Hace mucho tiempo un
muchacho genovés, de trece años, hijo de un obrero, viajó desde Génova hasta
América sólo para buscar a su madre.
Ella se había ido dos
años antes a Buenos Aires, capital de Argentina, para ponerse al servicio de
alguna casa rica y ganar así, en poco tiempo, el dinero necesario para levantar
a la familia, la cual, por efecto de varias desgracias, había caído en la
pobreza y tenía muchas deudas. No son pocas las mujeres animosas que hacen tan
largo viaje con aquel objetivo. Gracias a los buenos salarios que allí
encuentran las personas que se dedican a servir, éstas vuelven a su patria, al
cabo de algunos años, con algunos miles de pesos.
La pobre madre había
llorado lágrimas de sangre al separarse de sus hijos, uno de dieciocho años y
otro de once; pero marchó muy animada y con el corazón lleno de esperanzas. El
viaje fue feliz; apenas llegó a Buenos Aires encontró en seguida, por medio de
un comerciante genovés, primo de su marido, establecido allí desde hacía mucho
tiempo, una excelente familia del país, que le daba buen salario y la trataba
bien.
Por algún tiempo mantuvo
con los suyos una correspondencia regular. Como habían convenido entre sí, el
marido dirigía las cartas al primo, quien las entregaba a la mujer; ésta, a su
vez, le daba las contestaciones para que las mandase a Génova, escribiendo él,
por su parte, algunos renglones. Ganaba ochenta pesos al mes, y como no gastaba
nada en ella, enviaba a su casa, cada tres meses, una buena suma, con la cual
el marido, que era un hombre de bien, iba pagando poco a poco las deudas más
urgentes y adquiriendo así buena reputación. Entre tanto, trabajaba y estaba
contento con lo que hacía; pero también esperaba que su mujer volviera dentro
de poco, pues la casa parecía que estaba como en sombra desde que ella faltaba,
y el hijo menor, que quería mucho a su madre, se entristecía y no podía
resignarse a su ausencia.
Pero transcurrido un año
desde la marcha, después de una carta breve en la que decía no estar bien de
salud, no se recibieron más. Escribieron dos veces al primo, y éste no
contestó. Escribieron, también, a la familia del país donde estaba sirviendo la
mujer; pero sospecharon que no llegaría la carta, porque habían equivocado el
nombre en el sobre, y, en efecto, no tuvieron contestación.
Temiendo una desgracia,
se dirigieron al consulado italiano de Buenos Aires, pidiéndole que hiciese
investigaciones; después de tres meses, les contestó el cónsul: a pesar del
anuncio publicado en los periódicos, nadie se había presentado, ni para dar
noticias. Y no podía suceder de otro modo, entre otras razones, por ésta: que
con la idea de salvar el decoro de su familia, que creía manchar trabajando
como criada, la buena mujer no había dicho a la familia argentina su verdadero
nombre.
Pasaron otros meses sin
que tampoco hubiera ninguna noticia. Padre e hijos estaban consternados; el más
pequeño se sentía oprimido por una tristeza que no podía vencer. ¿Qué hacer? ¿A
quién recurrir? La primera idea del padre fue marcharse a buscar a su mujer a
América. Pero ¿y el trabajo? ¿quién sostendría a sus hijos? Tampoco podía
marchar el hijo mayor, porque comenzaba entonces a ganar algo y era necesario
para la familia. En
este afán vivían, repitiendo todos los días las mismas conversaciones dolorosas
o mirándose unos a otros en silencio. Una noche, Marcos, el más pequeño, dijo
resueltamente:
-Voy a América a buscar a
mi madre.
El padre movió la cabeza
tristemente, y no respondió. Era un buen pensamiento, pero impracticable. ¡A
los trece años, solo, hacer un viaje a América, cuando se necesitaba un mes
para llegar! Pero el muchacho insistió pacientemente. Insistió aquel día, el
siguiente, todos los días, con gran parsimonia, y razonando como un hombre.
-Otros han ido -decía-,
más pequeños que yo. Una vez que esté en el barco, llegaré allí como los demás,
y no tendré más que buscar la casa del tío. Como hay allá tantos italianos,
alguno me enseñará la
calle. Encontrando al tío, encuentro a mi madre, y si no la
encuentro, buscaré al cónsul y a la familia argentina. Haya ocurrido lo que
haya ocurrido hay allí trabajo para todos; yo también encontraré una ocupación
que me permita, al menos, ganar lo suficiente para volver a casa.
Y así, poco a poco, casi
llegó a convencer a su padre. Éste lo apreciaba, sabía que tenía juicio y
ánimo, que estaba acostumbrado a las privaciones y los sacrificios, que todas
estas buenas cualidades reforzaban su decisión de buscar a su madre a quien
adoraba. Sucedió también que cierto comandante de un buque mercante amigo de un
conocido suyo, habiendo oído hablar del asunto, se empeñó en ofrecerle, gratis,
un billete de tercera clase para ir a Argentina. Entonces, después de nuevas
vacilaciones, el padre consintió y se decidió el viaje. Llenaron de ropa un
pequeño baúl, le pusieron algunas liras en el bolsillo, le dieron las señas del
tío, y una hermosa tarde del mes de abril lo embarcaron.
-Marcos, hijo mío -le
dijo el padre, dándole el último beso con lágrimas en los ojos, sobre la
escalerilla del buque que estaba por salir: ¡Ten ánimo, vas con un fin santo;
Dios te ayudará!
¡Pobre Marcos! Tenía
corazón esforzado y estaba preparado también para las más duras pruebas de
aquel viaje; pero cuando vio desaparecer del horizonte la hermosa Génova y se
encontró en alta mar, sobre aquel gran navío lleno de compatriotas que
emigraban, solo, desconocido de todos, con aquel pequeño baúl que encerraba
toda su fortuna, le asaltó un repentino desánimo.
Dos días permaneció
arrinconado en la proa, como un perro, casi sin comer y sintiendo gran
necesidad de llorar. Toda clase de tristes pensamientos lo asaltaban, y el más
triste, el más terrible era el que más se apoderada de él: el pensamiento de
que hubiese muerto su madre. En sus sueños interrumpidos y penosos, veía
siempre la faz de un desconocido que lo miraba con aire de compasión, y después
le decía al oído: "¡Tu madre ha muerto!" Y entonces se despertaba
ahogando un grito.
Al fin, pasado el
estrecho de Gibraltar, en cuanto vio el océano Atlántico, tomó un poco de ánimo
y cobró esperanzas. Pero fue un breve alivio. Aquel inmenso mar, igual siempre,
el creciente calor, la tristeza de toda aquella pobre gente que lo rodeaba, el
sentimiento de la propia soledad, volvieron a echar por tierra sus pasados
bríos.
Los días se sucedían
tristes y monótonos, confundiéndose unos con otros en la memoria, como les
sucede a los enfermos. Le parecía que hacía ya un año que estaba en el mar.
Cada mañana, al despertar, experimentaba un nuevo estupor encontrándose allí
solo, en medio de aquella inmensidad de agua, viajando hacia América.
Los hermosos peces
voladores que caían a cada instante en el barco; aquellas admirables puestas de
sol de los trópicos con esas inmensas nubes color de fuego y sangre; aquellas
fosforescencias nocturnas, que hacían que todo el océano apareciera encendido
como un mar de lava, no le hacían el efecto de cosas reales, sino más bien de
fantasmas vistos en el sueño.
Hubo días de mal tiempo,
durante los cuales permaneció encerrado continuamente en el camarote, donde
todo bailaba y se caía, en medio de un coro espantoso de quejidos e
imprecaciones, y creía que había llegado su última hora. Hubo otros días de mar
tranquilo y amarillento, de calor insoportable e infinitamente aburridos; horas
interminables y siniestras, durante las cuales los pasajeros, encerrados,
tendidos inmóviles sobre las tablas, parecían muertos. Y el viaje no acababa
nunca: mar y cielo, cielo y mar hoy como ayer, mañana como hoy, siempre,
eternamente.
Y él se pasaba las horas
apoyado en la borda y mirando aquel mar sin fin, aturdido, pensando vagamente
en su madre hasta que los ojos se le cerraban y la cabeza se le caía, rendida
por el sueño; y entonces volvía a ver aquella cara desconocida que lo miraba
con aire de lástima y le repetía al oído: "¡Tu madre ha muerto!". Y
aquella voz lo despertaba sobresaltado para volver a soñar con los ojos
abiertos y mirando el inalterable horizonte.
Veintisiete días duró el
viaje. Pero los últimos fueron los mejores. El tiempo estaba bueno y era fresco
el aire. Había entablado relaciones con un buen viejo lombardo que iba a
América a reunirse con su hijo, labrador de la ciudad de Rosario; le había
contado todo lo que ocurría en su casa, y el viejo, a cada instante, le
repetía, dándole palmaditas en el cuello:
-¡Ánimo, muchachito!, tú
encontrarás a tu madre sana y contenta.
Aquella compañía lo
animaba, y sus presentimientos, de tristes, se habían tornado alegres. Sentado
en la proa, al lado del viejo labrador que fumaba en pipa, bajo un hermoso
cielo estrellado, en medio de grupos de emigrantes que cantaban, se
representaba mil veces en su pensamiento su llegada a Buenos Aires: se veía en
una calle, encontraba la tienda, se echaba en brazos del tío: "¿Cómo está
mi madre?" "¿Dónde está?" "¡Vamos en seguida!"
"En seguida vamos". Corrían juntos, subían una escalera, se abría una
puerta... Y aquí el sordo soliloquio se detenía, se perdía su imaginación en un
sentimiento de inexplicable ternura que le hacía sacar, a escondidas, una medallita
que llevaba al cuello y murmurar, besándola, sus oraciones.
El vigesimoséptimo día
después de la salida, llegaron. Era una hermosa mañana de mayo cuando el buque
echó el ancla en el inmenso río de la Plata, sobre una orilla en la cual se
extiende la vasta ciudad de Buenos Aires, capital argentina. Aquel tiempo
espléndido le pareció de buen agüero. Estaba fuera de sí de alegría y de
impaciencia. ¡Su madre se hallaba a pocas millas de distancia de él! ¡Dentro de
pocas horas la habría ya visto! ¡Y él se encontraba en América, en el Nuevo
Mundo; y había tenido el atrevimiento de ir allí solo! Todo aquel larguísimo
viaje le parecía, entonces, que había pasado en un momento.
Le parecía haber volado,
soñando, y haber despertado entonces. Y era tan feliz, que casi no se
sorprendió ni se afligió cuando se registró los bolsillos y se encontró una
sola de las dos partes en que había dividido su pequeño tesoro, para estar
seguro de no perderlo todo. Le habían robado la mitad, no le quedaban más que
unas pocas liras; pero, ¿qué le importaba ya, estando tan cerca de su madre?
Con su baúl al hombro, pasó, con otros muchos italianos, a un vaporcito que lo
llevó a poca distancia de la orilla; saltó del vaporcito a una lancha que
llevaba el nombre de Andrea Doria, desembarcó en el muelle, se despidió de su
viejo amigo lombardo y se dirigió de prisa a la ciudad.
Llegado a la
desembocadura de la primera calle que encontró, detuvo a un hombre que pasaba y
le rogó le indicase qué dirección debía tomar para ir a la calle de las Artes.
Por casualidad, se había encontrado con un obrero italiano. Éste lo miró con
curiosidad, y le preguntó si sabía leer. El muchacho contestó que sí.
-Pues bien -le dijo el
obrero, indicándole la calle de que salía- sube derecho, leyendo siempre los
nombres de las calles en todas las esquinas y acabarás por encontrar la que
buscas.
El muchacho le dio las
gracias, y siguió adelante por la calle que le indicaron.
Era una calle recta y
larga, pero estrecha, flanqueada por casas bajas y blancas que parecían otras
tantas casitas de campo; llenas de gente, de coches, de carros, que producían
un ruido ensordecedor; aquí y allá se izaban inmensas banderas de varios
colores en las que había escritos, en gruesos caracteres, anuncios de salidas
de vapores para ciudades desconocidas. A cada instante, volviéndose a derecha e
izquierda, veía otras calles que parecían tiradas a cordel, flanqueadas de
casas, también blancas y bajas, llenas de gente y de carruajes, y situadas en
el mismo plano de la extensa llanura americana, semejante al horizonte del mar.
La ciudad le parecía
infinita; creía que se podían pasar días y semanas viendo siempre, aquí y allá,
otras calles como aquéllas, y que toda América estaba formada así. Miraba
atentamente los nombres de las calles; nombres raros, que le costaba trabajo
leer. A cada calle nueva que divisaba, sentía que le latía más de prisa el
corazón, pensando que fuese la que buscaba.
Miraba a todas las
mujeres con la idea de encontrar a su madre. Vio una delante de sí, y le dio una
sacudida el corazón; la alcanzó, la miró: era una negra. Y seguía andando,
apretando el paso; llegó a una plazoleta, leyó y quedó como clavado en la acera. Era la calle de
las Artes. Volvió, vio el número 117; la tienda del tío era el número 175.
Apretó más el paso, casi corría; en el número 171 tuvo que detenerse para
tornar aliento, diciendo para sí: "¡Ah, madre mía! ¿Es verdad que te veré
dentro de un instante?" Corrió más: llegó a una pequeña tienda de
quincalla. Ésa era. Se asomó. Vio a una señora con el pelo gris y anteojos.
-¿Qué quieres, niño? -le
preguntó aquélla en español.
-¿No es ésta -dijo el
muchacho, procurando echar fuera la voz- la tienda de Francisco Merelo?
-Francisco Merelo murió
-respondió la señora en italiano.
El chico recibió una
fuerte impresión al oírlo.
-¿Cuándo murió?
-¡Oh! Hace tiempo
-respondió la señora; algunos meses; tuvo malos negocios, y se fue. Dicen que
se fue a Bahía Blanca, muy lejos de aquí, y murió apenas llegó allá. La tienda
es mía.
El muchacho palideció.
Después dijo
precipitadamente:
-Merelo conocía a mi
madre; ella estaba aquí sirviendo en casa del señor Mequínez. Sólo él podría
decirme dónde está. He venido a América a buscar a mi madre. Merelo le mandaba
las cartas. Necesito encontrar a mi madre.
-Hijo mío -respondió la
señora-, yo no sé de eso. Puedo preguntarle al muchacho del corral, que conoce
al joven que le hacía los encargos a Merelo. Puede ser que éste sepa algo.
Fue al fondo de la tienda
y llamó al chico, que llegó en seguida.
-Dime -le preguntó la
tendera-: ¿recuerdas si el dependiente de Merelo iba alguna vez a llevar cartas
a una mujer que estaba de criada en casa de hijos del país?
-En casa del señor
Mequínez -respondió el muchacho, sí, señora, alguna vez. Al final de la calle
de las Artes.
-¡Ah! ¡Gracias, señora!
-gritó Marcos. Dígame el número..., ¿no lo sabe? Hágame acompañar, acompáñame
tú mismo en seguida, chico. Aún tengo algunos cuartos.
Y dijo esto con tanto
calor, que sin esperar la venia de la señora, el muchacho respondió:
-Vamos -y salió el
primero a muy ligero paso.
Casi corriendo, sin decir
una palabra, fueron hasta el fin de la larguísima calle; atravesaron el portal
de una pequeña casa blanca y se detuvieron delante de una hermosa reja de
hierro, desde la cual se veía un patio lleno de macetas de flores. Marcos tocó
la campanilla.
Apareció una señorita.
-Vive aquí la familia Mequínez
¿no es verdad? -preguntó con ansiedad el muchacho.
-Aquí vivía -respondió la
señorita, pronunciando el italiano a la española-. Ahora
vivimos nosotros, la
familia Ceballos.
-¿Y a dónde han ido los
señores Mequínez? -preguntó Marcos, latiéndole el corazón.
-Se han ido a Córdoba.
-¡Córdoba! -exclamó
Marcos; ¿dónde está Córdoba? ¿Y la persona que tenían a su servicio? La mujer,
mi madre, la criada era mi madre. ¿Se han llevado también a mi madre?
La señorita lo miró y
dijo:
-No lo sé. Quizá lo sepa
mi padre, que los vio cuando se fueron. Espérate un momento.
Se fue, y volvió con su
padre, un señor alto, con la barba gris. Éste miró fijamente un momento a aquel
simpático tipo de pequeño marinero genovés, de cabellos rubios y nariz
aguileña, y le preguntó en mal italiano:
-¿Es genovesa tu madre?
Marcos respondió que sí.
-Pues bien; la criada
genovesa se fue con ellos, estoy seguro.
-¿Y a dónde han ido?
-A la ciudad de Córdoba.
El muchacho dio un
suspiro; después dijo con resignación:
-Entonces..., iré a
Córdoba.
-¡Ah, pobre niño!
-exclamó el señor mirándolo con lástima. ¡Pobre niño! Córdoba está a mil
leguas de aquí.
Marcos se quedó pálido
como un muerto y se apoyó con una mano en la reja.
-Veamos, veamos -dijo
entonces el señor, movido a compasión, abriendo la puerta-; entra un momento,
veremos si se puede hacer algo. Siéntate.
Le ofreció asiento, le
hizo contar su historia, estuvo escuchándolo muy atento y se quedó un rato
pensativo; después le dijo con resolución:
-Tú no tienes dinero, ¿no
es verdad?
-Tengo todavía, pero muy
poco -respondió Marcos.
El señor estuvo pensando
otros cinco minutos; después se sentó a una mesa, escribió una carta, la cerró,
y dándosela al muchacho, le dijo:
-Oye, italianito, ve con
esta carta a Boca. Es una ciudad pequeña, medio genovesa, que está a dos horas
de camino de aquí. Todo el que te encuentre te puede indicar el camino. Ve allí
y busca a este señor, al cual va dirigida la carta, y que es muy conocido.
Entrégale esta carta. Él te hará salir mañana para la ciudad de Rosario y te
recomendará a alguno de allí que podrá proporcionarte un medio para que sigas
el viaje hasta Córdoba, en donde encontrarás a la familia Mequínez
y a tu madre. Entretanto, toma esto -y le dio algunos pesos-. Anda y ten ánimo;
aquí hay por todas partes compatriotas tuyos, y no te abandonarán. Adiós.
El muchacho le dijo:
-Gracias.
Sin ocurrírsele otras
palabras, salió con su cofre y, despidiéndose de su pequeño guía, se puso en
caminó lentamente hacia Boca, atravesando la gran ciudad, lleno de tristeza y
de estupor.
Todo lo que le sucedió
desde aquel momento hasta la noche del día siguiente, le quedó después en la
memoria, confuso e incierto como ensueños de calenturiento: ¡tan cansado,
turbado y debilitado se encontraba!
Al día siguiente, al
anochecer, después de haber dormido la noche antes en un cuartucho de una casa
de Boca, al lado de un almacén del muelle; después de haber pasado casi todo el
día sentado sobre un montón de maderos, y como entre sueños, enfrente de
millares de barcos, de lanchas y de vapores, se encontraba en la popa de una
barcaza de vela, cargada de frutas, que salía para la ciudad de Rosario
conducida por tres robustos genoveses bronceados por el sol, cuyas voces y el
dialecto querido que hablaban llevó algunos bríos al ánimo de Marcos.
Salieron, y el viaje duró
tres días y cuatro noches, siendo continua la admiración del pequeño viajero.
Tres días y tres noches remontó aquel maravilloso río Paraná, en cuya
comparación nuestro gran Po no es más que un arroyuelo, y la extensión de
Italia, cuadruplicada, no alcanza a la de su curso.
El barco iba lentamente a
través de aquella masa de agua inconmensurable. Pasaba por medio de largas
islas, antiguos nidos de serpientes, cubiertas de árboles frondosos, semejantes
a bosques flotantes; y ora se deslizaba entre estrechos canales, de los cuales
parecía que no podía salir, ora desembocaba en vastas extensiones de agua, que
semejaban grandes lagos tranquilos; después, saliendo de entre las islas, por
los canales intrincados de un archipiélago, llegaba a sitios rodeados de
montones inmensos de vegetación.
Reinaba profundo
silencio. En largos trechos, las orillas y las aguas solitarias y vastísimas
evocaban la imagen de un río desconocido, que aquel pobre barco de vela era el
primero en el mundo que se aventuraba a surcar.
Mientras más avanzaban,
tanto más aumentaba aquel inmenso río. Pensaba que su madre se encontraba aún a
gran distancia, y que la navegación debía durar años todavía. Dos veces al día
comía un poco de pan y de carne en conserva con los marineros, quienes,
viéndole triste, no le dirigían nunca la palabra.
Por la noche dormía sobre
cubierta, y se despertaba a cada instante bruscamente, admirando la luz
clarísima de la luna que blanqueaba las inmensas y lejanas orillas: entonces el
corazón se le oprimía. ¡Córdoba!, repetía este nombre: Córdoba, como el de una
de aquellas ciudades misteriosas de las que había oído hablar en las leyendas.
Pero después pensaba: "Mi madre ha pasado por aquí; ha visto estas islas,
aquellas orillas"; y entonces no le parecían ya tan raros y solitarios
aquellos lugares en los cuales se había fijado la mirada de su madre... Por la
noche alguno de los marineros cantaba. Aquella voz le recordaba las canciones
de su madre cuando lo adormecía de niño. La última noche, al oír aquel canto,
sollozó. El marinero se interrumpió. Después le gritó:
-¡Ánimo, chico, valor!
¡Qué diablo! ¡Un genovés que llora por estar lejos de su casa! ¡Los genoveses
atraviesan todo el mundo tan contentos como orgullosos!
Aquellas palabras le
hicieron experimentar una sacudida; oyó la voz de sangre genovesa que corría
por sus venas, y levantó la frente con orgullo, dando un golpe en el timón.
"Bien -dijo para sí; también daré yo la vuelta al mundo; viajaré años y
años, andaré a pie centenares de leguas, seguiré adelante hasta que encuentre a
mi madre. Llegaré, aunque sea moribundo, para caer muerto a sus pies. ¡Con tal
de que vuelva a verla una sola vez!... ¡Ánimo!..." Y con estos bríos
llegó, al clarear una fría y hermosa mañana, frente a la ciudad de Rosario,
situada en la ribera del Paraná, reflejándose en las aguas los palos y banderas
de mil barcos de todos los países.
Poco después de haber
desembarcado, subió a la ciudad, con su cofre al hombro, buscando a un señor
argentino, para el cual su protector de Boca le había dado una tarjeta con
algunas líneas de recomendación.
Al entrar en Rosario, le
pareció que se encontraba en una ciudad ya conocida. Aquellas calles eran
interminables, rectas, flanqueadas de casas blancas y bajas, atravesadas en
todas direcciones, por encima de los tejados, por espesas fajas de hilos
telegráficos y telefónicos, que parecían inmensas telarañas, oyéndose gran
ruido de gente, caballos y carruajes. La cabeza se le iba: casi creía que
volvía a entrar en Buenos Aires, y que iba otra vez a buscar a su tío. Anduvo
cerca de una hora de aquí para allá, dando vueltas y revueltas, y pareciéndole
que volvía siempre a la misma calle; y a fuerza de tantas preguntas encontró al
fin la casa de su nuevo protector. Tocó la campanilla. Se
asomó a la puerta un hombre grueso, rubio, áspero, que tenía aspecto de
corredor de comercio, y que le preguntó fríamente con pronunciación extranjera:
-¿Qué quieres?
El muchacho dijo el
nombre del patrón.
-El patrón -respondió el
corredor- ha salido anoche para Buenos Aires, con toda su familia.
El muchacho se quedó
paralizado.
Después balbuceó:
-Pero yo... no tengo a
nadie aquí..., ¡soy solo!
-Y le dio la tarjeta.
El corredor la tomó, la
leyó y dijo con mal humor:
-No sé qué hacer. Ya le
diré dentro de un mes, cuando vuelva...
-¡Pero yo estoy solo!
¡Estoy necesitado! -exclamó el chico con voz suplicante.
-¡Eh, anda! -dijo el
otro; ¿no hay ya bastantes pordioseros de tu país en Rosario? Vete a pedir
limosna a Italia.
Y le dio con la puerta en
las narices.
El muchacho se quedó
petrificado.
Después tomó con
desaliento su baúl, y salió con el corazón angustiado, con la cabeza hecha una
bomba, y asaltado de un cúmulo de pensamientos desagradables.
¿Qué hacer? ¿A dónde ir?
De Rosario a Córdoba hay un día de viaje en ferrocarril. Le quedaba ya muy poco
dinero. Deduciendo lo que habría de gastar en aquel día, no le quedaría casi
nada. ¿Dónde encontrar dinero para pagarse el viaje? ¡Podía trabajar! Pero
¿cómo? ¿A quién pedir trabajo? ¡Pedir limosna! ¡Ah, no! Ser arrojado,
insultado, humillado como hace poco, no; nunca, jamás, ¡prefiero morir! Y ante
aquella idea, al ver otra vez delante de sí la inmensa calle que se perdía a lo
lejos en la interminable llanura, sintió que le faltaban otra vez las fuerzas,
echó a tierra el cofre, se sentó en él apoyando la espalda contra la pared, y
se cubrió la cara con las manos, sin llorar, en actitud desconsolada. La gente
lo tocaba con los pies al pasar; los carruajes hacían ruido por la calle;
algunos muchachos se detenían para mirarlo. Estuvo así buen rato.
De su letargo lo sacó una
voz que le dijo medio en italiano, medio en lombardo:
-¿Qué tienes, chiquillo?
Alzó la cara al oír
aquellas palabras, y en seguida se puso en pie, lanzando una exclamación de
sorpresa:
-¿Usted aquí?
Era el viejo labrador
lombardo, con el cual había contraído amistad durante el viaje.
La admiración del viejo
no fue menor que la suya.
Pero el muchacho no le
dejó tiempo para preguntarle, y le contó rápidamente lo ocurrido.
-Heme aquí ahora, sin
dinero; es menester que trabaje; búsqueme usted trabajo para poder reunir
algunos pesos; yo haré de todo: llevar ropa, barrer las calles, hacer encargos,
hasta trabajar en el campo; me contento con vivir solo de pan; pero que pueda
yo marchar pronto, que pueda encontrar alguna vez a mi madre; ¡hágame usted
esta caridad, búsqueme usted trabajo, por amor de Dios, que yo no puedo
resistir más!
-¡Cáspita, cáspita! -dijo
el viejo, mirando alrededor y rascándose la barba: ¿Qué historia es ésta?
Trabajar... se dice muy pronto. ¡Veamos! ¿No habrá aquí algún medio de
encontrar treinta pesos entre tantos compatriotas?
El muchacho lo miraba,
animado por un rayo de esperanza.
-Ven conmigo -le dijo el
viejo.
-¿Dónde? -preguntó el
chico, volviendo a cargar con el baúl.
-Ven conmigo.
El viejo se puso en
marcha. Marcos lo siguió y anduvieron juntos un buen trecho de calle, sin
hablar.
El lombardo se detuvo en
la puerta de una fonda que tenía en el rótulo una estrella, y escrito debajo:
"La Estrella de Italia"; se asomó adentro, y volviéndose hacia el
muchacho, le dijo alegremente:
-Llegamos a tiempo.
Entraron en una
habitación grande, en donde había varias mesas y muchos hombres sentados que
bebían y hablaban alto. El viejo lombardo se acercó a la primera mesa, y en el
modo cómo saludó a los seis parroquianos que estaban a su alrededor, se comprendía
que se había separado de ellos poco antes. Estaban muy encarnados, y hacían
sonar sus vasos, voceando y riendo.
-¡Camaradas! -dijo sin
más preámbulos el lombardo, quedándose en pie y presentando a Marcos-: he aquí
un pobre muchacho, compatriota nuestro, que ha venido solo, desde Génova a
Buenos Aires, para buscar a su madre. En Buenos Aires le dijeron: "No está
aquí; está en Córdoba". Viene embarcado a Rosario, en tres días y cuatro
noches, con dos líneas de recomendación; presenta la carta, lo reciben mal. No
tiene un céntimo. Está aquí solo, desesperado. Es un pobre niño muy animoso.
Hagamos algo por él; ¿no ha de encontrar lo necesario para pagar el billete
hasta Córdoba y buscar a su madre? ¿Hemos de dejarle aquí como un perro?
-¡Nunca, por Dios! ¡Nunca
nos lo perdonaríamos! -gritaron todos a la vez, pegando puñetazos en la mesa.
¡Un compatriota nuestro!
-¡Ven aquí, pequeño!
-¡Cuenta con nosotros,
los emigrantes!
-¡Mira qué hermoso
muchacho!
-¡Aflojen los pesos,
camaradas!
-¡Bravo! ¡Ha venido solo!
¡Tiene ánimos! Bebe un sorbo, compatriota.
-Te enviaremos con tu
madre, no hay que dudarlo.
Uno le tiraba un pellizco
en la mejilla, otro le daba palmadas en la espalda, un tercero le aliviaba del
peso del cofrecillo; otros emigrantes se levantaron de las mesas próximas y se
acercaban; la historia del muchacho corrió por toda la hostería; acudieron de
la habitación inmediata tres parroquianos argentinos, y, en menos de diez
minutos, el lombardo, que presentaba el sombrero, le reunió cuarenta y dos pesos.
-¿Has visto -dijo
entonces, volviéndose hacia el muchacho- qué pronto se hace esto en América?
-¡Bebe! -le gritó otro,
pasándole un vaso de vino. ¡A la salud de tu madre!
Todos levantaron los
vasos. Y Marcos repitió:
-A la salud de mi...
-pero un sollozo de alegría le impidió concluir, y dejando el vaso sobre la
mesa, se echó en brazos del viejo lombardo.
A la mañana siguiente, al
romper el día, había ya salido para Córdoba, animado y sonriente, lleno de
presentimientos halagüeños. Pero esta alegría no correspondía al aspecto
siniestro de la naturaleza.
El cielo estaba cerrado y
oscuro; el tren, casi vacío, corría a través de una inmensa llanura, en la que
no se veía ninguna señal de habitación. Se encontraba solo en un vagón
grandísimo, que se parecía a los de los trenes para los heridos. Miraba a
derecha e izquierda y no se veía más que una soledad sin fin, ocupada sólo por
pequeños árboles deformes, de ramas y troncos contrahechos, que ofrecían
figuras raras y casi angustiosas y airadas; una vegetación oscura, extraña y
triste, que daba a la llanura el aspecto de inmenso cementerio.
Dormitaba una media hora,
y volvía a mirar; siempre veía el mismo espectáculo. Las estaciones del camino
estaban solitarias, como casas de ermitaños; y cuando el tren se paraba no se
oía una voz; le parecía que se encontraba solo, en un tren perdido, abandonado
en medio del desierto.
Creía que cada estación
debía ser la última, y que se entraba, después de ella, en las tierras
misteriosas y horribles de los salvajes. Una brisa helada le azotaba el rostro.
Embarcándolo en Génova a fines de abril, su familia no había pensado que en
América podría encontrar el invierno, y le habían vestido de verano
Al cabo de algunas horas
comenzó a sentir frío, y con el frío, el cansancio de los días pasados, llenos
de emociones violentas y de noches de insomnio y agitadas. Se durmió; durmió
mucho tiempo y se despertó aterido, sintiéndose mal. Y entonces le acometió un
vago terror de caer enfermo, de morirse en el viaje y de ser arrojado allí, en
medio de aquella llanura solitaria, donde su cadáver sería despedazado por los
perros y por las aves de rapiña, como algunos cuerpos de caballos y de vacas
que veía al lado del camino, de vez en cuando, y de los cuales apartaba la
mirada con espanto.
En aquel malestar
inquieto, en medio de aquel tétrico silencio de la naturaleza, su imaginación
se excitaba y volvía a pensar en lo más negro. ¿Estaba, por otra parte, bien
seguro de encontrar en Córdoba a su madre? ¿Y si no estuviera allí? ¿Y si
aquellos señores de la calle de las Artes se hubieran equivocado? ¿Y si se
hubiese muerto? Con estos pensamientos volvió a adormecerse y soñó que estaba
en Córdoba de noche, y oía gritar en todas las puertas y desde todas las
ventanas: "¡No está aquí! ¡No está aquí! ¡No está aquí!" Se despertó
sobresaltado, aterido, y vio en el fondo del vagón a tres hombres con barba
envueltos en mantas de diferentes colores, que lo miraban hablando bajo entre
sí, y le asaltó la sospecha de que fuesen asesinos y lo quisiesen matar para
robarle el equipaje.
Al frío, al malestar, se
agregó el miedo; la fantasía, ya turbada, se le extravió -los tres hombres lo
miraban siempre; uno de ellos se movió hacia él-; entonces le faltó la razón, y
corriendo al encuentro de ellos, con los brazos abiertos, gritó:
-No tengo nada. Soy un
pobre niño. Vengo de Italia; voy a buscar a mi madre; estoy solo; ¡no me hagan
daño!
Los viajeros lo
comprendieron todo en seguida; tuvieron lástima, le hicieron caricias y lo
tranquilizaron, diciéndole muchas palabras, que no entendía; y viendo que le
castañeteaban los dientes por el frío, le echaron encima una de sus mantas y le
hicieron volver a sentarse para que se durmiera. Y se volvió a dormir al
anochecer. Cuando lo despertaron, estaba en Córdoba.
¡Ah! ¡Qué bien respiró y
con qué ímpetu se bajó del vagón! Preguntó a un empleado de la estación dónde
vivía el ingeniero Mequínez; le dijo el nombre de una iglesia, al lado de la
cual estaba su casa; el muchacho echó a correr hacia ella. Era de noche. Entró
en la ciudad. Le
pareció entrar en Rosario otra vez, al ver calles rectas, flanqueadas de
pequeñas casas blancas y cortadas por otras calles rectas y larguísimas. Pero
había poca gente, y a la luz de los escasos faroles que había, encontraba
rostros extraños, de un color desconocido, entre negruzco y verdoso; y, alzando
la cara de vez en cuando, veía iglesias de una arquitectura rara, que se
dibujaban muy grandes y negras sobre el firmamento. La ciudad estaba oscura y
silenciosa; pero después de haber atravesado aquel inmenso desierto, le pareció
alegre. Preguntó a un sacerdote, y pronto encontró la iglesia y la casa; tocó
la campanilla con mano temblorosa, y se apretó la otra contra el pecho, para
sostener los latidos de su corazón que se le quería subir a la garganta.
Una vieja fue a abrir con
una luz en la mano.
-¿A quién buscas?
-preguntó aquélla en español.
-Al ingeniero Mequínez
-dijo Marcos.
La vieja, despechada,
respondió, meneando la cabeza:
-¡También tú ahora
preguntas por el ingeniero Mequínez! Me parece que ya es tiempo de que esto
concluya. Ya hace tres meses que nos importunan con lo mismo. No basta que lo
hayamos dicho en los periódicos. ¿Será menester anunciar en las esquinas que el
señor Mequínez se ha ido a vivir a Tucumán?
El chico hizo un
movimiento de desesperación. Después dijo en una explosión de rabia:
-¡Me persigue, pues, una
maldición! Yo me moriré en medio de la calle sin encontrar a mi madre. ¡Yo me
vuelvo loco! ¡Me mato! ¡Dios mío! ¿Cómo se llama ese lugar? ¿Dónde está? ¿A qué
distancia?
-¡Pobre niño! -respondió
la vieja, compadecida. ¡Una friolera! Estará a cuatrocientas o quinientas
leguas, por lo menos.
El muchacho se cubrió la
cara con las manos; después preguntó sollozando:
-Y ahora.... ¿qué hago?
-¿Qué quieres que te
diga, hijo mío? -respondió la mujer-; yo no sé.
Pero de pronto se le
ocurrió una idea, y la soltó en seguida.
-Oye, ahora que me
acuerdo. Haz una cosa. Volviendo a la derecha, por la calle, encontrarás, a la
tercera puerta, un patio; allí vive un capataz, un comerciante, que parte
mañana para Tucumán con sus carretas y sus bueyes; ve a ver si te quiere
llevar, ofreciéndole tus servicios; te dejará, quizás, un sitio en el carro;
anda en seguida.
El muchacho cargó con su
cofre, dio las gracias a escape, y al cabo de dos minutos se encontró en un
ancho patio, alumbrado por linternas, donde varios hombres trabajaban en cargar
sacos de trigo sobre algunos grandes carros, semejantes a casetas de
titiriteros, con la cubierta curvada y las ruedas altísimas.
Un hombre alto, con
bigote, envuelto en una especie de capa con cuadros blancos y negros, con dos
anchos borceguíes, dirigía la
faena. El muchacho se acercó a él y le expuso tímidamente su
pretensión, diciéndole que venía de Italia y que iba a buscar a su madre.
El capataz, es decir, el
conductor de aquel convoy de carros, le echó una ojeada de pies a cabeza y le
dijo secamente:
-No tengo colocación para
ti.
-Tengo quince pesos
-replicó el chico, suplicante; se los doy. Trabajaré por el camino. Iré a
buscar agua y pienso para las bestias; haré todos los servicios. Un poco de pan
me basta. Déjeme ir, señor.
El capataz volvió a
mirarlo, y respondió, con mejor ánimo:
-No hay sitio..., y,
además, no vamos a Tucumán; vamos a otra ciudad, a Santiago. Tendríamos que
dejarte en el camino, y andar todavía un buen trecho a pie.
-¡Ah! ¡Yo andaría el
doble! -exclamó Marcos; yo andaré, no lo dude usted; llegaré de todas maneras;
¡déjeme un sitio, señor, por caridad; por caridad, no me deje aquí solo!
-¡Mira que es un viaje de
veinte días!
-No importa.
-¡Es un viaje muy penoso!
-Todo lo sufriré.
-¡Tendrás que viajar
solo!
-No tengo miedo a nada.
Con tal de que encuentre a mi madre... ¡Tenga usted compasión!
El capataz le acercó a la
cara una linterna, y lo miró. Después dijo:
-Está bien.
El muchacho le besó las
manos.
-Esta noche dormirás en
un carro -añadió el capataz, dejándolo; mañana a las cuatro te despertaré.
Buenas noches.
Por la mañana a las
cuatro, a la luz de las estrellas, la larga fila de los carros se puso en
movimiento con gran ruido; cada carro iba tirado por seis bueyes. Seguía un
gran número de animales, que servirían para mudar los tiros. El muchacho,
despierto y metido dentro de uno de los carros, con su bagaje, se durmió muy
pronto, profundamente. Cuando se despertó, el convoy estaba detenido en un
lugar solitario, bajo el sol, y todos los hombres, los peones, estaban sentados
en círculo alrededor de un cuarto de ternera, que se asaba al aire libre,
clavado en una especie de espadón plantado en tierra, al lado de un gran fuego,
agitado por el viento.
Comieron todos juntos,
durmieron, y después volvieron a emprender la jornada; y así continuó el viaje
regulado, como una marcha militar. Todas las mañanas se ponían en camino a las
cinco; se detenían a las nueve; volvían a andar a las cinco de la tarde y se
detenían nuevamente a las diez. Los peones iban a caballo, y excitaban a los
bueyes con palos largos. El muchacho encendía el fuego para el asado, daba de
comer a las bestias, limpiaba los faroles y llevaba el agua para beber.
El país pasaba delante de
él como una visión fantástica: vastos bosques de pequeños árboles oscuros;
aldeas de pocas casas, dispersas, con las fachadas rojas y almenadas;
vastísimos espacios, quizá antiguos lechos de grandes lagos salados,
blanqueados por la sal, hasta donde alcanzaba la vista; y por todas partes, y
siempre, llanura, soledad, silencio. Rarísima vez encontraban dos o tres
viajeros a caballo, seguidos de otros cuantos caballos sueltos, que pasaban al
galope, como una exhalación.
Los días eran todos
iguales, como en el mar, sombríos e interminables. Pero el tiempo estaba
hermoso. Los peones, como el muchacho se había hecho un servidor obligado, se
tornaban día tras día más exigentes; algunos lo trataban brutalmente, con
amenazas; todos se hacían servir de él sin consideración; lo obligaban a llevar
cargas enormes de forraje; lo mandaban por agua a grandes distancias; y él,
extenuado por la fatiga, no podía ni aun dormir de noche, despertando a cada instante
por las sacudidas violentas del carro y por el ruido ensordecedor de las ruedas
y de los maderos. Además, se había levantado viento y una tierra fina, rojiza y
sucia, que lo envolvía todo, penetraba en el carro, se le introducía por entre
la ropa, le quitaba la vista y la respiración, oprimiéndolo continuamente de un
modo insoportable.
Extenuado por la fatiga y
el insomnio, roto y sucio, reprendido y maltratado desde la mañana hasta la
noche, el pobre muchacho se debilitaba más cada día, y habría decaído su ánimo
por completo si el capataz no le hubiera dirigido de vez en cuando alguna
palabra agradable. A veces, en un rincón del carro, cuando no lo veían, lloraba
con la cara apoyada en su baúl, que no contenía ya más que andrajos. Cada
mañana se levantaba más débil y más desanimado, y al mirar al campo y ver
siempre aquella implacable llanura sin límites, como un océano de tierra, decía
para sí:
"¡Oh, a la noche no
llego, no llego a la noche! ¡Hoy me muero en el camino!" Y los trabajos
crecían, los malos tratamientos se redoblaban. Una mañana, porque había tardado
en llevar el agua, uno de los hombres, no estando presente el capataz, le pegó.
Desde entonces comenzaron a hacerlo por costumbre; cuando le mandaban algo, le
daban un trastazo, diciéndole: "¡Haz esto, holgazán!", "¡Lleva
esto a tu madre!" El corazón se le quería salir del pecho; enfermo, estuvo
tres días en el carro con una manta encima, con calentura, sin ver a nadie más
que al capataz, que iba a darle de beber y a tomarle el pulso. Entonces se
creía perdido e invocaba desesperadamente a su madre, llamándola mil veces por
su nombre: "¡Oh madre mía! ¡Madre mía!... ¡Oh pobre madre mía, que ya no
te veré más! ¡Pobre madre, que me encontrarás muerto en medio del camino!"
Juntaba las manos sobre el pecho y rezaba. Después se puso mejor, gracias a los
cuidados del capataz, y se curó por completo; mas con la curación llegó el día
más terrible de su viaje, el día en que debía quedarse solo.
Hacía más de dos semanas
que estaban de marcha. Cuando llegaron al punto en que el camino de Tucumán se
aparta del que va a Santiago, el capataz le avisó que debían separarse. Le hizo
algunas indicaciones respecto al trayecto, le cargó el equipaje sobre las
espaldas, de modo que no le incomodase para andar, y abreviando, como si
temiera conmoverse, lo despidió. El muchacho apenas tuvo tiempo para besarle en
un brazo. También los demás hombres, que tan duramente lo habían tratado,
parece que sintieron un poco de lástima al verlo quedarse tan solo, y le decían
adiós con la mano, al alejarse. Él devolvió el saludo, permaneció unos momentos
mirando el convoy que se perdía entre el rojizo polvo del campo, y después se
puso en camino, tristemente.
Una cosa, sin embargo, lo
animó algo desde el principio. Después de tres días de viaje, a través de
aquella llanura, interminable y siempre igual, vio delante de sí una cadena de
altísimas montañas azules, con las cimas blancas, que le recordaban los Alpes.
Le parecía acercarse a su país. Eran los Andes, la espina dorsal del continente
americano, la inmensa cadena que se extiende desde la Tierra del Fuego hasta el
mar glacial del Polo Ártico, por 110 grados de latitud.
También lo animaba sentir
que el aire se iba haciendo cada vez más cálido; y esto sucedía porque,
marchando hacia el norte, se iba acercando a las regiones tropicales. A grandes
distancias encontraba pequeños grupos de casas con una tiendecilla, y compraba
algo para comer. Encontraba hombres a caballo; veía, de vez en cuando, mujeres
y niños sentados en el suelo, inmóviles y serios. Eran caras completamente
nuevas para él, color de tierra, con los ojos oblicuos, los huesos de las
mejillas prominentes. Lo miraban fijo y lo seguían con la mirada, volviendo la
cabeza lentamente, como autómatas. Eran indios.
El primer día anduvo
hasta que le faltaron las fuerzas, y durmió debajo de un árbol. El segundo
anduvo bastante menos, y con menos ánimos. Tenía las botas rotas, los pies
desollados y el estómago débil por la mala alimentación. En la noche empezaba a
tener miedo. Había oído decir, en Italia, que en aquel país había serpientes;
creía oírlas arrastrarse; se detenía, tomaba luego carrera y sentía frío en los
huesos. A veces sentía una gran lástima de sí mismo, y lloraba en silencio,
mientras caminaba. Después pensaba: "¡Oh, cuánto sufriría mi madre si
supiese que tengo tanto miedo!" Y este pensamiento le daba ánimos. Luego,
para distraerse del terror, pensaba en ella, traía a su mente sus palabras
cuando salió de Génova, y el modo como le solía arreglar las mantas bajo la
barbilla, cuando estaba en la cama; y cuando era niño, que a veces lo cogía en
sus brazos, diciéndole: "¡Estate aquí un poco conmigo!"; y estaba así
mucho tiempo, con la cabeza apoyada sobre la suya y entregada a sus
pensamientos. Y decía para sí:
"¿Volveré a verte
alguna vez, madre querida? ¿Llegaré al fin de mi viaje, madre mía?" Y
andaba; andaba, en medio de árboles desconocidos, entre vastas plantaciones de
cañas de azúcar, por prados sin fin, siempre con aquellas grandes montañas
azules por delante, que cortaban el sereno cielo con sus altísimos conos.
Pasaron cuatro días, cinco, una semana. Las fuerzas le iban faltando
rápidamente, y los pies le sangraban. Al fin, una tarde, al ponerse el sol, le
dijeron:
-Tucumán está a cinco
leguas de aquí.
Dio un grito de alegría y
apretó el paso, como si hubiese recobrado en el momento todo el vigor perdido.
Pero fue breve ilusión. Las fuerzas lo abandonaron de nuevo, y cayó extenuado a
la orilla de una zanja. Mas el corazón le saltaba de gozo. El cielo, cubierto
de estrellas, nunca le había parecido tan hermoso. Lo contemplaba, echado sobre
la hierba para dormir, y pensaba que su madre miraría quizá también al mismo
tiempo el cielo: "¡Oh madre mía! ¿Dónde estás? ¿Qué haces en este
instante? ¿Piensas en tu hijo? ¿Te acuerdas de tu Marcos, que está tan cerca de
ti?"
¡Pobre Marcos! Si él
hubiese podido ver en qué estado se encontraba entonces su madre, hubiera hecho
esfuerzos sobrehumanos para caminar aún, y llegar hasta ella cuanto antes.
Estaba enferma en la cama, en un cuarto de un piso bajo de la casita solariega
donde vivía toda la
familia Mequínez , la cual le había tomado mucho cariño y la
asistía muy bien.
La pobre mujer estaba ya
delicada cuando el ingeniero Mequínez tuvo que salir precipitadamente de Buenos
Aires, y no se había mejorado del todo con el buen clima de Córdoba. Pero
después, el no haber recibido contestación a sus cartas, del marido ni del
primo, el presentimiento siempre vivo de alguna gran desgracia, la ansiedad
continua en que vivía, dudando entre marchar y quedarse, cada día esperando una
mala noticia, la habían hecho empeorar considerablemente. Por último, se había
presentado una enfermedad gravísima: una hernia intestinal estrangulada.
Desde hacía quince días
no se levantaba. Era necesaria una operación quirúrgica para salvarle la vida. Precisamente ,
en aquel momento, mientras su Marcos la invocaba, estaban junto a su cama el
amo y el ama de la casa convenciéndola, con mucha dulzura, para que se dejase
hacer la operación.
Un afamado médico de
Tucumán había ya venido la semana anterior, inútilmente.
-No, queridos señores
-decía ella, no tiene objeto; yo no tengo ya más fuerza para resistir, y
moriré bajo los instrumentos del cirujano. Mejor es que me dejen morir así. No
me importa la vida. Todo
ha concluido para mí. Es preferible que muera antes de saber lo que haya
ocurrido en mi familia.
Los dueños volvían a
decirle que no, que tuviese valor, que las últimas cartas enviadas a Génova
directamente tendrían respuesta, que se dejase operar, que lo hiciese por sus
hijos. Pero aquella idea de sus hijos agravaba más y más, con mayor angustia,
el desaliento profundo que la postraba hacía largo tiempo. Al oír aquellas
palabras, prorrumpía en llanto.
-¡Oh, hijos míos! ¡Hijos
míos! -exclamaba, juntando sus manos; ¡quizá ya no existen! Mejor es que muera
yo también. Muchas gracias, buenos señores; se los agradezco de corazón. Más
vale morir. Ni aún con la operación me curaría, estoy segura. Gracias por
tantos cuidados. Es inútil que pasado mañana vuelva el médico. ¡Quiero morirme;
es mi destino! Estoy decidida.
Y ellos, sin cesar de
consolarla, repetían:
-No, no diga eso
-cogiéndola de las manos y suplicándole.
La enferma entonces
cerraba los ojos agotada, y caía en un sopor que la hacía parecer muerta... Los
señores permanecían a su lado algún tiempo, mirando con gran compasión a la
débil luz de la lamparilla, a aquella madre admirable, que había venido a
servir a seis mil millas de su patria, y a morir... ¡después de haber sufrido
tanto! ¡Pobre mujer! ¡Tan honrada, tan buena y tan desgraciada!
Al día siguiente, muy de
mañana, entraba Marcos con su saco a la espalda, encorvado y tambaleándose,
pero lleno de ánimos, en la ciudad de Tucumán, una de las más jóvenes y
florecientes del país. Le parecía volver a ver Córdoba, Rosario, Buenos Aires;
eran aquellas mismas calles derechas, y larguísimas, y aquellas casas bajas y
blancas; pero por todas partes se veía una nueva y magnífica vegetación; se
notaba un aire perfumado, una luz maravillosa, un cielo límpido y profundo,
como jamás lo había visto ni siquiera en Italia.
Caminando por las calles,
volvió a sentir la agitación febril que se había apoderado de él en Buenos
Aires; miraba las ventanas y las puertas de todas las casas, se fijaba en todas
las mujeres que pasaban, con la angustiosa esperanza de encontrar a su madre;
hubiera querido preguntar a todos, y no se atrevía a detener a nadie. Todos,
desde el umbral de sus puertas, se volvían a contemplar a aquel pobre muchacho
harapiento, lleno de polvo, que daba señales de venir de muy lejos. Buscaba
entre la gente una cara que le inspirase confianza, a quien dirigir aquella
tremenda pregunta, cuando se presentó ante sus ojos, en el rótulo de una
tienda, un nombre italiano. Dentro había un hombre con anteojos, y dos mujeres.
Se acercó lentamente a la puerta, y con ánimo resuelto preguntó:
-¿Me sabrían decir,
señores, dónde está la
familia Mequínez ?
-¿Del ingeniero Mequínez?
-preguntó a su vez el de la tienda.
-Sí, del ingeniero
Mequínez -respondió el muchacho con voz apagada.
-La familia Mequínez
-dijo el de la tienda- no está en Tucumán.
Un grito desesperado de
dolor, como de persona herida de repente por artero puñal, fue el eco de
aquellas palabras.
El tendero y las mujeres
se levantaron; acudieron algunos vecinos.
-¿Qué ocurre? ¿Qué
tienes, muchacho? -dijo el tendero, haciéndole entrar en la tienda y sentarse;
no hay por qué desesperarse, ¡qué diablo! Los Mequínez no están aquí, pero no
están muy lejos: ¡a pocas horas de Tucumán!
-¿Dónde? ¿Dónde? -gritó
Marcos, levantándose como un resucitado.
-A unas quince millas de
aquí -continuó el hombre, a orillas del Saladillo; en el sitio donde están
construyendo una gran fábrica de azúcar; en el grupo de casas está la del señor
Mequínez; todos lo saben, y llegarás en pocas horas.
-Yo estuve allá hace poco
-dijo un joven que había acudido al oír el grito.
Marcos se le quedó
mirando, con los ojos fuera de las órbitas, y le preguntó precipitadamente,
palideciendo:
-¿Habéis visto a la
criada del señor Mequínez, la italiana?
-¿La genovesa? La he
visto.
Marcos rompió en sollozos
convulsivos, entre risa y llanto.
Luego, con un impulso de
violenta resolución:
-¿Por dónde se va?
¡Pronto, el camino; me marcho en el acto, enséñeme el camino!
-¡Pero si hay una jornada
de marcha! -le dijeron todos a una voz; estás cansado y debes reposar;
partirás mañana.
-¡Imposible! ¡Imposible!
-respondió el muchacho. ¡Díganme por dónde se va; no espero ni un momento, en
seguida, aun cuando me cayera muerto en el camino!
Viendo que era
irrevocable su propósito, no se opusieron más.
-¡Que Dios te acompañe!
-le dijeron. Ten cuidado con el camino por el bosque. Buen viaje, italianito.
Un hombre lo acompañó
fuera de la ciudad, le indicó el camino, le dio algún consejo y se quedó
mirando cómo empezaba su viaje. A los pocos minutos el muchacho desapareció,
cojeando, con su cofrecito a la espalda, por entre los espesos árboles que
flanqueaban el camino.
Aquella noche fue
tremenda para la pobre enferma. Tenía dolores atroces, que le arrancaban
alaridos capaces de destrozar sus venas y que le producían momentos de delirio.
Las mujeres que la asistían perdían la cabeza. El ama acudía de cuando en cuando,
descorazonada. Todos comenzaron a temer que aunque hubiera decidido dejarse
hacer la operación, el médico, que debía llegar a la mañana siguiente, llegaría
ya demasiado tarde. En los momentos en que no deliraba, se comprendía, sin
embargo, que su desconsuelo mayor y más terrible no lo causaban los dolores del
cuerpo, sino el pensamiento de su familia lejana. Moribunda, descompuesta, con
la fisonomía deshecha, metía sus manos por entre los cabellos, con actitudes de
desesperación que traspasaban el alma, gritando:
-¡Dios mío! ¡Dios mío!
¡Morir tan lejos! ¡Morir sin volverlos a ver! ¡Mis pobres hijos, que se quedan
sin madre; mis criaturas, mi pobre sangre! ¡Mi Marcos, todavía tan pequeñito,
así de alto, tan bueno y tan cariñoso! ¡No saben qué muchacho era! Señora, ¡si
usted supiese! No me lo podía quitar de mi cuello cuando partí: sollozaba que
daba compasión oírlo; ¡pobrecillo!, parecía que sospechaba que no había de
volver a ver a su madre; ¡pobre Marcos, pobre niño mío! Creí que estallaba mi
corazón. ¡Ah, si me hubiese muerto en aquel mismo instante en que me decía
"adiós"! ¡Si hubiera entonces muerto atravesada por un rayo! ¡Sin
madre, pobre hijo, él, que me quería tanto, que tanto me necesitaba; sin madre,
en la miseria, tendrá que andar pidiendo limosna, él, Marcos, mi Marcos, que
extenderá su mano hambriento! ¡Oh, Dios eterno! ¡No! ¡No quiero morir! ¡Un
médico! ¡Llámenlo en seguida! ¡Que venga, que me opere, que me haga enloquecer,
pero que me salve la vida! ¡Quiero curarme; quiero irme, huir, mañana, ahora
mismo! ¡El médico! ¡Socorro! ¡Socorro!
Y las mujeres le
sujetaban las manos, la calmaban, suplicantes; procuraban hacerla volver en sí
poco a poco, y le hablaban de Dios y de esperanza. Y volvía a sumirse en un
abatimiento mortal, lloraba con las manos entre sus cabellos grises, gemía como
una niña, lanzaba prolongados gemidos y murmuraba:
-¡Oh, Marcos mío, mi
pobre Marcos! ¡Dónde estará ahora la pobre criatura!
Eran las doce de la noche. Su pobre Marcos,
después de haber pasado muchas horas sobre la orilla de un foso, extenuado,
caminaba entonces a través de una vastísima floresta de árboles gigantescos,
monstruos de vegetación, con fustes desmesurados semejantes a pilastras de una
catedral, que a cierta altura maravillosa entrecruzaban sus enormes cabelleras
plateadas por la luna.
Vagamente, en aquella
media oscuridad, veía miles de troncos de todas formas, derechos, inclinados,
retorcidos, cruzados, en actitudes extrañas de amenaza y de lucha; algunos
caídos en tierra, como torres arruinadas de pronto; todo cubierto de una
vegetación exuberante y confusa que semejaba a furiosa multitud disputándose
palmo a palmo el terreno; otros formando grupos verticales y apretados, como si
fueran haces de lanzas gigantescas cuyas puntas se escondieran en las nubes:
una grandeza soberbia, un desorden prodigioso de formas colosales, el
espectáculo más majestuosa-mente terrible que jamás le hubiese ofrecido la
naturaleza vegetal. Por momentos le sobrecogía gran estupor. Pero pronto su
alma volaba hacia su madre.
Estaba muerto de
cansancio, con los pies sangrando, solo, en medio de aquel imponente bosque,
donde no veía más que, a grandes intervalos, pequeñas viviendas humanas, que
colocadas al pie de aquellos árboles parecían nidos de hormigas; estaba
agotado, pero no sentía el cansancio; estaba solo y no tenía miedo. La grandeza
del campo engrandecía su alma; la cercanía de su madre le daba la fuerza y la
decisión de un hombre; el recuerdo del océano, de los abatimientos, de los
dolores que había experimentado y vencido, de las fatigas que había sufrido, de
la férrea voluntad que había desplegado, le hacían levantar la frente; toda su
fuerte y noble sangre genovesa refluía a su corazón en ardiente oleada de
altanería y audacia.
Y algo nuevo pasaba en
él: hasta entonces había llevado en su mente una imagen de su madre oscurecida
y como un poco borrada por los años de alejamiento, y ahora aquella imagen se
aclaraba; tenía delante de sus ojos el rostro entero y puro de su madre como
hacía mucho tiempo no lo había contemplado; la volvía a ver cercana, iluminada,
como si estuviera hablando; volvía a ver los movimientos más fugaces de sus
ojos y de sus labios, todas sus actitudes, sus gestos, las sombras de sus
pensamientos; y apenado por aquellos vivos recuerdos, apretaba el paso, y un
nuevo cariño, una ternura indecible, iba creciendo en su corazón, y hacía
correr por sus mejillas lágrimas tranquilas y dulces. Según iba andando en
medio de las tinieblas, le hablaba, le decía las palabras que le hubiera dicho
al oído dentro de poco:
-¡Aquí estoy, madre mía;
aquí me tienes; no te dejaré jamás; juntos volveremos a casa, estaré siempre a
tu lado en el vapor, apretado contra ti, y nadie me separará de ti nunca,
nadie, jamás, mientras tengas vida! Y no advertía entretanto que sobre la cima
de los árboles gigantescos iba poco a poco apagándose la argentina luz de la
luna con la blancura delicada del alba.
A las ocho de aquella
mañana, el médico de Tucumán -un joven argentino- estaba ya al lado de la cama
de la enferma acompañado de un practicante, intentando por última vez
persuadirla para que se dejase hacer la operación; a su vez, el ingeniero
Mequínez volvía a repetir las más calurosas instancias, lo mismo que su señora.
Pero ¡todo era inútil! La mujer, sintiéndose sin fuerza, ya no tenía fe en la
operación; estaba certísima o de morir en el acto, o de no sobrevivir más que
algunas horas, después de sufrir en vano dolores mucho más atroces que los que
debían matarla naturalmente. El médico tenía buen cuidado de decirle una y otra
vez:
-¡Pero si la operación es
segura y su salvación es cierta, con tal de que tenga algo de valor! Y, por
otro lado, si se empeña en resistir, la muerte es segura.
Eran palabras lanzadas al
aire.
-No -respondía siempre
con su débil voz, todavía tengo valor para morir, pero no lo tengo para sufrir
inútilmente. Gracias, señor médico. Así está dispuesto. Déjeme morir tranquila.
El médico, desanimado,
desistió. Nadie pronunció una palabra más. Entonces la mujer volvió el
semblante hacia su ama, y le dijo, con voz moribunda, sus postreras súplicas.
-Mi querida y buena
señora -dijo con gran trabajo, sollozando-, usted mandará los pocos pesos que
tengo y todas mis cosas a mi familia... por medio del señor cónsul. Yo supongo
que todos viven. Mi corazón me lo predice en estos últimos momentos. Me hará el
favor de escribirles... que siempre he pensado en ellos..., que he trabajado
para ellos..., para mis hijos..., y que mi único dolor es no volverlos a ver
más..., pero que he muerto con valor..., resignada..., bendiciéndolos; y que
recomiendo a mi marido... y a mi hijo mayor al más pequeño, a mi pobre Marcos,
a quien he tenido en mi corazón hasta el último momento.
Y poseída de gran
exaltación repentina, gritó juntando las manos:
-¡Mi Marcos! ¡Mi pobre
niño! ¡Mi vida!... -pero girando los ojos anegados en llanto, vio que su ama no
estaba ya a su lado: habían venido a llamarla furtivamente. Buscó al señor,
también había desaparecido. No quedaban más que las dos enfermeras y el
practicante. En la habitación inmediata se oía el rumor de pasos presurosos,
murmullo de voces precipitadas y bajas, y de exclamaciones contenidas. La
enferma fijó su vista en la puerta en ademán de esperar. Al cabo de pocos
minutos volvió a presentarse el médico, con semblante extraño; luego su señora
y el amo, también con la fisonomía visiblemente alterada. Los tres se quedaron
mirando con singular expresión, y cambiaron entre sí algunas palabras en voz
baja. Le pareció oír que el médico decía a la señora:
-Es mejor en seguida.
La enferma no comprendía.
-Josefa -le dijo el ama
con voz temblorosa. Tengo que darte una noticia buena. Prepara tu corazón a
recibir una buena noticia.
La mujer se quedó
mirándola con fijeza.
-Una noticia -continuó la
señora cada vez más agitada- que te dará mucha alegría.
La enferma abrió los ojos
desmesuradamente.
-Prepárate -prosiguió su
ama- a ver a una persona... a quien quieres mucho.
La mujer levantó la
cabeza con ímpetu vigoroso, y empezó a mirar a la señora y a la puerta con ojos
que despedían fulgores.
-Una persona -añadió su
ama, palideciendo- que acaba de llegar... inesperadamente.
-¿Quién es? -gritó, con
voz sofocada y angustiosa, como llena de espanto.
Un instante después lanzó
un agudísimo grito, de un salto se sentó sobre la cama, y permaneció inmóvil,
con los ojos desencajados y con las manos apretadas contra las sienes, como si
se tratase de una aparición sobre-humana.
Marcos, lacerado y
cubierto de polvo, estaba de pie en el umbral, detenido por el doctor, que lo
sujetaba por un brazo.
La mujer prorrumpió por
tres veces:
-¡Dios! ¡Dios! ¡Dios mío!
Marcos se lanzó hacia su
madre, que extendía sus brazos descarnados, apretándole contra su seno como un
tigre, rompiendo a reír violentamente y mezclándose a su risa profundos
sollozos sin lágrimas, que la hicieron caer rendida y sofocada sobre las
almohadas.
Pronto se rehízo, sin
embargo, gritando como una loca, llena de alegría, y besando a su hijo:
-¿Cómo estás aquí? ¿Por
qué? ¿Eres tú? ¡Cómo has crecido! ¿Quién te ha traído? ¿Estás solo? ¿No estás
enfermo? ¡Eres tú, Marcos! ¡No es esto un sueño! ¡Dios mío! ¡Háblame!
Luego, cambiando de tono
repentinamente:
-¡No! ¡Calla! ¡Espera! -y
volviéndose hacia el médico-: Pronto, en seguida doctor. Quiero curarme. Estoy
dispuesta. No pierda un momento. Llévense a Marcos para que no sufra. ¡Marcos
mío, no es nada! Ya me contarás todo. ¡Dame otro beso! ¡Vete! Heme aquí,
doctor.
Sacaron a Marcos de la habitación. Los
amos y criados salieron en seguida, quedando sólo con la enferma el cirujano y
el ayudante, que cerraron la puerta.
El señor Mequínez intentó
llevarse a Marcos a una habitación lejana: fue imposible; parecía que lo habían
clavado en el pavimento.
-¿Qué es? -preguntó.
¿Qué tiene mi madre? ¿Que le están haciendo?
Entonces Mequínez, bajito
e intentando siempre llevárselo de allí:
-Mira; oye; ahora te
diré; tu madre está enferma; es preciso hacerle una sencilla operación; te lo
explicaré todo; ven conmigo.
-No -respondió el
muchacho, quiero estar aquí. Explíquemelo aquí.
El ingeniero amontonaba
palabras y más palabras, y tiraba de él para sacarlo de la habitación; el
muchacho comenzaba a espantarse, temblando de terror.
Un grito agudísimo, como
el de un herido de muerte, resonó de repente por toda la casa.
El niño respondió con
otro grito horrible y desesperado:
-¡Mi madre ha muerto!
El médico se presentó en
la puerta y dijo:
-Tu madre se ha salvado.
El muchacho lo miró un
momento, arrojándose luego a sus pies, sollozando:
-Gracias, doctor.
Pero el médico lo hizo
levantar, diciéndole:
-¡Levántate!... ¡Eres tú,
heroico niño, quien ha salvado a tu madre!
1.066. Amicis (Edmundo de),
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