Habíase
enamorado Vicente de Laura oyéndola cantar una opereta en que desempeñaba, con
donaire delicioso, un papel entre cómico y patético. La natural hermosura de la
cantante parecía mayor realzada por atavío caprichoso y original, al reflejo de
las candilejas, que jugueteaban en la tostada venturina de sus ondeantes y
sueltos cabellos, flotantes hasta más abajo de la rodilla. Hallábase Laura en
estos primeros años felices de la profesión en que un nombre, después de
hacerse conocido, llega a ser célebre; esos años en que la chispita de luz se
convierte en astro, y los homenajes, las contratas, los ramilletes, las joyas,
los retratos en publicaciones ilustradas, los artículos elogiosos caldeados por
el entusiasmo, llueven sobre la artista lírica, halagando su vanidad, exaltando
su amor propio y haciéndola soñar con la gloria. ¿Por qué entre el enjambre de
adoradores que zumbaban a su alrededor Laura distinguió a Vicente, escogió a
Vicente, oficial que no poseía más que su espada y un apellido, eso sí, muy
ilustre: el sonoro apellido hispanoárabe de Alcántara Zegrí?
Lo cierto es que
la elección de Laura fue muy perjudicial a su tranquilidad y dicha. Vicente
Zegrí, como le llamaban sus amigos, por atavismo y tradiciones de raza, llevaba
en la sangre el virus corrosivo de los celos; y si esta enfermedad moral hace
estragos dondequiera que aparece, no pueden calcularse sus consecuencias en
hombre que ama a mujer de profesión artística, cuyas gracias, en cierto modo, tiene
derecho el público a usufructuar. Antes anduvo Vicente rabioso que gozoso;
tragó la hiel cuando aún no gustara la miel, y nunca recibió el divino premio
de los halagos de la amada sin que se lo amargasen con amargor de muerte negras
sospechas, infames imaginaciones y desesperados recelos. Tanto pudo con él esta
fatiga y desazón celosa, que un día o, para no faltar a la verdad, una noche en
que a la salida del teatro había acompañado a Laura -ya no acertó a reprimirse,
y abrió su corazón, mostrando lo profundo de la llaga.
-Mi sufrimiento
es tal -declaró, estrujando las manos de su amiga, en aquel momento heladas de
terror, que necesito echar por la calle de en medio, realizar una acción
decisiva; a seguir así me volvería loco, haga lo que haga, quiero hacerlo
estando cuerdo, poseyendo la conciencia de mis actos. Cuando te aplauden,
siento impulsos de prender fuego al teatro- cuando se te llena de necios y de
osados el camerino, se me ocurre sacar la espada y entrar pegando tajos a
diestro y siniestro. La tentación es tan fuerte, que por no ceder a ella, suelo
marcharme a mi casa; pero como me conozco y sé que tarde o temprano cedería,
prefiero consultarte, confesarme contigo, a ver si entre los dos discurrimos
modo de salvarnos.
Laura miraba
fijamente al oficial, notando con profundo estremecimiento el brillo siniestro
de sus pupilas, el temblor involuntario de sus labios, cárdenos, lo fruncido de
sus cejas, la crispación de sus dedos, la alteración de su voz y con dulce
sonrisa y acento que chorreaba ternura, le preguntó, entre un intento de
caricia que rehuyó el celoso:
-¿Y qué has
pensado hacer, Vicente mío? Ya que discutimos amigablemente, dímelo sin reparo
y te contestaré con franqueza.
-¡Pues si no
renunciases, bonito negocio! -exclamó el enamorado con exaltada vehemencia-. Te
habrás figurado otra cosa, ¿eh? Desde el momento en que Vicente Zegrí se llame
tu marido, a tu marido pertenecerás, y él solo él podrá contemplar tus
hechizos, oír tu canto y ver desatada esta cabellera -al hablar así agarró la
profusa mata de pelo, sacudiéndola con furor apasionado.
Púsose Laura más
blanca que los encajes de su bata de seda; el tirón había dolido; pero ni la
sonrisa se apartó de sus labios ni un punto cambió la lánguida y acariciadora
expresión de sus ojos. Dirigiéndose a Vicente con reposo y dulzura, le
interrogó:
-¿Me permites
que te cuente un cuento oriental? Me lo refirieron allá en Rusia, donde he
cantado hace dos inviernos, donde tienen muchas ganas de que vuelva una
temporadita.
Pasándose la
mano por la frente, como para espantar una pesadilla, Vicente hizo con la
cabeza señal de que estaba dispuesto a oír.
-Parece -empezó
Laura- que hubo en Rusia, no sé en qué siglo, un rey muy malo y feroz, a quien
le pusieron por sus desafueros y tiranías el sobrenombre de Iván el Terrible.
Aunque con Dios no debía de estar muy a bien, el caso es que se le ocurrió
construir una catedral magnífica, dedicada a un santo, que allí la llaman Vassili
Blagennoi, lo cual significa el Bienaventurado Basilio.
-¡Aguarda,
aguarda! El rey buscó mucho tiempo arquitecto capaz de comprender toda la
suntuosidad y grandeza que él deseaba para la catedral, hasta que por fin se
presentó uno con un plano asombroso, que dejó al rey encantado. Elevóse el
templo, y fue pasmo y admiración de todos; y el rey, contentísimo, colmó de
regalos y de honores y distinciones al arquitecto. Un día, terminadas las
obras, le llamó a palacio y le preguntó si se creía capaz de erigir otro templo
tan magnífico y sorprendente como aquel. El arquitecto, lisonjeado, respondió
que sí, y que hasta esperaba idear nuevo edificio que superase al primero en
belleza y esplendor. Entonces, el bárbaro rey, sirviéndose del agudo chuzo de
hierro que llevaba siempre a la cintura, le vació al pobre arquitecto los dos
ojos, uno tras otro, a fin de jamás pudiese construir para nadie un templo.
Laura calló, y
Vicente Zegrí, que acababa de comprender la moraleja del apólogo, la miró con
una especie de extravío. Ligera espuma asomó al canto de su boca y por su venas
serpeó el frío sutil del aura epiléptica, que incita al crimen, dominándose con
esfuerzo supremo, se incorporó, dispuesto a marcharse y articuló pausadamente
mientras recogía su airosa capa española:
-Ese rey hizo
mal. Sacar los ojos es acción propia de un verdugo. Si quería inutilizar al
arquitecto, debió matarle.
Diciendo así,
con súbito impulso, se acercó Vicente a Laura, la rodeó con los brazos, y tan
violentamente la apretó, de tan insensato modo, incrustándole tan reciamente
los dedos en las costillas, que la artista exhaló un grito de miedo, un
chillido que salía del fondo de su ser, de esos que solo dicta el instinto de
conservación, el horror a la nada y al sepulcro. Al oír el grito, Vicente la
soltó, embozóse en su capa y salió tropezando con las paredes.
Pasose lo que
faltaba hasta el amanecer vagando por las calles, en un estado tan horrible, que
dos o tres veces se recostó en una puerta para llorar. El día que siguió a
aquella noche no fue menos cruel. Escribió a Laura cien cartas que desgarraba
después con furia; adoptó y desechó mil planes contradictorios; pensó en
echarse de rodillas, en suicidarse, en abrasar el barrio, en secuestrar a su
amada a viva fuerza y, por último, la idea de la muerte fue la que se esculpió
en su espíritu con relieve poderoso. Su alma pedía sangre, hierro y fuego,
violencia, destrozo y aniquilamiento; el instinto anárquico, que tantas veces
acompaña al amor, se alzaba, rugiente y desatado, como racha de huracán. Ya ni
siquiera intentaba Vicente recobrar la razón, la cordura y el aplomo; las
imágenes suscitadas por los celos, Laura atrayendo a sí los ojos de tantos hombres,
que se recreaban en sus gracias y picardías, que bebían su voz, que la
admiraban con el cabello suelto, eran flechas de llama que le desatinaban, como
al toro la ardiente banderilla. Ni aun creía amar a Laura; la consideraba una
enemiga mortal. Figurábase por momentos que la odiaba con toda la voluntad
iracunda, y este odio clamaba por saciarse y gozarse en la destrucción.
Llegada la hora
de ir al teatro, donde cantaba Laura una de las operetas en que estaba más
linda y recogía más aplausos, Vicente, resuelto, algo aliviado por la decisión
fiera, concreta, irrevocable, se echó al bolsillo el revólver.
Si sufría
demasiado..., allí tenía el remedio. Ya habían alzado el telón, pero no
aparecía Laura, y Vicente, abstraído en su frenesí, hubo de notar, por fin, que
la gente profería exclamaciones de descontento y que la función no era la
anunciada, la que Laura debía representar. Alarmado, antes de terminarse el
acto dejó su asiento, corrió a informarse entre bastidores... Aquella mañana
misma, la cantante había rescindido su contrato, perdiendo lo que quiso el
empresario, y partido en dirección a San Petersburgo.
«Blanco y Negro», núm. 358, 1898.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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