Baratynski
Yo había jurado atravesarle de un
balazo, según el derecho del duelo -mi
disparo no le alcanzó.
Una velada en el Vivac.
Tuvimos un duelo.
Estábamos acantonados
en el pequeño pueblo de X. Todo el mundo sabe cómo es la vida de un oficial de
tropa de guarnición. A la mañana, estudio y picadero; la comida en casa del
comandante del regimiento o en una fonda judía; a la noche, ponche y naipes.
En X no había ningún
lugar donde reunirse, ni una muchacha; íbamos unos a casa de otros, donde,
aparte nuestros uniformes, no veíamos nada más.
Un solo civil formaba
parte de nuestro grupo. Tenía unos 35 años, lo que nos hacía considerarle
viejo. Su experiencia le daba superioridad sobre nosotros en varios puntos, y,
además, su aspecto sombrío que mostraba habitualmente, sus rudas costumbres y
su lengua mordaz ejercían una clara influencia en nuestras mentes juveniles.
Un cierto misterio
parecía envolver su destino: se le hubiera tomado por ruso aunque llevaba apellido
extranjero. En otros tiempos había servido en los húsares, y hasta con suerte;
sin embargo, nadie sabía qué motivos le habían hecho retirarse del servicio
para ir a radicarse en un mísero pueblucho, donde vivía en la estrechez, unida,
no obstante, a cierto despilfarro. Iba siempre a pie, vestía tina chaqueta
negra, raída por el uso, y su mesa estaba siempre a disposición de todos los
oficiales de nuestro regimiento. Sus cenas, estaban compuestas por no más de
dos o tres platos, preparados por un militar retirado, pero el champagne solía
correr a torrentes durante las comidas.
Nadie sabía si poseía o
no fortuna ni cuales eran sus rentas, ni nadie se atrevía a preguntárselo.
Tenía muchos libros, la mayoría obras de milicia y novelas. Los prestaba de buen
grado, sin exigir nunca su devolución, como tampoco, por su parte, devolvía
nunca los que a él le prestaban.
Su ocupación predilecta
era ejercitarse en el tiro a pistola. Las paredes de su cuarto estaban tan
acribilladas de balazos, que parecían paneles de una colmena. Una rica
colección de pistolas constituía el único lujo de la miserable casucha que
habitaba.
La destreza que había
adquirido simplemente en el tiro, era increíble, tanto como para que, de
haberse propuesto acertar de un balazo un objeto puesto sobre la gorra,
ninguno de los de nuestro regimiento hubiera vacilado en ofrecerle su cabeza
como blanco.
El tema de nuestras
conversaciones era con frecuencia los duelos. Silvio (así le llamaremos) nunca
participaba de ellas. Cuando se le preguntaba si alguna vez le había tocado
batirse, solía responder secamente que sí, pero nunca daba detalles, y saltaba
a la vista que tales preguntas le contrariaban. Acabamos por suponer que pesaba
en su conciencia alguna desgraciada víctima de su siniestra habilidad. Por lo
demás, nunca se nos cruzó por la mente imputarle de algo parecido al temor. Hay
personas cuya sola apariencia disipa tales suposiciones.
Un inesperado
acontecimiento nos dejó a todos consternados.
Un día comíamos en casa
de Silvio unos diez oficiales del regimiento. Bebimos como de costumbre, es
decir, muchísimo. Al terminar la comida pedimos a nuestro anfitrión que jugara
una partida con nosotros. Durante largo rato se negó, porque no acostumbraba
jugar, pero por fin mandó traer las cartas, echó sobre la mesa medio centenar
de ducados y tomó la banca. Todos le rodeamos y la partida comenzó. Silvio
solía guardar absoluto silencio mientras jugaba, y jamás había discutido ni
hecho observaciones.
Si el que apuntaba se
descontaba por azar, Silvio pagaba inmediatamente la diferencia o apuntaba el
resto. Todos lo sabíamos y en nada nos oponíamos a su libre arbitrio; pero
sucedió que entre nosotros hallábase un oficial recientemente llegado a nuestro
regimiento. Participaba del juego y cometió una equivocación de un punto.
Silvio tomó la tiza y rectificó la anotación. El oficial, exaltado por los efluvios
del vino, por el juego y las burlas de sus camaradas, lo tomó como una grave
ofensa y enardecido tomó de la mesa un candelabro de bronce y se lo arrojó a
Silvio, quien apenas logró eludir el golpe. Todos quedamos confusos. Silvio se
incorporó, pálido de ira, y con mirada centellante exclamó:
-Caballero, hágame el
favor de retirarse inmediatamente y dé gracias a Dios que esto haya sucedido
en mi casa.
No dudamos en lo más
mínimo de cuales serían las consecuencias de esa escena, y ya dábamos por
muerto a nuestro compañero. El oficial se fue no sin decir que estaba dispuesto
a dar satisfacción de su ofensa de la manera que dispusiera el banquero. La
partida duró unos pocos minutos más; conscientes, no obstante, de que nuestro
anfitrión no estaba para juegos, nos retiramos uno tras otro, hablando de la
inminente vacante.
Al otro día, en el
picadero, nos preguntábamos entre nosotros si el pobre teniente respiraría aún
cuando se presentó éste mismo en persona.
Lo interrogamos y nos
respondió que hasta la fecha no tenía noticias de Silvio. Asombrados, fuimos a
casa de nuestro amigo, a quien hallamos en el patio, metiendo bala tras bala en
un as de baraja, clavado en una hoja del portal. Nos recibió como siempre, sin
mencionar una sola palabra con relación al suceso de la víspera.
Pasaron tres días, y el
teniente seguía aún con vida. Preguntábamos extrañados:
-¿No se batirá?
Y así fue, Silvio no se
batió. Se dio par satisfecho con una explicación muy superficial y se
reconcilió con el adversario.
Esta circunstancia
perjudicó mucho su reputación entre los jóvenes, los que suelen tener a la valentía
por la calidad más sublime de un hombre, excusándole toda clase de defectos.
Con el tiempo, no obstante, se olvidó lo ocurrido, y Silvio recuperó su
prestigio de siempre.
Yo fui el único que no
pudo tratarlo con la misma confianza. Teniendo, como tenía, una imaginación
romántica, me sentía atraído, más que mis compañeros, por un hombre cuya vida
era un enigma, y que me parecía el personaje de alguna historia misteriosa. Él
me quería, y conmigo dejaba de lado sus palabras punzantes, y hablaba de toda
clase de asuntos con gran sinceridad y agrado. Sin embargo, después de aquella
velada, la idea de que su honor había sido mancillado, y no rehabilitado por
propia voluntad, me inquietaba y me impedía tratarle como antes. Silvio era
demasiado inteligente y perspicaz como para no notar el vuelco de mi conducta,
pero no descubría el motivo. Parecía estar amargada-mente impresionado. Por lo
menos en dos ocasiones pude notar en él el deseo de darme una explicación; yo,
sin embargo, eludí sus tentativas, y él acabó por evitar mi trato. Desde
entonces solía verle sólo en presencia de mis compañeros, y nuestras sinceras
relaciones de otros tiempos se cortaron.
Los displicentes
habitantes de una capital no pueden imaginar siquiera muchas impresiones que
les son familiares a quienes viven en aldeas o pueblecitos, como por ejemplo
la espera de la llegada del correo... Los martes y los viernes el despacho del
regimiento estaba colmado de oficiales. Unos esperaban dinero, otras cartas,
otros periódicos, etc. Los paquetes solían abrirse allí mismo, y unos a otros
se daban las noticias, de modo que la oficina deparaba un espectáculo de
extrema animación. Silvio se hacía enviar sus cartas a nuestro regimiento, y
solía acudir a la
oficina. Un día le entregaron un sobre que abrió dando
muestras de gran impaciencia. Al leer la carta sus ojos centelleaban. Los
oficiales, ocupados en la lectura de sus cartas, no advirtieron nada.
-Señores -les dijo
Silvio, las circunstancias requieren que me ausente inmediatamente... Me voy
esta misma noche, y espero que no se negarán a cenar conmigo esta última vez.
También a usted le espero -continuó, dirigiéndose a mí. Le espero sin falta.
Y dicho esto salió
precipitadamente. Nosotros decididos a reunirnos en casa de Silvio, nos fuimos
cada cual por un lado.
Fui a casa de Silvio a
la hora indicada, y allí encontré a casi todo nuestro regimiento. Los muebles
estaban ya embalados, y no había mis que las paredes, acribilladas a balazos.
Nos sentamos a la mesa. Nuestro huésped estaba del mejor humor, y no pasó mucho
tiempo sin que comunicara su alegría a todos los demás... A cada momento
saltaban los tapones de las botellas de champagne.
Los vasos relucían y
espumaban sin pausa, y todos nosotros, con profunda franqueza, deseábamos al
amigo que se ausentaba, buen viaje y toda suerte de felicidades.
Nos levantamos de la
mesa ya muy avanzada la noche. Cuando fuimos a recoger la gorra, Silvio se
despidió de todos, me tomó del brazo y me retuvo.
-Quiero hablar con
usted -me dijo, bajando la voz.
Ya todos los demás se
habían ido... Quedamos solos, nos sentamos uno frente a otro, fumando
despaciosamente nuestras pipas. Silvio estaba visiblemente preocupado; en su
rostro no quedaban huellas de su febril alegría de poco antes. Su palidez
sombría, el destello de sus ojos, y el espeso humo que despedía su boca, le
daban el aspecto de un verdadero demonio. Pasaron algunos minutos antes que
Silvio rompiera el silencio.
-Es probable que no nos
veamos más -me dijo; y antes de despedirnos, he querido darle una
explicación... Tiene que haber notado usted lo poco que me importa la opinión
de los demás; pero me sería penoso dejar en su mente una impresión contraria á
la verdad.
Dijo esto y calló.
Volvió a llenar su pipa apagada... Yo me quedé silencioso, bajando los ojos.
-Usted le habrá
extrañado -prosiguió- que yo no exigiese satisfacción a aquel insensato
borracho de R... Creo que convendrá usted conmigo en que, teniendo yo libre
elección de armas, su vida estaba en mis manos, en tanto que la mía casi no
peligraba... Podría atribuir mi prudencia a la magna-nimidad... Sin embargo, no
quiero mentir. Si hubiese podido castigar a R... sin arriesgar mi vida, no le
hubiera perdonado...
Miré a Silvio con aire
de asombro. Esta contestación acabó por consternar-me. Silvio continuó:
-Es cierto. No tengo
derecho a exponerme al peligro de la muerte. Hace seis años recibí una
bofetada, y mi adversario vive todavía.
Mi curiosidad estaba
vivamente excitada.
-¿Fue porque usted no
quiso batirse con él? –le pregunté. Sin duda, se lo impidieron las
circunstancias. -Me batí con él y éste es el recuerdo de aquel duelo.
Silvio se levantó, sacó
de una caja de cartón una gorra encarnada con borla de oro y galoneada, lo qué
los franceses llaman "bonnet de police". Se la encasquetó: la gorra
estaba agujereada a la altura de la frente.
-Usted sabe -prosiguió
Silvio- que yo he servido en el regimiento de húsares de X... Sabe también cual
es mi carácter; suelo hacer notar mi personalidad en todo, y esta cualidad era
una verdadera manía en mi juventud. En nuestros tiempos solían usarse modales
violentos y entre mis compañeros no había quien me aventajara. Alardeábamos de
nuestras orgías, y dejé atrás al famoso Burtsov encomiado por Dionisio Davidov.
Los duelos, en nuestro regimiento entablábanse a cada momento, y de todos
participaba yo como testigo o interesado. Mis compañeros me adoraban y los
comandantes del regimiento, que cambiaban con frecuencia, me consideraban un
mal inevitable.
Tranquilo (o
intranquilo), disfrutaba mi gloria, hasta que llegó a nuestro regimiento un
joven rico de muy buena familia (su nombre no importa). ¡En mi vida había tropezado
con un hombre tan espléndidamente halagado por la suerte! Figúrese que además
de la juventud, tenía ingenio, apostura, un espíritu alegre, la más
desenfadada valentía, un prestigio social envidiable y una fortuna cuantiosa,
inagotable, y podrá imaginar el efecto que había de causar inevitablemente
entre nosotros. El predominio de mi personalidad estaba en peligro. Atraído por
la fama que gozaba, trató de granjearse mi amistad; pero yo me mostré frío y él
se apartó de mí con total indiferencia; le tomé odio. Sus éxitos en el
regimiento y en el ambiente femenino me sumieron en completa desesperación.
Comencé a buscar motivos para provocarle... Pero mis frases hirientes
contestaba él con otras que siempre me parecían más punzantes y más agudas que
las mías, y que a decir verdad eran muchísimo más alegres: él bromeaba y yo
expresaba mi odio. Por fin, una vez, en un baile que daba un hacendado polaco,
al ver concentrada en él la atención de todas las damas, y sobre todo de la
misma ama de casa, que había estado antes en relaciones conmigo, le dije al
oído cierta banal grosería. Presa de repentina ira me pegó una bofetada. En
seguida buscamos Ices sables... Las señoras se desvanecían... Nos apartaron no
sin esfuerzo y aquella misma noche nos batimos en duelo.
Amanecía... Yo estaba
en el lugar acordado, acompañado por mis tres padrinos... Con una impaciencia
inexplicable aguardaba a mi adversario. Despuntó el sol primaveral, y el calor
empezó a hacerse sentir... Lo vi cuando aún estaba lejos…a pie, llevando el
uniforme sostenido con el sable, y acompañado por un padrino. Se acercó. En la
mano llevaba su gorra llena de cerezas. Los padrinos midieron los doce pasos.
A mí me tocó disparar
primero. Sin embargo, la agitación que me causaba la ira me hizo desconfiar de
la firmeza de mi pulso, y le cedí el derecho del primer disparo, ansioso por
ganar tiempo para serenarme. Mi contrincante rehusó el ofrecimiento.
Se propuso echar
suertes, y ganó él, eterno favorito de la Fortuna. Apuntó y
con su bala atravesó mi gorra. Era mi turno... Su vida, por fin, estaba en mis
manos, Le miré con ansia devoradora, tratando de discernir en su rostro una
señal de inquietud. Él permanecía inmóvil frente al cañón de mi pistola,
tomando de la gorra las cerezas maduras, que comía escupiendo los carozos que
casi me alcanzaban. Su indiferencia me enardeció.
-¿Qué voy a lograr
-pensé- quitándole la vida, si no siente el más leve temor por ella?
Fue entonces cuando una
idea diabólica cruzó por mi mente. Bajé la pistola.
-Según parece -le dije-
usted no está ahora para pensar en la muerte. Como se propone almorzar, no quiero
molestarlo.
—No me molesta usted en
lo más mínimo -replicó. Hágame el favor de disparar, o haga lo que le parezca.
Le queda reservado el derecho a este disparo, y en cuanto a mí, estaré siempre
a su disposición.
Me volví hacia mis
padrinos, les manifesté que por el momento no estaba dispuesto a tirar, y así
acabó el duelo…
Pedí mi retiro y me
radiqué en esta aldea. Desde entonces no hubo un solo día en que yo no pensara
en la venganza. Ahora, por fin, llegó el momento...
Silvio sacó del
bolsillo la carta que había recibido por la mañana y me la dio para que la
leyera. Una persona, probablemente administrador de sus asuntos, le escribía
desde Moscú, que el consabido individuo pronto contraería matrimonio con una joven muy
bella.
-Ya habrá adivinado
-dijo Silvio- quien es ese consabido
individuo. Salgo para Moscú... Me
gustaría ver si en vísperas de su casamiento, se enfrentará a la muerte con la
misma indiferencia que en otro tiempo, saboreando cerezas.
Y con estas palabras,
se levantó, arrojó la gorra al suelo y echó a andar agitado por la habitación
como un tigre por su jaula. Yo le había escuchado absorto: sentimientos
terribles y opuestos me agitaban.
El criado entró para
anunciar que los caballos estaban listos para el viaje. Silvio me dio un fuerte
apretón de manos... Nos abrazamos... Subió a un coche, en el que estaban
acomodadas dos maletas, una con su equipaje, otra con pistolas. Nos saludamos
por última vez y los caballos arrancaron...
Algunos años más tarde,
circunstancias de familia me llevaron a establecerme en una pequeña aldehuela
del distrito de N. Me había consagrado a la agricultura y no dejaba de suspirar
secretamente, cuando recordaba mi vida pasada, bulliciosa y despreocupada. Lo
que se me hacía más difícil, era pasar las noches, tanto en primavera,
invierno, como verano, en completa soledad. Hasta la hora de la comida encontraba
la manera de matar el tiempo, unas veces charlando con el alcalde, otras
inspeccionando las tareas de labranza y echando un vistazo a los nuevos
establecimientos; pero tan pronto como caía la noche no se me ocurría adonde
meterme. Unos cuantos libros que encontré bajo los armarios y en el depósito de
trastos, me los sabía ya de memoria, a fuerza de reiteradas lecturas. Todos
los cuentos que atesoraba en su memoria el ama de llaves Kirilovna, ya los
conocía, y las canciones de las campesinas me sumían en lánguida tristeza. Por
fin me di a la bebida de un fuerte licor vegetal, pero me causaba dolor de
cabeza y, además, confieso que temí convertirme: en un "borracho
melancólico", como tantos que había visto en nuestro distrito.
A mi alrededor no había
vecinos cercanos, salvo dos o tres "melancólicos", cuya conversación
consistía las más de las veces en hipos y suspiros. La soledad era preferible.
Por fin resolví acostarme cuanto antes, y comer lo más tarde posible; de esta
manera logré acortar la velada, y alargar al mismo tiempo los días... Y "vi todo lo que había hecho y he aquí
que era bueno..."
A cuatro verstas de mi
finca estaba la rica propiedad de la condesa de B.; pero allí vivía sólo el
administrador. La propietaria había visitado su finca una vez, hacía ya mucho
tiempo, el primer año de su matrimonio, y no había pasado en ello más de un
mes. Pero cuando transcurría la segunda primavera de mi vida de ermitaño,
corrió el rumor de que la condesa llegaría a la aldea acompañada por su marido,
para pasar el verano. Y así fue; llegaron a principios de junio.
La llegada de un vecino
acaudalado es un acontecimiento memorable para los moradores de una aldehuela.
Los propietarios y los miembros de su servidumbre suelen hablar de ello desde
dos meses antes y hasta tres años después.
En cuanto a mí,
confieso con franqueza que la noticia del arribo de una vecina joven y hermosa,
me emocionó fuertemente. Me abrasaba un ferviente deseo de verla, y, por lo
tanto, el primer domingo siguiente a su llegada, fui, después de comer, a la
aldea X. para presentar mis respetos a sus Altezas, como correspondía al vecino
más cercano que les ofrecía sus humildes servicios.
Un lacayo me llevó
hasta el gabinete del conde, y se adelantó para anunciarme. El amplio despacho
estaba puesto con fastuoso lujo; a lo largo de las paredes había algunas
bibliotecas, sobre las cuales se veían bustos de bronce. Arriba de la chimenea
había un espejo muy ancho; el piso estaba cubierto de paño verde, y tapizado de
alfombras. Mi vida en mi humilde rincón me había hecho perder la costumbre del
lujo, y hacía tiempo que no admiraba la esplendidez ajena. En aquel momento me
sentí cohibido. Esperé al conde embargado por una inquietud parecida a la del
candidato provinciano que espera la salida de un ministro. Cuando se abrió la
puerta entró un hombre de unos treinta años, de hermosa presencia. El conde se
acercó con aire de absoluta sinceridad amistosa, mientras que yo me esforzaba
por recuperar mi aplomo. Empecé por presentarle mis respetos y, sin darme
tiempo para hablar, sugirió que nos sentáramos.
Su conversación,
espontánea y amable, pronto logró disipar mi timidez de solitario. Empezaba ya
a recobrar mi estado normal, cuando de pronto se presentó la condesa,
causándome una nueva confusión, mayor que la anterior. En realidad, era de una
acabada belleza. El conde me presentó. Yo, por mi parte cuanto más me esforzaba
por parecer locuaz, cuanto más trataba de asumir un aire de serenidad, más
turbado me sentía. Para darme tiempo a que me repusiera y acostumbrase a ellos,
mis nuevos amigos comenzaron a discurrir entre sí, dándome el trato que se le
da a un antiguo vecino, sin ninguna clase de ceremonias. Yo, entretanto, eché a
andar de un lado a otro, examinando los libros y las pinturas. Aun cuando no
soy ducho en artes plásticas, hubo un cuadro que llamó mi atención.
Representaba cierto paisaje de Suiza, y lo que me sorprendió no fue la parte
artística, sino el hecho de que estuviese atravesado por dos balazos que casi
se juntaban.
-¡Notable disparo!
-exclamé, a la vez que miraba al conde.
-Sí -me respondió: fue
un disparo muy memorable. Pero, dígame. ¿Es usted buen tirador?
-Excelente -contesté,
satisfecho al notar que la conversación recaía por fin en un tema que me era
tan familiar; a treinta pasos no yerro jamás, teniendo por blanco una carta,
si tiro con una pistola a la cual esté acostumbrado.
-¿Es cierto? -dijo la
condesa con tono de gran interés-. Y tú, amigo mío, ¿serías capaz de atravesar
una carta a treinta pasos?
-Probaremos -contestó
el conde-. He sido un tirador regular; pero hace cuatro años que no tomo una pistola.
-¡Oh! -comenté-. En ese
caso apuesto cualquier cosa
a que vuestra
Alteza no le da a una carta ni siquiera
a veinte pasos; la pistola requiere un ejercicio diario. Lo sé por experiencia. En
nuestro regimiento se me tenía por uno de los
mejores tiradores. En una ocasión dejé de manejar la pistola por un mes entero,
porque mis armas estaban en reparación. ¿Y qué diría que sucedió, Alteza? La primera vez que volví a tirar, erré cuatro
veces seguidas a una botella a veinte pasos. En nuestro regimiento había un sargento, hombre
ingenioso y muy dado a las bromas, que
estando presente por casualidad dijo: "Está visto, amiguito, que has perdido la costumbre de habértelas
con una botella”. Créame vuestra Alteza. Hay que cultivar esta habilidad, porque el día menos pensado se olvida lo
que se ha aprendido. El tirador más diestro que encontré en mi vida practicaba
todos los días, tres veces por lo menos, antes de la comida. Esto estaba en él
tan arraigado, como la copita de vodka que tomaba como aperitivo.
A los condes les
satisfizo mi locuacidad.
-¿Y cómo tiraba?
-preguntóme el conde.
-A veces veía una mosca
que acababa de posarse en la pared...
¿Lo toma usted a risa, condesa? Pues es cierto... Veía una mosca y gritaba:
"¡Kuzka, mi pistola!". El criado le llevaba con celeridad una pistola
cargada. Él disparaba entonces y enterraba la mosca en la pared…
-¡Asombroso! -dijo el
conde. ¿Y cuál era su nombre?
Silvio, Alteza.
-¡Silvio! -exclamó el
conde, incorporándose de un salto. ¿Usted conoció a Silvio?
-¿Que si lo conocí,
Alteza? Éramos amigos. En nuestro regimiento fue recibido como un verdadero
compañero… pero desde hace cinco años, no sé nada de él. Así que también
vuestra Alteza lo conoció, ¿no es verdad?
-Lo conocí muy bien.
¿No le contó acaso un suceso muy extraño?
-¿El de una bofetada,
Alteza, que recibió en un baile?
-¿Y no le dijo a usted
el nombre...?
-No, Alteza, no me lo
dijo... ¡Ah! -proseguí, al intuir la verdad- ¿Fue quizás vuestra Alteza?
-Yo fui -respondió el
conde, con aire extremadamente distraído; esa pintura agujereada a balazos es
un recuerdo de nuestro último encuentro.
-¡Ay! -dijo la condesa.
¡No lo cuentes, por Dios! ... Me horroriza escucharlo.
-No puedo complacerte
-replicó el conde. Lo contaré todo. El señor sabe cómo ofendí a su amigo y conviene
que sepa también cómo Silvio se vengó de mí.
Me ofreció el sillón y
yo, con viva curiosidad, escuché el siguiente relato:
-Hace cinco años me
case. El primer mes, "the honey moon", lo pasé aquí, en esta aldea.
En esta casa viví los instantes más hermosos de mi vida, pero a ella le debo
también uno de mis recuerdos más dolorosos.
Un día, al atardecer,
salimos a cabalgar. El caballo que montaba mi mujer comenzó a desmandarse y
ella, asustada, me pasó las riendas y volvió a casa a pie. Yo cabalgué delante.
En el patio vi un coche, y me dijeron que en mi despacho me esperaba un
caballero que había rehusado dar su nombre. Sólo había dicho que tenía que
hablar conmigo de cierto asunto. Entré en la habitación y vi en la penumbra a
un hombre con barba cubierto de polvo. Estaba al lado de la chimenea... Me
acerqué a él, tratando de reconocer sus facciones…
-¿No me recuerdas,
conde? -preguntó con voz trémula.
-¡Silvio! -exclamé, y
confieso que en aquel momento sentí que mis cabellos se erizaban.
-Exactamente -continuó
él. Conservo el derecho a un disparo y he venido a disparar. ¿Estás preparado?
Una pistola asomaba del
bolsillo lateral de su chaqueta. Yo di doce pasos y me paré allí, en el
rincón, suplicándole que acabara lo más pronto posible, antes que llegara mi
mujer. Vaciló por un momento... Me pidió lumbre... Hice que trajeran una vela.
Cerré la puerta, ordené que no entrara nadie, y volví a suplicarle que disparase.
Sacó la pistola y apuntó... Yo conté los segundos... Pensé en ella... ¡Fue un
minuto terrible! Silvio bajó el brazo.
-Lamento de veras que
la pistola no esté cargada con carozos de cereza. Una bala pesa demasiado... y,
después de todo, creo que esto no es un duelo, sino un homicidio. Yo no
acostumbro disparar a un indefenso. . Empecemos de nuevo. Volvamos tirar a
suertes para ver quien tiene que disparar primero.
La cabeza me daba
vueltas... Creo recordar que me negué...
Por fin cargamos una
pistola, arrollamos dos papelitos... Él los puso en la gorra, que atravesó un
día mi balazo... Yo saqué de nuevo el primer número.
-Tienes mala suerte,
conde -dijo él, con una sonrisa que nunca olvidaré.
No recuerdo lo que sucedió
entonces, ni cómo pudo él impulsarme a ello... Pero cierto es que disparé,
dando con la bala en ese cuadro...
Y el conde dirigió su
dedo hacia la tela agujereada. Su rostro parecía arder. La condesa estaba tan
blanca como el pañuelo que llevaba. Yo no pude contener un grito de espanto.
-Disparé -continuó el
conde- y, gracias a Dios, no acerté. Entonces Silvio -en ese momento tenía verdaderamente
un aspecto siniestro- apuntó hacia mí... De pronto la puerta se abrió... Masha
entró precipitadamente y, profiriendo un grito desgarrador se echó en mis
brazos. Su presencia me devolvió por completo la sangre fría.
-Querida mía -le dije,
¿no ves acaso que estamos bromeando? ¿Te asustaste? Ven, bebe un poco de agua y
acércate... Voy a presentarte a uno de mis amigos y compañeros.
Masha dudaba aún de la
veracidad de mis palabras.
-Dígame usted, ¿es
cierto lo que dice mi marido? -preguntó, volviéndose hacia aquel hombre
terrible. ¿Es verdad que bromean ustedes?
-Suele bromear, condesa
-le respondió Silvio. Una vez me dio, bromeando, una bofetada... Bromeando
también, me perforó esta gorra, y, bromeando, acaba de errar el tiro. Ahora soy
yo quien quiere bromear.
Y al decir esto me
apuntó ¡delante de ella!
Masha se echó a sus
pies.
-¡Levántate, Masha, es
humillante! -grité furioso. Y usted, caballero, ¿cuándo dejará -de burlarse de
una pobre mujer? ¿Va a disparar o no?
-No dispararé
-respondió Silvio; me doy por satisfecho. He visto tu confusión, tu
desasosiego. Te he obligado a dispararme. No pido más. Te acordarás de mí. Te
dejo a solas con tu conciencia.
Entonces se encaminó a
la puerta. Allí se detuvo y, volviéndose hacia el cuadro agujereado por mí,
disparó casi sin haber tomado puntería, y desapareció.
Mi mujer estaba
desmayada. Mi gente no se atrevió a detenerle y lo contempló horrorizada.
Él salió por el portal,
llamó al cochero y se alejó antes de que yo lograra reponerme.
El conde calló.
Fue así como me enteré
del final de la historia, cuyo principio tanto me había asombrado... No volví a
encontrar jamás a su protagonista.
Se dijo alguna vez que
Silvio, en tiempos de la rebelión de Alejandro Ipsilanti, capitaneó una
compañía de "heteristas" [1]
griegos y murió en un combate cerca de Skulani.
1.051. Pushkin (Alejandro),
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