daba base y razón suficiente a las críticas. Todos recordaban, o
afirmaban recordar, que no es lo mismo, a Rosa con refajo corto y pañuelo de
talle, y hasta, según algunos, «en pernetas». ¡Y ahora, con salida de «teatro»
de flecos y trajes de seda azul celeste, guarnecido de encaje «crudo»!
Lo más acerbo de
la censura iba con el marido. ¿En qué pensaba, al consentir a su mujer ese lujo
escandaloso? Lo «que sucedía» era natural...
Y llegando a
preguntar lo «que sucedía», es el caso que nadie pudiera decirlo. Lo único
positivo, que la
Gallinera se presentaba de un modo inadecuado a su
categoría social. El runrún, sin embargo, iba en aumento.
A pesar de la
amistad que unía a su padre y esposo con Paredes, Cecilia Mardura y Obdulia
Encina mordían a Rosa, soltando insinuaciones en los círculos de la devoción y
de la clase media comercial, con una inquina en que se mezclaban los rencores
celosos y el despecho de la ropa anticuada y modesta que vestían ambas,
mientras la Gallinera ,
ayer, ayer mismo, había estrenado un sombrero de plumas..., y no de gallina,
sino de legítimo avestruz.
Tomó doble
incremento el rumor con motivo de una ausencia del marido de Rosa. Era Paredes
activísimo en negociar, y creíase que, molestada su mujer por lo humilde, y
prosaico de la esfera en que se desarrollaba su industria, deseaba salir de
ella, e impulsaba a Paredes nada menos que hacía especulaciones en gran escala,
negocios bancarios. Hablábase de emisión de acciones, de capitales dedicados a
una fabricación vasta, de papel y serrería. Era voz unánime de la envidia, que
se despereza rugiendo cuando alguien mejora de suerte, que por mucho que ascendiera
Ulpiano el Gallinero, jamás llegaría a señor, ni perdería su facha
ordinaria y tosca, sus manazas peludas, sus orejas coloradas y su faz ruda, en
que los dientes sin limpiar, verdosos, infundían repugnancia.
Reíanse los
guasones de los esfuerzos que hacía su mujer en las solemnidades para embutirle
el corpachón en una levita, y las garras en unos guantes que estallaban y se
descosían precipitados, y el pescuezo en un cuello alto que le ahorcaba, hasta
agolpar la sangre a su cabeza, cual si fuese a sufrir una apoplejía. No
faltaba, sin embargo, quien defendiese a Paredes. Era mozo muy listo, ¡vaya si
lo era! En pocos años habíase abierto un porvenir, y desde la esfera social más
humilde, llegaría a la más alta. Al Gallinero le verían en coche, en
casa de campo, con muchos miles de duros en juego, porque bajo la apariencia
zopa, torpona, del tratante, se ocultaba una resolución, una energía y una
astucia de primer orden.
Y estas
apologías de Paredes las hacían, en especial, Mardura y Encina. Del primero se
creía que fuese socio en lo de la fábrica.
«Es bruto cuando
no ve lo de su mujer...», iba a contestar el murmurador de Casino; pero,
advertido por un guiño expresivo de alguien, se limitó a decir, con diplomática
reserva:
-Nadie anda a
oscuras... -murmuró Encina, fosco y bilioso, clavando la quijada en el pecho.
La gente sufre a veces por prudencia..., hasta que un día u otro...
Sobre esta
conversación hiciéronse infinitos comentarios. En el aire parecía flotar el
drama. Algo ruidoso se preparaba, sí. La hermosa Gallinera, sola en
aquel caserón viejo y enorme, en cuyo patio se recriaban las gallinas, y que
tenía varias salidas y entradas: unas, al campo; otras, a callejas extraviadas
y angostas, por donde no pasaba alma viviente... «Lo que es como a Rosa se le
antojase..., sabe Dios, sabe Dios...», repetían los fantaseadores con sonrisa
picaresca.
Ocurría esto en
mitad del invierno, con una temperatura rigurosa, caso no muy frecuente en
aquella ciudad, donde, si llueve a cántaros, rara vez desciende demasiado el
termómetro. Y, por obra del frío, las capas treparon a envolver los rostros,
igualando las figuras de los transeúntes. La capa, amplia y con embozos de
felpa, subida hasta los ojos, que sepulta en sombra el ala del hongo blando, es
como un disfraz protector de secretas aventuras. A Laurencio, que poseía otros
abrigos, se le desarrolló en aquellos días desmedida afición a la capa; pero
nadie hizo alto en ello, porque todos los moradores de la ciudad salían
igualmente rebozados en los pliegues de sus pañosas.
Al par que
sintió Laurencio decidida simpatía por la capa, se dedicó más que nunca a vagar
por desviados y solitarios callejones. En sus correrías, le extrañó algo
observar que varias noches, dos o tres bultos no menos embozados parecían
coincidir en su itinerario, y que, si desaparecía a veces como por arte de
magia, desvaneciéndose tras un soportal o en una rinconada sombría, otra
cruzaban a lo lejos, sin que pudiese adivinar ni su edad, ni su condición
social, pues la española capa, recatadora de rostros y talles, no es prenda exclusiva
de gente acomodada, y el pobre artesano en ella se cobija. No obstante la
impavidez del fascinador, los bultos habían llegado a inquietarle un poquillo,
más por instinto que razonablemente. Laurencio era, como todos los
fascinadores, un instintivo. Algo indefinible le escalofriaba.
Sin embargo, al
llegar cada anochecer, después de mil revueltas, al pie de la ventana baja de
Rosa la Gallinera ,
insistía en la súplica: «¿Cuándo se abriría, en vez de la ventana, la puerta,
la que caía al campo? ¿Cuándo, en vez de palabritas insulsas, podrían
entrelazar pláticas íntimas y dulces? El tiempo corría, volaba, y cuando menos
se pensase, sería imposible, por lo que no ignoraba Rosa..., porque regresaría
el ausente... Y ella reía, coqueteaba, se resistía... Estas resistencias, sin
embargo, tienen término previsto; y una noche...
¡Oh noche,
protectora de este y de tantos delitos, ya confitados en poesía, ya descarnados
como la realidad! Te bendijo Laurencio, que empezaba a encontrar larga la
espera, y, airosamente embozado, dio la vuelta al caserón y acercóse, como
quien conoce perfectamente la topografía de los lugares, a una portezuela que
salía al agro, y lindaba con un caminejo, de tierra generalmente fangosa, y
ahora endurecida por la escarcha.
La luna, embozada
ella también en aborregados nubarrones, alzó el velo, como fascinada a su vez,
y dentro rechinó una llave y una voz de mujer, sofocada por alguna emoción
intensa, profirió:
Hizo Laurencio
lo propio que la luna, y se desembozó, para asir la ya ansiada presa... En el
espacio de un segundo pudo ver que estaba en el patio de la gallinería, cerca
de un alpendre o cobertizo, lleno de masas confusas de plumaje. Guardábase allí
las plumas de las aves que Ulpiano, agenciador en todo, vendía desplumadas,
sacando provecho del despojo, que le compraban para colchones. No supo jamás
decir Laurencio por qué se fijó en aquel detalle, mientras echaba al cuello de
Rosa ambos brazos. No llegaron a ceñirlo: dos hombres los asieron y los
sujetaron, mientras otro descargaba el primer golpe en mitad del rostro. Y a
éste, que hizo fluir de las narices copia de sangre, siguieron dos o tres más;
de puños como mandarrias, en la boca, en la sien, que le tendieron desvanecido.
Rosa inmóvil, presenciaba la escena, sin demostrar sorpresa; su actitud era de
espectadora, aunque, a la claridad lunar, parecía de pálido mármol su cara. El
esposo se restregó las manos con que acababa de infligir la feroz corrección, y
ordenó:
Retiróse Rosa,
cabizbaja, volviendo, mal de su grado, la vista atrás, y los tres hombres, los
tres vengadores -el librero, el almacenista, el gallinero, procedieron a
desnudar al desmayado. Cuando le hubieron dejado en cueros vivos, sólo con las
botas, la frialdad del aire lo reanimó. Miró a su alrededor, espantado, y quiso
alzarse, defenderse. Una lluvia de puntapiés y mojicones, sobre las carnes sin
ropa, sobre el torso que el frío mordía, le aturdió de nuevo. Sus enemigos,
riendo, trajeron del alpendre una orza descacharrada, en cuyo fondo dormitaba
espeso líquido. Con una brocha enorme, pintaron a grandes brochazos el cuerpo
inerte, untándolo de miel mezclada con pez. Y hecho esto, tomaron al
fascinador, uno por los pies y dos por los sobacos, y llevándole bajo el cobertizo,
le revolcaron en la pluma, hasta que lo emplumaron todo, de alto abajo. Y como
en los movimientos de tal operación, segunda vez pareciese revivir, le
empujaron hacia la puerta y le lanzaron a la calle en su extraño atavío, hecho
una, bola de plumaje, cerrando la puerta de la corraliza con llave y cerrojo.
-Ahora -ordenó
Paredes, natural director de la empresa-, vamos a tomarnos un café caliente y
unas copas... ¡Hace un frío de mil diablos!
Tambaleándose,
Laurencio tardó en darse a la fuga breves momentos. Hasta pensó llamar,
gritar... Al fin, corrió, sin más propósito que el de verse a cien leguas y
refugiarse en una cama, donde se aliviasen sus magulladuras... Fluía sangre de
sus labios rotos, con dos dientes perdidos... Como sabemos, lo único que no le
habían quitado eran las botas, y volaba, loco de terror aún, hacia las calles
céntricas, hacia su posada, próxima a la catedral. Y he aquí que oyó risas,
exclamaciones; dos transeúntes se habían fijado en su facha; un guardia le
detenía severamente, amenazándole. Un grupo se reunía; las carcajadas le
abofetearon; acudía gente de las bocacalles; se abrió un balcón iluminado.
-¡Vaya un
pajarraco! -repetían. ¡Buena gallina para el puchero! ¡Mira: tiene alas! ¡Hu,
hu, el pajarraco!
-¡Señores...!
¡Una capa para cubrirme...! ¡Soy inocente; no me lleven a la cárcel!... ¡Que me
desemplumen!
Salvado por el
guardia de la rechifla y la agresión, al otro día del ridículo incidente,
Laurencio estaba en la cama con fiebre; y en la cama permaneció un mes,
dolorido, hecho un guiñapo. Antes de levantarse, solicitaba permuta de destino,
y su primera salida la hizo furtivamente, para abandonar la ciudad testigo de
su derrota.
Lo peor de su
castigo fue que el mote de pajarraco le siguió ya a todas partes. La
noticia iba con él, y el ridículo lo llevaba en su maleta, como llevaba Byron
el esplín. Aumentaba su ignominia el que se dijese que Rosa, de acuerdo con su
marido, había preparado la emboscada y sugerido la burla. Laurencio tenía
impulsos de embarcarse para América o suicidarse. Al cabo, halló otro refugio,
otro género de muerte. ¡Pecho al agua! Se casó...
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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