Es el primer día
que trabaja a jornal, y está algo engreído, porque un real diario parece poca
cosa, pero al cabo de la semana son ¡seis reales!, y la madre le ha dicho que
los espera, que le hacen mucha falta.
Hablando,
hablando, a la hora del desayuno se lo ha contado a las compañeras, una mujer
ya anciana, aguardentosa de voz, seca de calcañares, amarimachada, que fuma
tagarnina, y una mozallona dura de carnes, tuerta del derecho, con magnífico
pelo rubio todo empolvado y salpicado de motas de tierra, a causa de la labor.
-Somos nueve
hermanos pequeños -ha dicho el jornalerillo-, y por lo de ahora, ninguno, no
siendo yo, lo puede ganar. Ya el zapatero de la Ramela me tomaba de
aprendís; solamente que, ¡ay carambo!, me quería tener tres años lo menos sin
me dar una perra... Aquí, desde luego se gana.
-En casa éramos
doce -corrobora la tuerta, con tono de indefinible vanidad-, y mi madre
baldada, y yo cuidando de la patulea, porque fui la más grande. ¡Me hicieron
pasar mucho! Peleaba con ellos desde l'amanecere. A fe, más quiero arrancar
terrones. Había un chiquillo de siete años que era el pecado. Estando yo
dormida me metió un palo de punta por este ojo y me lo echó fuera...
-El que con
chiquillos se acuesta... Yo, ende viendo uno (que sea ajeno, que sea mi nieto),
le levanto la ropa y le pego un buen azote...
No era verdad;
el vecindario de aquel pobre barrio extramuros sabía que la bruja de la voz
carrascuda, aun cuando tuviese el cuerpo muy lastrado de líquido, no se metía
en realidad con nadie; pero andaba siempre alabándose de abofetear al uno y de
destripar al otro. Y la tuerta, con expresión de malicia, guiñó su ojo viudo,
sonriendo al escuchimizado rapaz.
Desde que sonó
la hora cesaron las confidencias. La taciturnidad del trabajo monótono pesaba
sobre los espíritus, adormilándolos, como si el aire que sus pulmones absorbían
afanosamente en el trajín les barriese las ideas del seso. Su faena mecánica
les atontaba quitándoles del pensamiento cuanto no fuese la repetición
incesante, espaciada por la acción de alzar y bajar la piqueta, del golpe que
había de socavar aquella trinchera formidable, desmontando tierra y más tierra,
que llevaban los carros ni sabían los jornaleros adónde. ¿Qué les importaba,
además?
El rapaz,
Raimundo, trabajaba, lo mismo que las dos mujeres, por cuenta de un
contratista, hombre agenciador, que hacía el negocio de proporcionar gente a
los que tenían obras en planta, cobrando los jornales a peseta y abonándolos a
real. ¡Vaya! Para eso, con él, seguros estaban de tener choyo todo el
año.
No sospechaban,
y si lo sospechasen no les importaría, que aquella tierra se destinaba a
rellenar un parque en una quinta próxima. Nutrirían con sus jugos, en vez de
ortigas y cardos, las plumeadas araucarias, las palmeras elegantes, las
fragantes magnolias, las camelias indiferentes a todo en su charolado orgullo.
La trinchera, abierta por la construcción del nuevo camino que a la estación
conduce, es alta y muestra las zonas de color de las capas del terreno. El
trabajo de excavación ha abierto en ella una cava, que ya ofrece sombra cuando
el calor arrecia, en aquella hondonada que limitan dos taludes y que no
refresca el abanicar del aire de la ría. Y los jornaleros truecan chanzas
cuando se enteran de que ya los cobija el desmonte.
Luego, a darle a
la piqueta, a darle duro. ¡A-hum! El rapaz se siente desfallecer de cansancio.
Es fuerte el trabajo así, el primer día, sobre todo el primer día. Los brazos
parece que se los han apaleado, de tanto como le van doliendo. Las compañeras
se ríen.
El amor propio,
el pundonor le reaniman. Alza la piqueta con más ánimos. Se acuerda del
contratista, de la ojeada de desprecio con que le dijo al concederle jornal:
-Te tomo..., no
sé por qué; no vas a valer; estás esmirriado; eres un papulito que siquiera
puedes con la herramienta...
¿Esmirriado?
Ahora se vería si las otras, las femias, hacían más... La tuerca notó el
arrechucho del novato, y le dijo, maternal, bondadosota:
-No te mates,
hombre, que igual ha de ser. El negocio no está en dar tanto piquetaso, sino en
arrincar de cada golpe buena pella.
Y señalaba el
hacinamiento a su lado, donde cada fragmento de terrón era doble de los que
hacía caer Raimundo. El suspiro, sin responder, volviendo a la carga.
Un automóvil
pasó, haciendo retemblar la tierra. No vieron sino la rotación deslumbrante de
sus ruedas amarillas. Flotó en el aire un tufo de bencina, exasperado por el
calor. Aún no se había disipado, cuando asomó por la carretera un cura de
aldea, caballero en un borrico. Tan despacio avanzaba, que el jinete tuvo
tiempo de observar sobre las cabezas de los tres jornaleros algo que le llamó
la atención. Era una enorme masa de tierra, suspendida, por decirlo así, en el
aire. La cueva, ahondada por la continua mordedura afanosa de las piquetas, no
tenía ya más cubierta que aquella saliente costra, conmovida sin tregua, de
desplome fatal, inevitable. Y en la imaginación del párroco se precisó la
catástrofe, enlazada al recuerdo de una frase leída por la mañana, entre sorbo
y sorbo de chocolate,en el diario integrista: «Socavan y socavan la sociedad, y
se les vendrá encima cuando menos lo piensen». Refrenó a su rucio, cerró el
paraguas de alpaca oscura y sin apearse arrimóse al socavón, gritando:
La alcoholizada
le contestó pintoresca reata de injurias sobre el tema de la profesión. La moza
tuerta solo refunfuñó:
Raimundo, por su
parte, ni se volvió. Enfaenado, cayéndole una gota de cada pelo, sin aire ya
para sus chicos pulmones, se puede creer que ni oiría. El zumbido de la
piqueta, su retumbo mate contra la pared borrosa, era lo único que vagamente percibía,
envuelto en el jadear de su anhelante pecho. ¡Cuándo serían las doce, señaladas
por el paso del tren, para dejarse caer al suelo de golpe y mascar, ya medio
dormido de cansancio, el corrusco de pan de maíz!
Y como la vieja
se lanzase fuera del excave para replicar furiosa, se oyó un estrépito sordo,
apagado; se alzó una nube de polvo rojo, y en seguida, un silencio siniestro,
interrumpido por el rodar de los últimos terrones que caían de lo alto. De
pronto, un escarabajeo, un pataleo, un trajín de fiera soterrada y que violenta
las paredes de su entierro. Era la moza rubia, que vigorosamente perneaba,
cabeceaba para salir de entre la masa de tierra de la impensada sepultura.
Acudieron al
párroco y la bruja; la ayudaron; se le vio sacar primero la rodilla, después
una pierna, al fin el tronco, y la faz lívida, con la respiración cortada; el
único ojo, loco de espanto. Nadie pensó sino en ella. El rapaz no resollaba; al
principio le olvidaron. Cuando se empezó a solevantar la tierra, porque
acudieron vecinos de las casucas y tabernas desparramadas por el camino real,
costó trabajo descubrirle; lo más fuerte del desplome había recaído sobre el
pecho. Tenía los ojos inyectados de sangre, la boca y las orejas tapiadas con
barro bermejo. Los pies parecían incrustados en la tierra, otra vez compacta.
«Blanco y Negro», núm. 710, 1904.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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