¡El carácter ruso! ¡Grande es el titulo para un
pequeño relato! Más, ¿qué le vamos a hacer? Precisamente deseo hablarles del
carácter ruso.
El carácter ruso... ¡Anda, prueba a describirlo...
¿Hablar de hazañas heroicas? Son tantas, que no sabe uno por cuál inclinarse.
Un buen amigo me sacó de apuros, relatándome un episodio de su vida. No voy a
referir cómo luchaba contra los alemanes, aunque llevaba una estrella de oro en
el pecho, cuajado de condecoraciones. Es un koljosiano de una aldea de Sarástov
a orillas del Volga, hombre sencillo y apacible como hay muchos. Pero, entre
otras cualidades, se distinguía por lo atlético de su figura y por la belleza de su rostro. Sol ía
quedarse uno encandilado cuando asomaba por la escotilla del tanque: parecía el
dios de la guerra. Saltaba a
tierra, se despojaba del casco que oprimía sus rizos sudorosos, se limpiaba con
un pedazo de estopa el rostro tiznado y, sin falta, una sonrisa bondadosa
dilataba su rostro.
En la guerra, los hombres, al danzar continuamente
en torno a la muerte, se hacen mejores; toda necesidad se desprende de ellos,
como piel quemada por el sol, y queda en el hombre su espíritu. Este es en unos
más fuerte que en otros; pero hasta los que adolecen de algún defecto se
esfuerzan por ser camaradas buenos y fieles.
Mi amigo Egor Driómov llevaba ya antes de la guerra
una vida impecable y amaba extraordina-riamente a sus padres, María
Polikárpovna y Egor Egórovich. Driómov solía decir: «Mi padre es un hombre
mesurado en todo. Su rasgo fundamental es el respeto que se tiene a sí mismo.
Me alecciona: "Verás mucho mundo, quizá vayas al extranjero; pero
enorgullécete siempre de ser ruso…”»
La novia de Driómov era de la misma aldea. Entre
nosotros se habla mucho de las novias y de las mujeres, sobre todo cuando el
frente calla, aúlla la vasca, humea el candil en el refugio, chisporrotea el
fuego en la estufa y ya se ha cenado. Se trenzan tales pláticas, que uno
escucha con la boca abierta. Salta alguien y pregunta: «¿Qué es el amor?» Uno
responde: «El amor nace del aprecio... » Otro replica: «nada de eso; el amor es
una costumbre. El hombre no ama, sólo a su mujer; también quiere a su padre, a
su madre, hasta a los animales... » «¡Puf, qué necedad! -exclama un tercero‑.
El amor es un estado espiritual que hace bullir todo en el hombre, y éste se
siente como embriagado... » Y filosofan una hora y otra, hasta que el brigada
no interviene en la discusión y, con tono de mando, no pone los puntos sobre
las íes… Al parecer, estas conversaciones cohibían un tanto a Driómov, pues
sólo una vez ‑y eso de paso‑ me habló de su novia, que, según él, era muy
bonita y de esas que le quieren a uno aunque vuelva con una pierna de menos...
Tampoco le agradaban las conversaciones sobre
hazañas militares. Fruncía el ceño, encendía un cigarrillo y exclamaba: «¡No me
gusta recordar estas cosas!» Las acciones de su tanque las conocíamos por boca
de la tripulación.
Quien más nos entretenía con sus relatos era Chuvílev, el
conductor.
-...¿Comprendéis? Apenas si habíamos dado la
vuelta, lo veo salir por detrás de un altozano... Grito: «¡Camarada teniente,
un "Tigre”!» El me ordena: «Adelante a todo gas». Me lancé zigzagueando
por el bosque de abetos, para que no me diera... El «Tigre» movía la trompa de
un lado para otro, como ciego, y falló... Si hubierais visto el cañonazo que le
metió el teniente en un costado: ¡saltaron chispas! Le metió otro zambombazo en
la torreta y se la dejó hecha un acordeón... Cuando le soltó la píldora que
hacía tres, el «Tigre» empezó a echar humo por todas las rendijas y brotó de él
una llama que llegó al cielo... La tripulación empezó a saltar por la escotilla
de escape… Vanka Lapshin disparó unas ráfagas. Los alemanes no se movían,
únicamente iban estirando la pata por turno... El camino, ¿comprendéis?, quedó
libre... A cinco minutos entrábamos como un huracán en la aldea... ¡La barriga
me dolía de tanto reír! Los fascistas corrían como liebres... Estaba aquello de
barro que daba miedo, pero había tío que salía sin botas y corría como alma que
lleva el diablo. Todos volaban hacia un granero. El teniente me ordenó: «Venga,
tira hacia el granero». Hicimos girar el
cañón y nos lanzamos en directa contra el granero... ¡Madre mía! Crujieron las
vigas, las tablas, los ladrillos, los huesos de los fascistas que se habían
refugiado allí... En fin, di un par de pasadas... Los demás levantaron las
manos, gritando: «Hitler caput»...
Así combatía el teniente Egor Driómov, hasta que le
sucedió una desgracia. En uno de los combates de la batalla de Kursk ‑cuando
los alemanes ya se desangraban y cedían‑, el tanque de Driómov, que se hallaba
en un campo de trigo, fue alcanzado por un proyectil fascista. Dos de los
tripulantes resultaron muertos en el acto. Otro proyectil incendió el tanque.
Chuvílev, que había saltado por la escotilla delantera se metió de nuevo en la
máquina en llamas y sacó de ella al teniente. Estaba sin conocimiento, le ardía
el «mono». Apenas Chuvílev se hubo alejado un poco, con el teniente a cuestas,
el tanque estalló con tanta fuerza, que la torreta fue a parar a cincuenta
metro de distancia. Chuvílev arrojaba tierra a almorzadas a la cabeza del
teniente, sobre su ropa en llamas. Arrastrándose con él de embudo a embudo, le
llevó hasta el puesto de sanidad... Chuvílev decía: «Le arrastre porque me di
cuenta de que le latía el corazón…:
Egor Driómov escapó a la muerte y ni siquiera perdió
la vista, aunque las quemaduras sufridas en la cara eran tan espantosas, que en
algunas partes se le veían los huesos. Ocho meses pasó en el hospital,
soportando una operación plástica tras otra. Le restablecieron la nariz, los
labios, los párpados y las orejas. Cuando le quitaron el vendaje, se miró al
espejo y vio aquel rostro que era y no era el suyo. La enfermera al darle el
espejo, volvió la cabeza y rompió a llorar. Driómov se lo devolvió en seguida.
‑Hay casos peores ‑dijo‑. Así se puede seguir
viviendo.
Pero nunca más volvió a pedir el espejo a la
enfermera; únicamente se palpaba la cara a menudo, cual si quisiera habituarse a ella. La comisión
médica dictaminó que había quedado inútil para el servicio activo. Entonces se
dirigió a su general y le dijo: «Le ruego que me autorice a reincorporarme al
regimiento». «Pero si es usted inválido», replicó el general «No, mi general,
soy, simplemente, un monstruo, pero eso no me va a impedir luchar.» (Egor
Driómov se dio cuenta de que el general evitaba mirarle a la cara, y una
sonrisa resbaló por sus labios, cárdenos y angostos como una rendija.) Le
concedieron veinte días de permiso para que se repusiera en casa de sus padres.
Fue precisamente en marzo de este año.
En la estación no encontró ningún medio de
transporte y tuvo que hacerse a pie dieciocho verstas. Alrededor todo lo cubría
la nieve, y un viento húmedo, dueño y señor de la llanura solitaria, le sacudía
los faldones del capote y silbaba tristemente en sus oídos. Llegó a la aldea a
la caída de la tarde. Allí
estaba el eterno y chirriante cigoñol. La isba que hacía seis a partir de allí,
era la de sus padres. Driómov se detuvo súbitamente, las manos metidas en los
bolsillos. Movió la cabeza y se dirigió hacia la casa. Hundiéndose
en la nieve hasta las rodillas, acercó el rostro a la ventana y, a la pálida
luz del quinqué, vio a su madre -callada, paciente y buena‑ poniendo la mesa. Como siempre,
vestía de negro. Estaba más vieja, más delgada: bajo el vestido se notaban los
hombros angulosos... «¡Ay, si lo hubiera sabido! ¡Debí escribirle un par de
palabras cada día, para que supiera de mí...!» La viejecita terminó de poner la
mesa ‑un tazón con leche, un pan, dos cucharas, el salero‑ y, cruzadas las
manos sobre el regazo, quedó inmóvil y pensativa allí mismo... Egor Driómov
comprendió que no se la podía asustar, que el llanto no debía crispar su rostro
cenil.
Apenas abrió el postigo, cruzó el corral y llamó a
la puerta de la isba. La
madre preguntó: «¿Quién es?» «El Héroe de la Unión Soviética
teniente Grómov.»
A Driómov le latía el corazón con tanta violencia,
que tuvo que apoyarse en el marco de la puerta. La madre no había reconocido su voz. A él
mismo le pareció oírla por primera vez. Después de tantas operaciones, sonaba
ronca, confusa, apagada.
‑¿Qué desea usted, amigo? ‑preguntó la madre.
‑Vengo a saludar a María Polikárpovna de parte de su
hijo, el teniente mayor Driómov.
Entonces, la viejecita abrió la puerta y le abrazó.
‑¿Vive mi Egor? ¿Está sano? Pasa, ten la bondad.
Driómov tomó asiento en el banco junto a la mesa,
donde se sentaba cuando sus piernas aún no alcanzaban el suelo, cuando la
madre, acariciándole la cabellera rizosa, solía decirle: «Come, querido». El
sepu a hablarle de su hijo, de sí mismo, con todo detalle: vivía bien, no
pasaba necesidad y siempre estaba sano y alegre. Luego le refirió brevemente
los combates en los que había participado con su tanque.
‑Dime, ¿da miedo la guerra? ‑le interrumpió la
viejecita, mirándole al rostro con ojos oscuros ausentes.
‑Claro que da miedo, pero se acostumbra uno.
Llegó el padre. Egor Egórovich también había
envejecido en el transcurso de aquellos años: tenía la barba como espolvoreada
de harina. Mientras se limpiaba las maltrechas botas de fieltro a la entrada,
examinó al visitante. Luego se quitó mesurado la bufanda y el abrigo de piel de
oveja, se acercó a la mesa y le dio la mano. ¡Oh, qué conocida era aquella mano
paternal! Sin preguntar nada, pues comprendía perfectamente a qué había venido
a su casa aquel hombre con el pecho lleno de condecoraciones, se sentó y se
puso también a escucharle, entornados los ojos.
A medida que relataba en tercera persona su propia vida,
Driómov se iba dando cuenta de que no podría decirles a los viejos la verdad,
de que no podría levantarse y, exclamar: «¡Padre, madre, reconoced a vuestro
hijo en este monstruo...!» Sentado a la mesa de sus padres, experimentaba, al
mismo tiempo, pena y alegría.
‑Bueno, mujer, vamos a cenar. Tráete algo sabroso
para agasajar al amigo de nuestro hijo.
Egor Egórovich abrió la puertecilla de la vieja
alacena, en cuyo rincón izquierdo estaban ‑como antes‑ la caja de cerillas con
los anzuelos y la tetera con el pico roto. Aquel mueble tan familiar continuaba
oliendo a pan seco y a cebolla. Egor Egórovich sacó una botella de aguardiente
–habría en ella para unas dos copas‑ y suspiró: ¡era tan poco!
Durante la cena, el teniente Driómov advirtió que la
madre estaba pendiente de la mano con que él sostenía la cuchara. Sonrió. La
madre alzó los ojos y un rictus doloroso contrajo su rostro.
De sobremesa charlaron acerca de la primavera que se
avecinaba y de las dificultades que había para la siembra. Egor Egórovich
dijo, entre otras cosas, que aquel verano terminaría seguramente la guerra.
‑¿Por qué cree usted, Egor Egórovich, que este
verano terminará la guerra?
‑La gente está enfurecida ‑respondió Egor Egórovich.
Cuando el hombre pierde el miedo a la muerte, nada puede detenerle. Los
alemanes están perdidos.
María Polikárpovna preguntó:
‑No nos ha dicho usted cuándo le darán permiso a
Egor, cuándo vendrá a pasar unos días con nosotros. Tres años hace que no le
vemos. Seguramente, estará hecho un hombre, gastará bigote y tendrá un vozarrón
de trueno, pues anda cada día tan cerca de la muerte...
‑A lo mejor viene y no le conocen ustedes -dijo el
teniente.
Le hicieron la cama sobre el horno, del que conocía cada ladrillo, cada resquicio en la pared,
cada nudo en las tablas del techo. Olía allí a piel de oveja, a pan, a hogar,
cosa inolvidable hasta la
muerte. El viento de marzo silbaba en la chimenea. El padre
roncaba tras el tabique. La madre se revolvía en la cama, suspiraba, sin poder
conciliar el sueño... El teniente yacía de
bruces, el rostro entre las manos. «¿Será posible que me haya reconocido? ‑pensaba‑.
¿Será posible? Madre, madre ... !»
Le despertó el chisporroteo de la leña en el horno.
De una soguilla pendían sus peales, recién lavados, y en el umbral vio sus
botas, brillantes como un espejo.
‑¿Te gustan las hojuelas? ‑preguntó la madre.
El teniente tardó unos segundos en responder, bajó
del horno, se puso la guerrera, se ciñó el correaje y, descalzo, se sentó en el
banco.
‑Dígame, ¿vive aquí Katia Málisheva, la hija de
Andréi Stepánovich Málishev?
‑Es la maestra de la aldea. Terminó el
año pasado la
Escuela Pedagógica. ¿Necesitas verla?
‑Egor me pidió que la saludara de su parte.
La madre envió a la chica de los vecinos a buscar a
Katia.
El teniente no había tenido tiempo de calzarse,
cuando llegó la joven maestra. Sus grandes ojos grises brillaban bajo las
cejas, que el asombro enarcaba y un alegre carmín teñía sus mejillas. Cuando
dejó caer sobre sus hombros torneados el pañuelo que le cubría la cabeza, el
teniente ahogó un gemido. ¡Con qué pasión hubiera besado aquellos perfumados
cabellos de oro...! Siempre se había imaginado a su novia así: fragante,
alegre, buena... Era tan hermosa que, con ella, había entrado en la isba el
sol...
‑¿Viene usted de parte de Egor? (Driómov, de
espaldas a la luz, asintió con la cabeza: no podía hablar.) Dígale usted que le
espero cada día, cada hora...
La joven se acercó al teniente, se acercó y...
Pareció como si alguien la hubiera golpeado en el pecho: retrocedió, toda asustada.
Y Driómov resolvió firmemente abandonar la aldea sin más dilación.
La madre hizo hojuelas con leche. El de nuevo se
puso a hablar del teniente Driómov, de sus hazañas militares. Hablaba con toda
crudeza y sin mirar a Katia, para no ver en el rostro de ella el reflejo de su
fealdad. Egor Egórovich quiso ir a buscarle un carro del koljós, pero el
teniente se marchó a la estación a pie, como había venido. Estaba anonadado. De
cuando en cuando, se detenía y se golpeaba en la cara, preguntándose con voz
ronca: «¿Cómo salir de este atolladero?»
Regresó a su regimiento, que se encontraba en la
retaguardia, completándose. Sus camaradas le recibieron con tanta alegría, que
sintió desprenderse de su alma el peso que no le dejaba dormir, ni comer, ni
respirar. Decidió seguir ocultando a la madre su desgracia. Y en cuanto a
Katia... ¡arrancaría aquella espina de su corazón!
Al cabo de unos quince días, recibió una carta de su
madre. La vieja le decía:
«Mi querido hijo: Temo escribirte, pues no sé qué
pensar. Nos visitó tu amigo. Es un hombre muy bueno, pero muy feo. Dijo que
pasaría unos días con nosotros, pero, de pronto, se marchó. Desde entonces,
hijo mío, paso las noches sin pegar ojo: me parece que aquel hombre eras tú.
Egor Egórovich me riñe por ello. Me dice: tú, vieja, te has vuelto loca: ¿es
que de haber sido nuestro hijo lo hubiera ocultado...? ¿Por qué iba cultarlo,
de ser él? Los hombres que tienen una cara como la de ese que vino a
visitarnos, pueden estar orgullosos de ella. Por más que trata de convencerme
Egor Egórovich, mi corazón de madre me repite sin cesar: ¡era él, era él...! Tu
amigo durmió en el horno. Yo saqué su capote al patio para cepillarlo, hundí en
él la cara, me puse a llorar: ¡es él, es él!, me decía... Egórushka, escríbeme,
por Dios, sácame de mis dudas... ¿será posible que yo esté loca ... ?»
Egor Driómov me mostró esta carta a mí, Iván
Sudariev, y, al contarme su historia, se enjugaba los ojos con la manga. Yo le dije: «Vaya un carácter que
tenéis los unos y los otros. Eres un alcornoque, ¿te enteras?, ¡un alcornoque!
Escríbele cuanto antes a tu madre, pídele perdón, no hagas que se vuelva
loca... ¿Crees que le importa tu cara? Tal como eres ahora, te querrá más».
Aquel mismo día escribió Driómov a sus padres:
«Queridos padres: Perdonadme mi mal proceder. Fui yo, vuestro hijo, quien
estuvo en casa ... » Y en el transcurso de cuatro páginas, escritas con letra
muy menuda, estuvo explicándoles todas
sus razones, y hubiera escrito veinte páginas de haber podido hacerlo.
A los pocos días, cuando estábamos en el polígono un
soldado se acercó corriendo a Driómov y le dijo:«Camarada capitán, ahí
preguntan por usted». El soldado ‑a pesar de que estaba cuadrado, como lo manda
el reglamento‑ parecía tan contento como si alguien le hubiera invitado a echar
un traguillo de aguardiente. Nos dirigimos hacia la aldea, a la isba donde
vivíamos Driómov y yo. Me di cuenta de que estaba nervioso y de que, para
disimularlo, no hacía más que toser... Pensé: «Aunque eres un buen tanquista,
amigo, no sabes dominarte los nervios». Entramos en la isba, él precediéndome,
y oí:
‑¡Buenos días, mamá, aquí me tienes...!
Vi que una viejecita muy menuda le abrazaba.
Entonces me di cuenta de que había allí otra mujer. No digo que no haya otras
así, que sea ella la única, pero doy palabra de que ¡en mi vida he visto mujer
más bella!
Driómov apartó suavemente a su madre, se acercó a la
joven y le dijo:
‑¡Katia, Katia!, ¿por qué ha venido usted? prometió
esperar al otro, no a éste...
Y aunque yo había salido al zaguán, pude oír cómo la bella Katia le
respondía:
‑Egor, me dispongo a vivir con usted toda la vida. Le amaré con toda
mi alma, siempre... No me rechace...
¡Sí, así es el carácter de los rusos! Parece que
nada tienen de complicados, pero, cuando llegan horas de prueba, nace en ellos una fuerza poderosa: la belleza humana.
Trad.: J.
Vento
1.085. Tolstoi, Alexei N.
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