Recordaréis que
mientras la viudita no daba paz al abanico, acertaron a pasar por allí un
filósofo y su esposa. Y el filósofo, al enterarse del fin de tanto abaniqueo,
sacó su abanico correspon-diente -sin abanico no hay chino- y ayudó a la
viudita a secar la tierra. Por cuanto la esposa del filósofo, al verle tan
complaciente, se irguió vibrando lo mismo que una víbora, y a pesar de que su
marido le hacía señas de que se reportase, hartó de vituperios a la
abanicadora, poniéndola como solo dicen dueñas irritadas y picadas del aguijón
de la virtuosa envidia. Tal fue la sarta de denuestos y tantas las alharacas de
constancia inexpugnable y honestidad invencible de la matrona, que por primera
vez su esposo, hombre asaz distraído, a fuer de sabio, y mejor versado en las
doctrinas del I-King que en las máculas y triquiñuelas del corazón,
concibió ciertas dudas crueles y se planteó el problema de si lo que más se
cacarea es lo más real y positivo; por lo cual, y siendo de suyo propenso a la
investigación, resolvió someter a prueba la constancia de la esposa modelo, que
acababa de abrumar y sacar los colores a la tornadiza viuda.
A los pocos días
se esparció la voz de que la ciencia sinense había sufrido cruel e irreparable
pérdida con el fallecimiento del doctísimo Li-Kuan -que así se llamaba nuestro
filósofo- y de que su esposa Pan-Siao se hallaba inconsolable, a punto de
sucumbir a la aflicción. En efecto, cuantos indicios exteriores pueden revelar
la más honda pena, advertíanse en Pan-Siao el día de las exequias: torrentes de
lágrimas abrasadoras, ojos fijos en el cielo como pidiéndole fuerzas para
soportar el suplicio, manos cruzadas sobre el pecho, ataques de nervios y
frecuentes síncopes, en que la pobrecilla se quedaba sin movimiento ni
conciencia, y sólo a fuerza de auxilios volvía en sí para derramar nuevo llanto
y desmayarse con mayor denuedo.
Entre los amigos
que la acompañaban en su tribulación se contaba el joven Ta-Hio, discípulo
predilecto del difunto, y mancebo en quien lo estudioso no quitaba lo galán.
Así que se disolvió el duelo y se quedó sola la viudita, toda suspirona y
gemebunda, Ta-Hio se le acercó y comenzó a decirle, en muy discretas y
compuestas razones, que no era cuerdo afligirse de aquel modo tan rabioso y
nocivo a la salud; que sin ofensa de las altas prendas y singulares méritos del
fallecido maestro, la noble Pan-Siao debía hacerse cargo de que su propia vida
también tenía un valor infinito y que todo cuanto llorase y se desesperase no
serviría para devolver el soplo de la existencia al ilustre y luminoso Li-Kuan.
Respondió la
viuda con sollozos, declarando que para ella no había en el mundo consuelo,
además de que su inútil vida nada importaba desde que faltaba lo único en que
la tenía puesta; y entonces el discípulo, con amorosa turbación y palabras algo
trabadas -en tales casos son mejores que muy hilados discursos, dijo que,
puesto que ningún hombre del mundo valiese lo que Li-Kuan, alguno podría haber
que no le cediese la palma en adorar a la bella Pan-Siao; que si en vida del
maestro guardaba silencio por respetos altísimos, ahora quería, por lo menos,
desahogar su corazón, aunque le costase ser arrojado del paraíso, que era donde
Pan-Siao respiraba, y que si al cabo había de morir de amante silencioso,
prefería morir de rigores, acabando su declaración con echarse a los diminutos
pies de la viuda, la cual, lánguida y algo llorosa aún, tratándole de loquillo,
le alzó gentilmente del suelo, asegurando benignamente que merecía, en efecto,
ser echado a la calle, y que si ella no lo hacía, era sólo en memoria de la
mucha estimación en que tenía a su discípulo el luminoso difunto. Y, sin duda,
la misma estimación y el mismo recuerdo fueron los que, de allí a poco -cuando
todavía por mucho que la abanicase, no estaría seca la tierra de la fosa de
Li-Kuan- impulsaron a su viuda a contraer vínculos eternos con el gallardo
Ta-Hio.
Vino la noche de
bodas, y al entrar los novios en la cámara nupcial, notó la esposa que el nuevo
esposo estaba no alegre y radiante, sino en extremo abatido y melancólico, y
que lejos de festejarla, callaba y se desviaba cuanto podía; y habiéndole
afanosamente preguntado la causa, respondió Ta-Hio con modestia que, le
asustaba el exceso de su dicha, y le parecía imposible que él, el último de los
mortales, hubiese podido borrar la imagen de aquel faro de ciencia, el ilustre
Li-Kuan. Tranquilizóle Pan-Siao con extremosas protestas, jurando que Li-Kuan
era, sin duda, un faro y un sapientísimo comentador de la profunda doctrina del
Libro de la razón suprema, pero que una cosa es el Libro de la razón
suprema y otra embelesar a las mujeres, y que a ella Li-Kuan no la había
embelesado ni miaja. Entonces Ta-Hio replicó que también le angustiaba mucho
estar advirtiendo los primeros síntomas de cierto mal que solía padecer, mal
gravísimo, que no sólo le privaba del sentido, sino que amenazaba su vida. Y
Pan-Siao, viéndole pálido, desencajado, con los ojos en blanco, agitado ya de
un convulsivo temblor...
-Mi sándalo
perfumado -le dijo, ¿con qué se te quita ese mal? Sépalo yo para buscar en los
confines del mundo el remedio.
-¡Ay mísero de
mí! ¡Que no se me quita el ataque sino aplicándome al corazón sesos de difunto!
-y apenas hubo acabado de proferir estas palabras cayó redondo con el
accidente.
Al pronto quedó
Pan-Siao tan confusa como el lector puede inferir; pero en seguida se le vino a
las mientes que, en los primeros instantes de inconsolable viudez, había
mandado que al luminoso Li-Kuan le enterrasen en el jardín, para tenerle cerca
de sí y poderle visitar todos los días. A la verdad, no había ido nunca: de
todos modos, ahora se felicitaba de su previsión. Tomó una linterna para
alumbrarse, una azada para cavar y un hacha que sirviese para destrozar las
tablas del ataúd y el cráneo del muerto; y resuelta y animosa se dirigió al
jardín, donde un sauce enano y recortadito sombreaba la fosa.
Dejó en el suelo
la linterna y el hacha, dio un azadonazo..., y en seguida exhaló un chillido
agudo, porque detrás del sauce surgió una figura que se movía, y que era la del
mismísimo Li-Kuan, ¡la del esposo a quien creía cubierto por dos palmos de
tierra!
-Sierpe escamosa
-pronunció el filósofo con voz grave-, arrodíllate. Voy a hacer contigo lo que
venías a hacer conmigo; voy a sacarte los sesos, si es que los tienes. Entre mi
discípulo Ta-Hio y yo hemos convenido que sondaríamos el fondo de tu malicia,
y, sobre todo, de tu mentira. No castigo tu inconstancia que sólo a mí ofende,
sino tu fingimiento, tu hipocresía, que ofenden a toda la Humanidad. ¿Te acuerdas
de la dama del abanico?
Y el esposo
cogió el hacha, sujetó a Pan-Siao por el complicado moño, y contra el tronco
del sauce le partió la sien.
«El Liberal», 30 de agosto de 1892.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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