I
El regimiento estaba en batalla sobre un repecho de
la vía férrea, sirviendo de blanco a todo el ejército prusiano amontonado en
frente, bajo el bosque. Se fusilaban a ochenta metros. Los oficiales no cesaban
de gritar: «¡acostaos!» pero ningún soldado quería obedecer y el fiero
regimiento seguía de pie, agrupado alrededor de una bandera. En ese gran
horizonte de sol poniente, de trigos en espiga y de pastos de ganado, aquella
masa de hombres, atormentados y envueltos en el manto inmenso de la humareda
confusa, tenía el aspecto de un rebaño sorprendido a campo raso en el primer
torbellino de un huracán formidable.
El hierro caía como una lluvia sobre el repecho en
donde no se oía sino la crepitación de la fusilería, el ruido sordo de las
gábatas rodando entre la fosa y las balas que vibraban eternamente de un
extremo a otro del campo de batalla, como las cuerdas tendidas de un
instrumento siniestro y retumbante. De cuando en cuando la bandera que se alzaba
sobre las cabezas, agitándose al viento de la metralla, perdíase entre el humo;
y una voz grave y fiera, hacía oír, dominando el estrépito de las armas y las
quejas y juramentos de los heridos, estas breves palabras: «A la bandera, hijos
míos, a la bandera»... Entonces un oficial, vago como una sombra, ágil como una
flecha, desaparecía un instante entre la niebla roja; y la heroica enseña
volvía a desenvolver sus pliegues por encima de la batalla.
Veintidós veces había caído... Veintidós veces su
asta, tibia aún, fue heredada de la mano de un moribundo por un valiente que
volvía a levantarla. Y cuando, ya por la noche, lo que quedaba del regimiento -un
puñado de hombres apenas- se batió lentamente en retirada, aquel pabellón ya no
era sino un andrajo glorioso en manos del sargento Hormus, vigésimo tercio
abanderado de la jornada.
II
El tal sargento Hormus era un viejo tonto que casi
no sabía ni escribir su nombre y que había empleado veinte años en ganar los
galones que adornaban la manga de su casaca. Todas las miserias del expósito y
todos los atontamientos del cuartel se reflejaban en su frente baja, en su
espalda abovedada por el saco, en su rostro inconsciente de soldado humilde.
Además tenía el defecto de ser algo tartamudo; mas para ser abanderado no se
necesita gran elocuencia y la misma tarde de la batalla su coronel le dijo; «Tú
tienes la bandera, mi bravo sargento; guárdala.» Y sobre su viejo uniforme de
campaña, bien pasado ya a causa de la lluvia y el fuego, la cantinera
sobrecosió al instante, une cordoncillo dorado de subteniente.
Ese orgullo, único en su vida de humildad, irguió el
cuerpo del viejo militar; y la costumbre de caminar encorvado, con los ojos
bajos, se cambió desde entonces en el hábito de marchar orgullosa-mente, con la
mirada en alto para ver flotar el fragmento de tela que se mantenía en sus
manos, siempre derecho, siempre fiero, por encima de la muerte, por encima de
la traición y por encima de la derrota.
Nadie ha visto, en época alguna, un hombre tan
dichoso como Hormus, cuando en los días de batalla tenía el asta entre las
manos afirmándola en su estuche de cuero negro. Ni hablaba ni se movía; y serio
como un sacerdote, tenía el aspecto de guardar una cosa sagrada. Toda su vida,
y toda su fuerza estaban concentradas en esos dedos que se crispaban al rededor
de un harapo glorioso sobre el cual rodaban las balas. Sus ojos llenos de
fiereza, miraban de frente a los prusianos, y parecían decir: «Atreveos pues;
tratad siquiera de venir a robármela...»
Pero nadie, ni aun la misma muerte, lo intentaba.
Después de Borny, después de Gravelotte, después de las batallas más terribles,
la bandera continuaba su camino, deshecha, agujereada, transparente, llena de
heridas; mas era siempre el viejo Hormus quien la llevaba.
III
Después... llegó septiembre, el ejército en Metz, el
bloqueo, y esa larga parada en el fango donde rodaban los cañones sin dirección
y donde las primeras tropas del mundo desmoralizábanse por el ocio y por la
falta de víveres y de noticias, muriendo de fiebre y de fastidio al pie de sus
fusiles.
Ni los jefes ni los soldados creían ya en cosa
alguna; solo Hormus guardaba aún la confianza. Su harapo tricolor le hacía
creer en todo; y mientras él lo sentía a su lado, estaba seguro de que nada se
había perdido. Desgraciadamente, como ya nadie se batía, el coronel guardaba
las banderas en su casa misma, en un barrio de Metz; y el bravo subteniente
vivía como una madre que tuviese a su hijo en nodriza, pensando en él sin
cesar. Cuando el fastidio lo atormentaba, hacía un viaje a Metz, de donde
regresaba contento después de mirar su bandera siempre en el mismo sitio,
siempre tranquila, siempre recostada majestuosamente contra el muro. Esos
viajes que él verificaba en una sola jornada, hacían nacer en su alma el valor
y la paciencia; hacíanle sonar con campos de batalla, con marchas gloriosas y
con las grandes enseñas tricolores flotando a lo lejos sobre las trincheras
prusianas...
La orden del día del mariscal Bazaine, hizo rodar
por tierra las bellas ilusiones. Una mañana, Hormus vio, al despertarse, mucha
agitación en el campamento. Los soldados, reuniéndose en grupos, murmuraban,
animándose y excitándose con gritos de rabia; levantando los puños hacia un
punto de la ciudad como si sus cóleras designasen a un culpable...
«Atrapadle!... Fusilémosle...» Y los oficiales guardaban silencio, apartándose
del bullicio, avergonzados... avergonzados de haber leído a cincuenta mil
valientes, bien armados aún, aún vigorosos, la orden del mariscal que los
entregaba sin combate al enemigo...
-¿Y las banderas? -preguntó Hormus palideciendo...
Las banderas también habían sido entregadas con los fusiles, con el resto de
los equipajes, con todo...
- ¡Ra... Ra... Rayo de Dios!... -balbuceó el pobre
hombre- ...«En todo caso aún no tendrán la mía...
Y, ligero como una bala, se echó a correr hacia la
ciudad.
IV
También en Metz la animación era inmensa. Los
guardias nacionales, los guardias móviles y los burgueses, se agitaban
gritando; las diputaciones recorrían las calles vibrantes y precisadas,
dirigiéndose a la casa del mariscal.
-Hormus no veía nada, no oía una palabra; hablando
consigo mismo, subía a grandes pasos la calle del Faubourg.
-¡Robarme mi bandera!... Pues no faltaba más!...
¡Acaso es posible robar una bandera!... ¡Acaso tienen derecho!... Si les quiere
dar algo a los prusianos que les dé lo suyo... sus carrozas doradas, su vajilla
magnífica traída de Méjico... Pero mi pabellón... El pabellón es mío... El
pabellón es mi dicha, mi fortuna... ¡Y yo prohibo terminantemente que lo
toquen!
Todas estas frases incompletas, estaban cortadas por
la marcha y por la tartamudez. Pero en el fondo él tenía su idea: una idea bien
firme, bien precisa: tomar la bandera, llevarla flotante al seno del regimiento
y pasar luego sobre el vientre de los prusianos con todos los que quisieran
seguirle.
Cuando llegó al fin de su camino, ni siquiera le
dejaron entrar. El coronel, furioso también, no quería recibir a nadie... Pero
el viejo Hormus no entendía así el asunto y jurando, gritando y empujando al
plantón: «Mi bandera -decía-, dadme mi bandera...»
Al fin se abrió una ventana:
-¿Eres tú, Hormus?
-Sí, mi coronel, yo...
-Todos los pabellones están en el Arsenal..., no
tienes necesidad sino de presentarte ahí para que te den un recibo...
-¿Un recibo?... ¿Para qué?...
-Es la orden del mariscal...
-Pero... coronel...
-¡Déjame en paz!... Y la ventana se cerró...
El viejo Hormus vaciló como si estuviese borracho y
repitió entre dientes:
-¡Un recibo!... Un recibo!...
Al fin púsose en marcha por segunda vez, no pensando
sino en que su bandera estaba en el Arsenal y que era necesario volverla a ver,
costara lo que costara.
V
Las puertas del Arsenal estaban completamente
abiertas para dejar el paso libre a los carros prusianos que esperaban su
cargamento en el patio inmenso. Hormus sintió, al entrar, que un escalofrío
agitaba sus nervios. Todos los demás abanderados, cincuenta o sesenta oficiales
silenciosos e indignados, estaban allí... Y todos aquellos hombres tristes, con
las cabezas desnudas, agrupándose detrás de los enormes carros sombríos, daban
a la escena un aspecto de entierro. La lluvia aumentaba la emoción de
tristeza...
Los pabellones del ejército de Bazaine estaban
amontonados en un rincón, confundiéndose sobre el suelo fangoso. Nada más
terrible que el espectáculo de esos fragmentos de rica seda, pedazos de franjas
de oro y de astas trabajados, arreos gloriosos echados por tierra y manchados
de lluvia y de lodo. -Un oficial de administración los iba cogiendo, uno por
uno; y al nombre de su regimiento, pronunciado en alta voz, cada abanderado se
acercaba para recoger un recibo. Derechos e impasibles, dos oficiales prusianos
vigilaban el cargamento.
¡Y vosotros os ibais así ¡oh santos
jirones gloriosos! desplegando vuestros agujeros y barriendo tristemente la
tierra, como banda de pájaros que tuviesen las alas rotas!... ¡Vosotros os
ibais con la vergüenza de las grandes cosas humilladas... y cada uno de
vosotros se llevaba un pedazo de la
Francia !... El sol de las largas jornadas dejó su sello entre
vuestras arrugas marchitas... Vosotros guardáis, en las marcas de las balas, el
recuerdo de muchos héroes desconocidos que cayeron muertos, al azar, bajo vuestras
franjas tricolores!...
-Ya llegó tu turno, Hormus... Ahí te llaman... Vea
buscar tu recibo...
Se trataba de un recibo cuando una bandera francesa,
la más bella, la más mutilada, la suya estaba delante de sus ojos?... El viejo
sargento se figuraba estar aún allá arriba, de pie sobre el repecho de la vía
férrea... Su ilusión le hacía oír de nuevo el canto de las balas, el ruido de
las gábatas que rodaban y la voz robusta del coronel: «A la bandera, hijos
míos, a la bandera»... Luego, sus veintidós camaradas muertos y él, vigésimo
tercio abanderado, precipitándose a su vez para levantar y sostener el pobre
pabellón que vacilaba falto de brazo... ¡Ah! ese día había jurado defenderlo,
guardarlo hasta la muerte... Y ahora...
Sólo de pensarlo, toda la sangre del corazón
le subía a la cabeza... Ebrio, sin sentido, lanzóse sobre el oficial prusiano
arrancándole su enseña idolatrada, para agitarla de nuevo entre sus manos, para
levantarla aún, bien alta, bien recta y para gritar:
-«A la ban...» Pero su grito fue cortado entre su
garganta... y sintió temblar el asta, que se escapaba de sus manos... En ese
aire malsano, en ese aire de muerte que pesa terriblemente sobre las ciudades
rendidas, la bandera no podía flotar... Nada de orgulloso, nada de fiero podía
vivir ahí... Y el viejo Hormus cayó fulminado...
1.034. Daudet (Alphonse),
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