-Pero ¡esa pobre
Adriana! Morirse así, del corazón, casi de repente... ¡Nadie estaba enterado
que padeciese tal enfermedad!
-Yo sí lo sabía
-declaró el vizconde de Tresmes, y aún sabía más: sabía cuándo y cómo adquirió
el padecimiento, y es cosa curiosa.
-Adriana
Carvajal, casada con Pedro Gomara, vivía dichosísima. Los esposos reunían
cuanto se requiere para disfrutar la felicidad posible en el mundo: juventud y
amor, salud y dinero, que son la salsa o condimento de los Primeros platos, sin
él desabridos, amargos a veces. Faltábales, sin embargo, un heredero, un niño
en quien mirarse; pero la suerte no había de mostrarse avara en esto, y les
envió, por fin, el rapaz más lindo que pudo soñar la fantasía de una madre,
apasionada y loca ya desde antes de la maternidad, como era Adriana. Al nacer el
chico (a quien pusieron por nombre Ventura, en señal de la que les prometía su
nacimiento), Adriana estuvo en grave peligro, y el doctor declaró que no
volvería a tener sucesión. El delirio con que marido y mujer amaban a su
Venturita fue causa de que oyesen complacidos el vaticinio del doctor. ¡Un solo
hijo, y todo para él! ¡Adriana libre ya por siempre de riesgos y trabajos!
Tanto mejor..., y a vivir y a cuidar del retoño.
Este se crió
hermoso y lozano como una rosa. Yo, que no soy nada aficionado a los chicos
-advirtió sonriendo en vizconde de Tresmes-, confieso que aquél me hacía
muchísima gracia. Aparte de su lindeza (parecía uno de los angelitos que
pintaba Murillo, morenos y de pelo oscuro), tenía un no sé qué simpático, una
mezcla de inocencia y picardía, una risa tan fresca, unas acciones tan
imprevistas y tan originales, una precocidad (pero no de esas precocidades
empalagosas de chiquillo sabio y serio, que me revientan, sino la precocidad de
un diablillo con un ingenio celestial), que, vamos, no había más remedio que
llevarle juguetes y dulces, por el gusto de sentarle un rato sobre las
rodillas.
De la chifladura
de sus padres sería inútil hablar, porque ustedes la adivinan. Estaban
chochitos; no conocían otro Dios que el tal muñeco. Adriana no se había
apartado un instante de su cuna, vigilando a la nodriza, arrebatándole el
pequeño así que acababa de mamar, vistiéndole, desnudándole, bañándole y
guardándole el sueño... Y así que empezó a interesarse por el mundo exterior, a
extender las manitas y a pedir «tochas», les faltó tiempo para darle cuanto
deseaba y mil objetos más, que ni se le ocurrían ni podían ocurrírsele. La
hermosa casa antigua con jardín que habitaban los Gomara se llenó de
cachivaches. ¡Y bichos! El arca de Noé. Los caballos de cartón andaban
mezclados con los pájaros vivos; sobre un ferrocarril mecánico veríais un
pulcro galguito de carne y hueso; el coche tirado por carneros era abandonado
por una gran caja de soldados autómatas, que hacían el ejercicio... Crea usted
que derrochaban dinero en semejantes chucherías, y yo le dije alguna vez a
Adriana, porque tenía confianza con ella:
-Déjele que se
divierta ahora -me contestaba-; demasiado rabiará algún día... ¡Ojalá pueda
ofrecerle siempre lo que le haga dichoso!
El repertorio de
los juguetes y sorpresas se agota pronto, y no sabía ya Adriana qué nueva
emoción dar a Ventura, cuando el cocinero de la casa, que había andado
embarcado diez años y conservaba amigotes en todas las regiones del planeta, se
descolgó un día regalando al chico un mono. Soy poco inteligente en Historia
Natural, y no me pidan ustedes que clasifique la alimaña; solo les diré que ni
era de esos monazos indecorosos y feroces que nadie se atreve a tener en las
casas, como el orangután, ni tampoco de esos titíes engurruminados y frioleros
que se pasan la vida tiritando entre algodón en rama. Más bien era grande que
pequeño; tenía el pelaje gris verdoso y el hocico de un rojo mate, como el de
hierro oxidado; se veía que estaba en la juventud y rebosando fuerza, y aunque
goloso y travieso como toda la gente de su casta, no era maligno. Inteligente e
imitador en grado sumo, no podía hacerse delante de él cosa que no parodiase, y
su agilidad y presteza nos divertían muchísimo; era cosa de risa verle fingir
que fregaba platos o que rallaba pan en la cocina, y saltar sobre el lomo de
los caballos para ayudar al lacayo en sus faenas de limpieza.
A pesar de la
índole relativamente benigna del mono, su inquietud y su vivacidad obligaban a
tenerle preso en una caseta con fuerte cadenilla, porque ya dos veces se había
escapado a corretear por árboles y chimeneas; cuando se le soltaba había que
vigilarle, y a Venturita, que acababa de cumplir los tres años y que idolatraba
en el mono, era preciso guardarle también para que no desatase la cadenilla,
pues lo hacía con habilidad singular.
Una tarde que
había yo almorzado en casa de Gomara y estábamos tomando el té en un cenador
del jardín -me acuerdo como si fuera ahora mismo, porque hay cosas que
impresionan, aunque uno no quiera, vimos cruzar como un rayo al mono; tan como
un rayo, que más bien lo adivinamos que lo vimos. «¡Adiós, ya se ha escapado
ese maldito de cocer!», dijo Pedro Gomara, levantándose; y Adriana, con
sobresalto instintivo, lo primero que exclamó fue: «¿Dónde estará Ventura?»
«Ese le habrá soltado, de fijo», respondió Pedro, que frunció el entrecejo
ligeramente. En el mismo instante resonó un agudo chillido de mujer, un
chillido que revelaba tal espanto, que nos heló la sangre; y voces de hombres,
las voces de los criados que nos servían, y que corrían hacia el cenador,
clamando con angustia: «Señorito, señorito», nos obligaron a precipitarnos
fuera. Adriana nos siguió sin decir palabra; un grupo formado por los sirvientes
y la desesperada niñera nos rodeó, señalando hacia el tejado de la casa; y
allí, al borde de la última hilera de tejas, sentado en el conducto de cinc,
que recogía aguas de lluvias, estaba el mono con el niño en brazos.
El padre, con
ademanes de loco, iba a precipitarse al zaguán para subir a las bohardillas y
salir al tejado; yo pedía una escalera para intentar el desatino de subir por
ella a la formidable altura de tres pisos, cuando Adriana, muy pálida (¡qué
palidez la suya, Dios!) y con los ojos fuera de las órbitas, nos contuvo,
murmurando en voz sorda y cavernosa, una voz que sonaba como si pasase al
través de trapos húmedos:
-Por la Virgen.. ., quietos...,
todos quietos..., no se mueva nadie... Y silencio..., no chillar..., no
chillar...; hagan como yo... Quietos...; si le asustamos, le tira.
Sentimos
instantáneamente que tenía razón la madre y quedamos lo mismo que estatuas. Era
el mayor absurdo que intentásemos luchar en agilidad y en vigor, sobre un
tejado, con un mono. Antes que nos acercásemos estaría al otro extremo del
tejado, y el niño, estrellado en el pavimento.
Era preciso jugar
aquella horrible partida: aguardar a que el mono, por su libre voluntad, se
bajase con el niño. Yo miraba a Adriana; su palidez, por instantes, se
convertía en un color azulado; pero no pestañeaba. El mono nos hacía gestos y
muecas estrafalarias, apretando y zarandeando a su presa, y de improviso se oyó
distintamente el llanto de la criatura, llanto amarguísimo, de terror; sin duda
acababa de sentir que estaba en peligro, aunque no lo pudiese comprender
claramente. La madre tembló con todo su cuerpo, y el padre, inclinándose hacia
mí, sollozó estas palabras:
Idea insensata, delirante,
porque aun siendo yo un Guillermo Tell, al matar al mono haríamos caer al niño;
pero no tuve tiempo de negarme; intervino Adriana con un «no» tan enérgico, que
su marido se mordió los puños... Y la madre, terriblemente serena, añadió en
seguida:
Nos recogimos al
cenador, desgarramos la pared de enredaderas, y desde allí, como se pudo,
espiamos al enemigo. ¿Les estremece a ustedes la situación? ¡Pues estremézcanse
más! Duró veinte minutos. Sí; los conté por mi reloj. En esos veinte minutos,
el mono depositó al niño en el tejado, le acarició como había visto hacer a la
niñera, le obligó a pasear cogido de la mano, le aupó sobre la chimenea y le
llevó a cuestas, a caballito (un sainete, que en otra ocasión nos haría
desternillarnos). Durante esos veinte minutos, Pedro anhelaba; a Adriana no se
le oía ni respirar. Por fin, el mono miró hacia abajo, hizo varios visajes y,
recogiendo a Ventura, se descolgó rápidamente con su carga, lo mismo que un
funámbulo sin cuerda, al jardín... Entonces salimos con explosión todos, todos,
menos la madre, que había caído redonda, y el animal, asustado, soltó al chico
ileso y se refugió en su caseta.
Aquella tarde
Adriana sufrió dos sangrías, que no sacaron más que gotas negras, y desde
entonces padeció del corazón. Parecía que se había repuesto mucho en estos
últimos años; pero, ¡bah!, la herida era mortal y ella no lo ignoraba...
«El Imparcial», 12 octubre 1896.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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