En la vereda solitaria se
encontraron a la puesta del sol los dos hombres del pueblo. Venían en
contrarias direcciones. El uno regresaba de dar una ojeada a sus viñas, que
empezaban a brotar; el otro había asistido, más bien curioso, al suplicio de
cierto Yesúa de Nazaret, y bajaba de la montañuela para entrar en la ciudad
antes que los portones y cadenas se cerrasen.
Se saludaron cortésmente, como
vecinos que eran, y el viñador interrogó al ebanista:
-¿Qué hay de nuevo en la ciudad,
Daniel? Yo estuve abonando mis tierras, que la primavera avanza, y he dormido
en el chozo la noche anterior.
-Lo que hay -respondió el
ebanista- no es muy bueno. Han crucificado esta tarde al profeta Yesúa. Te
acordarás del día en que le esperábamos a las puertas de Sión y agitábamos
ramos de palma y le alfombrábamos el paso con espadañas y hierbas olorosas. Yo
no era de los suyos, pero hacía como todos, que es siempre lo más prudente. No
se sabe lo que puede ocurrir. La multitud estaba alborotada, y le aclamaban
rey. Y entonces me quité el manto y lo tendí en el suelo, para que lo pisase el
asna en que iba montado el Rabí.
-Que por cierto era mía -declaró
Sabas-. Mi gañán la dejó atada a un árbol, con su buchecillo, y los discípulos
la desataron para el Rabí, a fin de que entrase en triunfo. Después me la
restituyeron. Yo digo que son gente benigna y que no daña a nadie. Y el Rabí
ningún suplicio merecía. Ha curado a bastante gente poniéndole las manos sobre
la cabeza.
-¿Sería entonces, como muchos
creen, el hijo de David? -dudó, pensativo, Daniel.
-No puedo contestarte -declaró
Sabas, apoyándose en su cayada, fruncidas las cejas-. Soy un labrador, y no un
doctor de la Ley. Cuando
recojo mis racimos y los prenso en el lagar, y hago el vino rojo, y lo vendo, y
lo cato, he cumplido la tarea que el Señor me impuso. Que el Rabí sea o no el
rey de lo judíos, y hasta el que ha de sentarse a la diestra del Padre, como
diz que anunció su primo Yokaanam, el que degollaron por malas artes de la Tetrarquesa , es cosa
que no me incumbe resolver. Pero Yesúa me parecía inocente, y fue abuso y
demasía enviarle al patíbulo.
-Pienso lo mismo que tú. Sabas
-confirmó el ebanista. No hallo en él culpa, si no es culpa apiadarse de los
hombres. Y el Pretor era de nuestro parecer. Hay gente que no está contenta si
no persigue... Los fariseos...
-Mira si alguien escucha, y no
nombres...
Daniel lanzó una ojeada en
derredor, y como a nadie viese en los agros vecinos, iluminados por la luz
violeta de un Poniente desleído en lívidas tintas, continuó:
-Los fariseos son aficionados a
suplicios. Desde que Sión se halla sometida a los extranjeros, he aquí que se
ha vuelto más cruel el Sanedrín.
El viñador escuchaba preocupado.
En su espíritu nacía una inquietud. ¿Cómo había sido lo del Rabí? ¿Tardó mucho
en morir? ¿Qué dijo?
-Yo -explicó el ebanista- me
hallaba en mi taller, labrando, por encargo del Pretor, un triclinio, y nada
supe hasta que un tumulto de gente pasó por delante y oí el patear de los
caballos y un ruido sobre las losas de la calle, como si arrastrasen un leño.
Era el Rabí, que porteaba su propia cruz y no tenía fuerzas para soportarla,
hasta que le ayudó Simón de Cirene. Salí a la puerta. Si no me dijesen algunos
del gentío que era Yesúa, no le conociera. ¡Tan demacrado, tan ensangrentada y
amoratada la faz! Ya sabes que la tenía muy bella, y unos rizos, como la flor
del jacinto, apretados y obscuros. Ahora, su melena era un pegote polvoriento,
bajo la corona de ramas de espino entretejidas, que le laceraba la frente.
-¿Corona? -inquirió Sabas-. ¿Por
qué corona?
-Bien se ve que te pasas el año
en tus heredades y tus viñedos... A Yesúa le pusieron por mofa insignias
regias. Corona, manto de púrpura, un cetro hecho de cañas. Y sobre su cruz
había un letrero que decía, en tres lenguas: «Jesús de Nazaret, rey de los
judíos.» Por cierto que los Pontífices...
-¿No hay nadie? -receló Sabas,
inquieto.
-Nadie... No temas... Los
Pontífices no querían la inscripción así. Fue el Pretor... Y dijo cuando
querían quitarla: «Lo escrito, escrito...»
-¡Oh Daniel! -susurró el
viñador. Ahora temo yo... Mi aliento se acorta. ¿No será el hijo de David? ¿No
será el que esperamos? Labrador, ignorante soy; pero he oído decir que, en otro
tiempo, el Profeta Isaías anunció que nuestro Salvador sería llevado como un
cordero a la muerte, y sufriendo y muriendo sin resistir, nos redimiría. Sí;
esto se lo he oído repetir a mi padre, que era un varón entendido y leía las
Escrituras.
-Como un cordero le llevaron,
efectivamente -afirmó Daniel. Arrastrado, con una cuerda al cuello. Las
mujeres lloraban a gritos en mi calle. Y entonces yo me uní a la comitiva. Cayó
varias veces; la cruz debía de pesar mucho; era de madera verde y recia. Eso lo
entendemos los del oficio... No sé cómo llegó vivo al Gólgota. Hubo alguien
que, conociéndome, me propuso que manejase el martillo cuando le clavaron manos
y pies. Me resistí. Antes me dejo clavar yo. ¡Clavarle! Eso, allá los sayones.
-¿Gritó mucho?
-Él, no. Sólo un gemido a cada
martillazo. Los otros sentenciados aullaban. ¿No sabes? Eran dos salteadores,
Dimas y Gestas.
-Perdona a su alma -imploró el
ebanista. Yesúa le perdonó y le prometió el Paraíso, porque Dimas, agonizante,
lloró sus pecados y creyó en el Rabí.
Por segunda vez Sabas quedó
meditabundo. El velo de la noche que caía le oprimía como un sudario estrecho.
Debían de ocurrir cosas solemnes a tal hora. ¿Cuál era la verdad? Y en su
interior se alzaba la figura del Rabí cuando entró en la santa ciudad,
caballero en el asna pacífica. Toda su actitud y su semblante destellaban amor.
Su mano, muy blanca, trazaba bendiciones en el aire y las sembraba sobre la
muchedumbre. Y ahora el Rabí colgaba de la cruz, cerrados los ojos. Sabas ya
olvidaba su terruño recién labrado, los retoños tan frescos y verdes de las
vides, que le prometían cosecha pingüe en el otoño. ¿Qué significaban los
sucesos? No entendía bien. ¿Y si era el hijo de David? Dudoso, meneó la cabeza
y pronunció lentamente:
-Daniel, ha llegado la hora de
compadecerse de Sión. Se ha vertido la sangre de un justo. Esta noche, el sueño
tardará en cerrar mis ojos, aunque estoy muy cansado del trabajo de todo el
día. Yo no he cometido, a sabiendas, iniquidad; y con todo eso, mi espíritu se
ha conturbado.
A su vez, Daniel notaba que el
corazón le pesaba en el pecho como una piedra. Había anochecido del todo, y un
soplo estremecedor se alzaba de las tierras que el rocío, lentamente, como
lluvia de ligeras lágrimas, iba empapando. Un temblor repentino sacudió todo el
cuerpo de Sabas, y, ya sin miedo de que les oyese nadie, exclamó:
-¡Era el hijo de David, Daniel!
¡Era el esperado, el enviado! ¡Y le han dado muerte! ¡Ay de nosotros!
-Él ha dicho a las mujeres que le
lloraban que llorasen por sí mismas y por sus hijos. Y él ha dicho también:
«¡Felices las estériles, cuyos pechos no amamantaron!»
Mientras los dedos convulsos de
Daniel rasgaban su túnica, las manos forzudas de Sabas herían su rostro y
arrancaban puñados de cabellos. Y ambos se postraron, la faz contra el
caminillo pedregoso.
Cuando alzaron la frente, sin
levantarse, entre el cielo y la tierra, como suspensas, vieron dos nubes
blancas, prolongadas, de imprecisas líneas. En lo alto, un resplandor tan tenue
que apenas se distinguía, dibujaba doble círculo luminoso, dos discos de oro
pálido, casi invisibles. Alrededor de las nubes misteriosas flotaba una
claridad como de plateada nieve, esparcida en trazos trémulos.
Cuando se incorporaron, el
blancor difuso había desaparecido. No se notaba sino el negror de la noche,
cerrada, profunda. A tientas, envueltos en tinieblas, buscándose para
abrazarse, los dos hombres del pueblo repetían:
«Blanco y Negro» núm. 383, 1898
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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