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miércoles, 2 de enero de 2013

El robo del elefante blanco

I

Una persona con la cual trabé amistad circunstancialmente en el tren, me contó la extraña historia que reía taré a continuación. Quien la contaba era un caballero de más de setenta años de edad y su rostro bondadoso y amable y aire grave y sincero, ponían la inconfundible marca de la verdad sobre cada manifestación que salía de sus labios Dijo...
Usted sabe cómo reverencia el pueblo de ese país al real elefante blanco de Siam. Como sabrá, está consagra­do a los reyes, sólo los reyes pueden poseerlo y, de alguna manera, hasta es superior a los reyes, ya que no sólo es objeto de honores, sino también de adoración. Pues bien... Hace cinco años, cuando hubo tropiezos con relación a la línea demarcatoria entre Gran Bretaña y Siam, fue eviden­te que Siam había cometido un error. Por ello se dieron precipitadamente toda clase de satisfacciones y el repre­sentante inglés declaró que se daba por conforme y que se debía olvidar el pasado. Esto fue de gran alivio para el rey de Siam y en parte como prueba de gratitud y en parte también, quizá, para eliminar todo residuo de sentimiento desagradable en Inglaterra, quiso hacerle a la reina un regalo, única manera segura de granjearse la buena voluntad de un enemigo, según las ideas orientales. Este regalo no sólo debía ser real, sino magníficamente real. Siendo así... ¿qué presente más adecuado que un elefante blanco? Mi situación en la administración pública hindú era tal que se me consideró especialmente digno del honor de entregarle el obsequio a Su Majestad. Se equipó un barco para mí y mi servidumbre y los oficiales y subalternos encargados del elefante y llegué al puerto de Nueva York y alojé mi regia carga en unos soberbios aposentos de Jer­sey. Era imprescindible estar algún tiempo allí para que la salud del animal se restableciera antes de seguir de viaje.
Todo fue bien durante quince días; después empezaron mis tribulaciones. ¡Robaron el elefante blanco! Fui desper­tado en plena noche, para comunicarme la horrorosa des­gracia. Por algunos instantes, fui presa del terror y la an­siedad; me sentí impotente. Después me tranquilicé y re­cobré mis facultades. Pronto vi qué camino debía seguir; porque, a decir verdad, sólo había un camino posible para un hombre inteligente. No obstante lo tardío de la hora, corrí a Nueva York y logré que un agente de policía me guiara hasta la central de detectives. Por fortuna llegué a tiempo, aunque el jefe, el famoso inspector Blunt, se disponía ya a marcharse a su casa. Blunt era una persona de estatura media y físico compacto y cuando estaba abis­mado en sus pensamientos, tenía una manera singular de enarcar el ceño y de golpearse reflexivamente la frente con el dedo, que lo convencía a uno en seguida de que estaba ante un ser extraordinario. El solo verlo me infun­dió confianza y me hizo alentar esperanzas. Expuse el mo­tivo de mi visita. Esto, no le causó la menor agitación: su efecto aparente sobre su férreo dominio de sí mismo fue tan escaso como si yo le hubiese dicho que me habían escamoteado mi perro. Me invitó a sentarme con un gesto, y dijo tranquilamente:
-Permítame que lo piense un poco, por favor.
Después de pronunciar estas palabras, se sentó al es­critorio y apoyó la cabeza en la mano. En el otro extremo de la habitación, trabajaban varios empleados; el rasgueo de sus plumas fue el único ruido que oí durante los seis o siete minutos siguientes. Entre tanto, el inspector se­guía sumido en sus pensamientos. Por fin alzó la cabeza y algo me reveló, en las firmes líneas de su rostro, que su mente había realizado su tarea y que tenía decidido su plan. Y Blunt dijo... y su voz era grave y solemne:
-No es éste un caso ordinario. Todos los pasos de­ben ser dados con precaución; hay que asegurarse de cada paso antes de dar el siguiente. Y debe conservarse el secreto; un secreto hondo y absoluto. No le hable a nadie del asunto, ni siquiera a los reporteros. Yo me haré cargo de ellos; cuidaré de que sepan sólo aquello que pueda convenirme dejarles saber.
Blunt apretó un timbre y apareció un joven.
-Alarico -dijo Blunt, dígales a los periodistas que aguarden un poco.
El joven se retiró.
-Ahora, hablemos de negocios…y procedamos con método. En esta profesión mía nada puede hacerse sin un método rígido y minucioso.
El jefe de detectives tomó papel y una lapicera.
-¿Cómo se llama el elefante?
-Hassan Ben Ali Ben Selim Abdallah Mohamed Moisé Albapnmal Jamsetjejeebhoy Dhulep Sultan Ebu Bhudpoor. 
-Muy bien. ¿El nombre de bautismo?
-Jumbo
-Perfectamente. ¿Dónde nació?
-La capital de Siam.
-¿Sus padres viven?
-No. Fallecieron.
-¿Tuvieron otros hijos además de éste?
-No. Es hijo único.
-Perfectamente. Esto basta por ahora. Tenga la ama­bilidad de describirme al elefante y no deje de mencionar un solo detalle, por desdeñable que le parezca..., esto es, insignificante desde su punto de vista. Para los hombres de mi profesión, no hay detalles insignificantes: no existe tal cosa.
Hice la descripción; él tomó nota. Cuando hube ter­minado, dijo:
-Ahora, escúcheme. Si he cometido algún error co­rríjame.
Y leyó lo siguiente:
-Estatura, seis metros, longitud, desde el ápice de la frente hasta la inserción de la cola, 8 metros; longitud del tronco, cinco metros; longitud de la cola, dos metros; longitud total, comprendidos el tronco y la cola, 15 me­tros, longitud de los colmillos, 3 metros; orejas, en pro­ porción con esas dimensiones; su pisada recuerda la mar­ca que hace un barril cuando se lo pone de punta en la nieve; color del elefante, blanco opaco; en cada oreja tiene un agujero del porte de un plato destinado a cal­zar joyas y tiene en alto grado el hábito de mortificar con su trompa no sólo a las personas que conoce, sino también a perfectos desconocidos; renguea ligeramente con la pata trasera derecha y ostenta en la axila izquierda una pequeña cicatriz causada otrora por un forúnculo. Al ser robado, tenía sobre su lomo un castillo con plazas para quince personas y una manta de montar de paño de oro del tamaño de una alfombra corriente.
No había error alguno. El inspector apretó el timbre, y le dio la descripción a Alarico y dijo:
-Haga imprimir cincuenta mil ejemplares de estos datos y que los envíen por correo en seguida a las ofici­nas de todos los detectives y de todos los prestamistas del continente.
Alarico se fue.
-Bueno. Hasta aquí vamos bien. Ahora, quiero una fotografía de la cosa robada.
Le di una. La examinó con aire crítico y expresó:
-Deberá bastarnos, ya que no disponemos de otra cosa; pero en esta foto el elefante tiene arrollada la trom­pa y se la ha metido en la boca. Éste es un detalle la­mentable y encaminado a confundir, ya que, naturalmente, no la tiene, por lo general, en esa posición.
Y tocó el timbre.
-Alarico, haga imprimir cincuenta mil ejemplares de esta fotografía a primera hora de la mañana y despáche­los por correo con las circulares descriptivas.
Alarico se retiró para cumplir con las órdenes. El ins­pector dijo:
-Por descontado que será necesario ofrecer una re­compensa. ¿Cuál será la cantidad?
-¿Qué cantidad le parece bien?
-Para empezar, yo diría... pongamos, veinticinco mil dólares. El asunto es complejo y difícil; hay mil caminos de escape y posibilidades de ocultamiento. Esos ladrones tienen amigos y cómplices en todas partes...
-¡Dios mío! ¿Sabe usted quiénes son?
El astuto rostro, experto en el arte de disimular los pensamientos y las emociones, no me permitió que adivi­nara lo más mínimo, ni tampoco me lo permitieron las palabras de réplica, tan plácidamente pronunciadas...
-No le importe eso. Puede ser que sí y puede ser que no. Por regla general, nosotros barruntamos en for­ma bastante aproximada quién es nuestro hombre por el tipo de trabajo y la magnitud del juego en que se em­barca. Aquí, no tenemos que vérnoslas con un carterista ni con un ratero de salón, vea bien. Este objeto no ha sido "escamoteado" por un principiante.
Pero, como le estaba diciendo, si se toma en cuenta el cúmulo de viajes que deberán hacerse y la diligencia con que los ladrones eliminarán sus huellas a medida que avancen, veinticinco mil dólares serán quizá una suma harto pequeña, aunque me parece que vale la pena comenzar con eso.
De manera que nos atuvimos a esta cifra, para empe­zar. Luego, aquel hombre, a quien no se le pasaba detalle alguno que pudiera servir como pista, dijo:
-En la historia detectivesca, hay casos elocuentes de que los maleantes han sido atrapados merced a las peculiaridades de su apetito. De modo que... Veamos... ¿Qué come ese elefante y cuánto come?
-Bueno... En cuanto a qué come... es una bestia capaz de comerlo todo. Comería a un hombre, comería una Biblia..., comería cualquier cosa intermedia entre un hombre y una Biblia.
-Muy bien... Muy bien, a decir verdad. Pero eso me suena a demasiado general. Hace falta detalles..., los detalles son lo único valioso en nuestro oficio. En cuan­to a los hombres se refiere... ¿Cuántos hombres es ca­paz de comerse de una sentada... o, si así lo prefiere, en un día... con tal que estén tiernos?
-A Jumbo no le importa que estén tiernos o no: en una sola comida, podría consumir a cinco hombres, co­munes.
-Perfectamente. Cinco hombres. Tomaremos nota de eso. ¿De qué nacionalidades los prefiere?
-Eso le da lo mismo. Prefiere a la gente conocida, pero no tiene prejuicio alguno contra los extraños.
-Perfectamente. Ahora, en lo que atañe a las Bi­blias... ¿Cuántas Biblias podría comerse de una sentada?
-Una edición completa.
-Eso no me parece lo bastante explícito. ¿Se refiere usted a la edición corriente en octavo o a la ilustrada para familias?
-Creo que Jumbo no mostraría especial interés por las ilustraciones: esto es, que no daría más valor a las ilustraciones que a la simple palabra impresa.
-No. Usted no me entiende. Me refiero al volumen. La Biblia corriente en octavo pesa unas dos libras y me­dia, mientras que la edición grande en cuarto pesa diez o doce. ¿Cuántas Biblias Doré se comería el elefante de una sentada?
-Si usted conociera a ese elefante, no lo pregunta­ría. Comería las que hubiera.
-Expresémoslo, entonces, en forma de dólares y cen­tavos. Hay que averiguarlo de algún modo. El Doré vale cien dólares el ejemplar, en cuero de Rusia, biselado.
El elefante necesitaría unos cincuenta mil dólares... digamos, una edición de quinientos ejemplares.
-Eso, ya es más exacto. Tomaré nota. Muy bien. Le gustan los hombres y las Biblias. Hasta aquí, todo va bien. ¿Qué más podría comer el elefante? Necesito de­talles.
-Cambiaría las Biblias por ladrillos, dejaría los la­drillos para comer botellas, las botellas para comer ropa, dejaría la ropa para comer gatos, dejaría los gatos para comer ostras, dejaría las ostras para comer jamón, deja­ría el jamón para comer azúcar, dejaría el azúcar para comer pastel, dejaría el pastel para comer patatas, deja­ría las patatas para comer salvado, dejaría el salvado para comer avena, dejaría la avena para comer arroz, ya que ha sido criado preferentemente a base de arroz. Sólo re­chazaría la manteca europea y aun quizá la comiera si la probara.
-Perfectamente. La cantidad total ingerida en una comida... digamos unos...
-Una cantidad que va de un cuarto de tonelada a media tonelada.
-Y bebe...
-Todo lo fluido. Leche, agua, whisky, melaza, aceite de castor, aceite de trementina, ácido fénico, cualquier fluido, salvo el café europeo.
-Muy bien. ¿Y en cuanto a la cantidad?
-Anote por favor, de cinco a quince barriles. Su sed varía; sus demás apetitos, no.
-Esas cosas son inusuales. Deben servirnos como excelentes pistas para dar con él.
Blunt oprimió el timbre.
-Alarico, llame al capitán Burns.
Vino Burns. El inspector Blunt le contó todo el asun­to, detalle por detalle. Luego, dijo con el tono claro y firme de un hombre cuyos planes están claramente defi­nidos y que está acostumbrado a dar órdenes:
-Capitán Burns, destaque a los detectives Jones, Da­vis, Halsey, Bates y Hackett para que busquen al elefante.
-Sí, señor.
-Destaque a los detectives Mortes, Dakin, Murphy, Rogers, Tupper, Higgins y Bartolomew para que vayan tras los ladrones.
-Sí, señor.
-Ponga una fuerte custodia -una guardia de treinta hombres escogidos, con un relevo de treinta- en el lugar donde robaron el elefante, para que lo vigilen severamen­te y no permitan acercarse a nadie -con excepción de los periodistas- sin órdenes escritas de mi parte.
-Sí, señor.
-Ponga a los detectives con ropa de civiles y en el ferrocarril, en los barcos y en las estaciones de ferryboats y en todas las carreteras que lleven afuera de Jersey, con orden de registrar a todas las personas sospechosas.
-Sí, señor.
-Dé a todos esos hombres fotografías y la descrip­ción del elefante y ordéneles que registren todos los tre­nes y ferryboats que partan y otros navíos.
-Sí, señor.
-Si pueden encontrar al elefante, que se apoderen de él y me lo comuniquen por telégrafo.
-Sí, señor.
-Que me informen en seguida si se encuentra alguna pista, pisadas del animal o algo similar.
-Sí, señor.
-Consiga una orden de que la policía de puertos vigile atentamente la línea costera.
-Sí, señor.
-Despache detectives vestidos de civil por todas las líneas ferroviarias, al Norte hasta llegar al Canadá, al Oeste hacia Ohio, al Sur hasta Washington.
-Sí, señor.
-Coloque peritos en todas las oficinas telegráficas para escuchar todos los mensajes y que exijan que se les aclaren todos los despachos cifrados.
-Sí, señor.
-Que todas esas cosas se hagan con la mayor dis­creción, recuérdelo. Con el más impenetrable secreto.
-Sí, señor.
-Infórmeme con presteza a la hora de costumbre.
-Sí, señor.
-¡Vaya!
-Sí, señor.
Se fue.
El inspector Blunt quedó en silencio y pensativo du­rante unos instantes, mientras el fuego de sus ojos se enfriaba y extinguía. Después, se volvió hacia mí y dijo, con voz plácida:
-No soy afecto a las jactancias, no acostumbro ha­cer tal cosa; pero... hallaremos el elefante.
Le estreché la mano con entusiasmo y le di las gra­cias; y eran muy sinceras. Cuanto más veía a aquel hom­bre, más me agradaba y más admiración sentía ante los misteriosos prodigios de su profesión. Después nos se­paramos al llegar la noche y volví a casa sintiéndome mu­cho más alegre que al ir a su oficina.

II

A la mañana siguiente todo apareció en los periódi­cos, con los más pequeños detalles. Hasta había agrega­dos, consistentes en la "teoría" del detective Fulano y el detective Zutano y el detective Mengano acerca de la forma cómo se había efectuado el robo, sobre quiénes eran los ladrones y adónde habían escapado con su botín. Había once de estas teorías y abarcaban todas las posi­bilidades; y este solo hecho prueba cuan independiente son para pensar los detectives. No había dos teorías aná­logas, ni siquiera parecidas, con excepción de un detalle sorprendente, en el cual coincidían absolutamente las once teorías. Ese detalle era que, aunque en la parte posterior de mi edificio había un boquete y la única puerta seguía estando cerrada con llave, el elefante no había sido lleva­do por el boquete, sino por alguna otra abertura (no des­cubierta). Todos concordaban en que los ladrones habían hecho aquel boquete sólo para despistar a los detectives. Esto jamás se me habría ocurrido a mí o a cualquier otro profano, quizá, pero no había confundido a los detectives ni por un momento. Por eso, lo que yo había supuesto el único detalle falto de misterio, era en realidad lo que más me había inducido a error.
Las once teorías indica­ban a los presuntos ladrones, pero ni siquiera dos de ellas nombraban a los mismos ladrones; el total de las perso­nas sospechosas era de treinta y siete. Todas las cróni­cas de los distintos periódicos terminaban con la más importante de las opiniones, la del inspector en jefe Blunt. Parte de estas declaraciones, decía lo siguiente:
"El jefe sabe quiénes son los principales culpables, Duffy El Simpático y El Rojo MacFadden. Diez días antes del robo, el jefe sabía ya que éste iba a ser intentado y había procedido cautelosamente a hacer seguir a los dos destacados malhechores; pero, por desgracia, la noche en cuestión se perdieron sus huellas y antes de que pudie­sen ser hallados de nuevo, el pájaro había volado... di­gamos, más bien, el elefante.
"Duffy y MacFadden son los truhanes más audaces de la profesión; el jefe tiene razón al pensar que fueron ellos quienes robaron la estufa de la central de detectives una inclemente noche del invierno pasado, como consecuen­cia de lo cual el jefe y todos los detectives estuvieron antes de la mañana siguiente en manos de los médicos, algunos con los pies helados, otros con los dedos, las orejas u otros miembros helados."
Cuando acabé de leer la primera mitad de este suelto, me asombró más que nunca la prodigiosa sagacidad de aquel hombre extraño. Blunt no sólo veía con claridad todo lo presente, sino que ni siquiera podía serle ocultado el futuro. No demoré en ir a su oficina y le manifesté que sentía un incontenible deseo de que hiciera arrestar a aquellos hombres y nos ahorrara así inconvenientes y per­plejidades; pero su réplica fue sencilla y concluyente.
-A nosotros no nos corresponde impedir el delito, sino castigarlo. No podemos castigarlo antes que se co­meta.
Le hice notar que el estricto secreto con que empe­záramos había sido estropeado por los periódicos y que no sólo se habían revelado todos nuestros planes y pro­pósitos, sino que hasta se había publicado el nombre de todas las personas sospechosas, éstas, sin duda, se dis­frazarían ahora o se ocultarían.
-Déjelas usted -me dijo Blunt. Ya verán que, cuando yo esté listo, mi mano caerá sobre ellas, en sus escondites, infalible como la mano del destino. En cuanto a los periódicos, tenemos que complacerlos. La fama, la reputación, la constante mención pública; todo esto es el pan y la manteca del detective. Éste debe publicar sus hechos, de lo contrario se podría creer que no los tiene; debe publicar su teoría, ya que nada es más extraño o impresionante que la teoría de un detective o le vale más asombrado respeto. Debemos publicar nuestros planes, porque los periódicos quieren saberlos y no podemos ne­garnos sin ofenderlos. Debemos mostrarle constantemen­te al público qué estamos haciendo, o creerá que no ha­cemos nada. Es mucho más agradable que un diario diga: "La ingeniosa y excepcional teoría del inspector Blunt es la siguiente", que verle escribir alguna cosa áspera, o, lo que es peor, algo sarcástico.
-Comprendo la fuerza de su argumentación. Pero he advertido que, en una parte de sus declaraciones pe­riodísticas de esta mañana, usted se negó a revelar su opinión sobre un punto de poca importancia.
-Sí. Siempre hacemos eso; causa buen efecto. Ade­más, yo no me había formado una opinión al respecto, de todos modos.
Puse una gran suma de dinero en manos del inspec­tor para encarar los gastos corrientes y me senté ala espera de noticias. Ahora, confiábamos en que los tele­gramas empezarían a llegar de un momento a otro. En el intervalo, releí los periódicos y también nuestra circular descriptiva y noté que la recompensa de veinticinco mil dólares parecía ser ofrecida nada más que a los detecti­ves. Dije que, en mi opinión, la recompensa debía ofre­cerse a quienquiera que encontrara al elefante. El inspec­tor manifestó:
-Los detectives encontrarán al elefante, de modo que la recom-pensa irá adonde debe ir. Si lo encuentran otras personas, será solamente observando a los detectives y usando las pistas e indicaciones robadas a ellos y esto, al fin de cuentas, autorizará a los detectives a quedarse con la recompensa. La verdadera finalidad de la recom­pensa es estimular a los hombres que consagran su tiem­po y su afinada sagacidad a ese tipo de trabajo y no otor­gar beneficios a los ciudadanos que por azar tropiecen con una presa, sin habérselos ganado con su propio mé­rito y trabajo.
Esto, a decir verdad, era bastante razonable. En ese momento, el telégrafo del rincón comenzó a emitir chas­quidos y el resultado fue el siguiente despacho:

Estación Flower, Nueva York. 7.30 a. m.

Encontré pista. A través de granja próxima, vi suce­sión profundas huellas. Las seguí tres kilómetros direc­ción Este sin resultado. Creo elefante se ha dirigido Oeste. Ahora, lo seguiré en esa dirección.

DARLEY, detective.

-Darley es uno de los más destacados hombres de las fuerzas policiales -dijo el inspector-. Pronto volve­remos a tener noticias de él.
Llegó el telegrama nº 2:

Barker's, Nueva Jersey. 7.40 a. m.

Acabo de llegar. Anoche fue violentada aquí fábrica de vidrio y sustrajeron ochocientas botellas. La sola agua existe cercanías está a ocho kilómetros distancia. Iré allí. El elefante debe estar sediento. Las botellas estaban va­cías.         

BAKER, detective.

-También esto promete -dijo el inspector-. Ya le dije que el apetito de ese animal no sería mala pista.

El telegrama nº 3:

Taylorville, Long Island. 8.15 a. m.

Parva heno desapareció cerca aquí noche. Seguramen­te comida. Tengo pista y parto.

HUBBARD, detective.

-¡Cómo va de un lado al otro ese animal! -dijo el inspector-. Yo sabía que nos iba a dar trabajo, pero lo atraparemos.

Estación Flower, Nueva York. 9 a. m.

Seguí huellas cinco kilómetros dirección Oeste. Son grandes, hondas e irregulares. Acabo encontrar chacarero que dice no son huellas elefante. Dice son agujeros que él cavó para árboles de sombra al helarse tierra invierno pasado. Espero órdenes conducta a seguir.

DARLEY, detective.

-¡Ajá! ¡Un cómplice de los delincuentes! Estamos pi­sando sobre caliente -exclamó el inspector.
Le dictó el siguiente telegrama a Farley:

Apréselo y oblíguelo indicar cómplices. Siga huellas... hasta Pacífico, si hace falta.

JEFE BLUNT.

El telegrama siguiente:

CONEY POINT, Pensilvania. 8.45 a. m.

Anoche, atracadas oficinas compañía gas y robados tres meses facturas impagas. Hay pista y me pongo cam­paña.

MURPHY, detective.
-¡Santo Dios! -exclamó el inspector. ¿Sería capaz el elefante de comerse facturas de gas?
-Por ignorancia, sí; pero esos papeles no permiten mantener la vida. Al menos, por sí solos.
Luego, llegó este conmovedor telegrama:

Ironville, Nueva York. 9.30 a. m.

Acabo de llegar. Pueblo estupefacto. Elefante pasó por aquí cinco de la mañana. Algunos dicen que fue al Este, otros al. Oeste, otros, al Norte y otros al Sur; pero tolos aseguran no haber esperado para fijarse bien, Mató caballo; conseguí trozo caballo como pista. Lo mató con trompa; dado estilo golpe, creo golpeó hacia izquierda. Dada posición que está caballo, creo elefante se encaminó Norte a lo largo línea ferrocarril Berkley. Lleva cuatro horas y media ventaja, pero encontraré su pista en seguida.

HAWES, detective.

Di gritos de alegría. El inspector permaneció impasi­ble, como una imagen tallada. Con serenidad apretó su timbre.
-Alarico envíeme al capitán Burns. Vino Burns.
-¿Cuántos hombres están listos para órdenes inme­diatas?
-Noventa y seis, señor.
-Mándelos al Norte sin demora. Que se concentren a lo largo de la línea de la carretera de Berkley, al norte de Ironville.
-Sí, señor.
-Que efectúen sus movimientos con la máxima re­serva. Apenas estén en libertad los demás, téngalos dis­ponibles.
-Sí, señor. 
-¡Vaya! 
-Sí, señor.
A poco, llegó otro telegrama:

Sage Corners, Nueva York. 10.30

Acabo de llegar. Elefante pasó por aquí 8.15 horas. Todos escaparon pueblo menos un policía. Parece elefante no golpeó policía sino farol. Alcanzó ambos. Tengo trozo policía como pista.

STUMM, detective.

-De modo que el elefante ha ido hacia el Oeste -dijo el inspector-. Con todo no podrá huir, porque mis hom­bres están diseminados por toda esa zona.
El telegrama siguiente decía:

Glover's, 11.15

Acabo de llegar. Pueblo desierto, excepto enfermos y ancianos. Elefante pasó hace tres cuarto hora. Sesio­naba junta antitemplanza; metió trompa ventana y les echó agua aljibe. Algunos la tragaron y murieron; hay varios ahogados. Detectives Cross y O'Shaughnessy atravesaban ciudad, pero iban Sur; de manera que no vieron elefante. Toda zona varios kilómetros redonda terror; gente aban­donan sus casas. Adondequiera se vuelven, encuentran elefante; muchos muertos.

BRANT, detective.

Aquellos estragos me apenaban a tal punto, que sentí deseos de llorar. Pero el inspector se limitó a decir:
-Ya lo ve. .. Le estamos pisando los talones. Intuye nuestra presencia; ha vuelto de nuevo hacia el Este.
Con todo, nos esperaban más noticias intranquiliza­doras. El telégrafo trajo esto...

Hoganport, 12.19

Acabo de llegar. Elefante pasó hace media hora, cau­sando salvaje pánico y excitación. Se lanzó enfurecido calles; de dos plomeros que pasaban, mató a uno; el otro escapó. Pesadumbre general.

O'FLAHERTY, detective.

-Ahora, el animal está exactamente en medio de mis hombres -dijo el inspector. Nada puede salvarlo.
Luego sobrevino una serie de telegramas de detecti­ves desparramados por Nueva Jersey y Pensilvania y que iban detrás de pistas consistentes en graneros, fábricas y bibliotecas de escuelas dominicales destruidos, con grandes esperanzas…esperanzas que, en realidad, valían tanto como certezas. El inspector dijo:
-Me gustaría comunicarme con ellos y ordenarles que fueran hacia el Norte, pero es imposible. Un detective sólo va a la oficina telegráfica para enviar un informe; después, vuelve a salir y uno no sabe cómo echarle mano.
Luego, llegó este despacho:

Bridgeport, Connecticut. 12.15

Barnum ofrece cantidad fija cuatro mil dólares anuales por derechos exclusivos usar elefante medio publicidad viajero desde ahora hasta que detectives lo arresten. Quie­re pegar affiches circo en él. Pide respuesta inmediata.

BIGGS, detective.

-¡Es completamente absurdo! -exclamé.
-Por supuesto -dijo el inspector. Evidentemente el señor Barnum, que se cree tan astuto, no sabe quien soy... pero yo sí sé quién es él.

Oferta señor Barnum rechazada. Siete mil dólares o nada.

EL JEFE BLUNT.

-Ya está. No necesitaremos aguardar mucho tiempo una respuesta. El señor Barnum no está en casa: está en la oficina del telégrafo, de acuerdo con su costumbre cuando trata negocios urgentes. Dentro de tres...

Aceptado. -P. T. BARNUM.

Tal fue la interrupción de los tictacs telegráficos. An­tes que yo pudiera comentar este insólito episodio, el siguiente despacho llevó mis pensamientos por otro muy angustioso cauce...

Bolivia, Nueva York. 12.50

El elefante llegó aquí del Sur y pasó hacia bosque 11,50, desbaratando cortejo fúnebre por camino y restán­dole a dos plañideros. Pobladores dispararon contra él varias pequeñas balas cañón luego huyeron. El detective Burke y yo llegamos diez minutos después, desde Norte, pero confundimos unas excavaciones con pisadas y perdimos por eso mucho tiempo; finalmente encontramos bue­na pista y la seguimos hasta bosques. Luego, apoyamos en tierra manos y rodillas y continuamos vigilando aten­tamente huella y así la seguimos al internarse maleza. Burke se había adelantado. Desgraciada-mente, animal se detuvo descansar; de modo que Burke, la cabeza incli­nada, atento a huella, chocó con patas traseras elefante antes advertir su proximidad. Burke se puso de pie inme­diatamente, aferró cola y gritó con júbilo: "Reclamo la..., pero no dijo más, ya que un solo golpe enorme trompa redujo valiente detective a fragmentos.

Huí hacia atrás y elefante se volvió y me siguió hacia borde bosque, a enorme velocidad y yo habría estado perdido sin poderlo remediar, de no haber intervenido nuevamente restos cor­tejo fúnebre, que atrajeron su atención pero esto no es gran pérdida, ya que sobra material para otro. Mientras tanto, elefante vuelto desaparecer.

MULROONEY, detective.

No recibimos más noticias que las enviadas por los diligentes y confiados detectives diseminados por Nueva Jersey, Pensilvania, Delaware y Virginia -que seguían nuevas y estimulantes pistas- hasta que, poco después de las 2 de la tarde, llegó este telegrama...

"Baxter Centre 2.15

El elefante estuvo aquí, cubierto cartelones circo y disolvió reunión religiosa, derribando y dañando a muchos que se disponían a pasar mejor vida. Los pobladores lo cercaron y establecieron guardia. Cuando llegamos de­tective Brown y yo, penetramos cerco y procedimos iden­tificar elefante por fotografía y señas. Todas coincidían excepto una, que no pudimos ver: cicatriz forúnculo bajo axila. Por cierto que Brown se arrastró debajo de él para mirar y elefante le aplastó cráneo…mejor dicho, te aplastó y destruyó la cabeza, aunque nada salió de inte­rior. Todos escaparon; lo mismo elefante, golpeando a diestra y siniestra con gran efecto. Animal escapó, pero degrandes rastros sangre a causa heridas causadas por balas cañón. El redescubrimiento seguro. Se dirigió al Sur, a través denso bosque."

BRENT, detective.

Éste fue el último telegrama. Al llegar la noche des­cendió una niebla tan espesa, que no podían verse las cosas que estaban a un metro de distancia. Esto duró toda la noche. Los ferryboats y hasta los autobuses tu­vieron que dejar de circular.

III

Al otro día, los periódicos estaban llenos de teorías detectivescas como antes. También aparecieron con lujo de detalles todos nuestros trágicos acontecimientos y mu­chas cosas más que los periódicos recibieron de sus co­rresponsales por telégrafo. Dedicaban al hecho columnas y más columnas, con destacados titulares, a tal punto, que me causaba angustia leer aquello. Su tono general era el siguiente:

"¡El elefante blanco en libertad! ¡Arremete en su mar­cha fatal! ¡Pueblos enteros abandonados por sus pobla­dores, poseídos por el pánico! ¡El pálido terror lo precede, la muerte y la devastación lo siguen! ¡Lo persiguen los detectives! ¡Graneros destruidos, fábricas desventradas, cosechas devoradas, reuniones públicas dispersadas, acom­pañadas por escenas de carnicería imposible de describir! ¡Las teorías de los treinta y cuatro detectives de la poli­cía! ¡La teoría del jefe Blunt!"

-¡Eso es! -gritó el inspector, traicionando casi su excitación. ¡Esto es formidable! Es la ganga más gran­de que haya tenido nunca una institución detectivesca. Su fama llegará hasta los confines de la tierra y perdu­rará hasta el fin de los tiempos, y mi nombre con él.
Pero para mí no había alegría. Me parecía que había sido yo quien había cometido todos aquellos sangrientos crímenes y que el elefante sólo era mi irresponsable agente. ¡Y cómo había aumentado la lista! En cierto sitio, el elefante se había entrometido en una elección y matado a cinco electores que votaran por partida triple. A esto había seguido la muerte de dos inocentes señores llama­dos O'Donohue y McFlannigan, que "acababan de hallar cobijo en el país de los oprimidos del mundo entero el día anterior, y se disponían a ejercitar el noble derecho de los ciudadanos norteamericanos en las urnas, momen­to en que fueron desintegrados por la despiadada mano del Azote de Siam". En otro lugar, el elefante había dado con un extravagante predicador sensacionalista que preparaba sus heroicos ataques de la temporada por venir contra el baile, el teatro y otras cosas que no podían de­volver el golpe, y lo había aplastado. Y en un tercer lugar había "matado a un corredor de pararrayos".
Y así aumen­taba la lista, cada vez más roja y cada vez más desalen­tadora. Ya eran sesenta los muertos y doscientos cuaren­ta los heridos. Todos los informes testimoniaban la acti­vidad y devoción de los detectives y terminaban con la observación de que "trescientos mil ciudadanos y cuatro detectives vieron al horrible animal y éste aniquiló a don­de estos últimos".
Yo temía oír nuevamente el martillear del telégrafo. Poco a poco, empezaron a llegar torrencialmente los mensajes, pero su carácter me causó una agradable decep­ción. Pronto fue evidente que se había perdido toda pista del elefante. La niebla le había permitido buscar un buen escondite sin ser visto. Telegramas recibidos de los pun­tos más ridículamente lejanos, daban cuenta de que se había vislumbrado una vaga y enorme mole a través de la niebla a tal y cual hora, y que "se trataba indudable­mente del elefante". La vaga mole había sido entrevista en New Haven, New Jersey, Pensilvania, en el interior del estado de Nueva York, en Brooklyn... ¡y hasta en la pro­pia ciudad de Nueva York! Pero, en todos los casos, la enorme y vaga mole había desaparecido velozmente y sin dejar huellas. Todos los detectives del gran contingente policial disperso sobre aquella vasta extensión del país, despachaban informes hora tras hora y cada uno de ellos tenía una pista y seguía a algo y le estaba pisando los talones.
Pero el día transcurrió sin más novedades. Al día siguiente, lo mismo.
Al otro día, lo mismo.
Las informaciones periodísticas comenzaron a resul­tar monótonas, con sus hechos que nada decían, con sus pistas que a nada conducían, y con sus teorías que ha­bían agotado casi los elementos que asombran y deleitan y deslumbran.
Por consejo del inspector, dupliqué la recompensa ofrecida.
Transcurrieron otros cuatro días sombríos. Después, los pobres y diligentes detectives sufrieron un duro golpe; los periodistas se negaron a publicar sus teorías, y dije­ron con indiferencia:
-Denos un descanso.
Dos semanas después de la desaparición del elefante, obediente al consejo del inspector, aumenté la recompen­sa a 75.000 dólares. La cantidad era grande, pero decidí sacrificar mi fortuna personal antes que perder mi repu­tación ante el gobierno. Ahora que la adversidad se en­sañaba con los detectives, los periódicos se volvieron Contra ellos y se dedicaron a herirlos con los más pun­zantes sarcasmos. Esto les sugirió una idea a los canto­res cómicos del teatro, que se disfrazaron de detectives y dieron caza al elefante a través del escenario, en la forma más extravagante.
Los caricaturistas dibujaron a los detectives registrando el país con prismáticos, mien­tras el elefante desde atrás de ellos, les robaba manza­nas de los bolsillos. Y bosquejaron toda clase de ridícu­los dibujos de la medalla detectivesca; sin duda, ustedes habrán visto estampada en oro esa medalla en la contra­tapa de las novelas policiales. Se trata de un ojo des­mesuradamente abierto, con la leyenda: "Nosotros nunca dormimos". Cuando los detectives pedían una copa, el tabernero, con ínfulas de chistoso, resucitaba una vieja forma de expresión y decía: "¿Quiere usted un trago de esos que hace abrir los ojos?"[1]. La atmósfera estaba cargada de sarcasmos.
Pero había un hombre que se movía con calma, sin darse por afectado ni rozado por las pullas. Era aquel ser de corazón de roble que se llamaba el inspector Blunt. Su valiente ojo nunca cedía en su vigilancia, su serena confianza jamás flaqueaba. Siempre decía:
-Que sigan con sus burlas; el que ríe último, ríe mejor.
Mi admiración por aquel hombre se convirtió en algo similar a la adoración. Yo estaba siempre a su lado. Su oficina se había convertido para mí en un sitio desagra­dable, y esta sensación aumentaba cada día. Con todo, si él podía soportarlo, yo me proponía hacer lo mismo; al menos, mientras fuera posible. De manera que iba con regularidad y me quedaba; era el único extraño que pare­cía con fuerzas para hacerlo. Todos se asombraban de que yo pudiese hacerlo, y con frecuencia, me parecía que debía marcharme, pero en esas oportunidades observaba aquel rostro sereno y aparentemente inconsciente, y me mantenía firme.
Unas tres semanas después de la desaparición del elefante, a punto de manifestar que me veía obligado a arriar mi bandera y retirarme, el gran detective contra­rrestó este pensamiento proponiendo una jugada más so­berbia y magistral.
Ésta consistía en pactar con los ladrones. La inago­table inventiva de aquel hombre superaba todo lo que yo viera, a pesar de mis abundantes cambios de ideas con los cerebros más vigorosos del mundo.
Blunt dijo que transaría en 100.000 dólares y recuperaría al elefante. Yo dije que esperaba reunir esa cantidad, pero, ¿qué sería de los pobres detectives que habían trabajado tan sacri­ficadamente?... Blunt dijo:
-En las transacciones, les toca siempre la mitad.
Esto contrarrestó mi única objeción. De modo que el inspector escribió dos misivas con este contenido:

"Estimada señora: Su marido puede obtener una gran cantidad de dinero (y verse totalmente protegido por la ley) concertando una entrevista inmediata conmigo."

EL JEFE BLUNT.

Envió una de estas cartas con su emisario confiden­cial a la "presunta esposa" del simpático Duffy y la otra a la presunta esposa del Rojo McFadden.
Al cabo de una hora, llegaron estas ofensivas res­puestas.

"Viejo estúpido: El simpático Duffy murió hace dos años."  

BRIGIDA MAHONEY.

"Jefe Blunt: El Rojo McFadden fue ahorcado hace 18 meses. Todos los burros, menos los detectives, lo saben."

MARY O'HOOLIGAN.

-Yo sospechaba esto desde hace tiempo -manifes­tó el inspector-. Este testimonio prueba la infalible pre­cisión de mi instinto.
Apenas fracasaba uno de sus recursos, tenía otro pronto. Escribió rápidamente un aviso para los matutinos y conservó un ejemplar:

"A - xwblv. 242. N. Tjnd - fz 328 wmlg. Ozpo, - 2 m! ogw. Mum. "

Dijo que si el ladrón estaba vivo, esto lo llevaría a la entrevista corriente. Explicó, además, que la entrevista corriente era un lugar donde se resolvían todos los asun­tos entre los detectives y los delincuentes. La entrevista tendría lugar a las doce de la noche siguiente.
Nada podíamos hacer hasta ese momento y yo me apresuré a irme de la oficina y me sentí realmente agra­decido por ese privilegio.
La noche siguiente, a las once, llevé los 100.000 dó­lares en billetes y se los entregué al jefe, y poco después éste se despidió, con su firme confianza de antaño incon­movible en los ojos. Pasó una hora casi interminable; luego oí su grato andar y me levanté con una exclamación entrecortada y tambaleándome. ¡Qué llama de victoria ar­día en sus ojos! Y dijo:
-¡Hemos transado! ¡Los bromistas cantarán mañana una canción muy distinta! ¡Sígame!
Tomó una vela encendida y bajó al vasto sótano abo­vedado, donde dormían siempre sesenta detectives, y don­de un numeroso grupo estaba en esos momentos jugando a los naipes para matar el tiempo. Lo seguí de cerca. Me dirigí rápidamente al oscuro y lejano extremo del apo­sento y en el preciso instante cuando sucumbía a una sensación de asfixia y poco me faltaba para desvanecer­me, Blunt tropezó y cayó sobre los estirados miembros de un voluminoso objeto, y le oí exclamar, inclinándose:
-Nuestra noble profesión queda rehabilitada. ¡Aquí está su elefante!
Me trasladaron a la oficina de la planta baja y me hicieron recobrar el sentido con ácido fénico. Luego, pe­netró allí como un enjambre todo el cuerpo de detectives v hubo otro desborde de triunfante júbilo, como yo no ha­bía visto nunca. Llamaron a los reporteros, se abrieron cajas de champaña, se pronunciaron brindis, los apreto­nes de manos y las felicitaciones fueron continuos y en­tusiastas.
Naturalmente, el jefe era el héroe del día, y su felicidad era tan grande y había sido ganada de una manera tan paciente y noble y valerosa, que me sentí feliz al verlo, aunque yo era ahora un pordiosero sin hogar, con mi inestimable carga muerta, y mi situación en la administración pública de mi país se había perdido para siempre, dado lo que parecería por siempre una ejecu­ción funestamente negligente, de una importante misión. Muchos elocuentes ojos dieron muestras de su profunda admiración por el jefe y muchas detectivescas voces mur­muraron: "Mírenlo: es el rey de la profesión. Basta con darle un rastro y no necesita más. No hay cosa escon­dida que él no pueda encontrar". La distribución de los 50.000 dólares proporcionó gran placer; cuando hubo ter­minado, el jefe pronunció un discursito mientras se metía en el bolsillo su parte, y dijo en el transcurso del mismo:
-Disfruten ese dinero, muchachos, porque se lo han ganado. Y algo más: han ganado inmarcesible fama para la profesión detecti-vesca.
Llegó un telegrama, cuyo contenido era el siguiente:

Monroe, Michigan; 10 p. m.

"Por primera vez encuentro oficina telégrafos en más de tres semanas, Seguí huellas, a caballo, a través bos­ques, a mil seiscientos kilómetros de aquí y son más fuertes y grandes y frescas cada día. No se preocupe; una semana más y tendré elefante. Esto es segurísimo."

DARLEY, detective.

El jefe ordenó que se dieran tres vítores por "Darley, uno de los principales cerebros del cuerpo de detectives", y dispuso luego que se le telegrafiara, para que regre­sase y recibiera su parte de la recompensa.
Así concluyó el maravilloso episodio del elefante ro­bado. Los periódicos prodigaron de nuevo sus elogios al día siguiente, con una sola y despreciable excepción. La del que manifestó: "¡Qué cosa grande es el detective! Podrá ser un poco lento para encontrar una pequeñez tal como un elefante extraviado, podrá darle caza durante todo y dormir con su putrefacto esqueleto durante tres semanas, pero lo encontrará por fin..., ¡si puede conse­guir que el hombre que lo indujo a error le indique el lugar!".
Yo había perdido al pobre Hassan para siempre. Las balas de cañón le habían causado heridas fatales. Se ha­bía arrastrado hacia aquel lugar hostil, situado en medio de la niebla; y allí, rodeado por sus enemigos y en cons­tante peligro de ser encontrado, había perecido de ham­bre y sufrido, hasta que con la muerte le llegó la paz.
La transacción me costó 100.000 dólares, mis gastos de investigación 42.000. Jamás volví a pedir un cargo público, estoy arruinado y me he convertido en un vaga­bundo, pero mí admiración por ese hombre, a quien con­sidero el detective más grande que el mundo haya produ­cido, se mantiene viva hasta hoy y seguirá así hasta el fin de mis días.

1.067. Twain (Mark),





[1]"Eye-opener", bebida que se toma de noche para despejarse. Literalmente: "que abre el ojo". (N. del T.)

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