(1810-1816: Declaración de la independencia argentina)
I
Junto a la ventana de lujosa sala, conversaban,
una tarde de junio de 1810, dos lindas niñas de dieciséis y diecisiete años
respectivamente.
-¡Cuánto tiempo sin verte! -dijo la menor, una
preciosa rubia.
-Tengo muchas cosas que contarte.
-¡Qué quieres, Juanita! -respondió la otra.
-No
he podido dejar solo a abuelito.
-¿Pero por qué no viene él también? ¿No es un
viejo amigo de la casa?
-Sí; pero sale muy poco ahora. Los acontecimientos
del 25 de mayo le han afectado mucho.
-¿Por qué? ¿No está contento?
-¿Contento? ¿De qué quieres que esté contento?
-¡Pues, de esta revolución! Papá dice que ahora
vendrán tiempos nuevos de más libertad y progreso, y que todos los hijos del
país debemos regocijarnos.
-Olvidas que abuelito no es hijo del país
-observó su amiga con frialdad.
-Bueno; pero tú lo eres. ¿O acaso no eres
criolla, Pilar?
-¿Yo, criolla? ¡Qué idea! -dijo Pilar airada.
-Vaya, no te enojes. Yo creía que todos los
nacidos aquí eran criollos.
-Pero yo no quiero serlo. Mi abuelo es de la
nobleza española, mis padres lo fueron, y yo también lo soy. ¿Cómo quieres,
entonces, que abuelito y yo estemos contentos porque la colonia se ha rebelado
contra el rey?
-¡Pero si no hay tal cosa! Papá dice que la Junta
se ha constituido precisamente en nombre del rey.
-Y entonces, ¿por qué han sustituido al virrey?
A esta pregunta la rubia no supo contestar, y la
eludió con habilidad.
-No nos peleemos -dijo.
-¿O acaso no seremos más
amigas porque tú piensas de un modo y yo de otro?
-¡Oh, no, no! -exclamó Pilar abrazando a Juanita,
-dejemos eso para los hombres. Cuéntame más bien algo de tu hermano.
Juanita se dio un golpecito en la frente.
-¡Pero si es cierto! Llegó esta mañana; nos ha
tomado de sorpresa. Figúrate, nuestra alegría -y comenzó a hacer a Pilar una
descripción entu-siasta de su hermano mayor, que había cursado los estudios en
la universidad de Chuquisaca. En lo más interesa.nte del relato se presentó en
la sala un joven riendo alegremente.
-Me parece que mi hermanita está elogiándome
demasiado. Es tiempo de que yo mismo venga a rectificar las cosas.
Juanita corrió hacia él y lo abrazó.
-¿Te acuerdas de María del Pilar Castillos?
-preguntó.
-¡Cómo no!
Pero a pesar de esta respuesta, el joven se
detuvo asombrado ante la niña a quien volvía a ver después de algunos años,
convertida en una señorita muy linda. También Pilar tuvo dificultad en
reconocer en aquel joven gallardo al amigo de su niñez. Al principio hubo
cierto embarazo: pero, poco a poco, volvieron a hallarse a sus anchas el uno al
lado del otro.
Evitaban sólo el tú familiar y tratábanse formalmente de usted. Entre risas y bromas recordaron las peripecias y percances
de sus juegos de niños. Alejandro habló de sus estudios y de sus viajes, y por
fin ía conversación recayó en los sucesos de mayo.
-Ya le he explicado a Juanita que abuelito y yo
somos partidarios del rey - dijo Pilar.
-Admito que lo sea el señor de Castillos; ¿pero
usted también?
-Yo también. Abuelito sostiene que los criollos
son rebeldes, y me atengo a lo que dice él.
-Entonces reñiremos -observó Alejandro en tono de
broma.
-Reñiremos -repuso ella con una mirada de
desafío. Luego, con más dulzura, añadió:
-Le aconsejo que cuando converse con
abuelito no aborde ese tema.
Poco después Pilar se retiró, pidiendo a Juanita
que fuera a visitarla.
II
Don Luis de Castillos llegó al Río de la Plata
con el printer virrey, don Pedro de Cevallos. Había conocido el régimen
virreinal en sus primeras horas y después en todo su apogeo, y jamás entró en
su mente la idea de que un día España pudiera dejar de ser la soberana de
América. Cuando en mayo de 1810 comenzó el movimiento de emancipación, se
resistió primero a creerlo, y ante la realidad de los hechos, declaró que no
sería duradero el nuevo estado de cosas, porque muy pronto España volvería a
reducir ti sus colonias rebeldes. Irritábanle el entusiasmo popular y las ideas
liberales predicadas por los hombres que surgían, y no comprendía esa corriente
de vida fresca y generosa que barría el ambiente como un viento purificador.
Su nieta María del Pilar, único miembro sobreviviente
de una larga familia, había sido educada por el anciano según sus principios
severos. No tenía otra voluntad que la de su abuelo, y carecía de juicio propio
sobre el mundo.
Algunos días después de la visita de Pilar en
casa de su amiga, fue Juanita con su hermano Alejandro. Don Luis quería mucho
al joven y le recibió cariñosamente.
-Le recordaba a usted muchacho -dijo, después de
los primeros saludos,- y le veo convertido en hombre. ¿Qué piensa hacer usted
ahora? ¿Supongo que primero querrá descansar algunos meses?
-¡Quién sabe, don Luis! No están los tiempos para
descansar. Mucho tienen que hacer los hombres de energía y buena voluntad.
-Es verdad -repuso el anciano. -Restablecer el
poder del rey, dar en tierra con esta rebelión...
-Pero yo no pienso así -interrumpió Alejandro. En
seguida recordó la advertencia de Pilar, de no abordar ese tema y sintió haberlo
hecho.
-Nosotros, los jóvenes... -comenzó; pero don Luis
le cortó la palabra.
-¡Ah sí! ya comprendo. Usted es de los ofuscados
con bandos y pro-clamas, con dianas y escarapelas celestes. También a usted le
ha subido a la cabeza eso de libertad y pueblo soberano, ¿verdad?
-Confieso que soy del partido del "nuevo
sistema" -contestó Alejandro, dejándose arrastrar a pesar suyo.
-En lo cual obra usted muy mal -observó don Luis.
-Precisamente los hombres jóvenes que, como usted, han estudiado, no debieran dejarse
impresionar por palabras huecas y altisonantes.
-¿Y por qué no hemos de regirnos según nos
convenga, los hijos del país? España no puede gobernarnos: constituyamos,
pues, un gobierno, propio.
A esto replicó don Luis, que el hecho de
destituir al virrey y armar expediciones para incitar a los pueblos a la
resistencia, era un acto de rebelión. Alejandro se entusiasmó y explicó al
anciano los anhelos, los ideales, las esperanzas de la juventud. Don Luis
sostuvo que esas aspira-ciones eran criminales y merecían el castigo más
severo. Después de una discusión larga y apasionada, se separaron sin haber
podido comprenderse mutuamente. Encarnaban el uno el tiempo viejo que se iba,
el otro la era nueva que llegaba. No era posible ponerse de acuerdo.
Pilar no había perdido una sola de las palabras
de Alejandro. Era la primera vez que veía las cosas desde ese punto de vista, y
se asombró de cuán diferentes parecían así. Una vaga duda surgió en su mente,
de que no todo cuanto decía su abuelo acerca de los derechos de España fuese
exacto. Esto no fue, empero, al principio, sino una impresión indefinida. Las
antiguas ideas se hallaban demasiado arraigadas en ella para poder ser
arrancadas de pronto.
Desde entonces, don Luis veía con desagrado las
visitas de Pilar a casa de Juanita; pero no quiso privar a su nieta del placer
de ver a su amiga.
Siempre que Pilar se encontraba con Alejandro,
sostenía con él discusiones acaloradas sobre política. No quería confesar,
naturalmente, que su modo de ver se modificaba y que, en el fondo, ya no era
realista, sino patriota. Contribuía a este cambio, fuerza es decirlo, la
persona del joven, cuya caballerosidad y nobleza de sentimientos le inspiraban
cada vez mayor simpatía.
Un día sorprendió a su abuelo con la declaración
inesperada de que los patriotas no dejaban de tener razón en sus pretensiones.
Don Luis miró a su nieta, demasiado asombrado
para poder hablar. Luego, irritado, le echó en cara su falta de lealtad al rey
y le prohibió terminantemente volver a decir semejante cosa.
III
Alejandro, entretanto, se había alistado en el
ejército que debía conducir al Paraguay el general Belgrano.
Días antes de marchar, halló a Pilar sola, le
dijo con sencillez y franqueza que la amaba y le preguntó si quería ser su
esposa. Ella no ocultó tampoco el cariño que le profesaba y con, la misma
sencillez le respondió que sí.
Los novios resolvieron guardar el secreto ante
don Luis, temerosos de una negativa. Mientras Alejandro estuviese en el
Paraguay, Pilar prepararía el ánimo del anciano, para que acogiera
favorablemente el noviazgo.
Alejandro partió lleno a la vez de pesar y de
esperanza, y para Pilar comenzó un tiempo de inquietud y angustia. Sólo muy de
tarde en tarde llegaban noticias de la expedición, inseguras y contradictorias.
Una daba al ejército por victorioso, otra lo decía totalmente destruido. El
único consuelo de Pilar era conversar con Juanita, cuya charla alegre la
distraía, infundiéndole ánimo. El tiempo pasó entre alternativas de esperanza y
desaliento. El ejército del Paraguay, después de una retirada honrosa, regresó,
y al cabo de tantos meses de separación, Pilar tuvo la alegría de ver a su
prometido.
Alejandro venía resuelto a pedir a don Luis la
mano de su nieta. Pilar cedió, con el corazón oprimido, porque conocía al
anciano y temía que pudiera hacer a su prometido algún desaire cruel.
Así sucedió en efecto.
Don Luis escuchó a Alejandro sin interrumpirle.
-Desengáñese, joven -respondióle después
fríamente.
-Pilar es vástago de raza noble y no será jamás la esposa de un
vasallo en armas contra su rey. Alejandro palideció.
-¿Es éste el único.motivo porque me niega usted
la mano de su nieta?
-El único, y le considero más que suficiente.
-¿Me la negaría usted aún el día en que yo dejase
de ser vasallo?
-Ese día no llegará nunca -respondió don Luis.
-Aténgase usted a la segunda parte de mis palabras: "un 'vasallo en armas
contra su rey".
Alejandro comprendió. Se le daba una esperanza si
abandonaba la causa de los patriotas y abrazaba la del rey. Pero eso no podría
suceder nunca, pues se haría despreciable ante los ojos de los patricios y ante
los suyos propios. Sólo debía atenerse a la declaración de que Pilar no sería
jamás la esposa de un vasallo.
-Día vendrá en que los criollos no seremos
vasallos -dijo- y entonces usted no tendrá ya derecho a negarme lo que le pido.
-Ese día no llegará jamás -repitió don Luis con
altivez.
-¡Pues yo le digo a usted que llegará! -insistió
Alejandro; y saludando, se retiró exasperado y temeroso de perder su calma
ante la fría serenidad del anciano.
IV
Cuando Belgrano fue nombrado general en jefe del
ejército del Norte, Alejandro se incorporó a las tropas. Al patriotismo se unía
ahora el amor, impulsándole a hacer cuanto pudiera para ver libre a su país.
No logró hablar a Pilar antes de partir, porque don Luis había prohibido a su
nieta visitar a Juanita mientras estuviese allí el hermano; pero Alejandro le
escribió lo ocurrido en la entrevista, agregando que no perdiese la esperanza.
Ya llegaría la hora de reunirse para siempre.
Don Luis tornábase cada día más sombrío y taciturno.
No se conformaba con el nuevo orden de cosas. ¡Qué! El, un español" de
ilustre cuna, que había desempeñado cargos elevados en la administración del
virreinato, a quien honraron con su amistad Cevallos, Vértiz, el marqués de
Loreto y el malogrado Liniers... ¿él reconocería el gobierno de los rebeldes? ¡No,
nunca, nunca! Y afirmábase en su resistencia vana, obstinada e inútil, luchando
contra lo que no podía remediar y esperando contra viento y marca ver restablecido
el poder del rey. Olvidaba en su ceguera, los esfuerzos heroicos que su propia
patria hacía para libertarse del yugo de Napoleón.
A las amarguras de estos pensamientos, se unía la
que le causaba su nieta, al negarse a aceptar la mano de varios pretendientes
españoles. Pilar declaró que permanecía fiel a su prometido. A pesar de su
dulzura, tenía tanta energía como su abuelo. Era sumisa, dócil y obediente;
pero en ese único punto estaba resuelta a no ceder.
De Alejandro, le llegaban noticias de cuando en
cuando. Comenzó a distinguirse: fue de los primeros en Tucumán; se le nombró
entre los héroes de Salta. El general Belgrano le confió misiones honrosas: le
recomendó en sus partes. Más tarde, en los días aciagos de Vilcapugio y
Ayohuma, se debió a su valor y serenidad la salvación de gran parte de las
tropas. Luchando,. ora victorioso, ora vencido, Alejandro recorrió el país
desde Tucumán hasta Potosí, durante cuatro años de heroica campaña.
Por fin, en abril de 1816, obtuvo licencia para
venir a Buenos Aires.
La alegría de los novios al volver a verse tras
larga separación, fue indescriptible; pero la templaba el hecho de que aun no
se verían satisfechos sus anhelos, porque don Luis no consentiría jamás la
unión, mientras Alejandro continuase siendo rebelde.
V
En Tucumán acababa de instalarse un Congreso con
los diputados de casi todas las provincias: abogados, militares, sacerdotes,
ancia-nos serenos y jóvenes fogosos, hombres de pensamiento y hombres de
acción. Allí estaban Belgrano, Pueyrredón, Rodríguez, Medrano, el sanjuanino
Laprida y veinte otros. Se hablaba abiertamente de declarar la independencia,
único medio de salvar la revolución. El 9 de julio de 1816, Laprida preguntó a
los miembros del Congreso si querían que las Provincias Unidas del Río de la
Plata formasen una nación libre e independiente.
-¡Sí, si! -respondieron todos, y la sala repercutió
con aplausos y adlamaciones. La gran noticia llevada por chasquis veloces, voló
del centro a los extremos del territorio argentino, provocando en todas partes
el mismo júbilo.
Cuando la conoció don Luis, permaneció un momento
anonadado. Luego, sin decir una palabra, se encerró en su aposento.
Pilar recorría la casa en un estado de
expectativa nerviosa. Declarada la independencia, no había ya vasallos, y
entonces... No se atrevió a pensar hasta el final todas las consecuencias
posibles de este hecho.
En el patio se acercaron pasos rápidos que ella
conocía bien. Un segundo después entró Alejandro y la asió de ambas manos.
-¿No sabes?
-Sí: sí lo sé.
-¿Y don Luis?
Antes de que ella pudiera responder, el anciano
apareció en el marco de la puerta. Su figura, poco antes tan derecha, estaba
encorvada, su paso lento, su mirar apagado; en tan breves horas parecía haber
envejecido de muchos años. Dirigió a Alejandro una mirada en la cual se
mezclaban extrañamente, la tristeza y el desafío.
El joven se adelantó hacia él.
-Señor -dijo, -usted me declaró una vez que jamás
daría su nieta a un vasallo rebelde. Yo le respondí entonces, que llegaría el
día en que dejaríamos de ser vasallos. Vivimos en ese día. Se ha declarado la
independencia. Los argentinos formamos una nación libre, y no reconocemos por
señor a ningún rey. Señor de Castillos: vuelvo a pedirle la mano de su nieta.
El anciano español extendió la mano temblorosa
para buscar apoyo y se dejó caer en un sillón. Su fe inquebrantable en la causa
del rey le abandonó; se sintió viejo, cansado, sin fuerzas para continuar la
lucha estéril contra los tiempos nuevos, y vencido, se cubrió la cara con las
manos rompiendo en sollozos.
En silencio, los jóvenes arrodilláronse a su
lado.
Adaptación: J. Ignacio
herrera
1.062. Eflein (Ada Maria),
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