Sobre la costa que se extiende
entre Dieppe y el cabo de Ailli, encuéntrase una aldea encantadora que ninguno
de mis lectores conoce, probablemente. Se llama Varengeville y es allí donde
los arqueólogos enamorados de la arquitectura del siglo XVI van a visitar las
ruinas del castillo de Angó.
-Angó (cuyo nombre ha sido más
popular por la canción de «Madame Angó» que por su nobleza, sus explotaciones,
su fortuna prodigiosa y su muerte miserable), no tuvo mal gusto al escoger este
lugar con objeto de edificar su morada, desde cuya torre puede verse todo lo
que sucede en el mar, en veinte leguas de norte a oeste. Si después de haber
visitado las ruinas del castillo, que se encuentra a mano derecha entrando en
la ciudad por el camino de Dieppe, se quiere bajar hasta al Océano, no hay más
que seguir el camino que se extiende entre dos repechos cubiertos de césped,
esmaltados de margaritas, de bruzos y de campánulas blancas y azules. Los
árboles que la cercan de ambos lados, entrecruzan, en el estío, sus ramas
altísimas formando una bóveda perpetuamente fresca.
A derecha e izquierda se miran las
haciendas con sus techos de paja o de ladrillo, con sus muros llenos de vigas
exteriores, con sus hierbecillas verdes, con sus manzanos plantados aquí y
allá, como al azar, y con sus cercas vivas en donde los pollos recién nacidos
van a buscar abrigo durante las horas terribles del calor; de tiempo en tiempo
se mira una casa particular ornada de un corto graderío, decorada por grandes
persianas de colores y rodeada de matorrales de rosas.
Pero marchad aún el camino
desciende delante de vosotros y pronto llegaréis a un bosque de encinas y de
avellanos, frente al cual se yerguen algunos pinos enormes, que se destacan,
con su ramaje verde-claro, sobre el cielo azul y sobre el mar oscuro, dando a
ese paisaje de Normandía un aspecto napolitano.
Al salir del bosque os encontráis
frente a un campo de trigo bordeado, a la derecha, por una hondonada ancha,
profunda, llena de arbustos vigorosos y matizados de retamas y de amapolas.
Atravesad ese campo, llegad hasta la casa del aduanero y veréis la senda de
abrojos, tallada en la roca, formando un tirabuzón sólo practicable para los
que van a pie, parecida a los Pirineos y a las montañas de Suiza; senda abrupta
que conduce al mar, y cuya parte final es tan estrecha, tan inverosímil, que
parece abierta por la mano del hombre. La playa de arena es dulce y hermosa, a
la hora en que baja la marea, como una alfombra de terciopelo; el horizonte es
inmenso; la soledad es completa.
Ese conjunto pintoresco, salvaje,
perfumado y silencioso, tiene para todos los ojos el encanto de la belleza...
Para mí tiene además el de ser el sitio donde vi la cosa más admirable del
mundo.
El deseo impaciente de haceros
conocer camino tan raro y mar tan soberbia, me ha hecho olvidar la iglesia de
arquitectura romana que domina, por el oeste, las alturas.
Al volver, teniendo que caminar más
despacio por la inclinación del terreno, podemos ver una casa situada más allá
de la iglesia. Dicha casa, que no tiene sino dos pisos, es cuadrada; está
expuesta a los cuatro vientos y rodeada de jazmines, de madreselvas, de
aristoloquias y de enredaderas. En medio del jardín y en frente de la puerta
principal, hay una alameda de álamos de Virginia cuyas ramas forman una bóveda
sombría, gracias a la inteligencia y a la voluntad del jardinero. El resto del
jardín está lleno de manzanos, de guindos, de rosales, de yucas siempre
florecientes (argumento poderoso en favor de esas tierras tan calumniadas) y de
fresales cuyos frutos encarnados guarnecen las orillas de los senderos hasta
fines de septiembre.
La casa es mucho más espaciosa de
lo que se figuran los viajeros al verla desde el camino. Su interior es
sencillo pero confortable; yo he tenido ocasión de ver el comedor, amueblado a
la inglesa, y la sala, tapizada de telas persas, llena de ricos muebles, de
jardineras floridas y de estuches de costura que indican la presencia de la
mujer.
La primera vez que fui a Varengeville
(pronto hará diez años) pregunté al hijo de uno de los más ricos hacendados del
lugar quien era el propietario de esa casa tan audazmente construida sobre los
montes de la costa, a orillas de un precipicio. Mi joven compañero me
respondió:
-Esa casa pertenece a un individuo
muy original que vive en ella todo el año con su mujer y su hijita, y que se
llama Mr. Barthelemy. No es una familia originaria de Normandía; aún me acuerdo
del día en que llegaron con objeto de comprar un terreno donde nadie se habría
atrevido a edificar su vivienda y donde ellos construyeron una casa
verdaderamente bella al rededor de la cual todo crece como por arte de magia.
M. Barthelemy es muy caritativo;
todo el mundo lo adora y lo respeta; él ha enseñado a nuestros campesinos una
multitud de cosas útiles y desconocidas; él los cura gratuitamente cuando están
enfermos, y les da lecciones a sus hijos. Su modestia y su sencillez son
enormes, aunque también son algo afectadas. Es un hombre robusto y hermoso que
tendrá hasta unos treinta y seis años de edad y que aunque, según creo, no
posee una gran fortuna, tampoco debe tener gran necesidad de trabajar para
vivir, ya que ni siquiera vende los frutos de su huerto. Todo lo que no le es
estrictamente necesario, se lo da a los pobres.
Su presencia no nos fastidia, pero
nos incomoda: nunca nos ha hecho la menor observación, mas, a pesar nuestro,
cuando estamos a su lado dejamos de hacer lo que nos da la gana. Él no bebe
sino agua pura teñida con algunas gotas de vino, no come sino un plato, no fuma
nunca y no caza en ninguna época del año, porque, según su expresión, «no le
gusta matar». No vaya usted a creer por eso que es un hombre triste: sus
carcajadas son tan sonoras como frecuentes y cuando se encuentra entre los
niños, que son sus amigos favoritos, se pone tan alegre que cualquiera lo
tomaría a él mismo por un niño.
Él lo sabe todo, o, por lo menos,
parece no ignorar nada ya que nunca deja de responder con verdadera convicción
a las preguntas que se le dirigen; pero yo que sé muy poco no podré decir a
Usted, si todas sus respuestas son exactas. Es doctor, firma sus recetas y
recibe una multitud de publicaciones médicas; cuando va de paseo, nunca deja de
llevar un libro entre las manos, mas no siempre lo abre, sin duda porque las
cosas y los hombres son para él más instructivas que las páginas impresas. Yo
lo he visto, sin que él me viera a mí, sentado a la orilla del mar, con la
frente apoyada en la palma de la diestra y mirando, durante tanto tiempo y con
tal fijeza, el horizonte, que parecía querer hacer, con la mirada, un agujero
en el azul. Eso nos hacía decir, al principio, que contaba las olas del mar.
Su mujer es preciosa y, según
creemos todos, lo quiere apasiona-damente. A veces ella está rosada como las
flores y a veces pálida y transparente como la cera, pero su carácter es más
bien alegre que triste. Poca gente va a visitarlos aunque las puertas de su
casa siempre se abren para dejar el paso libre a todo el que quiere entrar. Mr.
Barthelemy es hospitalario como un escocés de comedia, y si usted quiere verlo,
no tenemos más que presentarnos para ser recibidos como viejos amigos.
En efecto, parece que ese hombre
hubiese venido al mundo conociendo a todos sus semejantes, pues cuando se
encuentra por primera vez con alguien, siempre sabe hablarle de lo que le
interesa, sin preliminares convencionales. Al principio quisimos hacerlo
alcalde, pero él no aceptó nuestro ofrecimiento; luego le ofrecimos un sillón
de Consejero General, pero tampoco lo quiso, y por último una credencial de
diputado (todo el distrito habría votado por él), pero también la rehusó.
No sabemos cual es su religión,
pues ni él, ni su mujer, ni su hija, van nunca a misa los domingos, aunque
tienen buena amistad con el señor cura, quien, dicho sea de paso, es una
persona tan buena como inteligente. Una vez, sin embargo, lo vimos en la
iglesia, en circunstancias verdaderamente tristes: durante las exequias de su
madre (que aún estaba viva cuando él vino a establecerse aquí) y hasta me
acuerdo de que ese día el De profundis y el Dies irae fueron
entonados por una voz de hombre cuya ternura, cuya fuerza y cuyo encanto eran
infinitos; según dicen, el cantor era un amigo suyo que trabaja en el teatro de
los Italianos y que sólo vino para rendir un homenaje póstumo a la difunta
señora. Todo el mundo lloraba menos él que fue, sin embargo, un hijo amoroso y
bueno. En los últimos años de su vida la pobre anciana no podía andar y él la
llevaba a tomar el sol, en brazos, como a un niño; sí, señor, se la llevaba
así, contándole historias, hasta la orilla del mar donde ella solía quedarse
dormida sobre la hierba, hasta que Mr. Barthelemy volvía a conducirla, de la
misma manera, a su habitación. Su fuerza es hercúlea: cuentan que la víspera de
la muerte de su madre se pasó toda la noche conversando con ella, después de
haberle dicho que moriría al día siguiente. Ella también era una mujer muy
valiente: había querido conocer la verdad y lo había conseguido gracias a la
franqueza ruda de su hijo; en cuanto a su nuera, no quiso que supiese nada y le
ordenó que se fuese a acostar, diciéndose a sí misma:
-La muerte no es una cosa tan
difícil, ni un espectáculo tan agradable como para impedir que los demás
duerman sólo porque uno va a exhalar a su lado el último suspiro. No tengo
necesidad sino de mi hijo: yo fui quien lo traje al mundo; es natural que él me
ayude a salir de la tierra. Los que no me deben tanto, bien pueden descansar.
¿De qué hablarían madre e hijo durante toda esa noche eterna, al fin de la cual
ella cerró los ojos, sin dolor y sin agonía, estrechando entre las suyas la
mano de su heredero?
El cura no fue llamado a última
hora, pero la víspera había comido al lado del lecho de la enferma.
Cuando, hace algún tiempo, yo
hablaba con admiración de esa muerte tan grande y tan sencilla, Mr. Barthelemy
me dijo:
-Para morir de la misma manera no
hay necesidad sino de pensar en la muerte cinco minuto diarios.
-¿Y cree usted -le pregunté- que
las almas se encuentran en otro mundo?
-Sin duda ninguna -me respondió.
-¿Cómo? ¿En qué forma?...
-Eso lo ignoro y si lo ignoro, es
porque no me interesa.
-Entonces ¿por qué dice usted que
las almas se encuentran en otro mundo?
-Porque eso lo sé.
No hay nadie como él para
convencer sin argumentos.
Pero cuando pienso en esa voz
deliciosa que entonó el Dies irae y el De profundis -terminó
diciendo mi compañero de viaje- siento como que mi alma se estremece; y la
verdad es que yo daría con gusto cincuenta, francos por oiría de nuevo.
La curiosidad que siempre me han
inspirado los tipos y los caracteres originales, unida a lo que el joven
hacendado acababa de decirme, hizo nacer en mí un vivo deseo de ver a Mr.
Barthelemy.
-Mañana mismo lo presentaré a él
con un pretexto cualquiera -me dijo mi amigo y compañero.
Angó nos proporcionó el pretexto
deseado; pues siendo éste el personaje histórico más célebre de Varengeville,
M. Barthelemy poseía, sin duda, algunos datos inéditos sobre su vida, sacados
del archivo local; yo iría a pedirle informes sobre el asunto y así saciaría mi
curiosidad.
En efecto, al día siguiente, a las
diez de la mañana, nos pusimos en marcha dirigiéndonos hacia la Casa del viento
(que así llamaban los campesinos aquella casa osadamente construida sobre la
roca más empinada de la playa).
El propietario era uno de esos
hombres que a primera vista parecen delgados, pero cuyos músculos hercúleos
causan admiración a quien los mira y los toca; su estatura era más que regular;
sus cabellos castaños estaban echados hacia atrás, dejando al descubierto una
frente vasta y algo redondeada en la parte superior (una frente de
espiritualista); la línea oscura y recta de sus cejas denotaba una gran firmeza
y una rara energía en las ideas y en los principios; sus ojos azules y claros,
estaban llenos de dulzura y de inocencia, pero su mirada, era
extraordinariamente penetrante; su nariz, separada de la frente por una curva
muy acentuada, era recta y algo corva en el medio, lo que indica sagacidad,
reflexión, valor, nobleza e inteligencia; no tenía un solo pelo de barba; sus
pómulos eran un poco salientes y sus mejillas un poco descarnadas; el espacio
que separaba su boca de su nariz, algo grande y sus labios rojos, gruesos y
llenos de una sensualidad corregida por las demás facciones y en especial por
la barba, enérgica y casi cuadrada, que servía de zócalo a ese rostro hermoso,
respetable y simpático. La edad se había contentado con hacerle un pliegue en
la frente y con teñirle de blanco algunos cabellos. Su cuello era fuerte,
elástico y redondo como el de un adolescente; sus manos, más bien pequeñas que
grandes, tenían ese color blanco que ni el sol ni el frío enrojecen; las
articulaciones de sus dedos redondos y puntiagudos, estaban muy desarrolladas;
la palma de la mano era mixta, es decir ni blanda ni dura pero hábil
para todos los combates; el índice afilado y la primera falange del robusto
pulgar, confirmaban todos los rasgos de su rostro, denotando nuevamente el
carácter particular de aquel hombre reflexivo, independiente, idealista, lleno
de imaginación, de fe, de voluntad y templado en las grandes luchas ¿e la
conciencia del alma, del talento y del saber.
Madame Barthelemy era pequeña y
poseía esas formas rollizas que han inspirado más caprichos que amor, más
canciones que odas, y más zarzuelas que dramas. Tenía las manos y los pies
pequeños; los cabellos negros y naturalmente rizados; las cejas negras y casi
unidas, la nariz fina Y ligeramente arremangada como la de una pastora de Pater
o de Watteau; los ojos grandes, negros y brillantes; el párpado superior color
de nácar; el párpado inferior azulado; las mejillas frescas con dos agujerillos
deliciosos y los dientes blancos como almendras de julio.
Poned una flor en su peinado,
encuadrad su rostro con una mantilla de encaje, haced que una de sus manos
mueva un abanico, envolved sus caderas redondas y móviles en una falda corta y
tendréis una verdadera andaluza, no como la marquesa de tez morena cantada por
Musset, sino como la española viva y graciosa pintada por Goya y puesta en
música por Rossini. Madame Barthelemy, en efecto, era de origen español, y
tomándose el trabajo de registrar cuidadosamente las ramas de su árbol
genealógico, habría podido encontrarse, entre sus antepasados, si no uno de los
habitantes, por lo menos uno de los constructores de la Alhambra. La sangre
que corría por sus venas, pues, era roja y ardiente como coral fundido; pero
observándola atentamente era fácil descubrir la influencia que había ejercido
nuestro sol pálido sobre la rosa trasplantada de su existencia.
Ella no había perdido nada ni de su
gracia ni de su vivacidad ni de su conjunto; mas algo de extraño -tal vez la
tristeza, tal vez la dicha, tal vez la compañía de aquel marido grave- habían
velado con una gasa ligera la expansión nativa que si seguía revelándole en el
sonido de la voz, en la sonrisa y en la mirada, ya no era ni con la misma
frecuencia ni con la misma intensidad de antaño. Probablemente una idea seria
había germinado y florecido en su ser instintivo, refinándolo y temperándolo,
ya que la edad no podía ser la causa del cambio, puesto que Madame Barthelemy a
penas contaba unos veintidós años.
Si no temiera servirme de una
expresión demasiado vulgar, diría que la propietaria de la casa del Viento
estaba algo desteñida. Sus ojos, en efecto, eran menos brillantes, sus
mejillas menos rosadas, sus labios menos rojos y sus cabellos menos lustrosos
que los de sus compatriotas que no abandonan nunca el suelo natal. Su sangre
rica no circulaba, bajo nuestro cielo, tan bien como habría circulado en su
tierra cuyo clima y cuyas costumbres difieren bastante de las nuestras. Su
rostro cambiaba diez veces por hora de color, cubriéndose ya de un resplandor
de dicha ya de un velo de tristeza, como esos campos de trigo que varían
instantáneamente de matiz al soplo del aire que hace ondular las espigas, sin
razón aparente. En algunas ocasiones sus ojos se inmovilizaban y su boca se
entreabría como para decir algo -mas las palabras no brotaban de sus labios,
porque el pensamiento (que, subiendo hasta el cerebro, había provocado el
movimiento) caía, antes de ser traducido por medio de la voz, en las
profundidades del alma; ese trabajo misterioso, esa bomba que no llegaba a
hacer explosión, iba gastando insensible-mente aquel organismo condenado a
contenerse y a limitarse.
Tales fueron las observaciones que
hice en mi primera visita, durante la cual Madame Barthelemy no dejó de moverse
un solo momento, levantán-dose, saliendo, andando, entrando y sentándose cada
diez minutos.
En cuanto a su hija, que se llamaba
Juana y que a penas tenía entonces dos años de edad, era una de las más bonitas
chiquillas que pueden figurarse. Sus ojos verdes-mar, sus rizos dorados, su
carita blanca y rosada, sus agujerillos de las mejillas, de la barba, de los
codos y de las manos, sus pantorrillas redondas, todo, en fin, era en ella
encantador.
Mr. Barthelemy, a quien yo visitaba
con el objeto aparente de obtener algunos datos sobre Angó, invitome a almorzar
el día siguiente, diciendo me que así tendría tiempo de poner en orden, para
complacerme, todos los documentos relativos a ese personaje histórico, que
hasta entonces había logrado reunir. Yo acepté su invitación.
Hago gracia a mis lectores de la
biografía del pirata millonario que prestó dineros a Francisco I. Lo que
querría poder anotar es la manera de hablar de Mr. Barthelemy. Cuando él
contaba algo, yo lo habría escuchado diez horas seguidas no sólo sin fatiga
pero hasta con una especie de embriaguez que su voz producía. Las palabras
brotaban coloreadas, propias, firmes, profundas, luminosas, sombrías, alegres,
tiernas, entre el sonido de una voz, harmónica cual una sinfonía de Beethoven;
y os aseguro que, al oiría, creeríanse oír flautas, harpas, clarines, y otros
muchos instrumentos de cuerda y de cobre tocados con bastante dulzura para que
el pensamiento pudiera dibujar en relieve, sobre el sonido, sus intenciones más
profundas.
Mr. Barthelemy conocía
perfectamente su propio valor y se complacía observando la influencia que su
voz ejercía sobre todo el mundo y especialmente sobre su mujer que oía
extasiada e inmóvil y del rostro de la cual él no desprendía un solo instante
la vista mientras duraba el relato. En efecto, parecía que el grave narrador
hubiese querido envolver a la andaluza con su aliento, con su palabra, con su
voz y con su pensamiento, para devolver la harmonía a su alma desequilibrada.
-Fue a la hora de los postres, bajo
los ramas inquietas de los álamos de Virginia, al aire libre, en medio de los
perfumes del campo, cuando él comenzó a contarnos esa historia maravillosa que
se llenaba, al salir de sus labios, de la poesía y del color de un cuento
oriental. En varias ocasiones tuve que hacer un esfuerzo para no aplaudir. Era
la primera vez que me sentía completamente dominado por la magia de la voz.
Cuando acabó de hablar, se lo dije
con la mayor buena fe. Madame Barthelemy dio un salto desde su sitio hasta el
de su marido, cogió entre sus manos la bella cabeza castaña y oprimiendo con
sus labios los labios del orador, como para libar en el manantial la música
deliciosa que la había extasiado, gritó apasionadamente:
-¡Ah! ¡Cuánto te adoro!...
En ese mismo momento,
mientras yo me encontraba embarazado ante una escena de tal especie, el
jardinero se presentó diciendo a Mr. Barthelemy que una persona deseaba
hablarle. La hermosa mujer volvió la cara, sonriendo, con los ojos húmedos y
sin pensar en excusarse.
El marido se levantó, la dio un
beso en la frente, me dijo que iba a volver pronto, y nos dejó solos.
-Vamos a un lugar más fresco -me
dijo ella; y dirigiéndose a su marido: Te esperamos allá arriba.
-¡Qué voz tan bella! -continuó
diciéndome mientras se dirigía hacia la puerta del jardín- ¡qué voz tan
bella!... Esa voz me matará porque me hace gozar demasiado. Él sabe que esa
manera de hablar me encanta, me embriaga, y estoy segura de que, cuando está
solo, se da lecciones de elocuencia a sí mismo para hacerla más melodiosa y más
penetrante... ¡Es tan bueno!... ¡Es tan grande!... ¡Es tan hermoso!... ¡Ah! ¡Si
usted supiera lo que es este hombre!...
-Es un hombre amado, un hombre
dichoso.
-Bien lo merece; pero sería
necesario que tuviera una mujer diferente de la que tiene, porque yo no soy
sino una miserable, indigna de él... ¿Creerá usted que lo engañé como una
miserable idiota?
-Al oír eso me detuve estupefacto.
Ella me miró fijamente y continuó:
-Es natural que mi confesión le
cause espanto, pues apenas nos conocemos; pero yo querría hacerla delante del
mundo entero; y cuando a veces me siento sofocada, es porque no puedo gritar y
hacerme oír de toda la tierra. Figúrese usted (cada momento más exaltada)...
que yo estaba loca... porque, en realidad, si no lo hubiera estado, mi traición
abominable no tendría ninguna excusa... Mi patria, mi raza y mi origen, son las
causas, pues en aquellos países donde florecen los naranjos, no se oye hablar
sino de amor... sí, de amor, sólo de amor; las madres duermen a sus cachorros
con el ritmo de las historias galantes y apasionadas.
Caseme, a los diez y siete años,
edad a la cual me era imposible comprender a ese hombre tan superior a todos
los otros hombres. Él me amaba sencillamente, noblemente, profundamente, sin
gestos, sin frases, sin contorsiones ridículas... Y yo me agobiaba a su lado...
aunque parezca imposible.
Él hacía todo lo que podía por
instruirme, por iniciarme en los grandes secretos de la inteligencia, del alma,
de la vida presente y de la vida futura; pero cuando me explicaba algo, yo me
aburría, y a los cinco minutos de conversación mi atención y mi pensamiento
abandonaban su relato para ir a perderse entre la música de los boleros que
llenaban mi cerebro. Además yo vivía sin preocupaciones, sin quehaceres; y
ninguna labor doméstica me interesaba tanto como la luna de los espejos y la
intriga de las novelas que leía a hurtadillas, pues él me rogaba que no leyese
novelas.
...Sucedió lo que tenía que
suceder. Un artista venía a visitarnos con frecuencia. ¿Sabe usted quien era
ese artista? Pues era Liberino, el actor del Teatro Italiano que atrae con su
voz a todo París y que, según dicen las mujeres, es muy guapo. Había sido
compañero de colegio de Barthelemy; y desde el primer día, desde el primer
instante en que lo vi, me enamoré de su belleza, de modo que él no tuvo que
trabajar mucho para conseguir lo que deseaba. Con algunas de esas miradas que
le servían desde hacía diez años en todos los teatros de Europa, y con algunas
de esas frases vulgares que creemos hechas expresamente para nosotras cuando
los oímos por primera vez, tuvo bastante para ampararse de mi corazón y de mi
persona. Él era tan necio como el más necio de los hombres y sin embargo a mí
me parecía sublime, pensando en que la hora de hacer mi novela había
llegado y sintiéndome amada como las heroínas de las óperas que él cantaba. Yo
quería huir con él, expatriarme, subir a las tablas y ser delante de todo el
mundo su Julieta, su Rosina, su Desdémona...
Él me disuadió de la mejor manera
que le fue posible, no queriendo poner en peligro ni mi reputación, ni su vida,
porque era cobarde y creía que mi marido lo habría matado. Cuando mí suegra
murió, él vino a cantar la misa de difuntos, para aprovechar, según decía, la
ocasión de verme, pues desde que vinimos a vivir aquí, ya no pudimos vernos
sino muy rara vez... Pero a partir de ese día pareciome que no podía vivir
lejos de mi Liberino y pretextando la muerte de Mme Barthelemy, me hice
conducir a París en donde pude verlo todos los días, todos los días...
Una tarde mi marido me dijo:
-Es necesario que esta misma noche
salgamos de París con dirección al campo; pero te prometo que dentro de ocho
días te traeré aquí de nuevo para que te establezcas definitivamente, en caso
de que entonces tus gustos no hayan cambiado aún.
-¡Figúrese usted sí yo aceptaría
con placer la proposición! En el acto escribí a Liberino... Y en la noche del
mismo día nos encontramos en Varengeville a donde yo venía con el propósito de
no pasar sino una semana y de donde nunca más he vuelto a salir... De eso hace
tres años.
-¿Qué fue lo que sucedió, pues?
-Al día siguiente de nuestro
regreso, Barthelemy entró en mi cuarto cuando yo estaba aún en el lecho. Estaba
algo pálido; sentose a mi lado y oprimiéndome una mano:
«He querido -me dijo- dejarte
descansar de las fatigas y de las emociones del viaje antes de hablarte de
ciertas cosas graves; ahora que ya has dormido bien, escúchame. Yo no soy de
los que creen que dos criaturas pueden estar ligadas indisolublemente, en medio
de una sociedad como la nuestra, por obra y gracia de un sacramento y de un
artículo de código. El hombre no tiene ningún derecho para responder del
porvenir, así como Dios no tiene ningún poder para modificar el pasado. Los
contratos firmados tienen un valor efectivo cuando se trata de intereses
materiales, pero no cuando se trata de intereses morales que están sometidos a
la incesante variabilidad de los sentimientos y de las ideas. Estos pactos son
voluntarios y el alma tiene derecho para romperlos cuando se convence, gracias
a la influencia de alguien o de algo, que procedió con demasiada ligereza al
empeñarse. El matrimonio es una sociedad moral en la que el hombre sabe generalmente
lo que hace pero en donde la mujer no lo sabe casi nunca; yo creo pues que el
único responsable es el hombre.
«Sí; y una vez el enlace efectuado,
a él le toca conquistar, por todos los medios que estén a su alcance, a esa
persona extraña que a veces sólo se entrega por sorpresa; y sí no lo consigue,
suya es la culpa, pues teniendo siempre tiempo para hacerlo, debiera, antes de
pedir la mano de una mujer, observarla atentamente y renunciar a ella cuando la
juzga incapaz de amar, e indigna de ser amada. Al fin llegará una época en la
cual los padres y las madres prepararán a sus hijos para el matrimonio de
manera muy diferente a la que hoy se emplea; y entonces los dos suscriptores de
un contrato sabrán de antemano que con un sí cambiado al pie del altar puede
formarse una asociación indisoluble y admirable. Desgraciadamente la humanidad
no ha llegado aún a comprender eso. Será necesario que las mujeres aprendan
muchas cosas que aún tendrán que ignorar durante largos años, muchas cosas que
tú no sabías cuando te casaste conmigo y que yo mismo no pude enseñarte por
completo porque la tristeza y la reflexión no me las habían revelado aún. El
matrimonio, pues, no existe en realidad, según mi opinión, sino cuando los dos
cónyuges proceden con entera libertad y con pleno conocimiento de los deberes y
de los derechos recíprocos; o, de otra manera, ese no es más que un contrato
realizable ante el gran tribunal de la conciencia.
«Así pues, tú no estás
verdaderamente casada conmigo a pesar de tu firma, a pesar de los hombres y a
pesar del Dios a quien ellos invocaron pero de quien sólo el nombre les fue
dado tomar. Tú no tenías sino diez y siete años cuando me juraste fidelidad y
entonces tú no podías saber lo que esa palabra significa puesto que tampoco
sabías lo que significa amor. En cuanto a mí, yo tenía treinta y dos
años de edad cuando te juré protección; yo estaba ya iniciado en todos los
conocimientos sociales y morales y sabía lo que decía; por eso el único
verdaderamente casado soy yo. Tú ya no tienes familia; la protección que yo te
ofrecí, pues, es al mismo tiempo la del esposo, la del amigo, la del padre y la
de la madre.
«Ahora bien: hoy perteneces a un
hombre que no soy yo y al mismo tiempo me perteneces a mí. Hoy te has
entregado, sin que nadie te lo ordenara, sin sacramentos, sin contrato, sin
firmas, pero voluntariamente, libremente, deliberadamente... ¿Por qué al proclamar
tu independencia dándote a un nuevo esposo, proclamas al mismo tiempo tu
servidumbre dejando al primer marido en posesión de todos sus derechos?
«Hace tiempo que te entregaste a un
hombre sin saber si lo amas o no; eso bastaba; y hoy que estás segura de amar a
otro, debías dejar de pertenecer al primero.
-¿Es tu nuevo esposo quien te
impone, temeroso de lo que pudiese suceder, el sacrificio de repartir tu amor?
No puedo creerlo porque él debe amarte apasionadamente ya que por ti ha desoído
la voz de ese testigo secreto que nos advierte cuando vamos a cometer un crimen
o una falta... ¿Eres tú misma quien te repartes con gusto? Tampoco puedo
creerlo pues eso denotaría una depravación de que una persona como tú nunca
sería capaz... ¿Será la misma honradez de tu alma lo que te obliga a cumplir
algunas promesas sabiendo que es imposible cumplirlas todas? No lo sé; pero en
todo caso esta doble sujeción de tu persona es indigna de ti y de mí... Además
es inútil hoy que conozco tu manera de pensar y de sentir.
«Desde ahora, pues, dejo de ser tu
marido. Siempre seguiré siendo tu amigo, tu padre, tu protector; y puesto que
tu preferido vive en París, dentro de ocho días iremos a establecernos
en esa ciudad. Yo continuaré viviendo a tu lado porque tú llevas mi nombre y
porque fue a mí a quien la ley y tu familia te confiaron; pero tú serás una
verdadera viuda... sí, y lo mismo que todas las demás viudas, podrás casarte de
nuevo.
«Yo me presento desde luego como
candidato a tu mano por segunda vez; y si mi rival no tiene, como supongo, más
ventaja que su voz, yo trataré de encontrar en el fondo de mi garganta, para
gustarte, una voz tan seductora como la suya; y como hablar es más fácil que
cantar, llegaré a ser el vencedor...»
Antes de que él hubiese acabado de
pronunciar estas últimas palabras, yo estaba ya llorando, avergonzada y
vencida, no sólo por la majestad inverosímil de su abnegación sublime, pero
también por la ternura rítmica de esa voz artificial y maravillosa que por
primera vez me era dado oír. Yo había metido la cabeza entre las sábanas como
si, escondiéndome, hubiera querido hacer creer a mi juez que no era a mí a
quien se dirigía... En realidad no era a mí; el velo que anublaba mi vista se
rasgó y una luz inmensa brotó, para alumbrarme, del fondo de mi ser. Él
continuaba oprimiendo con sus manos una de las mías, comunicándome así el poder
y la nobleza de su alma sublime: todo mi cuerpo se estremecía y se llenaba, por
decirlo así, de una nueva sangre, de una nueva carne y de un calor nuevo; las
lágrimas brotaban abundantemente de mis ojos, convirtiendo en placer misterioso
e inexplicable mí gran dolor, como si la corriente amarga del llanto lavase
todas mis manchas.
Comprendí que mi marido lo sabía
todo, y, después de sentir el peso de la ignominia, comencé a sentir el horror
y el desprecio de mí misma, viendo la mezquindad de mi alma al lado de la
nobleza de la suya, y la enormidad de mi crimen por la magnanimidad del perdón.
Entonces hice un esfuerzo
sobrehumano como para arrojar lejos de mí, el cuerpo y el alma. Nunca habría
podido creer que una metamorfosis tan completa pudiera operarse en tan corto
espacio de tiempo, mas la evidencia me convenció de que todo es posible. En un
instante me transfiguré; y esa transfiguración que me fatigó, me admiró y me
iluminó, hízome salir de la muerte y de las tinieblas... ¿Comprende usted esa
voluptuosidad celestial?... Sentí que mi ser nacía de nuevo, lleno de un
conocimiento de la ciencia de lo Bello y de lo Bueno que mi otro yo no
había nunca gozado; de modo que mi vergüenza, mi disgusto y el horror de mí
misma, se cambiaron súbitamente en una clarividencia y en un goce tales que,
convencida de que mí cuerpo y mi alma eran vírgenes, salté de mi lecho riendo a
carcajadas y me arrojé en los brazos de ese hombre divino.
Esa es la causa de que nunca más
hayamos vuelto a París...
Desde ese día yo amo tan
apasionadamente a mi marido, que me parece, al oírlo hablar, que voy a
morirme... Pero mi miedo de la muerte ha desaparecido en absoluto, porque ya he
muerto una vez y porque, según él mismo me ha dicho, la muerte no sólo no
separa a las personas que se quieren sino que las une más estrechamente...
Después de oír semejante confesión,
salí de la casa del viento emocionado y conmovido. Estoy seguro de que
ninguna otra mujer ha sido nunca capaz de decir a un desconocido cosas
parecidas a las que Mme Barthelemy me dijo ese día. Había en su relato tantos
sentimientos contrarios a la naturaleza humana, que yo rumiaba el relato que
acababa de oír preguntándome cuál sería la verdad... ¿Tendría razón aquella
mujer al considerar a su marido como un dios, o tendrían razón los que,
conociendo la aventura, trataran de imbécil al esposo engañado?...
Transcurrieron seis años. El
trabajo, el placer, el aburrimiento, las mil circunstancias de la vida, en fin,
me llevaron a Inglaterra, a Italia y a otros varios países de Europa. Todos
esos viajes me fatigaron, y al volver a Francia un médico me ordenó que tomase,
para curarme, baños de mar. Fui, pues, a Dieppe, y al día siguiente de mi
llegada, dirigime a Varengeville y llamé a la puerta de la casa del viento.
Nada había cambiado ahí de aspecto.
Mr. Barthelemy, que se paseaba por el jardín, vino a abrirme la puerta en
compañía de su hija que entonces contaba ya hasta ocho años de edad.
Reconociome en seguida y me estrechó la mano como si no hiciera más que algunos
días que nos hubiéramos separado. Su fisonomía, siempre igual, había, sin
embargo, ganado en nobleza y en gravedad. Es necesario también, decir que su
cabellera comenzaba a empobre-cerse y a blanquear. La chiquilla me miraba con
sus grandes ojos admirados, -esos oíos acostumbrados a no ver sino el mar cuyas
ondas se reflejaban en sus pupilas.
-¿Y Madame Barthelemy? -pregunté al
cabo de algunos instantes.
La niña hizo un movimiento brusco,
frunció el entrecejo y apretó los labios pálidos; sus ojos se enrojecieron y se
humedecieron.
-Ve a estudiar tu música -le dijo
su padre besándola.
La orden y el beso la calmaron y la
hicieron alejarse.
La música la consuela aún -dijo
entonces M. Barthelemy. Mi mujer murió ya.
-¡Murió!... ¿Y cuándo?
-Hace poco más de ocho meses.
-¿Y de qué murió?
-De la ruptura de un aneurisma.
-¿Entonces la muerte fue súbita?
-Sí... una mañana deliciosa... ella
estaba podando ese durazno y de pronto lanzó uno de esos gritos que no brotan
sino una vez en la vida... cuando yo llegué no tuve tiempo sino para recibir su
cuerpo entre mis brazos...
-¡Cuánto debe usted de haber
sufrido!...
-Muchísimo...
-¿Y a qué atribuye usted esa
enfermedad? Porque madame Barthelemy era una de las mujeres más dichosas del
mundo, según me dijo ella misma.
-Ella me contó la conversación que
ustedes habían tenido y la confidencia que le había hecho.
-Su exaltación, tal vez, la hizo
decirme más de lo que hubiera querido.
-No; hace mucho tiempo que ella
tenía necesidad de hacer a alguien esa confidencia; ya una vez se la había
hecho al cura de la iglesia bajo cuyas naves reposa hoy su cuerpo, mas eso no
le bastaba; habría querido humillarse delante de todos las hombres, delante de
todas las mujeres, delante de todos los que creen tener derecho para no
absolver.
»A usted, pues, que lo sabe todo
bien, puedo decirle lo que pienso. A veces se me figura que yo fui quien la
maté, pues tal vez no supe tomar bastantes precauciones para llenar de Verdad
un alma que no estaba hecha para contenerla. La conmoción demasiado fuerte que
su ser sufriera, descompuso, sin duda, algún resorte vital que, después de
vibrar durante algunos años, se rompió solo. Yo debí tener paciencia, dejando
que esa mujer agotara hasta las heces la copa de sensaciones que tenía entre
las manos; tal vez para llenar de nuevo su vaso habría sido menester que ella
lo vaciara naturalmente y sin ninguna precipitación...
-Sí, pero como usted sufría, sin
duda, mucho, desde que supo la verdad, es natural que no haya podido esperar
más tiempo.
-En efecto, más esa no era una
razón. Yo había soportado en silencio, durante algunas semanas, un dolor
inmenso (porque tuve conocimiento de los hechos antes de que muriera mi madre
cuyos últimos días no quise amargar) y el dolor no me mató, pero no debí
figurarme por eso que un choque formidable no la mataría a ella.
»Yo había reflexionado mucho, visto
mucho y querido mucho durante mi vida, en tanto que ella no se había nunca
librado a combates secretos ni a luchas y victorias mortales.
»Debí haberla iluminado poco a
poco. Mucha luz mata. No todo el mundo es como san Pablo.
»Yo la conocía lo bastante para
prever el desenlace que quería obtener y que al fin obtuve; pero la pasión me
hizo olvidar las fatalidades del tipo original. Esa pobre niña no había nacido
para nuestros climas sombríos, ni para nuestro gran mar, ni para nuestro viento
terrible... no; había sido creada por la Naturaleza para vivir, entre cactus, áloes y
naranjos, bajo el cielo azul marino y bajo el sol ardiente de Andalucía; ella
había sido creada para cantar, para bailar, para sonreír, para amar fácilmente
y ardientemente, para morir tal vez de un navajazo en medio de una escena de
celos, pero no para reflexionar sobre una falta, ni para combatir contra un
recuerdo, ni para vencer un remordimiento. Yo la hice comprender por la fuerza y
la comprensión la mató. ¡Ah! ¡Cuán difícil es ser perfecto! -dijo Mr.
Barthelemy pasándose la mano par la frente. Luego agregó: Es preciso, sin
embargo, llegar a serlo.
-Afortunadamente ella le ha dejado
a usted una hija...
-Que es su retrato blondo ¿no es
verdad?; y en la cual trato ya de combatir ciertas influencias que más tarde
serían funestas. Todo lo que heredó de su madre es utilizable, pero también hay
en ella mucho del otro...
-¿Del otro?
-Sí; porque no es hija mía; he
descubierto la verdad por ciertos indicios de carácter, de formas y de
aptitudes. Entre sus aptitudes hay algunas buenas, pues Liverino no es un
cualquiera; la Naturaleza
lo dotó magnánimamente, concediéndole las cualidades simpáticas y brillantes de
que los hombres de lujo, los actores y los cantores, han menester. Juana heredó
de su padre la voz, más flexible y más varonil, pues gracias a mí, ella será
más viril que él... ¡Qué papel tan grande el que la voz habrá desempeñado en mi
familia!... Pero al mismo tiempo tiene cierta inclinación a la vanidad, a la
coquetería, a la inconstancia y al engaño, defectos que utilizaré o destruiré.
Yo examino desde lejos la existencia de Liberino y eso me proporciona algunos
datos que me sirven para dirigir la educación de la niña. Quiero hacer de ella
una mujer tal y como yo concibo a la mujer perfecta. Esa será la única obra de
mi vida... ¿Qué obra sería mejor?... Su alma está a mi cargo.
-Después de todo ¿qué pruebas tiene
usted para creer absolutamente que no es hija suya? Madame Barthelemy estaba
tan exaltada que no habría mentido si usted se lo hubiese preguntado...
-¿Para qué causarle tal pena y tal
vergüenza cuando en realidad no podía contestarme? Ella no conocía esta verdad.
Las adúlteras no tienen necesidad de llevar las cuentas de su persona por
partida doble: hecho cierto y resultado posible... ¡Seguridad dolorosa! ¿Cómo
quiere usted que las mujeres se reconozcan entre esos dos pasados y que
distingan al padre verdadero del padre falso? Se entregan al azar
momentáneamente y luego se verían precisadas a preguntar la verdad, como yo
hago hoy, a la facciones y al carácter del niño, si no estuviesen organizadas
de tal manera que todo se lo explican a sí mismas por medio del amor. Ellas
creen que la Naturaleza
misma es su cómplice y consideran padre al hombre a quien aman.
»Ahora bien: mi mujer me
adoraba cuando Juana vino al mundo, ocho meses después de nuestra violenta
explicación. De Liverino ni siquiera había vuelto a acordarse; de manera que su
voluntad me nombró desde luego padre. Yo estoy seguro de que por esta parte
nunca tuvo ni dudas ni inquietud. ¡Hágase su voluntad! Después de todo ¿qué
importa? Yo amaba el árbol; yo adoro el fruto. No es con el cuerpo con lo que
se crea, sino con el alma. Juana tiene ocho años; dentro de diez tendrá
dieciocho y entonces será mi hija.
1.084. Dumas (Alexander) hijo,
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