Echaron, pues,
la casa por la ventana en Villantigua para obsequiar al que llamaban Niño de
Plata del partido. Hubo solemne velada en el Círculo tradicionalista, con
mucho piano, himnos, discursos y lectura de com-posiciones poéticas alusivas;
al final, cuando Diego se levantó a pronunciar «dos palabras», estallaron
inmediatamente aplausos frenéticos, y a la salida fue llevado a su residencia
casi en triunfo. No faltó la serenata, ni el banquete monstruo de ciento
ochenta cubiertos, ni se omitió la jira a las pintorescas orillas del Narrio,
ni la visita a la Virgen
de la Ortigosa. Las
gentes de fuste de Villantigua sobra decir que se rifaban a Diego, el cual
todos los días se veía precisado a rehusar, en galante forma, varios convites,
pues si fuese a comer dondequiera que le invitaban, no tendría bastante con una
docena de estómagos.
Últimamente,
cansado ya de enseñarle iglesias y paisajes, museos provinciales y fábricas,
los gabinetes de física e historia natural del Instituto, y hasta la colección de
monedas medallas que el respetable numismático señor Mohoso, C. de la Historia , ocultaba a todo
el mundo como un crimen y por especial favor dejó admirar a Diego, los
admiradores del joven diputado resolvieron llevarle a la casa de Orates, o
dígase al manicomio.
Con gran
acompañamiento de médicos y sacerdotes entró Diego en la morada triste. El
director, avisado de antemano, había puesto orden en las dependencias,
procurando que resaltase y luciese la inteligencia de su gestión. Sonriendo
picarescamente, llevó a Diego al departamento de las locas, por donde pasaron
aprisa, pues a algunas infelices las exaltaba la presencia del varón, y quitado
de su espíritu el freno de la vergüenza, que la razón no quebranta jamás,
declaraban con palabras y aun con acciones su penoso extravío. Llegados al
departamento de los hombres, el director fue mostrando a Diego varios casos
curiosos y dignos de ser observados: un loco místico, cuya manía era haberse
encerrado en una cueva y practicar allí la pobreza, la austeridad y la oración;
un inventor que enseñaba los planos de un globo dirigible a voluntad y una
mecánica de palitroques con la cual declaraba resuelto el problema del movi-miento
continuo; un enamorado que escribía el nombre de su amada hasta en las suelas
de las botas, y un economista que proponía planes de hacienda dignos del famoso
arbitrista de Quevedo. Entre tanto tipo original, vio Diego uno que pareció
despertar en sumo grado su interés.
Era un vejezuelo
calvo, pálido, de ojos sumidos y párpados amarillentos. Su rostro tenía algo de
sepulcral; diríase que ya no estaba en el mundo de los vivientes: la ausencia
de color, la inmóvil solemnidad de su fisonomía, eran propias de cadáver. Su
voz resonaba hueca y sorda, sin inflexiones. Hablaba con escogida frase, con
palabras dignas y majestuosas, y tomó por asunto del discurso, que dirigió a
Diego, la injusticia que se cometía al retener cautivo, y en el manicomio, a un
hombre cuyo único delito consistía en haber realizado, a fuerza de
cavilaciones, cierto descubrimiento soberano.
Como Diego le
preguntase qué descubrimiento era ése, el loco explicó que se trataba nada
menos que de parar el mundo, el pícaro mundo en que habitamos y que hasta que
el día no ha cesado de rodar con perenne y vertiginoso volteo. Ese giro
incesante -añadió el loco- es la causa de todos nuestros males y luchas. ¿Se
concibe que existan paz, estabilidad, institu-ciones duraderas y próvidas, en
un planeta desquiciado, precipitado en carrera insensata a través del espacio y
sometido a una trepidación profunda que todo lo desmorona y lo hace polvo? ¿Es
mucho que pasen y se desvanezcan los imperios, las civilizaciones, las
grandezas y poderíos, si el mundo, epiléptico, agitado por perpetua convulsión,
no puede evitar cubrirse de ruinas, destrozarse a sí propio, en el estéril y
vano temblor que le consume?
El verdadero
redentor de la Humanidad
sería el que lograse fijar con clavos de diamante la esfera andariega y
corretona, dándole la hermosa quietud, la serenidad del reposo, la grandeza de
lo inmutable que ya por sí solo tiene algo de divino. Y ese redentor estaba
allí: era él, indignamente sujeto entre cuatro paredes por los que no le
comprendían, ni se daban cuenta de los beneficios del invento.
Y el loco
desarrollaba su vasto plan, el sistema de poleas, pesos, compensaciones,
tornillos y barras que habían de fijar, mal de su grado, al rebelde planeta,
quitándole las ganas de hacer cabriolas...
-¡Con qué
atención oía nuestro don Diego a ese demente! -observó el director, siempre
bromista, cuando salieron del patio-. Hasta parece que se ha quedado
meditabundo. ¿A que sí?
-En efecto
-contestó Diego, alzando la cabeza-, le aseguro a usted que me ha dado qué
pensar el hombre.
-¡Extraña manía!
-advirtió uno de los que acompañaban a Diego, rico propietario muy rígido y
neto en sus ideas. Es el primer caso que veo.
Diego calló, y
al día siguiente salió de Villantigua, despedido por entusiasta multitud que
quiso vitorearle una vez más.
Honda y amarga
fue la decepción que padecieron los villantigüenses o villantigüeños aquel
invierno mismo, cuando se reunieron las Cortes. ¡Diego Fortaleza, el propio
Diego, el Niño de Plata, el adalid del pasado, apostató, reconociendo lo
presente, deponiendo su actitud quijotesca y noble, envainando su fulgurante
espada de arcángel exterminador, y dedicándose exclusivamente a una campaña de
moralidad administrativa, raquítico fin de tan brillantes esperanzas! La Voz del Empíreo
le excomulgó, y La
Santa Maldición fue más lejos, pues le supuso vendido al
Gobierno por un plato de lentejas viles. En Villantigua se organizó un comité
numeroso, sin más programa que el de silbar a Diego Fortaleza cuando aporte
otra vez por allí, ¡que no aportará el muy Judas!
La única persona
que aún habla bien de Diego es el director del manicomio, porque el joven
diputado le envió varias cajas de soberbios Londres, con encargo de ofrecer una
al loco que ha descubierto la manera de parar el mundo.
«El Imparcial», 25 de septiembre de 1893.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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