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miércoles, 2 de enero de 2013

El carácter ruso

¡El carácter ruso! ¡Grande es el titulo para un pequeño relato! Más, ¿qué le vamos a hacer? Precisamente deseo hablarles del carácter ruso.
El carácter ruso... ¡Anda, prueba a describirlo... ¿Hablar de hazañas heroicas? Son tantas, que no sabe uno por cuál inclinarse. Un buen amigo me sacó de apuros, relatándome un episodio de su vida. No voy a referir cómo luchaba contra los alemanes, aunque llevaba una estrella de oro en el pecho, cuajado de condecoraciones. Es un koljosiano de una aldea de Sarástov a orillas del Volga, hombre sencillo y apacible como hay muchos. Pero, entre otras cualidades, se distinguía por lo atlético de su figura y por la belleza de su rostro. Solía quedarse uno encandilado cuando asomaba por la escotilla del tanque: parecía el dios de la guerra. Saltaba a tierra, se despojaba del casco que oprimía sus rizos sudorosos, se limpiaba con un pedazo de estopa el rostro tiznado y, sin falta, una sonrisa bondadosa dilataba su rostro.
En la guerra, los hombres, al danzar continuamente en torno a la muerte, se hacen mejores; toda necesidad se desprende de ellos, como piel quemada por el sol, y queda en el hombre su espíritu. Este es en unos más fuerte que en otros; pero hasta los que adolecen de algún defecto se esfuerzan por ser camaradas buenos y fieles.
Mi amigo Egor Driómov llevaba ya antes de la guerra una vida impecable y amaba extraordina-riamente a sus padres, María Polikárpovna y Egor Egórovich. Driómov solía decir: «Mi padre es un hombre mesurado en todo. Su rasgo fundamental es el respeto que se tiene a sí mismo. Me alecciona: "Verás mucho mundo, quizá vayas al extranjero; pero enorgullécete siempre de ser ruso…”»
La novia de Driómov era de la misma aldea. Entre nosotros se habla mucho de las novias y de las mujeres, sobre todo cuando el frente calla, aúlla la vasca, humea el candil en el refugio, chisporrotea el fuego en la estufa y ya se ha cenado. Se trenzan tales pláticas, que uno escucha con la boca abierta. Salta alguien y pregunta: «¿Qué es el amor?» Uno responde: «El amor nace del aprecio... » Otro replica: «nada de eso; el amor es una costumbre. El hombre no ama, sólo a su mujer; también quiere a su padre, a su madre, hasta a los animales... » «¡Puf, qué necedad! -exclama un tercero‑. El amor es un estado espiritual que hace bullir todo en el hombre, y éste se siente como embriagado... » Y filosofan una hora y otra, hasta que el brigada no interviene en la discusión y, con tono de mando, no pone los puntos sobre las íes… Al parecer, estas conversaciones cohibían un tanto a Driómov, pues sólo una vez ‑y eso de paso‑ me habló de su novia, que, según él, era muy bonita y de esas que le quieren a uno aunque vuelva con una pierna de menos...
Tampoco le agradaban las conversaciones sobre hazañas militares. Fruncía el ceño, encendía un cigarrillo y exclamaba: «¡No me gusta recordar estas cosas!» Las acciones de su tanque las conocíamos por boca de la tripulación. Quien más nos entretenía con sus relatos era Chuvílev, el conductor.
-...¿Comprendéis? Apenas si habíamos dado la vuelta, lo veo salir por detrás de un altozano... Grito: «¡Camarada teniente, un "Tigre”!» El me ordena: «Adelante a todo gas». Me lancé zigzagueando por el bosque de abetos, para que no me diera... El «Tigre» movía la trompa de un lado para otro, como ciego, y falló... Si hubierais visto el cañonazo que le metió el teniente en un costado: ¡saltaron chispas! Le metió otro zambombazo en la torreta y se la dejó hecha un acordeón... Cuando le soltó la píldora que hacía tres, el «Tigre» empezó a echar humo por todas las rendijas y brotó de él una llama que llegó al cielo... La tripulación empezó a saltar por la escotilla de escape… Vanka Lapshin disparó unas ráfagas. Los alemanes no se movían, únicamente iban estirando la pata por turno... El camino, ¿comprendéis?, quedó libre... A cinco minutos entrábamos como un huracán en la aldea... ¡La barriga me dolía de tanto reír! Los fascistas corrían como liebres... Estaba aquello de barro que daba miedo, pero había tío que salía sin botas y corría como alma que lleva el diablo. Todos volaban hacia un granero. El teniente me ordenó: «Venga, tira hacia el granero». Hicimos girar el cañón y nos lanzamos en directa contra el granero... ¡Madre mía! Crujieron las vigas, las tablas, los ladrillos, los huesos de los fascistas que se habían refugiado allí... En fin, di un par de pasadas... Los demás levantaron las manos, gritando: «Hitler caput»...
Así combatía el teniente Egor Driómov, hasta que le sucedió una desgracia. En uno de los combates de la batalla de Kursk ‑cuando los alemanes ya se desangraban y cedían‑, el tanque de Driómov, que se hallaba en un campo de trigo, fue alcanzado por un proyectil fascista. Dos de los tripulantes resultaron muertos en el acto. Otro proyectil incendió el tanque. Chuvílev, que había saltado por la escotilla delantera se metió de nuevo en la máquina en llamas y sacó de ella al teniente. Estaba sin conocimiento, le ardía el «mono». Apenas Chuvílev se hubo alejado un poco, con el teniente a cuestas, el tanque estalló con tanta fuerza, que la torreta fue a parar a cincuenta metro de distancia. Chuvílev arrojaba tierra a almorzadas a la cabeza del teniente, sobre su ropa en llamas. Arrastrándose con él de embudo a embudo, le llevó hasta el puesto de sanidad... Chuvílev decía: «Le arrastre porque me di cuenta de que le latía el corazón…:
Egor Driómov escapó a la muerte y ni siquiera perdió la vista, aunque las quemaduras sufridas en la cara eran tan espantosas, que en algunas partes se le veían los huesos. Ocho meses pasó en el hospital, soportando una operación plástica tras otra. Le restablecieron la nariz, los labios, los párpados y las orejas. Cuando le quitaron el vendaje, se miró al espejo y vio aquel rostro que era y no era el suyo. La enfermera al darle el espejo, volvió la cabeza y rompió a llorar. Driómov se lo devolvió en seguida.
‑Hay casos peores ‑dijo‑. Así se puede seguir viviendo.
Pero nunca más volvió a pedir el espejo a la enfermera; únicamente se palpaba la cara a menudo, cual si quisiera habituarse a ella. La comisión médica dictaminó que había quedado inútil para el servicio activo. Entonces se dirigió a su general y le dijo: «Le ruego que me autorice a reincorporarme al regimiento». «Pero si es usted inválido», replicó el general «No, mi general, soy, simplemente, un monstruo, pero eso no me va a impedir luchar.» (Egor Driómov se dio cuenta de que el general evitaba mirarle a la cara, y una sonrisa resbaló por sus labios, cárdenos y angostos como una rendija.) Le concedieron veinte días de permiso para que se repusiera en casa de sus padres. Fue precisamente en marzo de este año.
En la estación no encontró ningún medio de transporte y tuvo que hacerse a pie dieciocho verstas. Alrededor todo lo cubría la nieve, y un viento húmedo, dueño y señor de la llanura solitaria, le sacudía los faldones del capote y silbaba tristemente en sus oídos. Llegó a la aldea a la caída de la tarde. Allí estaba el eterno y chirriante cigoñol. La isba que hacía seis a partir de allí, era la de sus padres. Driómov se detuvo súbitamente, las manos metidas en los bolsillos. Movió la cabeza y se dirigió hacia la casa. Hundiéndose en la nieve hasta las rodillas, acercó el rostro a la ventana y, a la pálida luz del quinqué, vio a su madre -callada, paciente y buena‑ poniendo la mesa. Como siempre, vestía de negro. Estaba más vieja, más delgada: bajo el vestido se notaban los hombros angulosos... «¡Ay, si lo hubiera sabido! ¡Debí escribirle un par de palabras cada día, para que supiera de mí...!» La viejecita terminó de poner la mesa ‑un tazón con leche, un pan, dos cucharas, el salero‑ y, cruzadas las manos sobre el regazo, quedó inmóvil y pensativa allí mismo... Egor Driómov comprendió que no se la podía asustar, que el llanto no debía crispar su rostro cenil.
Apenas abrió el postigo, cruzó el corral y llamó a la puerta de la isba. La madre preguntó: «¿Quién es?» «El Héroe de la Unión Soviética teniente Grómov.»
A Driómov le latía el corazón con tanta violencia, que tuvo que apoyarse en el marco de la puerta. La madre no había reconocido su voz. A él mismo le pareció oírla por primera vez. Después de tantas operaciones, sonaba ronca, confusa, apagada.
‑¿Qué desea usted, amigo? ‑preguntó la madre.
‑Vengo a saludar a María Polikárpovna de parte de su hijo, el teniente mayor Driómov.
Entonces, la viejecita abrió la puerta y le abrazó.
‑¿Vive mi Egor? ¿Está sano? Pasa, ten la bondad.
Driómov tomó asiento en el banco junto a la mesa, donde se sentaba cuando sus piernas aún no alcanzaban el suelo, cuando la madre, acariciándole la cabellera rizosa, solía decirle: «Come, querido». El sepu a hablarle de su hijo, de sí mismo, con todo detalle: vivía bien, no pasaba necesidad y siempre estaba sano y alegre. Luego le refirió brevemente los combates en los que había participado con su tanque.
‑Dime, ¿da miedo la guerra? ‑le interrumpió la viejecita, mirándole al rostro con ojos oscuros ausentes.
‑Claro que da miedo, pero se acostumbra uno.
Llegó el padre. Egor Egórovich también había envejecido en el transcurso de aquellos años: tenía la barba como espolvoreada de harina. Mientras se limpiaba las maltrechas botas de fieltro a la entrada, examinó al visitante. Luego se quitó mesurado la bufanda y el abrigo de piel de oveja, se acercó a la mesa y le dio la mano. ¡Oh, qué conocida era aquella mano paternal! Sin preguntar nada, pues comprendía perfectamente a qué había venido a su casa aquel hombre con el pecho lleno de condecoraciones, se sentó y se puso también a escucharle, entornados los ojos.
A medida que relataba en tercera persona su propia vida, Driómov se iba dando cuenta de que no podría decirles a los viejos la verdad, de que no podría levantarse y, exclamar: «¡Padre, madre, reconoced a vuestro hijo en este monstruo...!» Sentado a la mesa de sus padres, experimentaba, al mismo tiempo, pena y alegría.
‑Bueno, mujer, vamos a cenar. Tráete algo sabroso para agasajar al amigo de nuestro hijo.
Egor Egórovich abrió la puertecilla de la vieja alacena, en cuyo rincón izquierdo estaban ‑como antes‑ la caja de cerillas con los anzuelos y la tetera con el pico roto. Aquel mueble tan familiar continuaba oliendo a pan seco y a cebolla. Egor Egórovich sacó una botella de aguardiente –habría en ella para unas dos copas‑ y suspiró: ¡era tan poco!
Durante la cena, el teniente Driómov advirtió que la madre estaba pendiente de la mano con que él sostenía la cuchara. Sonrió. La madre alzó los ojos y un rictus doloroso contrajo su rostro.
De sobremesa charlaron acerca de la primavera que se avecinaba y de las dificultades que había para la siembra. Egor Egórovich dijo, entre otras cosas, que aquel verano terminaría seguramente la guerra.
‑¿Por qué cree usted, Egor Egórovich, que este verano terminará la guerra?
‑La gente está enfurecida ‑respondió Egor Egórovich. Cuando el hombre pierde el miedo a la muerte, nada puede detenerle. Los alemanes están perdidos.
María Polikárpovna preguntó:
‑No nos ha dicho usted cuándo le darán permiso a Egor, cuándo vendrá a pasar unos días con nosotros. Tres años hace que no le vemos. Seguramente, estará hecho un hombre, gastará bigote y tendrá un vozarrón de trueno, pues anda cada día tan cerca de la muerte...
‑A lo mejor viene y no le conocen ustedes -dijo el teniente.
Le hicieron la cama sobre el horno, del que conocía cada ladrillo, cada resquicio en la pared, cada nudo en las tablas del techo. Olía allí a piel de oveja, a pan, a hogar, cosa inolvidable hasta la muerte. El viento de marzo silbaba en la chimenea. El padre roncaba tras el tabique. La madre se revolvía en la cama, suspiraba, sin poder conciliar el sueño... El teniente yacía de bruces, el rostro entre las manos. «¿Será posible que me haya reconocido? ‑pensaba‑. ¿Será posible? Madre, madre ... !»
Le despertó el chisporroteo de la leña en el horno. De una soguilla pendían sus peales, recién lavados, y en el umbral vio sus botas, brillantes como un espejo.
‑¿Te gustan las hojuelas? ‑preguntó la madre.
El teniente tardó unos segundos en responder, bajó del horno, se puso la guerrera, se ciñó el correaje y, descalzo, se sentó en el banco.
‑Dígame, ¿vive aquí Katia Málisheva, la hija de Andréi Stepánovich Málishev?
‑Es la maestra de la aldea. Terminó el año pasado la Escuela Pedagógica. ¿Necesitas verla?
‑Egor me pidió que la saludara de su parte.
La madre envió a la chica de los vecinos a buscar a Katia.
El teniente no había tenido tiempo de calzarse, cuando llegó la joven maestra. Sus grandes ojos grises brillaban bajo las cejas, que el asombro enarcaba y un alegre carmín teñía sus mejillas. Cuando dejó caer sobre sus hombros torneados el pañuelo que le cubría la cabeza, el teniente ahogó un gemido. ¡Con qué pasión hubiera besado aquellos perfumados cabellos de oro...! Siempre se había imaginado a su novia así: fragante, alegre, buena... Era tan hermosa que, con ella, había entrado en la isba el sol...
‑¿Viene usted de parte de Egor? (Driómov, de espaldas a la luz, asintió con la cabeza: no podía hablar.) Dígale usted que le espero cada día, cada hora...
La joven se acercó al teniente, se acercó y... Pareció como si alguien la hubiera golpeado en el pecho: retrocedió, toda asustada. Y Driómov resolvió firmemente abandonar la aldea sin más dilación.
La madre hizo hojuelas con leche. El de nuevo se puso a hablar del teniente Driómov, de sus hazañas militares. Hablaba con toda crudeza y sin mirar a Katia, para no ver en el rostro de ella el reflejo de su fealdad. Egor Egórovich quiso ir a buscarle un carro del koljós, pero el teniente se marchó a la estación a pie, como había venido. Estaba anonadado. De cuando en cuando, se detenía y se golpeaba en la cara, preguntándose con voz ronca: «¿Cómo salir de este atolladero?»
Regresó a su regimiento, que se encontraba en la retaguardia, completándose. Sus camaradas le recibieron con tanta alegría, que sintió desprenderse de su alma el peso que no le dejaba dormir, ni comer, ni respirar. Decidió seguir ocultando a la madre su desgracia. Y en cuanto a Katia... ¡arrancaría aquella espina de su corazón!
Al cabo de unos quince días, recibió una carta de su madre. La vieja le decía:

«Mi querido hijo: Temo escribirte, pues no sé qué pensar. Nos visitó tu amigo. Es un hombre muy bueno, pero muy feo. Dijo que pasaría unos días con nosotros, pero, de pronto, se marchó. Desde entonces, hijo mío, paso las noches sin pegar ojo: me parece que aquel hombre eras tú. Egor Egórovich me riñe por ello. Me dice: tú, vieja, te has vuelto loca: ¿es que de haber sido nuestro hijo lo hubiera ocultado...? ¿Por qué iba cultarlo, de ser él? Los hombres que tienen una cara como la de ese que vino a visitarnos, pueden estar orgullosos de ella. Por más que trata de convencerme Egor Egórovich, mi corazón de madre me repite sin cesar: ¡era él, era él...! Tu amigo durmió en el horno. Yo saqué su capote al patio para cepillarlo, hundí en él la cara, me puse a llorar: ¡es él, es él!, me decía... Egórushka, escríbeme, por Dios, sácame de mis dudas... ¿será posible que yo esté loca ... ?»
Egor Driómov me mostró esta carta a mí, Iván Sudariev, y, al contarme su historia, se enjugaba los ojos con la manga. Yo le dije: «Vaya un carácter que tenéis los unos y los otros. Eres un alcornoque, ¿te enteras?, ¡un alcornoque! Escríbele cuanto antes a tu madre, pídele perdón, no hagas que se vuelva loca... ¿Crees que le importa tu cara? Tal como eres ahora, te querrá más».
Aquel mismo día escribió Driómov a sus padres: «Queridos padres: Perdonadme mi mal proceder. Fui yo, vuestro hijo, quien estuvo en casa ... » Y en el transcurso de cuatro páginas, escritas con letra muy menuda, estuvo explicándoles todas sus razones, y hubiera escrito veinte páginas de haber podido hacerlo.
A los pocos días, cuando estábamos en el polígono un soldado se acercó corriendo a Driómov y le dijo:«Camarada capitán, ahí preguntan por usted». El soldado ‑a pesar de que estaba cuadrado, como lo manda el reglamento‑ parecía tan contento como si alguien le hubiera invitado a echar un traguillo de aguardiente. Nos dirigimos hacia la aldea, a la isba donde vivíamos Driómov y yo. Me di cuenta de que estaba nervioso y de que, para disimularlo, no hacía más que toser... Pensé: «Aunque eres un buen tanquista, amigo, no sabes dominarte los nervios». Entramos en la isba, él precediéndome, y oí:
‑¡Buenos días, mamá, aquí me tienes...!
Vi que una viejecita muy menuda le abrazaba. Entonces me di cuenta de que había allí otra mujer. No digo que no haya otras así, que sea ella la única, pero doy palabra de que ¡en mi vida he visto mujer más bella!
Driómov apartó suavemente a su madre, se acercó a la joven y le dijo:
‑¡Katia, Katia!, ¿por qué ha venido usted? prometió esperar al otro, no a éste...
Y aunque yo había salido al zaguán, pude oír cómo la bella Katia le respondía:
‑Egor, me dispongo a vivir con usted toda la vida. Le amaré con toda mi alma, siempre... No me rechace...
¡Sí, así es el carácter de los rusos! Parece que nada tienen de complicados, pero, cuando llegan horas de prueba, nace en ellos una fuerza poderosa: la belleza humana.

Trad.: J. Vento

1.085. Tolstoi, Alexei N.

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