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martes, 1 de enero de 2013

Un sueño

I

Tenía yo diez y siete años cumplidos y vivía en un pequeño pueblo de la costa con mi madre, que apenas te­nía treinta y cinco; se casó muy joven.
Al cumplir siete años, murió mi padre y, no obstante, estaba grabado en mi memoria con suma claridad.
Mi madre era bajita y rubia, su hermoso rostro estaba siempre triste; hablaba lentamente, con voz débil, con ade­manes tímidos. En su juventud tuvo reputación de her­mosa, y continuó siendo encantadora hasta sus últimos días. No he conocido jamás un cabello más fino y suave, unas manos más delicadas. Yo la adoraba y ella me ama­ba entrañablemente...
Sin embargo, no era alegre nuestra existencia; mi ma­dre parecía padecer un dolor extraño, una desgracia irre­parable, injusta, y que corroía sin cesar su existencia.
El dolor que le había provocado la muerte de mi padre no era bastante para explicar aquella tristeza abrumadora, aun cuando fuese grande su pesadumbre, porque lo había querido con pasión y reverenciaba su memoria. ¡No! En su congoja había un misterio que me era imposible pene­trar, pero que intuía de una manera vigorosa e intensa al mismo tiempo, cada vez que fijaba mi mirada en los apaci­bles y quietos ojos de mi madre, en sus labios tan hermo­sos y también inmóviles, apretados sin amargura, pero que parecía que nunca se habían de mover.
Ya dije que mi madre me amaba. Sin embargo, había momentos en que me rechazaba o en que mi presencia le era penosa y hasta inaguantable. Parecía sentir de pronto una repulsión involuntaria hacia mí, sentimiento que la horrorizaba en seguida, y, con lágrimas de contrición me estrechaba contra su pecho.
Suponía yo que esos accesos de animadversión se debían al estado enfermizo de mi madre y a sus pesares... Verdad es que también pudieran ser cansados por los extravagantes arrebatos de mal humor y de deseos cri­minales que se apoderaban a veces de mí... Pero esas crisis no se producían nunca en las ocasiones en que me cobraba ojeriza.
Iba siempre vestida de negro, como si estuviese de luto. Vivíamos con cierto desahogo, aunque sin relaciones.

II

Mi madre había depositado en mí todos sus pensa­mientos y cuidados, enlazando su vida con la mía.
Una intimidad tan estrecha entre padres e hijos, no siempre es buena para éstos…Por el contrario, a me­nudo es nociva para ellos.
Pero yo era hijo único... y los muchachos que no tienen hermanos ni hermanas, generalmente crecen de una manera irregular. Al educarlos, sus padres piensan, en sí mismos tanto como en su hijo... No hay nada peor en cuanto a educación.
Con todo, no era yo mimoso ni terco: dos extremos en que acostumbran incurrir los hijos únicos. Pero mi sis­tema nervioso se había conmovido desde muy temprano y era frágil mi salud, como la de mi madre, con quien tenía yo notable parecido.
Eludía la relación con los muchachos de mi edad, y, en general, me apartaba de los hombres; hablaba muy poco aun con mi madre.
Mi afición preferida era la lectura, pero me gustaba más aun pasearme a solas y soñar, soñar...
¿En qué soñaba? Es difícil decirlo: algunas veces imaginaba que me encontraba de repente ante una puerta entornada, detrás de la cual se escondían misterios inson­dables. Me quedaba esperando, estupefacto, sin poder decidirme a trasponer el umbral de aquella puerta y sin dejar de preguntarme qué ocurría allá, cerca de mí... y aguardaba siempre con una especie de desasosiego o aca­baba por dormirme.
De haber sido poeta, con seguridad hubiera expresado con versos tal estado de ánimo; si hubiese sido proclive a la devoción, hubiera entrado en una comunidad religio­sa; pero no era poeta ni piadoso y pasaba el tiempo so­ñando y aguardando en vano.

III

Ya dije que a veces me dormía asaltado por ideas y cavilaciones indefinibles. Acostumbraba dormir mucho, y los ensueños jugaban un papel importante en mi vida; todas las noches los tenía. No los desechaba, y les con­cedía gran importancia, tomándolos por advertencias, y esforzándome por alcanzar su sentido misterioso; algunos de esos ensueños se sucedieron en varias ocasiones, lo cual siempre me daba mucho que pensar y me parecía muy extraño.
He aquí el ensueño que más intensamente me impre­sionó.
Estoy en una calle angosta y mal empedrada de una ciudad antigua, entre altas casas de techos cónicos.
Voy deambulando al azar y mientras tanto busco a mi padre, el cual no ha muerto, sino que se esconde de nosotros y vive en una de aquellas casas.
Paso por una puerta cochera, baja y oscura; atravieso un largo patio y al fin entro en un pequeño cuarto al cual llega la luz por dos ventanas redondas.
En medio de aquella estancia, veo a mi padre con ro­pas de entrecasa; está fumando la pipa. No se parece a mi verdadero padre. Es de elevada estatura, delgado, mo­reno; su nariz es aguileña, los ojos sin brillo y penetran­tes; representa unos cuarenta años.
Le disgusta que haya descubierto su retiro, a mí tam­poco me satisface aquel encuentro y permanezco per­plejo, de pie frente a él. Se da media vuelta, murmura algo y anda por la habitación con paso breve... Luego se aleja de mí, sin dejar de mascullar frases que no com­prendo, y me echa miradas por encima del hombro... El aposento se agranda y se pierde entre tinieblas.
Me da un miedo terrible al pensar que acabo de per­der a mi padre otra vez; me lanzo en pos de él, pero ya no lo veo; sólo oigo su gruñido de oso.
Mi corazón desmaya... despierto, y demoro mucho tiempo en volver a dormirme.
Pasé todo el día siguiente recordando los detalles de ese ensueño, que no atinaba explicarme.

IV

Corría el mes de junio. La ciudad donde vivíamos, se animaba en aquella época del año. Gran cantidad de bar­cos anclaban en su puerto, y una muchedumbre de extran­jeros recorrían sus calles.
Me agradaba pasear por los muelles y por delante de los cafés y de las fondas, pera presenciar las variadas fisonomías de los marineros reunidos en los establecimien­tos, en torno de mesitas blancas, sobre las cuales había jarros de estaño llenos de cerveza.
Un día, al pasar por frente a uno de esos cafés, ad­vertí un hombre que pronto concentró toda mi atención.
Vestía un largo levitón negro y un sombrero de paja encasquetado hasta los ojos. Estaba sentado, inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho. Los pocos rizos de su oscuro cabello le caían sobre la frente; sus labios finos apretaban la boquilla de una pipa corta.
¿A quién era parecido ese hombre? Cada rasgo de su semblante amarillo y quemado por el sol, toda su per­sona, se habían impreso de tal manera en mi mente, que, sin querer, me detuve delante de él, pensando: ¿Quién es ese hombre? ¿Dónde le he visto antes?".
Evidentemente, sintió mi mirada clavada en él y le­vantó hacia mí sus ojos negros y penetrantes.
-¡Ah! -exclamé sin poder evitarlo.
Ese hombre era el padre que se me había aparecido en sueños. Mi primera reacción fue comprobar si aún es­taba yo durmiendo.
Pero, no... Era de día, alrededor de mí iba y venía la muchedumbre, brillaba el sol alegremente en lo alto del cielo y no era lo que había delante de mí un fantasma sino un hombre de carne y hueso.
Fui hacia una mesa vacía, pedí un bock de cerveza y un periódico, y me senté muy cerca de aquel ser enig­mático.

V

Abrí el periódico ante mis ojos, para observar a mi antojo al desconocido valido de aquel resguardo.
Continuaba quieto; de cuando en cuando levantaba la cabeza, que tenía inclinada sobre el pecho. Se adver­tía claramente que esperaba a alguien.
Le observé con obstinación.
Por momentos me parecía ser presa de un espejismo, que no existía aquel parecido, y que me dejaba arrastrar por un extravío de mi imaginación...
Pero, apenas se movía aquel hombre en el asiento o movía ligeramente la mano, me costaba trabajo reprimir una exclamación, y vol­vía a reconocer con certeza a mi padre, tal como se me había aparecido en sueños.
Por fin, el desconocido notó la insistencia con que lo miraba; al principio expresó extrañeza y luego fastidio; y echando una mirada hacia donde yo estaba pareció a punto de levantarse. Su movimiento hizo caer un baston­cillo que estaba apoyado en la mesa.
Salté de mi asiento, tomé el bastón y se lo entregué. El corazón me palpitaba como si fuera a saltar del pecho.
Me dio las gracias; pero su sonrisa no era franca. Aproximó su rostro al mío, enarcó las cejas y entreabrió los labios, como si alguna cosa lo hubiera contrariado.
-Es usted muy gentil, joven -dijo de pronto con voz firme, aguda y gangosa; lo que es muy raro en nuestros días... Le felicito por ello: le han dado a usted excelente educación.
No recuerdo lo que le respondí, pero nos pusimos a conversar.
Me enteré de que era compatriota mío; que acababa de regresar de América, donde había vivido algunos años y adonde estaba a punto de volver. Dijo ser el barón de... (no entendí bien el título).
Igual que "el padre de mis ensueños", terminaba las frases mascullando entre dientes palabras ininteligibles.
Quiso saber cómo me llamaba, y cuando le dije mi nombre y apellido pareció pensar por un instante; des­pués me preguntó desde cuándo vivía en aquella ciudad y si estaba solo.
Respondía que me acompañaba mi madre.
-¿Y su padre de usted?
-Mi padre falleció hace varios años.
Quiso saber entonces cuál era el nombre de pila de mi madre, y en cuanto lo supo lanzó una risotada que contuvo en seguida y se excusó diciéndome que era un apodo americano, y que por otra parte era muy original.
Volvió a interrogarme para saber dónde estaba nues­tra casa, y se lo indiqué.

VI

La emoción que me embargó al principio de nuestra charla iba calmándose poco a poco; sólo me extrañaba aquel insólito encuentro.
Me disgustaba la sonrisa con que el barón me hacía preguntas, y no me gustaba tampoco la expresión de sus ojos, que parecían querer atravesarme. .. Sus miradas te­nían algo feroz y protector, que estrujaba el corazón. Nun­ca había visto esos ojos en mis sueños.
El rostro del barón era muy extraño, un rostro mustio, cansado, y que aún tenía un aire de juventud que causaba desagradable impresión.
"El padre de mis ensueños", tampoco lucía la cicatriz que marcaba oblicuamente toda la frente de mi nuevo conocido; vi esa cicatriz sólo cuando me aproximé mucho al barón.
Acababa de decirle el nombre de la calle donde vi­víamos y el número de nuestra casa, cuando un negro de gran estatura, con un poncho que casi le cubría la cara, se aproximó al barón y le tocó levemente el hombro.
Volviese mi interlocutor y dijo:
-¡Ah! ¡Por fin!
Y saludándome con un ligero movimiento de cabeza, entró en el café, seguido por el negro.
Permanecí en mi puesto, con la intención de esperar la salida del barón para hablar otra vez con él. En reali­dad, ni siquiera sabía qué decirle; pero deseaba compro­bar de nuevo mi primera impresión.
Pero transcurrió media hora... una hora... y el ba­rón no salía.
Entré en el café y lo recorrí todo sin ver por ninguna parte al barón ni al negro... Indudablemente, habían sa­lido por la puerta de atrás.
Empecé a sentir un fuerte dolor de cabeza, y para aliviarme di un paseo por la orilla del mar, costeando la playa, hasta un vasto parque plantado doscientos años antes.
Volví a mi casa después de dos horas de andar a la sombra de robles y plátanos gigantescos.

VII

Al cruzar el vestíbulo, me salió al encuentro la don­cella con las facciones descompuestas.
Por la expresión de su rostro supuse en seguida que había sucedido algo desagradable durante mi ausencia.
Y así era. Me refirió que una hora antes se había oído un grito desgarrador, que partió del cuarto de mi madre; acudió y encontró a su señora tendida en el suelo, desvanecida y que no volvía en sí sino al cabo de varios minutos. Cuando mi madre recuperó el conocimiento, te­nía un aspecto raro, despavorido, y se vio impelida a me­terse en cama. No dijo una palabra ni respondió a las preguntas que se le hicieron, pero no dejaba de echar, temblando, inquietas miradas alrededor.
La doncella hizo que el jardinero fuera buscar co­rriendo al médico. Vino el doctor y prescribió un calman­te, pero no pudo sacar de mi madre ni una sola palabra.
Afirmaba el jardinero que inmediatamente después de haber proferido mi madre aquel grito, vio en el jardín un hombre desconocido que saltaba apresuradamente por so­bre los arriates, encaminándose a la puerta que daba a la calle.
Vivíamos en una quinta cuyas ventanas daban a un gran jardín.
El jardinero no consiguió ver el rostro de aquel hom­bre; pero tuvo tiempo para ver que llevaba un largo levi­tón y sombrero de paja.
-¡Así vestía el barón! -dije para mí.
El jardinero no pudo alcanzar a aquel hombre, porque e ese mismo momento le enviaron a buscar al médico.
Corrí inmediatamente a la habitación de mi madre. La encontré en cama, con la cara más blanca que las al­mohadas donde apoyaba la cabeza.
Me reconoció, sonrióse débilmente y me tendió la mano. Me senté a la cabecera y le pregunté qué había sucedido.
Primero se negó a responder; pero acabó por confe­sarme que había visto una cosa terrible que la llenó de espanto.
-¿Entró alguien en tu cuarto? -pregunté.
-No, no, nadie -respondió vivamente-. Nadie ha venido... pero me creí... creí ver... un fantasma...
Enmudeció y se tapó la cara con las manos. A punto estuve de decirle lo que acababa de saber por el jardi­nero y de contarle mi encuentro con el barón; pero, no sé por qué, desistí de mi intento, y me limité a asegurar a mi madre que los fantasmas no aparecían en pleno día.
-Hablemos de otra cosa, te lo ruego -murmuró. Deja eso... Algún día lo sabrás todo.
Volvió a guardar silencio. Estaban frías sus manos; su pulso latía veloz e irregular. Le di una cucharada del calmante indicado por el médico y me alejé de la cama para no fatigarla.
No se levantó en todo el día. Permaneció inmóvil, en posición supina, exhalando con raros intervalos profun­dos suspiros, abriendo con temor los ojos.
Todos los de nuestra casa estábamos perplejos.

VIII

Aquella noche, mi madre tuvo un leve acceso de fie­bre y me hizo salir de su cuarto.
Pero no fui a mi habitación, sino que me tendí en un diván, en una pieza contigua a la suya. Cada cuarto de hora me levantaba, iba con sigilo a la puerta y escuchaba... Todo seguía en calma; pero mi madre no pudo con­ciliar el sueño en toda la noche.
Cuando a la mañana siguiente fui a verla muy tem­prano, advertí que tenía las mejillas encendidas y los ojos con un fulgor que no era normal. Durante el día se sintió un poco mejor; al atardecer subió la temperatura de su cuerpo.
Hasta entonces había guardado un silencio tenaz; pero de pronto se puso a hablar con voz precipitada y anhelan­te. No deliraba; sus palabras tenían sentido. Sólo les fal­taba ilación.
No me alejé de su cabecera. Poco antes de media noche se incorporó de súbito en la cama con un movi­miento convulsivo y comenzó a contar... con la misma voz afanosa, bebiendo sin pausa sorbitos de agua, agitan­do ligeramente las manos y sin mirarme ni siquiera una vez...
Deteníase con frecuencia, hacía un esfuerzo y conti­nuaba su narración.
Era tan extraña aquella escena, que hubiérase dicho que hablaba entre sueños, como si le faltase conciencia de, lo que hacía, y como si otro ser se expresase por boca de ella o dictase sus palabras...

IX

"... Atiende a lo que tengo que decirte -comenzó. Ya no eres un niño, debes saberlo todo.
"Tenía yo una íntima amiga que se casó con un hom­bre a quien amaba con pasión y fue muy dichosa con su esposo.
"El primer año de matrimonio viajaron a la capital para pasar allí una temporada y divertirse. Se alojaron en una fonda principal y fueron a los salones y los teatros.
Mi amiga era muy bella, y atraía las miradas de todos. Los jóvenes la cortejaban con empecinamiento. Pero ha­bía, sobre todo, un…oficial que la perseguía sin cesar... Por todas partes donde iba ella estaban sus malvados ojos negros. No le fue presentado y nunca le dirigió la palabra sin mirarla con desenfado y con una expresión extraña.
"Aquella suerte de hostigamiento envenenó todos los placeres de mi amiga durante su estancia en la capital; rogó a su esposo que la llevase consigo a otra parte y comenzaron a prepararse para partir.
"Una noche, su marido fue a su círculo, donde había sido convidado a una partida de juego por los oficiales del regimiento al cual pertenecía el galanteador de mi amiga. Ésta se quedó por vez primera sola en la fonda. Como su marido tardara en regresar despidió a su don­cella y se acostó...
"De repente quedó yerta de espanto y comenzó a tem­blar. Acababa de oír un leve ruido detrás de la pared, como de un perro que arañase. Miró las paredes.
"En un rincón llameaba una lámpara ante las sagra­das imágenes; todo el dormitorio estaba tapizado con telas.
"De improviso, en el lugar de donde venía el ruido, movióse un entrepaño, se levantó... y aquel hombre ho­rrible, de ojos negros y malévolos, salió del muro sombrío y desmesuradamente alto.
"Quiso gritar ella, pero no pudo emitir ningún sonido; sentíase desmayar de terror.
"Se acercó el hombre con paso rápido, como una fie­ra; echó a la cabeza de mi amiga una cosa blanca y pe­sada que la sofocaba... ¿y luego?... No recuerdo lo que ocurrió después... ¡No, no lo recuerdo!...
"Fue la muerte... ¡peor que la muerte!... Cuando por fin se rasgó aquel terrible velo, cuando yo... cuando mi amiga volvió en sí, ya no había nadie en la habitación.
"De nuevo quedó por largo tiempo sin fuerzas para articular un sonido; después de mucho rato pudo pedir auxilio... Luego, otra vez, quedó todo confuso...
"Más tarde, cuando recuperó el conocimiento, vio a su esposo, a quien habían retenido en el círculo hasta las dos de la madrugada... Tenía el rostro descompuesto; quiso interrogar a su mujer, pero no logró respuesta al­guna. Como consecuencia de esos hechos cayó enferma de peligro.
"No obstante, si la memoria no me traiciona, en cuan­to quedó a solas se puso a revisar las paredes de su ha­bitación. Bajo las telas que las tapizaban halló una puerta secreta, y advirtió, de pronto, que ya no tenía en el dedo el anillo de boda.
"Aquel anillo era muy original. Estaba guarnecido con siete estrellas de oro, que alternaban con otras siete de plata; era una joya de familia.
"El esposo de mi amiga preguntó qué había sido de aquel anillo, y no supo qué responderle. Supuso que se le habría extraviado y lo buscó él sin resultado. Sintió un vivísimo deseo, no exento de inquietud, de regresar a su casa; y en cuanto el médico autorizó a la enferma a levantarse, dejaron la capital.
"El mismo día de su partida, tropezaron con una ca­milla, en la cual iba acostado un hombre con el cráneo roto… Aquel… hombre era el visitante funesto, el de los ojos perversos... ¡Le habían matado en riña, por cuestión de juego!
"Mi amiga se recluyó en el campo, y fue madre, por primera y última vez... Aun vivió algunos años con su esposo, quien nunca llegó a sospechar nada. ¿Y qué hu­biera podido confesarle? ¡Ella misma nada sabía!
"Sin embargo, su ventura había quedado rota para siempre. La existencia de los dos ensombrecióse, y la nube que se cernía sobre ellos se desvaneció. No tuvie­ron más hijos... Y ese hijo único...
Un movimiento convulsivo agitó el cuerpo de mi ma­dre, que se cubrió la cara con las manos.
-¡Oh!, ahora dime -continuó con redoblada ener­gía-, ¿es culpable de algo mi amiga? ¿Qué se le puede reprochar? Fue ultrajada, es cierto. Pero, ¿no tiene de­recho a proclamar, ante Dios mismo, que era inmerecido el castigo que la hirió? Sí es así, ¿por qué tiene que ver nuevamente su pasado en aquella horrible visión, al cabo de, tantos años, como una criminal a quien corroen los re­mordimientos? Macbeth había matado a Banqueo; era na­tural que viese fantasmas... ¡Pero yo!...

En este punto, el relato de mi madre se hizo tan con­fuso, que ya no pude seguir su ilación. Era evidente que deliraba.

X

No costará trabajo comprender la hondísima impre­sión que me causó revelación tan inesperada.
En seguida deduje que se trataba de mi madre y no de una amiga; su desliz cuando habló en primera perso­na, no hizo más que confirmar mis suposiciones.
Así, pues, era mi padre a quien descubrí en sueños, y a quien había visto en carne y hueso aquella mañana.
Estaba claro que no lo habían matado en aquella riña, sino sólo herido. Gracias a las noticias que yo le había dado, entró en casa de mi madre y escapó después asustado por el desvanecimiento de mi madre. Inmediata-men­te aclaróse para mi toda nuestra existencia; comprendí el sentimiento de involuntaria repulsión que a veces había notado en mi madre para conmigo, y su tristeza habitual y la soledad en que vivíamos...
Después de esas confesiones, no sabía lo que me pasaba; recuerdo que me tomé la cabeza con las dos ma­nos, como para mantenerla en su sitio. Una sola idea se me había metido como un clavo: ¡encontrar a aquel hom­bre a toda costa! ¿Por qué? ¿Con qué fin? Yo mismo no lo sabía, pero quería encontrarlo... Había llegado a ser para mí cuestión de vida o muerte el descubrir dónde es­taba.
Al día siguiente por la mañana, mi madre estuvo más tranquila, y ya sin fiebre pudo conciliar el sueño.
Después de haberla recomendado al propietario de nuestra quinta, la dejé al cuidado de la servidumbre, y co­mencé mis pesquisas.

XI

Primero fui al café donde el día anterior había encon­trado al barón. Nadie lo conocía, ni siquiera habían repa­rado en él; no hizo más que estar de paso. Es cierto que no habían olvidado al negro, porque era un tipo que obli­gadamente había de llamar la atención; pero nadie sabía de dónde venía, ni dónde se alojaba.
Por lo que pudiera ocurrir, di las señas de mi casa, y me puse a recorrer las calles, las grandes vías, los mue­lles, los alrededores del puerto; entré en todos los luga­res públicos, sin descubrir el más pequeño rastro del barón y de su negro acompañante.
Después de vagar de esa suerte hasta la hora de co­mer, volví cansado y desalentado a casa. Mi madre esta­ba levantada; mezclábase con su tristeza habitual algo nuevo, una expresión de perplejidad dolorosa, cuya vista me partía el corazón como un cuchillo.
Pasé la noche al lado de ella; jugo un solitario, y yo la miraba sin chistar. No hizo ninguna alusión a su relato ni a lo acontecido la víspera. Hubiérase dicho que, por virtual acuerdo entre nosotros, nada debía avivar el re­cuerdo de aquellos extraordinarios y penosos aconteci­mientos; quizás no recordase tampoco con mucha preci­sión lo que había dicho en el delirio de la fiebre, y con­taba con que yo lo disimularía.
Y así fue, me esforcé por disimular, y ella lo com­prendió muy bien. Lo mismo que la víspera, rehuyó mis miradas.
En toda la noche no pude cerrar los ojos.
De pronto estalló una tempestad horrible. Aullaba el viento y soplaba con violencia. Los cristales de las ven­tanas temblaban y el aire estaba cargado de gemidos y gritos desesperados. Hubiérase dicho que la cavidad ce­leste estallaba hecha trizas, con quejidos desgarradores, por sobre la casas, que trepidaban.
Poco antes de amanecer me sumí en un entresueño... Me pareció ver entrar de repente alguien en mi cuarto, y que me llamaba con voz suave y segura. Levanté la Cabeza para mirar en derredor de mí, y no vi a nadie.
¡Cosa rara! No sólo no me asusté, sino que experi­menté un sentimiento de satisfacción: me invadió de re­pente la certeza de que aquella vez iba a conseguir mi propósito.
Me vestí con premura y salí de casa.

XII

La tempestad había amainado ya, aun cuando se adver­tían todavía sus últimas convulsiones...
Era muy temprano aún. Las calles estaban solitarias. Aquí y allá veíanse por el suelo pedazos de chimeneas, tejas, tablas, vallas derribadas, ramas de árboles desga­jados...  
-¡Qué dramas han debido desarrollarse esta noche en el mar! -pensé al ver los vestigios que había dejado la tempestad.
Quería ir al puerto; pero, al parecer, obedientes mis piernas a impulso irresistible, me llevara en otra direc­ción.
En menos de un cuarto de hora me encontré en una parte de la ciudad que aún no había visitado.
Anduve con lentitud, paso a paso, sin detenerme, in­vadido por una sensación extraña, y como ala espera de algo extraordinario, sobrenatural, y convencido de que ello ocurriría muy pronto.

XIII

Y, en efecto, sobrevino algo extraordinario, sobrena­tural.
De imprevisto vi a veinte pasos el negro que se había acercado al barón en el café cuando yo hablaba con aquél. Cubierto por el poncho que ya le había visto, parecía ha­ber surgido de la tierra; y dándome la espalda, seguía con paso rápido por la angosta acera de una callejuela tor­tuosa.
Me lancé tras él, pero el negro aceleró la marcha sin volverse, y desapareció detrás de la esquina de una casa que sobresalía.
Corrí hacia aquel lugar, rodeé la casa. ¡Oh milagro! Ante mí se extendía una calle estrecha y totalmente de­sierta. La bruma de la mañana la envolvía con un velo agrisado, pero mi vista atravesó aquella espesa oscuridad y recorrió toda la calle. Hubiera podido contar las casas una por una... Pero no vi alma viviente.
El negrazo, envuelto en el poncho, se esfumó con tan asombrosa rapidez como había surgido.
Me quedé alelado; no obstante, mi estupefacción no duró más que un minuto.
Otro pensamiento me asaltó: yo conocía aquella calle que tenía ante mis ojos. ¡La había visto en sueños!
Me estremecí… ¡era tan fresco el aire de la maña­na!... y sin dudar, con una serenidad llena de terror, seguí adelante.
Hurgué con los ojos... allí está, a la derecha, sa­liente de la acera; allí está la casa que vi en sueños; allí la vieja puerta cochera, con montículos de piedras a los lados...
Cierto es que las ventanas no son redondas, sino cuadran-gulares... Pero es un detalle sin importancia. Llamé a la puerta: toqué dos, tres golpes, más fuer­te, cada vez más fuerte...
La puerta se abrió al fin muy despacio, rechinando como si bostezase, y me encontré cara a cara con una criada joven, con los cabellos enmarañados y los ojos aún medio dormidos. Era fácil ver que acababa de despertarse.
-¿Vive aquí el señor barón?... -pregunté mirando a hurtadillas al patio estrecho y largo.
Era tal y como lo había visto en mi sueño; no faltaba nada, ni las vigas, ni las tablas...
-Aquí no vive ningún barón -repuso la joven.
-¡Cómo! ¿Que no vive aquí ningún barón? ¡Eso es imposible!
-Ya no está aquí, se marchó ayer.
-¿A dónde fue?
-A América.
-¡A América! -repetí involuntariamente. 
-¿Y cuán­do regresará?
La criada me miró con recelo.
-No sabemos nada... Quizá no regrese.
-¿Estuvo mucho tiempo aquí?
-Una semana, poco más o menos... Acaba de par­tir...
-¿Cuál es el nombre del barón?
La joven abrió desmesuradamente los ojos.
-¿No conoce usted su apellido? Nosotros le llamá­bamos simplemente barón. ¡Eh, Pedro! -gritó al ver que yo trataba de entrar en el patio. Aquí hay un extraño que hace muchas preguntas.
Un robusto mocetón, mal encarado, salió de la casa.
-¿Qué sucede? ¿Qué quiere usted? -preguntó con voz bronca.
Y luego de haberme escuchado con visible impacien­cia me repitió lo que me había dicho la joven.
-Pero, ¿quién vive en esta casa?
-Nuestro amo.
-¿Quién es vuestro amo?
-Un carpintero. Hay sólo carpinteros en nuestra calle.
-¿Y podré verle?                                           
-Todavía no se ha levantado.
-¿Me permite que entre en la casa?
-No...
-¿Podré ver más tarde a su amo?
-Seguramente... Siempre se le puede ver... Es un industrial... Ahora; puede usted retirarse... Apenas ama­nece.
-¿Y el negro? -pregunté de repente.
El mocetón me miró alelado, y después la criada.
-¿Qué negro? -dijo por fin. Váyase usted, ca­ballero... Vuelva otra vez y podrá hablar con el amo.
Bajé a la calle. La puerta cochera se cerró a mis espaldas con estrépito, pesadamente y de prisa, pero aque­lla vez sin rechinar.
Tomé nota de la calle y de la casa, y me fui, pero no para regresar a mi casa.
Me embargaba una especie de desencanto. ¡Todo lo que me había ocurrido parecíame tan raro, tan extraordi­nario... y había terminado todo de una manera tan pro­saica!
Es cierto que estaba convencido de que debía de ha­llar en aquella casa el cuarto que ya conocía, y en aquel cuarto a mi padre, el barón vestido con ropas de dormir y con la pipa en la boca. Pero en lugar de eso, descubrí que el ocupante de aquella casa era un carpintero, a quien se puede ver todas las horas... del día y a quien se le pueden encomendar muebles.
¡Y mi padre había vuelto a partir para América! ¿Qué me queda entonces por hacer? ¿Referir toda esta aven­tura a mi madre, o enterrar para siempre hasta el recuer­do de aquel encuentro?
No podía resignarme a que esta aventura sobrenatu­ral y misteriosa acabase de modo tan ordinario y vulgar.
Así, pues, no pude decidirme a volver a casa, y eché a andar sin saber a dónde. Así llegue fuera de la ciudad.

XIV

Caminaba con la cabeza gacha, sin pensar, casi sin experimentar sensación alguna, ensimismado.
Un ruido igual, sordo y furioso, me arrancó de mi abstracción. Levanté la cabeza: el mar rugía y mugía a cincuenta pasos de mí. Entonces advertí que iba andando por la arena de la playa.
El mar, revuelto por la tormenta de la noche, cubríase hasta el horizonte de crestas blancas. Las agudas puntas de las altas olas rompíanse unas tras otras en la playa. Me acerqué a la orilla y me puse a seguir la línea de re­lieve que el flujo y el reflujo habían marcado en la arena amarilla y rayada, llena de plantas marinas, dúctiles, pe­dazos de mariscos y matas de esparganio.
Las gaviotas, de finas alas, acudían con el viento del gran desierto aéreo y se remontaban dando gritos lasti­meros, blancas como la nieve, para dejarse caer a plomo en el agua; parecía que saltaban de una ola a otra, sobre­nadando como objetos de plata, o desaparecían entre mon­tañas de brillante espuma. Noté que muchas de aquellas aves revoloteaban alrededor de un gran peñasco, que se destacaba con vigor sobre la playa monótona.
Una planta de esparganio desplegábase en matas irre­gulares por un lado de aquel peñasco; y en el lugar donde sus entrelazados tallos salían de la salitrosa arena, vi una masa negra, de forma larga y abombada. Miré con aten­ción. Era un objeto siniestro... No se movía... A me­dida que me acercaba, iba adivinando lo que era.
Y cuando estuve a unos treinta pasos del peñasco, reconocí con claridad formas humanas, y me dijo:
-Es un cadáver, un ahogado devuelto por las olas.
Me aproximé al peñasco.
Aquel cuerpo era el del barón, el de mi padre. Me quedé como petrificado en mi sitio.
Comprendí que desde la mañana me conducían po­tencias misteriosas y que estaba en poder de ellas. No sé cuánto tiempo transcurrió así, sin oír más que el zumbido incesante del mar y con el alma embargada por el horror en presencia del fatum que me poseía.

XV

El cadáver yacía de espaldas, ligeramente ladeado, con la cabeza recostada en la mano izquierda, y el brazo dere­cho doblado debajo del cuerpo. Las puntas de los pies, calzados con botas altas de marinero, estaban enterradas en el barro. Vestía chaqueta azul, empapada en sal marina y abrochada hasta el cuello, al cual ceñía una bufanda roja.
Su atezado rostro, vuelto hacia el cielo, parecía son­reír; el labio superior contraído, dejaba ver sus dientes menudos y apretados; las vidriosas pupilas casi se confun­dían con el blanco mate de los ojos; los cabellos llenos de espuma y arena flotaban hacia atrás en el suelo y deja­ban al descubierto su frente surcada por una larga cicatriz violácea; la delgada nariz sobresalía blanquecina entre las mejillas deprimidas.
¡La tormenta de la noche había realizado su tarea! El barón no volvería a América. Aquel hombre que había ultrajado a mi madre y arruinado su vida, mi padre -¡sí!, mi padre, ya no podía dudar de ello- yacía inerte en el fango, a mis pies...
Encontrados sentimientos de venganza satisfecha de compasión, de odio y de terror embargaban mi ánimo. De terror sobre todo: el terror que me causaba aquella visión y el pensamiento de lo que acababa de ocurrir…
Esos sentimientos misteriosos de perversidad, esos deseos criminales de que hablé al comienzo despertában­se de repente en mí y me oprimían el pecho.
-¡Ah! -pensé; ahora comprendo por qué soy así... es la sangre que manda…
Continuaba inmóvil junto al cadáver, contemplábalo y aguardaba.
-¿Quién -me decía a mí mismo, quién sabe si se reanimarán esas pupilas, extintas, si esos labios inmóviles se moverán?
¡No! Ya no podían moverse. En el lugar donde le arrojaron las olas, el mismo esparganio estaba marchito; habían desaparecido las gaviotas, y no veía flotar por ninguna parte despojos, ni maderos, ni aparejos desgarrados.
Por todas partes el desierto…y sólo él y yo a orillas del océano, donde sube la marea... Detrás de mí, otra vez el desierto; y en el horizonte una cadena de tristes colinas...
No podía decidirme a dejar aquel pobre cuerpo en semejante soledad, semisepultado en fango, entregado como pasto a los peces y las aves de rapiña; una voz inte­rior me ordenaba que buscara hombres para hacerles lle­var aquel cadáver entre los vivos... Pero, de improviso, apoderóse de mí un terror insuperable.
Me asaltó la idea de que aquel muerto sabía que esta­ba yo allí, y que era él quien había dispuesto aquel en­cuentro; hasta me pareció oírle mascullar frases ininte­ligibles, con aquella voz sorda que yo conocía...
Retrocedí para mirarlo de nuevo. Una cosa brillante atrajo mis miradas: era un anillo de oro que llevaba en la mano izquierda, y reconocí la sortija de boda de mi madre.
Jamás olvidaré cómo vencí mi repugnancia. Me acer­qué de nuevo, me incliné sobre aquel cuerpo... aun siento el contacto viscoso de sus dedos rígidos... recuerdo el furor con que, casi desorbitando los ojos, rechinando los dientes, arranqué el anillo que resistía... por fin cedió... y huí como un ladrón sin volver atrás la mirada, creyendo que alguien iba en pos de mí, me perseguía, me alcanzaba, me detenía...

XVI

Llevaba claramente escrito en el rostro todo lo que había sentido y padecido.
Cuando regresé a casa, corrí directamente al cuarto de mi madre, la cual, al verme, se incorporó de un salto, y me miró con tal insistencia, que, al cabo de un momento de vacilación, acabé por mostrarle el anillo sin decir una palabra.
Cubrióse su rostro de una palidez mortal y abrió des­mesuradamente los ojos, que se le nublaron tanto como los del ahogado. Tomó la sortija, se tambaleó, cayó sobre mi pecho y así quedó rígida, con la cabeza echada atrás y fijando en mí sus grandes ojos espantados.
Rodeé su talle con ambos brazos, y sin moverme del sitio le conté con voz lenta y dulce acento todo cuanto había sucedido, sin omitir pormenores: el ensueño, el en­cuentro... En fin, se lo dije todo.
Escuchó mi relato completo, sin interrumpirme con ninguna exclamación; pero su pecho se agitaba cada vez con más fuerza, se reanimó su mirada y entornó levemente los párpados.
Luego se puso la sortija en el dedo anular, y, desprendiéndose de mis brazos, empezó a buscar la manteleta y el sombrero.
Le pregunté a dónde quería ir.
Me dirigió una mirada llena de asombro y quiso res­ponder, pero le faltaba la voz.
Estremecióse varias veces, se restregó las manos co­mo para calentárselas y exclamó:
-¡Vamos pronto!
-¿A dónde, madre?
-Allí, donde está él... Quiero verlo, quiero con­vencerme... lo reconoceré...
Traté de disuadirla, pero estuvo al borde de que la acometiera una crisis nerviosa. Comprendí que era inútil toda resistencia y salimos.

XVII

Estoy de nuevo en la playa; esta vez ya no voy solo, voy del brazo con mi cadre.
El mar se ha retirado allá abajo, muy lejos; está en calma, pero produce el mismo zumbido siniestro y ago­rero.
Por fin, veo el peñasco solitario y la planta de espar­ganio. Miro con atención para encontrar aquella masa negra que estaba al lado…pero no veo nada.
Nos acercamos a la roca, e involuntariamente acorté el paso. ¿Qué habrá sido del cuerpo siniestro y ya rígido? Sólo veo los tallos del esparganio, que forman una mancha oscura sobre la arena seca.
Llegamos, al fin, junto a la piedra. El cadáver ha des­aparecido, y en el sitio donde estaba tendido no queda sido un hueco donde se puede distinguir los rastros de los brazos y de las piernas...
El esparganio ha sido pisado y son muy claras las huellas de la planta de los pies de un hombre; los pasos están marcados en la arena y se van en dirección a las montañas silíceas.
Mi madre y yo cruzamos una mirada, y los dos nos asustamos de lo que acabábamos de leer mutuamente en nuestros ojos: "¿Se habría levando y habría partido?"
-¿Estás seguro de que estaba muerto?
Sólo tuve fuerzas para responder con movimiento de cabeza afirmativa-mente. No habían pasado tres horas des­de que había visto yo el cadáver del barón... Alguien ha­bía venido y se lo había llevado...
Resolví verificar mi conjetura. Pero, ante todo, era necesario llevarme de allí a mi madre.

XVIII

Mientras nos íbamos al sitio siniestro, la fiebre la había sostenido; pero la desaparición del cadáver la im­presionó de tal manera, que tuvo convulsiones y temí por su razón.
Me costó Dios y ayuda volverla a casa; hice que se acostara y llamé al médico. Cuando recobró los sentidos, su primera preocupación fue exigir que partiese en el acto en busca de "aquel hombre".
Obedecí con presteza, pero todos mis esfuerzos resul­taron vanos. Fui varias veces a la policía; recorrí todas las aldeas de los contornos, hice insertar anuncios en los periódicos, tomé infinidad de informes, pero todo fue inútil.
Un día me enteré de que habían llevado un ahogado a una de las aldeas de la costa. Me encaminé allí sin pér­dida de tiempo, pero cuando llegué lo habían sepultado. Además, a juzgar por sus señas personales, no podía ser el barón.
Logré averiguar en qué nave se había embarcado el barón para América. Suponíase que dicho barco había naufragado durante la tempestad; no obstante, parece que se supo algunos meses después que había fondeado en Nueva York.
No sabiendo ya a quién acudir para conseguir infor­mes, me puse en busca del negro. Le ofrecí, por medio de anuncios en los periódicos, una suma importante si venía a verme. En efecto, un día, durante mi ausencia, se presentó en casa un negro de gran estatura, envuelto en un poncho. Interrogó a nuestra doncella, se marchó en seguida y nadie volvió a verlo más.
Así se desvanecieron en sordas tinieblas todos los rastros de mi padre.
No hablábamos nunca de él. Una sola vez mi madre expresó su asombro de que no le hubiese referido más pronto mi terrible ensueño, y añadió:
-Era muy duro...
No concluyó su pensamiento.
Mi madre estuvo enferma largo tiempo; y cuando se hubo restablecido, no fueron ya nuestras relaciones lo que eran antes.
Sentía ella en mi presencia cierta contrariedad que subsistió hasta su muerte. Sí; una especie de desapego pesó en nosotros y aquella desgracia era irreparable.
Todo se olvida; el recuerdo de los hechos más trági­cos se va disipando poco a poco; pero si entre dos per­sonas que viven en gran intimidad se desliza un sentimien­to de malestar, nada hay en el mundo que pueda desva­necerlo.
No he vuelto a ver más el fantasma que me visitaba con frecuencia en otros tiempos; ya no busco a mi padre. No obstante, en sueños aún me parece, a veces, oír gemi­dos lejanos, quejas dolientes e incesantes; llegan desde atrás de una pared alta, tan alta que no puedo escalarla; siento su peso en el corazón y lloro con los ojos cerrados.
-No puedo comprender si es que gime un ser vivo, o si oigo el rugir loco y salvaje del mar embravecido. Ese rugir se transforma y oigo de nuevo un gruñido de oso, ese masculleo de palabras ininteligibles que conozco tan bien... Y me despierto embargado por el terror y la an­gustia.

1.046. Turgueniev (Ivan),

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