Translate

martes, 1 de enero de 2013

Un disparo memorable

Baratynski

Yo había jurado atravesarle de un
balazo, según el derecho del duelo -mi
disparo no le alcanzó.
Una velada en el Vivac.



Tuvimos un duelo.

Estábamos acantonados en el pequeño pueblo de X. Todo el mundo sabe cómo es la vida de un oficial de tropa de guarnición. A la mañana, estudio y picadero; la comida en casa del comandante del regimiento o en una fonda judía; a la noche, ponche y naipes.
En X no había ningún lugar donde reunirse, ni una muchacha; íbamos unos a casa de otros, donde, aparte nuestros uniformes, no veíamos nada más.
Un solo civil formaba parte de nuestro grupo. Tenía unos 35 años, lo que nos hacía considerarle viejo. Su ex­periencia le daba superioridad sobre nosotros en varios puntos, y, además, su aspecto sombrío que mostraba ha­bitualmente, sus rudas costumbres y su lengua mordaz ejercían una clara influencia en nuestras mentes juveniles.
Un cierto misterio parecía envolver su destino: se le hubiera tomado por ruso aunque llevaba apellido extran­jero. En otros tiempos había servido en los húsares, y hasta con suerte; sin embargo, nadie sabía qué motivos le habían hecho retirarse del servicio para ir a radicarse en un mísero pueblucho, donde vivía en la estrechez, unida, no obstante, a cierto despilfarro. Iba siempre a pie, vestía tina chaqueta negra, raída por el uso, y su mesa estaba siempre a disposición de todos los oficiales de nuestro regimiento. Sus cenas, estaban compuestas por no más de dos o tres platos, preparados por un militar retirado, pero el champagne solía correr a torrentes durante las co­midas.
Nadie sabía si poseía o no fortuna ni cuales eran sus rentas, ni nadie se atrevía a preguntárselo. Tenía muchos libros, la mayoría obras de milicia y novelas. Los prestaba de buen grado, sin exigir nunca su devolución, como tam­poco, por su parte, devolvía nunca los que a él le pres­taban.
Su ocupación predilecta era ejercitarse en el tiro a pistola. Las paredes de su cuarto estaban tan acribilladas de balazos, que parecían paneles de una colmena. Una rica colección de pistolas constituía el único lujo de la miserable casucha que habitaba.
La destreza que había adquirido simplemente en el tiro, era increíble, tanto como para que, de haberse pro­puesto acertar de un balazo un objeto puesto sobre la go­rra, ninguno de los de nuestro regimiento hubiera vacilado en ofrecerle su cabeza como blanco.
El tema de nuestras conversaciones era con frecuen­cia los duelos. Silvio (así le llamaremos) nunca partici­paba de ellas. Cuando se le preguntaba si alguna vez le había tocado batirse, solía responder secamente que sí, pero nunca daba detalles, y saltaba a la vista que tales preguntas le contrariaban. Acabamos por suponer que pe­saba en su conciencia alguna desgraciada víctima de su siniestra habilidad. Por lo demás, nunca se nos cruzó por la mente imputarle de algo parecido al temor. Hay perso­nas cuya sola apariencia disipa tales suposiciones.
Un inesperado acontecimiento nos dejó a todos cons­ternados.
Un día comíamos en casa de Silvio unos diez oficiales del regimiento. Bebimos como de costumbre, es decir, muchísimo. Al terminar la comida pedimos a nuestro an­fitrión que jugara una partida con nosotros. Durante largo rato se negó, porque no acostumbraba jugar, pero por fin mandó traer las cartas, echó sobre la mesa medio cente­nar de ducados y tomó la banca. Todos le rodeamos y la partida comenzó. Silvio solía guardar absoluto silencio mientras jugaba, y jamás había discutido ni hecho obser­vaciones.

Si el que apuntaba se descontaba por azar, Sil­vio pagaba inmediatamente la diferencia o apuntaba el res­to. Todos lo sabíamos y en nada nos oponíamos a su li­bre arbitrio; pero sucedió que entre nosotros hallábase un oficial recientemente llegado a nuestro regimiento. Par­ticipaba del juego y cometió una equivocación de un punto. Silvio tomó la tiza y rectificó la anotación. El oficial, exal­tado por los efluvios del vino, por el juego y las burlas de sus camaradas, lo tomó como una grave ofensa y enar­decido tomó de la mesa un candelabro de bronce y se lo arrojó a Silvio, quien apenas logró eludir el golpe. Todos quedamos confusos. Silvio se incorporó, pálido de ira, y con mirada centellante exclamó:
-Caballero, hágame el favor de retirarse inmediata­mente y dé gracias a Dios que esto haya sucedido en mi casa.
No dudamos en lo más mínimo de cuales serían las consecuencias de esa escena, y ya dábamos por muerto a nuestro compañero. El oficial se fue no sin decir que estaba dispuesto a dar satisfacción de su ofensa de la ma­nera que dispusiera el banquero. La partida duró unos pocos minutos más; conscientes, no obstante, de que nues­tro anfitrión no estaba para juegos, nos retiramos uno tras otro, hablando de la inminente vacante.
Al otro día, en el picadero, nos preguntábamos entre nosotros si el pobre teniente respiraría aún cuando se pre­sentó éste mismo en persona.
Lo interrogamos y nos respondió que hasta la fecha no tenía noticias de Silvio. Asombrados, fuimos a casa de nuestro amigo, a quien hallamos en el patio, metiendo bala tras bala en un as de baraja, clavado en una hoja del por­tal. Nos recibió como siempre, sin mencionar una sola palabra con relación al suceso de la víspera.
Pasaron tres días, y el teniente seguía aún con vida. Preguntábamos extrañados:
-¿No se batirá?
Y así fue, Silvio no se batió. Se dio par satisfecho con una explicación muy superficial y se reconcilió con el adversario.
Esta circunstancia perjudicó mucho su reputación en­tre los jóvenes, los que suelen tener a la valentía por la calidad más sublime de un hombre, excusándole toda cla­se de defectos. Con el tiempo, no obstante, se olvidó lo ocurrido, y Silvio recuperó su prestigio de siempre.
Yo fui el único que no pudo tratarlo con la misma con­fianza. Teniendo, como tenía, una imaginación romántica, me sentía atraído, más que mis compañeros, por un hom­bre cuya vida era un enigma, y que me parecía el perso­naje de alguna historia misteriosa. Él me quería, y conmi­go dejaba de lado sus palabras punzantes, y hablaba de toda clase de asuntos con gran sinceridad y agrado. Sin embargo, después de aquella velada, la idea de que su honor había sido mancillado, y no rehabilitado por propia voluntad, me inquietaba y me impedía tratarle como antes. Silvio era demasiado inteligente y perspicaz como para no notar el vuelco de mi conducta, pero no descubría el mo­tivo. Parecía estar amargada-mente impresionado. Por lo menos en dos ocasiones pude notar en él el deseo de dar­me una explicación; yo, sin embargo, eludí sus tentativas, y él acabó por evitar mi trato. Desde entonces solía verle sólo en presencia de mis compañeros, y nuestras sinceras relaciones de otros tiempos se cortaron.
Los displicentes habitantes de una capital no pueden imaginar siquiera muchas impresiones que les son fami­liares a quienes viven en aldeas o pueblecitos, como por ejemplo la espera de la llegada del correo... Los martes y los viernes el despacho del regimiento estaba colmado de oficiales. Unos esperaban dinero, otras cartas, otros periódicos, etc. Los paquetes solían abrirse allí mismo, y unos a otros se daban las noticias, de modo que la ofi­cina deparaba un espectáculo de extrema animación. Sil­vio se hacía enviar sus cartas a nuestro regimiento, y so­lía acudir a la oficina. Un día le entregaron un sobre que abrió dando muestras de gran impaciencia. Al leer la car­ta sus ojos centelleaban. Los oficiales, ocupados en la lectura de sus cartas, no advirtieron nada.
-Señores -les dijo Silvio, las circunstancias re­quieren que me ausente inmediatamente... Me voy esta misma noche, y espero que no se negarán a cenar con­migo esta última vez. También a usted le espero -con­tinuó, dirigiéndose a mí. Le espero sin falta.
Y dicho esto salió precipitadamente. Nosotros deci­didos a reunirnos en casa de Silvio, nos fuimos cada cual por un lado.
Fui a casa de Silvio a la hora indicada, y allí encontré a casi todo nuestro regimiento. Los muebles estaban ya embalados, y no había mis que las paredes, acribilladas a balazos. Nos sentamos a la mesa. Nuestro huésped estaba del mejor humor, y no pasó mucho tiempo sin que comunicara su alegría a todos los demás... A cada momento saltaban los tapones de las botellas de champagne.
Los vasos relucían y espumaban sin pausa, y todos nos­otros, con profunda franqueza, deseábamos al amigo que se ausentaba, buen viaje y toda suerte de felicidades.
Nos levantamos de la mesa ya muy avanzada la noche. Cuando fuimos a recoger la gorra, Silvio se despidió de todos, me tomó del brazo y me retuvo.
-Quiero hablar con usted -me dijo, bajando la voz.
Ya todos los demás se habían ido... Quedamos solos, nos sentamos uno frente a otro, fumando despaciosamen­te nuestras pipas. Silvio estaba visiblemente preocupado; en su rostro no quedaban huellas de su febril alegría de poco antes. Su palidez sombría, el destello de sus ojos, y el espeso humo que despedía su boca, le daban el as­pecto de un verdadero demonio. Pasaron algunos minutos antes que Silvio rompiera el silencio.
-Es probable que no nos veamos más -me dijo; y antes de despedirnos, he querido darle una explicación... Tiene que haber notado usted lo poco que me importa la opinión de los demás; pero me sería penoso dejar en su mente una impresión contraria á la verdad.
Dijo esto y calló. Volvió a llenar su pipa apagada... Yo me quedé silencioso, bajando los ojos.
-Usted le habrá extrañado -prosiguió- que yo no exigiese satisfacción a aquel insensato borracho de R... Creo que convendrá usted conmigo en que, teniendo yo libre elección de armas, su vida estaba en mis manos, en tanto que la mía casi no peligraba... Podría atribuir mi prudencia a la magna-nimidad... Sin embargo, no quiero mentir. Si hubiese podido castigar a R... sin arriesgar mi vida, no le hubiera perdonado...
Miré a Silvio con aire de asombro. Esta contestación acabó por consternar-me. Silvio continuó:
-Es cierto. No tengo derecho a exponerme al peli­gro de la muerte. Hace seis años recibí una bofetada, y mi adversario vive todavía.
Mi curiosidad estaba vivamente excitada.
-¿Fue porque usted no quiso batirse con él? –le pregunté. Sin duda, se lo impidieron las circunstancias. -Me batí con él y éste es el recuerdo de aquel duelo.
Silvio se levantó, sacó de una caja de cartón una gorra encarnada con borla de oro y galoneada, lo qué los franceses llaman "bonnet de police". Se la encasquetó: la gorra estaba agujereada a la altura de la frente.
-Usted sabe -prosiguió Silvio- que yo he servido en el regimiento de húsares de X... Sabe también cual es mi carácter; suelo hacer notar mi personalidad en todo, y esta cualidad era una verdadera manía en mi juventud. En nuestros tiempos solían usarse modales violentos y entre mis compañeros no había quien me aventajara. Alardeábamos de nuestras orgías, y dejé atrás al famoso Burtsov encomiado por Dionisio Davidov. Los duelos, en nuestro regimiento entablábanse a cada momento, y de todos participaba yo como testigo o interesado. Mis com­pañeros me adoraban y los comandantes del regimiento, que cambiaban con frecuencia, me consideraban un mal inevitable.
Tranquilo (o intranquilo), disfrutaba mi gloria, hasta que llegó a nuestro regimiento un joven rico de muy buena familia (su nombre no importa). ¡En mi vida había trope­zado con un hombre tan espléndidamente halagado por la suerte! Figúrese que además de la juventud, tenía inge­nio, apostura, un espíritu alegre, la más desenfadada va­lentía, un prestigio social envidiable y una fortuna cuan­tiosa, inagotable, y podrá imaginar el efecto que había de causar inevitablemente entre nosotros. El predominio de mi personalidad estaba en peligro. Atraído por la fama que gozaba, trató de granjearse mi amistad; pero yo me mostré frío y él se apartó de mí con total indiferencia; le tomé odio. Sus éxitos en el regimiento y en el ambiente femenino me sumieron en completa desesperación. Comencé a buscar motivos para provocarle... Pero mis frases hirientes contestaba él con otras que siempre me parecían más punzantes y más agudas que las mías, y que a decir verdad eran muchísimo más alegres: él bromeaba y yo expresaba mi odio. Por fin, una vez, en un baile que daba un hacendado polaco, al ver concentrada en él la atención de todas las damas, y sobre todo de la misma ama de casa, que había estado antes en relaciones conmigo, le dije al oído cierta banal grosería. Presa de re­pentina ira me pegó una bofetada. En seguida buscamos Ices sables... Las señoras se desvanecían... Nos apar­taron no sin esfuerzo y aquella misma noche nos batimos en duelo.
Amanecía... Yo estaba en el lugar acordado, acompañado por mis tres padrinos... Con una impaciencia inexplicable aguardaba a mi adversario. Despuntó el sol primaveral, y el calor empezó a hacerse sentir... Lo vi cuando aún estaba lejos…a pie, llevando el uniforme sostenido con el sable, y acompañado por un padrino. Se acercó. En la mano llevaba su gorra llena de cerezas. Los padrinos midieron los doce pasos.
A mí me tocó disparar primero. Sin embargo, la agitación que me causaba la ira me hizo desconfiar de la firmeza de mi pulso, y le cedí el derecho del primer disparo, ansioso por ganar tiempo para serenarme. Mi contrincante rehusó el ofrecimien­to.
Se propuso echar suertes, y ganó él, eterno favorito de la Fortuna. Apuntó y con su bala atravesó mi gorra. Era mi turno... Su vida, por fin, estaba en mis manos, Le miré con ansia devoradora, tratando de discernir en su rostro una señal de inquietud. Él permanecía inmóvil frente al cañón de mi pistola, tomando de la gorra las cerezas maduras, que comía escupiendo los carozos que casi me alcanzaban. Su indiferencia me enardeció.
-¿Qué voy a lograr -pensé- quitándole la vida, si no siente el más leve temor por ella?
Fue entonces cuando una idea diabólica cruzó por mi mente. Bajé la pistola.
-Según parece -le dije- usted no está ahora para pensar en la muerte. Como se propone almorzar, no quie­ro molestarlo.
—No me molesta usted en lo más mínimo -repli­có. Hágame el favor de disparar, o haga lo que le parezca. Le queda reservado el derecho a este disparo, y en cuanto a mí, estaré siempre a su disposición.
Me volví hacia mis padrinos, les manifesté que por el momento no estaba dispuesto a tirar, y así acabó el duelo…
Pedí mi retiro y me radiqué en esta aldea. Desde entonces no hubo un solo día en que yo no pensara en la venganza. Ahora, por fin, llegó el momento...
Silvio sacó del bolsillo la carta que había recibido por la mañana y me la dio para que la leyera. Una persona, probablemente administrador de sus asuntos, le escribía desde Moscú, que el consabido individuo pronto contrae­ría matrimonio con una joven muy bella.
-Ya habrá adivinado -dijo Silvio- quien es ese con­sabido individuo. Salgo para Moscú... Me gustaría ver si en vísperas de su casamiento, se enfrentará a la muer­te con la misma indiferencia que en otro tiempo, sabo­reando cerezas.
Y con estas palabras, se levantó, arrojó la gorra al suelo y echó a andar agitado por la habitación como un tigre por su jaula. Yo le había escuchado absorto: sen­timientos terribles y opuestos me agitaban.
El criado entró para anunciar que los caballos estaban listos para el viaje. Silvio me dio un fuerte apretón de manos... Nos abrazamos... Subió a un coche, en el que estaban acomodadas dos maletas, una con su equi­paje, otra con pistolas. Nos saludamos por última vez y los caballos arrancaron...
Algunos años más tarde, circunstancias de familia me llevaron a establecerme en una pequeña aldehuela del distrito de N. Me había consagrado a la agricultura y no dejaba de suspirar secretamente, cuando recordaba mi vi­da pasada, bulliciosa y despreocupada. Lo que se me ha­cía más difícil, era pasar las noches, tanto en primavera, invierno, como verano, en completa soledad. Hasta la hora de la comida encontraba la manera de matar el tiempo, unas veces charlando con el alcalde, otras inspeccionando las tareas de labranza y echando un vistazo a los nuevos establecimientos; pero tan pronto como caía la noche no se me ocurría adonde meterme. Unos cuantos libros que encontré bajo los armarios y en el depósito de trastos, me los sabía ya de memoria, a fuerza de reiteradas lec­turas. Todos los cuentos que atesoraba en su memoria el ama de llaves Kirilovna, ya los conocía, y las canciones de las campesinas me sumían en lánguida tristeza. Por fin me di a la bebida de un fuerte licor vegetal, pero me causaba dolor de cabeza y, además, confieso que temí convertirme: en un "borracho melancólico", como tantos que había visto en nuestro distrito.
A mi alrededor no había vecinos cercanos, salvo dos o tres "melancólicos", cuya conversación consistía las más de las veces en hipos y suspiros. La soledad era preferi­ble. Por fin resolví acostarme cuanto antes, y comer lo más tarde posible; de esta manera logré acortar la velada, y alargar al mismo tiempo los días...  Y "vi todo lo que había hecho y he aquí que era bueno..."
A cuatro verstas de mi finca estaba la rica propiedad de la condesa de B.; pero allí vivía sólo el administrador. La propietaria había visitado su finca una vez, hacía ya mucho tiempo, el primer año de su matrimonio, y no había pasado en ello más de un mes. Pero cuando transcurría la segunda primavera de mi vida de ermitaño, corrió el rumor de que la condesa llegaría a la aldea acompañada por su marido, para pasar el verano. Y así fue; llegaron a principios de junio.
La llegada de un vecino acaudalado es un aconteci­miento memorable para los moradores de una aldehuela. Los propietarios y los miembros de su servidumbre sue­len hablar de ello desde dos meses antes y hasta tres años después.
En cuanto a mí, confieso con franqueza que la noticia del arribo de una vecina joven y hermosa, me emocionó fuertemente. Me abrasaba un ferviente deseo de verla, y, por lo tanto, el primer domingo siguiente a su llegada, fui, después de comer, a la aldea X. para presentar mis respetos a sus Altezas, como correspondía al vecino más cercano que les ofrecía sus humildes servicios.
Un lacayo me llevó hasta el gabinete del conde, y se adelantó para anunciarme. El amplio despacho estaba pues­to con fastuoso lujo; a lo largo de las paredes había al­gunas bibliotecas, sobre las cuales se veían bustos de bronce. Arriba de la chimenea había un espejo muy ancho; el piso estaba cubierto de paño verde, y tapizado de al­fombras. Mi vida en mi humilde rincón me había hecho perder la costumbre del lujo, y hacía tiempo que no admi­raba la esplendidez ajena. En aquel momento me sentí cohibido. Esperé al conde embargado por una inquietud parecida a la del candidato provinciano que espera la sa­lida de un ministro. Cuando se abrió la puerta entró un hombre de unos treinta años, de hermosa presencia. El conde se acercó con aire de absoluta sinceridad amistosa, mientras que yo me esforzaba por recuperar mi aplomo. Empecé por presentarle mis respetos y, sin darme tiempo para hablar, sugirió que nos sentáramos.
Su conversación, espontánea y amable, pronto logró disipar mi timidez de solitario. Empezaba ya a recobrar mi estado normal, cuando de pronto se presentó la con­desa, causándome una nueva confusión, mayor que la an­terior. En realidad, era de una acabada belleza. El conde me presentó. Yo, por mi parte cuanto más me esforzaba por parecer locuaz, cuanto más trataba de asumir un aire de serenidad, más turbado me sentía. Para darme tiempo a que me repusiera y acostumbrase a ellos, mis nuevos amigos comenzaron a discurrir entre sí, dándome el trato que se le da a un antiguo vecino, sin ninguna clase de ceremonias. Yo, entretanto, eché a andar de un lado a otro, examinando los libros y las pinturas. Aun cuando no soy ducho en artes plásticas, hubo un cuadro que llamó mi atención. Representaba cierto paisaje de Suiza, y lo que me sorprendió no fue la parte artística, sino el hecho de que estuviese atravesado por dos balazos que casi se juntaban.
-¡Notable disparo! -exclamé, a la vez que miraba al conde.
-Sí -me respondió: fue un disparo muy memorable.  Pero, dígame. ¿Es usted buen tirador?
-Excelente -contesté, satisfecho al notar que la conversación recaía por fin en un tema que me era tan familiar; a treinta pasos no yerro jamás, teniendo por blanco una carta, si tiro con una pistola a la cual esté acostumbrado.
-¿Es cierto? -dijo la condesa con tono de gran interés-. Y tú, amigo mío, ¿serías capaz de atravesar una carta a treinta pasos?
-Probaremos -contestó el conde-. He sido un tirador regular; pero hace cuatro años que no tomo una pistola.
-¡Oh! -comenté-. En ese caso apuesto cualquier cosa a que vuestra Alteza no le da a una carta ni siquie­ra a veinte pasos; la pistola requiere un ejercicio diario. Lo sé por experiencia. En nuestro regimiento se me tenía por uno de los mejores tiradores. En una ocasión dejé de manejar la pistola por un mes entero, porque mis armas estaban en reparación. ¿Y qué diría que sucedió, Alteza? La primera vez que volví a tirar, erré cuatro veces seguidas a una botella a veinte pasos. En nuestro regimien­to había un sargento, hombre ingenioso y muy dado a las bromas, que estando presente por casualidad dijo: "Está visto, amiguito, que has perdido la costumbre de habér­telas con una botella”. Créame vuestra Alteza. Hay que cultivar esta habilidad, porque el día menos pensado se olvida lo que se ha aprendido. El tirador más diestro que encontré en mi vida practicaba todos los días, tres veces por lo menos, antes de la comida. Esto estaba en él tan arraigado, como la copita de vodka que tomaba como ape­ritivo.
A los condes les satisfizo mi locuacidad.
-¿Y cómo tiraba? -preguntóme el conde.
-A veces veía una mosca que acababa de posarse en la pared... ¿Lo toma usted a risa, condesa? Pues es cierto... Veía una mosca y gritaba: "¡Kuzka, mi pistola!". El criado le llevaba con celeridad una pistola cargada. Él disparaba entonces y enterraba la mosca en la pared…
-¡Asombroso! -dijo el conde. ¿Y cuál era su nom­bre?
Silvio, Alteza.
-¡Silvio! -exclamó el conde, incorporándose de un salto. ¿Usted conoció a Silvio?
-¿Que si lo conocí, Alteza? Éramos amigos. En nues­tro regimiento fue recibido como un verdadero compañe­ro… pero desde hace cinco años, no sé nada de él. Así que también vuestra Alteza lo conoció, ¿no es verdad?
-Lo conocí muy bien. ¿No le contó acaso un suceso muy extraño?
-¿El de una bofetada, Alteza, que recibió en un baile?
-¿Y no le dijo a usted el nombre...?
-No, Alteza, no me lo dijo... ¡Ah! -proseguí, al intuir la verdad- ¿Fue quizás vuestra Alteza?
-Yo fui -respondió el conde, con aire extremada­mente distraído; esa pintura agujereada a balazos es un recuerdo de nuestro último encuentro.
-¡Ay! -dijo la condesa. ¡No lo cuentes, por Dios! ... Me horroriza escucharlo.
-No puedo complacerte -replicó el conde. Lo contaré todo. El señor sabe cómo ofendí a su amigo y con­viene que sepa también cómo Silvio se vengó de mí.
Me ofreció el sillón y yo, con viva curiosidad, escuché el siguiente relato:
-Hace cinco años me case. El primer mes, "the honey moon", lo pasé aquí, en esta aldea. En esta casa viví los instantes más hermosos de mi vida, pero a ella le debo también uno de mis recuerdos más dolorosos.
Un día, al atardecer, salimos a cabalgar. El caballo que montaba mi mujer comenzó a desmandarse y ella, asustada, me pasó las riendas y volvió a casa a pie. Yo cabalgué delante. En el patio vi un coche, y me dijeron que en mi despacho me esperaba un caballero que había rehusado dar su nombre. Sólo había dicho que tenía que hablar conmigo de cierto asunto. Entré en la habitación y vi en la penumbra a un hombre con barba cubierto de polvo. Estaba al lado de la chimenea... Me acerqué a él, tratando de reconocer sus facciones…
-¿No me recuerdas, conde? -preguntó con voz tré­mula.
-¡Silvio! -exclamé, y confieso que en aquel mo­mento sentí que mis cabellos se erizaban.
-Exactamente -continuó él. Conservo el derecho a un disparo y he venido a disparar. ¿Estás preparado?
Una pistola asomaba del bolsillo lateral de su cha­queta. Yo di doce pasos y me paré allí, en el rincón, su­plicándole que acabara lo más pronto posible, antes que llegara mi mujer. Vaciló por un momento... Me pidió lum­bre... Hice que trajeran una vela. Cerré la puerta, or­dené que no entrara nadie, y volví a suplicarle que dispa­rase. Sacó la pistola y apuntó... Yo conté los segundos... Pensé en ella... ¡Fue un minuto terrible! Silvio bajó el brazo.
-Lamento de veras que la pistola no esté cargada con carozos de cereza. Una bala pesa demasiado... y, después de todo, creo que esto no es un duelo, sino un homicidio. Yo no acostumbro disparar a un indefenso. . Empecemos de nuevo. Volvamos tirar a suertes para ver quien tiene que disparar primero.
La cabeza me daba vueltas... Creo recordar que me negué...
Por fin cargamos una pistola, arrollamos dos papeli­tos... Él los puso en la gorra, que atravesó un día mi balazo... Yo saqué de nuevo el primer número.
-Tienes mala suerte, conde -dijo él, con una son­risa que nunca olvidaré.
No recuerdo lo que sucedió entonces, ni cómo pudo él impulsarme a ello... Pero cierto es que disparé, dando con la bala en ese cuadro...
Y el conde dirigió su dedo hacia la tela agujereada. Su rostro parecía arder. La condesa estaba tan blanca como el pañuelo que llevaba. Yo no pude contener un grito de espanto.
-Disparé -continuó el conde- y, gracias a Dios, no acerté. Entonces Silvio -en ese momento tenía ver­daderamente un aspecto siniestro- apuntó hacia mí... De pronto la puerta se abrió... Masha entró precipitada­mente y, profiriendo un grito desgarrador se echó en mis brazos. Su presencia me devolvió por completo la sangre fría.
-Querida mía -le dije, ¿no ves acaso que estamos bromeando? ¿Te asustaste? Ven, bebe un poco de agua y acércate... Voy a presentarte a uno de mis ami­gos y compañeros.
Masha dudaba aún de la veracidad de mis palabras.
-Dígame usted, ¿es cierto lo que dice mi marido? -preguntó, volviéndose hacia aquel hombre terrible. ¿Es verdad que bromean ustedes?
-Suele bromear, condesa -le respondió Silvio. Una vez me dio, bromeando, una bofetada... Bromeando también, me perforó esta gorra, y, bromeando, acaba de errar el tiro. Ahora soy yo quien quiere bromear.
Y al decir esto me apuntó ¡delante de ella!
Masha se echó a sus pies.
-¡Levántate, Masha, es humillante! -grité furioso. Y usted, caballero, ¿cuándo dejará -de burlarse de una po­bre mujer? ¿Va a disparar o no?
-No dispararé -respondió Silvio; me doy por sa­tisfecho. He visto tu confusión, tu desasosiego. Te he obligado a dispararme. No pido más. Te acordarás de mí. Te dejo a solas con tu conciencia.
Entonces se encaminó a la puerta. Allí se detuvo y, volviéndose hacia el cuadro agujereado por mí, disparó ca­si sin haber tomado puntería, y desapareció.
Mi mujer estaba desmayada. Mi gente no se atrevió a detenerle y lo contempló horrorizada.
Él salió por el portal, llamó al cochero y se alejó antes de que yo logra­ra reponerme.
El conde calló.
Fue así como me enteré del final de la historia, cuyo principio tanto me había asombrado... No volví a encon­trar jamás a su protagonista.
Se dijo alguna vez que Silvio, en tiempos de la re­belión de Alejandro Ipsilanti, capitaneó una compañía de "heteristas" [1] griegos y murió en un combate cerca de Skulani.

1.051. Pushkin (Alejandro),




[1] "Heteristas" conspiradores contra Turquía, que Intentaron libertar a Grecia en 1820.

No hay comentarios:

Publicar un comentario