I
Hace ocho días que Luciano Bérard y
Hortensia Larivière están casados. La madre de la novia, viuda del Sr.
Larivière, que posee, desde hace treinta años, un comercio de juguetes y
bisutería en la calle de la
Chaussée d'Antin, es una mujer seca y angulosa, de carácter
despótico, que no pudo negar la mano de su hija a Luciano, único heredero de un
quincallero del barrio; pero que tiene intenciones de vigilar, constantemente y
muy de cerca, al nuevo matrimonio. En el contrato, la Sra. Larivière ha
cedido a su hija la tienda completa, reservándose apenas una habitación de su
casa, pero en realidad es ella misma quien continúa dirigiéndolo todo con
pretexto de poner a sus hijos al corriente de la venta.
Estamos en el mes de agosto; el
calor es intenso y los negocios van mal. La señora Larivière tiene un carácter
más agrio que nunca, no tolerando que Luciano descuide sus quehaceres, al lado
de Hortensia, ni un solo minuto. Un día que los sorprendió abrazándose en la tienda,
dos semanas después de la boda, hubo un escándalo en la casa. Acordándose de
que ella no permitió nunca a su difunto esposo la menor familiaridad en el
almacén, decía a sus hijos que sólo con mucha seriedad y con mucha compostura
podía lograrse una clientela y una fortuna. «Yo, al menos, repetía, no conseguí
sino de esa manera la fama de mi establecimiento»...
Luciano, pues, no queriendo aún
enojarse, se contenta con enviar a su mitad besos furtivos cada vez que su
buena suegra vuelve las espaldas.
Un día, sin embargo, tómase la
libertad de recordar en alta voz que sus familias les han prometido el dinero
necesario para hacer un viaje de novios y pasar la luna de miel en santa calma.
A lo cual contesta la Sra. Larivière ,
apretando sus labios delgadísimos: Pues bien, idos a pasar un día al bosque de
Vincennes.
Ante tal respuesta los jóvenes
esposos se miran consternados; y Hortensia comienza a encontrar verdaderamente
ridícula a su madre. No pudiendo estar juntos sino durante la noche, tienen que
guardar el mayor silencio, so pena de que la Sra. Larivière
venga, al menor ruido, a preguntarles si están enfermos. Y cuando aun no están
callados a media noche, les grita:
-«Mejor sería que os durmierais ¡caramba!
para no quedaros, mañana también, dormidos sobre el mostrador.»
No siendo ya tolerable aquella
manera de vivir, Luciano habla, por segunda vez, del viaje sonado y cita los
nombres de los comerciantes del barrio que hacen paseos de varios días,
mientras sus padres o sus empleados tienen cuidado de sus tiendas:
-El vendedor de guantes de la
esquina de la rue Lafayette, por ejemplo, está en Dieppe; el cuchillero de la
rue San Nicolás acaba de irse a Luchón; el joyero del bulevar fue a Suiza con
su mujer... Ahora todo el que tiene algún dinero se permite un mes de
vacaciones.
Pero la señora Larivière grita de
mal humor:
-Es la muerte del comercio,
caballero, compréndalo usted. El ojo del amo engorda el ganado. En tiempo de mi
difunto marido, nosotros no íbamos a Vincennes sino una vez al año, el lunes de
Pascua... y siempre gozamos de muy buena salud, gracias a Dios... ¿Queréis que
os diga una cosa? Pues bien, vosotros echaréis a perder la casa con vuestros
deseos de recorrer el mundo. ¡Sí, la casa está ya echada a perder!
-Sin embargo -se atreve Hortensia a
responder-, me parece que antes de casarnos se nos había prometido un viaje de
novios. Acuérdate, mamá, de que tú misma habías consentido en ello.
-Puede ser -dice la Sra Larivière -pero
eso fue antes de la boda, y las madres tenemos la costumbre de ofrecer en tal
ocasión una multitud de necedades... Ahora es necesario ser formales...
Luciano sale de la casa para evitar
una querella. Un deseo feroz de estrangular a su suegra lo tortura. Pero al
volver, después de dos horas de ausencia, su fisonomía y su carácter están
cambiados. Su manera de hablar con la madre de su mujer es dulce y aún algo
sonriente y maliciosa. Por la noche, la primera pregunta que dirige a su esposa
es:
-¿Conoces Normandía?
Hortensia responde:
-Bien sabes que no; lo único que
conozco es Vincennes; ¡lo único!...
II
Al día siguiente un acontecimiento
inesperado conmueve la tienda de juguetes y bisutería de la Sra. Larivière. El
padre de Luciano -el señor Bernard como le dicen en el barrio, donde se le
considera como a un buen vividor, franco y honrado en los negocios- viene a
visitar a sus hijos. Y después de un rato de conversación, dice: «Me parece que
a ustedes les agradará mi propósito de acompañarles a almorzar», palabras que
produjeron mal efecto en el ánimo de su consuegra.
Pero la verdadera sorpresa estaba
reservada para los postres. Apenas servido el café, el señor Bernard exlama:
-También traigo en los bolsillos un
regalo para los chicos.
Y sacó triunfalmente dos billetes
del camino de hierro.
-¿Qué es eso? -pregunta con tono
angustioso la señora Larivière.
El padre de Luciano responde:
-¿Esto? Pues esto son dos
billetes de primera clase para hacer un viaje circular por Normandía... Vaya,
hijos míos, un mes de alegría, un mes al aire libre... Estoy seguro de que vais
a volver frescos como un par de rosas.
La madre de Hortensia está pálida,
aterrada; y aunque deseosa de protestar, se calla y se muerde los labios. La
perspectiva de una disputa con el Sr. Bernard, que decía siempre la última
palabra, le da miedo.
Pero lo que más la atemoriza son
las últimas palabras del quincallero que, hablando fuerte:
-Es preciso preparar las maletas
-dice. El viaje es para esta misma noche. Yo os conduciré a la estación ahora
mismo. Hasta que no os vea en camino, no he de estar contento...
-Está bien -declara ella con una
rabia sorda; ¡llevaos a mi hija!... Así estaré más contenta, después de todo,
puesto que ellos no se darán besos en la tienda y yo podré velar por el honor
de nuestra casa.
III
Al fin el matrimonio está ya en la
estación de San Lázaro acompañado del suegro que apenas les dio el tiempo
necesario para meter algo de ropa blanca y unos cuantos trajes en el fondo de
un baúl y que, al despedirse, los besa en las mejillas y les recomienda mirarlo
todo para divertirlo, al regreso, con el relato de sus impresiones.
Luciano y Hortensia se precipitan
sobre los andenes buscando un compartimiento desocupado que, al fin de muchas
vueltas, encuentran por su buena fortuna, y en el cual toman asiento
preparándose a pasar bien la noche. Al cabo de algunos minutos, sin embargo, un
caballero viejo viene a echar por tierra sus castillos en el aire, tomando,
frente a ellos, una plaza desde la cual su mirada severa examina con atención
los menores movimientos de los novios.
El tren se pone en marcha.
Hortensia vuelve la cabeza, desolada, afectando interés por el paisaje; pero,
en realidad, sus ojos húmedos ni siquiera ponen atención en los árboles.
Luciano busca un medio ingenioso para desembarazarse del viejo, no encontrando
sino expedientes demasiado enérgicos. Al fin se calma esperando que su
compañero los abandonará en Nantes o en Vernón, pero sus esperanzas se
desvanecen al mirar que va hasta Le Havre. Entonces, desesperado, decídese a
tomar entre las suyas la mano de su mujer. Después de todo, siendo casados,
bien pueden manifestarse su ternura. La mirada del viejo se hace cada momento
más severa y es tan evidente que desaprueba en absoluto aquellas muestras de
afecto, que la pobre Hortensia se ruboriza y retira la mano.
El resto del viaje transcurrió en
medio del más profundo silencio, hasta que, dichosamente, el tren llegó a Roán.
Al salir de París, Luciano había
comprado una Guía, en donde pudo escoger el hotel que mejor le pareció,
creyendo poderse encontrar muy bien en él. En la mesa redonda apenas les es
posible cambiar una palabra delante de toda aquella gente que no deja de
mirarlos. Luego se deciden a meterse en la cama desde muy temprano, esperando
poder estar en ella más contentos que en el camino de hierro y en el comedor;
pero los muros del cuarto son tan delgados, que ninguno de los vecinos podía
hacer un movimiento que no fuese oído por ellos, por lo cual no se atreven ni a
toser...
-Visitemos la ciudad -dice Luciano
al levantarse- y sigamos de prisa nuestro camino hacia Le Havre.
Luego comienzan su paseo sin
poderse sentar un solo momento durante el día. Miran la catedral donde un cicerone
les enseña la torre de Beurre que fue construida con los productos de una
contribución que el clero había impuesto sobre las mantecas del lugar; miran el
antiguo palacio de los duques de Normandía; las viejas iglesias convertidas en
graneros; el cementerio monumental... lo miran todo, como en cumplimiento de un
deber, sin encontrar ninguna alegría en la contemplación de tanto edificio
histórico. Hortensia, sobre todo, se aburre soberanamente, cansándose de tal
manera, que al día siguiente se queda dormida en el tren.
Al llegar al Havre, también
encuentran contrariedades. Las camas del hotel son tan estrechas que el posadero
se ve obligado a darles un cuarto con dos lechos. Hortensia se pone a llorar
creyéndose insultada. Luciano la consuela jurándole que no se detendrán allí
sino el tiempo necesario para ver la ciudad.
Sus viajes locos a través de los
edificios, continúan al día siguiente.
Después de abandonar Le Havre, se
detienen algunos días en cada villa importante marcada en el itinerario.
Visitan Honfleur, Pont l'Evêque, Caen, Bayeux, Cherbourg, etc., y llenándose la
cabeza con una infinidad de calles y de monumentos, confundiendo las iglesias,
atontados por la sucesión rápida de horizontes, no llegan a encontrar el
interés buscado. En todas partes les ha sido imposible hallar un rincón
pacífico y dichoso para acariciarse lejos de los oídos indiscretos. Al fin ya no
miran nada, siguiendo su viaje como una obligación molesta de la cual no
encuentran manera de deshacerse.
Una tarde Luciano deja escapar, en
Cherbourg, estas palabras: «¡Creo que estaríamos menos tristes al lado de tu
madre!...»
Al día siguiente, caminando en
dirección de Grandville, Luciano comienza a mirar la campiña, a través de las
ventanillas, con verdadera furia. De repente el tren se detiene en una estación
insignificante cuyo nombre, dicho en alta voz por un empleado del ferrocarril,
ni siquiera llega a sus oídos, y cuyo aspecto adorable hace, exclamar a
Luciano:
-Bajemos, bajemos de prisa.
-Pero esta estación no está en la Guía -dice
Hortensia, espantada.
-¡La Guía ! ¡la Guía ! -responde el
marido... Ya vas a ver lo que voy a hacer con ella!... Venga, ¡bajemos de
prisa!
-Pero ¿y los equipajes?
-Los equipajes me importan poco.
Y cuando Hortensia hubo bajado, el
tren se puso de nuevo en marcha, dejándolos en una hondonada verde y fresca.
Al salir de la pequeña estación,
los dos enamorados se encuentran en pleno campo... Ningún ruido turba el gran
silencio de la Naturaleza ,
a no ser el canto de los pájaros y el murmullo de un arroyuelo...
La primera ocupación de Luciano
consiste en arrojar su Guía en medio de un estanque.
Después... la calma y la libertad
sonríen ante sus ojos encantados...
IV
La dueña de una posada que se
encuentra a trescientos pasos de la estación, les proporciona un cuarto amplio,
encalado, con paredes de un metro de espesor, pero cuyo aspecto primaveral
alegra la vista. Por lo demás, ni un solo pasajero, ni un solo testigo
indiscreto; nada más que las gallinas que miran curiosamente.
-Puesto que nuestros billetes son
aún válidos para ocho días -dice Luciano- pasemos aquí una buena semana.
Y realmente, ¡buena semana fue!
Perdiéndose entre los senderos
floridos e internándose en el bosque hasta llegar a las faldas de una colina,
pasan alegremente los días, escondidos en el fondo de los matorrales que
abrigan, complacientes, sus amores. A veces siguen al arroyuelo en su curso,
corriendo como estudiantes escapados; Hortensia se quita los botines para tomar
baños de pies, mientras Luciano la hace exhalar gritos de susto besándola
bruscamente la nuca...
Hasta la falta de ropa blanca y el
estado de desnudez en que se encuentran, es causa para ellos de contento. Esa
especie de abandono en un desierto donde nadie los supone, les encanta. Un día
es necesario que Hortensia pida prestadas algunas prendas interiores a la
dueña, y la tela grosera de las camisas, que le pica la piel, no la hace sino
reír. Su cuarto es tan alegre que desde las ocho de la noche, hora en que la
campiña oscura y silenciosa ya no los atrae, se encierran en él con verdadero
placer, recomendando siempre que nadie vaya a despertarlos. A veces el mismo
Luciano baja a la cocina para buscar el almuerzo, compuesto de huevos y de
chuletas, sin permitir que nadie le ayude a subir sus provisiones. Y esos
almuerzos exquisitos comidos al borde de la cama, en donde las caricias y los
besos son más numerosos que los bocados de pan, se prolongan siempre hasta muy
tarde...
El séptimo día, sin embargo, llega
al fin; y los pobres enamorados se admiran y se entristecen al ver lo de prisa
que han vivido, decidiéndose a partir sin averiguar siquiera el nombre de ese
país, propicio como ninguno a sus amores, en el cual han obtenido un cuarterón
de luna de miel...
V
Sus equipajes les esperan en París
desde hace una semana.
Cuando el señor Bernard los
interroga, Luciano y Hortensia responden embrolladamente, diciendo que han visto
el mar en Caen y la torre de Beurre en el Havre.
-Pero ¡qué demonios! -Exclama el
quincallero- vosotros no me habláis de Cherburgo... ¡ni del Arsenal!
-Ah -responde Luciano- el arsenal
es muy pequeño y además tiene pocos árboles.
Entonces la señora Larivière,
siempre seca, siempre agria, alza los hombros murmurando:
-Lo que es así no vale la pena de
hacer viajes... ¡Ni siquiera conocen los monumentos!... Vamos, Hortensia, basta
de locuras y al mostrador otra vez...
1.054. Zola (Emile),
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