...Al despertarse, Vanka hundió los dedos en su
vuelta y ondulada pelambrera ‑de color castaño claro, se rascó como Dios
manda, y su redonda carota se dilató en una amplia y clara sonrisa. Las
mejillas que la sonrisa hizo elevarse, se redondearon como dos sonrosadas
manzanas, de ojos azules, hacia los que convergieron unas arrugas, entornados
con dulzura, lanzaron unos destellos que iluminaron toda la joven y angulosa
faz con un nimbo de orgullo y felicidad...
¡Se había abierto camino!
Hacía tres días que Vanka, al volver de la aldea, se
había contratado como ayudante del pintor Filiónov, con el que había pasado
antes cuatro años como aprendiz; ¡se había contratado nada menos que por
treinta rublos para la temporada de verano! El día anterior había recibido como
adelanto la tercera parte del salario, había enviado seis rublos a casa, había
comprado por un rublo y ochenta kópeks un acordeón ‑¿cómo podía vivir un
ayudante de pintor sin acordeón?‑, se había mercado un chaleco por tres reales
y había destinado el resto a una «juerga». Era fiesta y Vanka estaba decidido a
celebrar su ascenso como Dios manda.
Saltó de la tarima en que dormía y empezó a ponerse
las botas altas. La noche anterior las había embreado a satisfacción y
despedían un olor tan provocativo que hasta hacía cosquillas en la nariz; las
botas se habían reblandecido, parecían más ligeras y casi saltaron por sí
mismas a los pies. Calzado ya, lanzó una mirada a las literas donde en diversas
poses había seis cuerpos extendidos, y en la mismísima esquina, enrollado como
una rosquilla, dormía Grishka, que llevaba ya casi dos años de aprendiz. Vanka
puso cara seria, se le acercó y le tiró de una pierna.
‑¡Eh, diablejo, espabila!
‑¿Qué? ‑preguntó en sueños Grishka.
‑Vete a echar agua a la palangana... Ya has dormido
bastante...
‑A... hora... ‑prometió el muchacho; retiró la
pierna y se durmió otra vez.
El nuevo ayudante frunció con más severidad las
cejas y tendió de nuevo la mano hacia el pie del aprendiz... Más de pronto
soltó un cómico resoplido, hizo un ademán con la mano y se dirigió a un rincón
del taller. Allí, encima de una sucia tina, pendía un aguamanil de barro,
parecido a la cabeza de un hombre colgada por las orejas. Contenía bastante agua
y Vanka empezó a echársela a manos llenas a la cara resoplando y bufando con
satisfacción. Luego abrió el baulito que guardaba debajo de las literas,
extrajo de allí una especie de toalla, una camisa nueva de percal, el chaleco y
el acordeón; se secó cara y manos, se peinó, se puso la camisa y el chaleco y
quiso ver qué aspecto ofrecía, mas no tenía espejo. Se quedó unos instantes
pensativo, en medio del taller, hasta que se le alumbró la mente; el mozo salió
al zaguán, destapó la tina agua y contempló el reflejo de su redonda y
satisfecha fisonomía. Resultó que necesitaba peinarse de nuevo. Así lo hizo y
otra vez se quedó pensativo: ¿qué podía hacer? ¿Ir a la taberna? Aún era
temprano; además las tabernas estarían cerradas, por la fiesta... Se sentó en
un banco bajo la ventana y contempló el patio, un patio sucio, lleno de
cachivaches de toda clase, pero todo aparecía ennoblecido por el radiante sol
primaveral, que atraía
con insistencia a Vanka, le hacía salir de la
baja estancia de paredes grises y húmedas, le empujaba hacia el aire y la luz.
El mozo tomó el acordeón bajo el brazo, se puso el gorro y salió del taller
dispuesto a esperar a sus compañeros junto al portal para ir luego con ellos a
tomar el té... Se sentó muy grave en el banco del portal, se puso el acordeón
sobre las rodillas, y el instrumento
gimió suplicante, como diciendo:
‑¡Toca!
Vanka no encontró razones que oponer al deseo del
acordeón. Se sentía embargado por una amplia oleada de alegría, por un
sentimiento noble y vivo, por el deseo de que su canto y su música llenaran la
calle entera; tomó el acordeón y arrancó hábilmente unos modulados acordes.
¡Qué bien!
Sonrió a los enervantes sonidos y deslizando los
dedos por el teclado se puso a canturrear a media voz:
Atraía al bravo mozo
el lejano país
las lejanas tierras extrañas...
‑¡Francmasón! ‑exclamó alguien encolerizado‑. Aún no
se ha terminado la misa y ya estás tú consolando al diablo... ¡Hereje sin
bautizar!
Le reñía de este modo la cocinera Timoféievna, que
asomaba su cara roja y gordinflona por la ventana encima de la cabeza de Vanka.
En otras circunstancias, el mozo se habría enzarzado
de uñas con la cocinera, pero entonces no tenía ganas de hacerlo, a pesar de
que aquella mujer le había proporcionado no pocas y amargas ofensas en época en
que él era todavía un aprendiz.
‑¿Aún no te has ido al otro mundo? ‑replicó
sorprendido, levantando el rostro sonriente y un poco confuso.
‑¡No me he ido al otro mundo! ¡Qué te parece! Se ha
plantado aquí apenas amanecido... Más te valdría ir a misa...
La ventana se cerró...
Vanka miró con lástima el acordeón, y en seguida se
dijo que si iba hasta el final de la calle y se sentaba en el solar de Frolov
podría tocar cuanto le viniera gana sin que nadie le molestara. Se arregló el
gorro, se puso el acordeón bajo el brazo y echó a andar calle adelante con el
paso lento del que va a dar un paseo, alta y orgullosa la cabeza, mirando en
torno suyo con gravedad, mientras que en su pecho el alma entera retozaba y se
le estremecía con un apasionado deseo volcarse al exterior en canciones, risas
o danzas, como fuera, con tal de salir al exterior.
Vio en dirección contraria a la suya a una vieja
mendiga, taconeando con la muleta por la acera, doblada en arco y cubierta de
harapos. Al llegar a su lado Vanka le preguntó, metiéndose la mano en el
bolsillo del pantalón:
‑¿Tienes un kópek, abuelita?
‑Lo tengo, querido, lo tengo ‑contestó apresurada la
vieja.
‑Bueno, dámelo... y toma esto, para la fiesta,
moneda...
Le dio una moneda de dos kópeks, y rebosante satisfacción
y alegría, escuchó los buenos deseos con que la vieja le iba alfombrando el
camino.
En el porche de una casa estaba echado un perrazo
gris de largo hocico. Vanka sintió un irresistible deseo de acariciarlo... Hizo
un cucurucho con los labios, tendió la mano hacia el perro y castañeteando los
dedos le silbó:
‑¡Fiu, fiu! ¡Tsi! ¡Ven aquí... Barbós! ¡Amiguito!
¡Hermoso perro... venga, fiu, fiu!
Mas el perro no estaba por cumplidos. Le miró de
reojo, enseñó los dientes y gruñó.
‑¡Idiota! ‑le dijo Vanka al pasar por delante, mas
no se sintió ofendido, en absoluto, por el comportamiento del can.
Una carreta cargada con unos barriles salió de una
callejuela lateral y montó una rueda en el guardacantón. El carretero, subido a
los barriles, empezó a golpear al caballo con las riendas, soltando
imperdonables blasfemias. Le daba pereza bajarse del carromato a pesar de que la situación así lo exigía. Mas
Vanka estaba dispuesto a ayudar a todo el mundo; disfrutaba viendo aquel
luminoso día, e inconscientemente deseaba ser simpático a todos...
‑¡Tuerce más hacia la izquierda, amigo! ‑aconsejó al
carretero, al tiempo que dejaba su instrumento sobre el guardacantón y se
agarraba a la carreta con todas sus fuerzas, empujándola hacia un lado.
‑¡Gracias! ‑dijo el carretero, mostrando los dientes
en una sonrisa. ¡Eres un tío, chaval!
‑¡Ya está, puedes seguir! ‑exclamó Vanka, resoplando
por el esfuerzo realizado.
Por fin llegó al solar. Había allí una bandada de
chiquillos jugando a las tabas. Vanka se alegró de verlos y al mismo tiempo se
dio cuenta de que no estaba bien ponerse a tocar sin más ni más delante de los
chiquillos. Primero tendría que hablar algo con ellos...
Se puso a contemplar el juego y sin darse cuenta
empezó a darles órdenes:
‑¡Eh, tú, no golpees desde arriba, eso no vale!
¡Tira a ras de tierra, es decir, apunta a la marca, que corra la taba...!
Eso... Venga, pelirrojo, apunta bien... z-zas! ¡Formidable! Dos de un tiro...
¡Vaya con el pelirrojo! Venga, ahora tú... No te muevas tanto, no apresures.
¿Por qué saltas? ¡Ves, has fallado!
A los chiquillos les hizo gracia que Vanka
participara en su juego. Se daban cuenta de que sabía que traía entre manos, y
seguían con atención sus observaciones. Uno de ellos se decidió incluso a
ponerse bajo su protección; le hacía preguntas:
‑¿A dónde debo tirar? ¿Me quedo junto a la marca?
Vanka examinó con atención la taba, le pareció
ligera, eligió otra. Luego le aconsejó cómo debía apuntar a la marca.
‑Tú cierra el ojo izquierdo, extiende el brazo
guiándote por el ojo derecho, luego alza la mano cuando la tengas en el mismo
punto que el ojo, lanza la taba. ¿Comprendes?
A los demás niños también les interesaban sus
lecciones. Le rodearon y le pidieron consejos interrumpiéndose unos a otros. El
no rechazaba a nadie, y como se sentía dueño de la situación, puso cara grave y
se dio aires de importancia. Mas al recordar que en el taller ya se habrían
levantado y que ya era hora de ir a la taberna a tomar el té, dejó a los
chiquillos y recorrió de nuevo la calle, ensimismado, viéndose ya en la taberna
sentado, escuchando la «máquina» tocar una pieza muy buena, pero difícil. ¡Qué
bien si la aprendiera y la interpretara con el acordeón...!
Pasado mediodía, Vanka está de nuevo en la calle.
Con el gorro echado hacia atrás, roja la cara por la animación y por unas
copitas de vodka que ha tomado en la taberna, anda despacio con el acordeón en
las manos y una enorme alegría que se ve forzado a reprimir, porque no tiene
salida, no tiene en qué verterla; camina y espera confusamente, de sí y de los
demás, algo muy bueno. No está borracho, pero considera necesario demostrar que
ya ha «picado» un poco, esto confiere categoría e intrepidez a la persona. Anda
haciendo eses, entorna los ojos, se arregla el gorro, se lo echa cada vez más
atrás. Siente deseos de cantar y empieza con voz alta, de falsete:
¡Oh, jar‑dín, mi jar‑dín
jar‑dín ver‑decito!
Mas un severo guardia urbano, plantado en medio de la calle, no ve con buenos ojos tales
diversiones.
‑¡Eh, tú!... ‑dice a Vanka, y le amenaza imponente con
el dedo.
Vanka interrumpe la canción y se encamina hacia el
guardia con una expresión bonachona en el rostro, preguntándole:
‑¿Es que no se puede?
Al guardia le cautiva ese mozo festivo, por su
juvenil aire de satisfacción, y le aconseja paternal:
‑Por las calles no se permite cantar...
‑¿No está permitido? ‑repite interrogativo Vanka.
‑De ninguna manera... Vete a casa... y si no, sal a
las afueras de la ciudad, allí se puede...
‑¿A las afueras?
‑Mira... allí, tras el cementerio, allí desgañítate si quieres...
‑Así, pues, ¿allí se puede?
‑Cuanto quieras...
‑Bueno, muy agradecido. Gracias... ¿Quiere un
cigarrillo? ¿Gusta usted?
‑No podemos... Estoy de servicio...
‑Si quiere, por favor...
‑No, gracias... Vete sin alborotar... Vete.
‑Está bien... Ya comprendo: ¡hay que ser severo! -dice Vanka frunciendo el ceño, y se
aparta pacíficamente del guardia.
Mas ¿cómo y con qué expresar la euforia que le bulle
en las entrañas? Cuando se ha apartado unos cuantos metros, empieza de nuevo a
cantar, a media voz:
En aquel campo plateado
estaba la muchacha a la luz de la luna
y pedía insistente al puro cielo:
conserva hasta la tumba mi tranquilidad.
Al acordarse del guardia miró hacia atrás y vio que
el agente del orden público meneaba la cabeza con aire de reproche. Entonces
Vanka le gritó, puesta la mano en la boca a modo de altavoz:
‑¡No lo haré más... no lo haré!
Mueve el brazo con un amplio ademán y camina cierto
tiempo en silencio, sintiéndose como cohibido, como si deseara algo, sin saber
qué.
Encuentra una pequeña tienda de ultramarinos. Vanka
entra con aire de gatillo y dice con mucha corrección:
‑Cigarrillos, tenga la bondad...
‑¿De qué clase los desea?
‑¿De qué clase? De... a cinco kópeks la decena.
‑Aquí tiene: «La golondrina».
‑¿«La golondrina»? ¿Son buenos?
‑Los mejores ...
‑De acuerdo ... Y ahora, permítame... Media libra de
avellanas.
‑¿Cuáles? ¿De cedro? ¿De Volotsk? ¿De las
corrientes?
‑De las mejores... De las más sabrosas...
‑Las de Volotsk ‑decide el tendero.
‑Pues deme media libra de ésas...
Tiene cigarrillos, no tiene ninguna gana de comer
avellanas; pero algo ha de hacer.
Además, mientras uno compra, por lo menos habla con
alguien...
Por el mismo motivo entró Vanka en una cervecería y
tomó una botella de cerveza. Mas el local esta vacío, es aburrido, hace un
calor sofocante. Un poco aturdido por la cerveza, Vanka camina de nuevo por la
calle y nota que ya no tiene necesidad de fingirse borracho, sin ello ya se
tambalea de lo lindo. Tiene la cabeza llena de niebla, y en el corazón menos
claridad que antes... Sin embargo, sigue con deseos de cantar.
Acomoda el acordeón y empieza a tocar tonadas
conocidas, confundiéndolas sin cesar. Mas esto tampoco lo satisface... Entonces
empieza a tararear:
Ti‑rl¡‑rliu‑ta,
tu‑ta‑tu‑ta...
Esto le gusta y mira en torno suyo con aire de
vencedor. Mas se encuentra en una calle desierta, con dos o tres transeúntes
nada más... Ni siquiera hay casas, sólo
empalizadas... ¡Ah!, y tras una empalizada, una verja de hierro, y tras
ella, césped, y tras el césped y un grupo de árboles, un gran edificio blanco
con numerosas ventanas... Vanka recuerda vagamente que este edificio es el
instituto, y que hace dos años estuvo allí pintando los suelos...
Sigue adelante... y en su alma se va deslizando el
aburrimiento como una serpiente, el aburrimiento, que es lo que pierde a las
personas... Se da cuenta y hace un esfuerzo para librarse de él. El acordeón se
extiende en sus brazos cuanto permite el fuelle y exhala unos acordes
penetrantes, chillones, mordaces, a la vez que Vanka tararea ya con furia:
Ti‑rli‑rliu‑ta, tu‑ta‑tu‑to
Pasé delante del instituto...
Las palabras se le ocurren de manera inesperada, y
al principio, hasta se sorprende de ello... mas, después de una breve pausa,
Vanka, inspirado, canta a en cuello:
Ti‑rl¡‑rliu‑ta, tu‑ta‑tu‑ta...
se alza firme el instituto.
Esto le parece enormemente divertido, abre la boca,
y apretando el acordeón contra el vientre, suelta una carcajada con todas las
fuerzas de sus potentes pulmones, se ríe de su creación, ríe mucho rato,
apoyando la espalda contra una empalizada y dando traspiés...
El sol se pone dejando en el estuco de los edificios
un reflejo rosáceo; las sombras resbalan silenciosas por las calles...
Pasan parejas de viandantes, golpeteando las aceras
con los bastones; en el húmedo aire primaveral suenan risas y rumores... Y la
voz sollozante de Vanka, que proclama bien alto:
‑Soy un ayudante... Y tú te peleas... Quizá tú
eso... ¿No?
Vanka irrumpe en la calle procedente de algún trecho
callejón. Llega desgreñado, excitado y, por visto, profundamente ofendido. De
lejos parece que cada paso que da debe superar unos obstáculos que sólo él ve,
pues levanta muy altos los pies y a cada dos por tres se desvía de la línea
recta... De sus labios se deslizan lentamente amargos reproches dirigidos
alguien, y las palabras se le enredan con los pies...
El frío aprieta, la tormenta aúlla
Y hay tres caballos junto al portón
La luna brilla...
‑¿Por qué gritas tanto? ‑pregunta severo a Vanka un
señor alto que lleva una gorra de visera roja.
Vanka le mira con los ojos muy abiertos y le
explica:
‑Respet... señor, canto porque es fiesta... y como
ahora soy a‑a‑ayudante... ¡Fiu! ¡Basta ya! ¡Se acabó! ¡Ahora soy ayudante!
Vanka golpea orgulloso el pecho con el puño y de
pronto grita con lágrimas en los ojos:
‑No obstante él me agarró por los cabellos...
‑¡Y yo te enviaré al cuartelillo! ‑le grita severo
el señor.
‑No lo haga ‑menea negativamente la cabeza Vanka.
No lo volveré a hacer... Ya comprendo... ¡Es el orden! Y... me voy. ¿Pero qué
es esto? ¿Es que yo o puedo
hacer ninguna cosa...?
Trad.: L.
Fernández Zapico
1.063. Gorki (Máximo),
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