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miércoles, 25 de diciembre de 2013

Josefin, el emigrante - Cap II. Estancia II

Llevaba Josefín, un año de residencia en la Habana y no sabía, si después  de  su  internamiento  en  la  trastienda  de  la  "Casona",  las gentes seguían paseando por las calles, los barcos atracando en el muelle o los curiosos contemplando la puerta de "La Cabaña", como cuando él, un día feliz, recorriera la ciudad, en compañía de su tío.
El  opulento  viejo,  habíale  bien  recalcado  la  frase.  ¡Trabajar!¡Trabajar!  Ese  es  el  único  objeto  del  emigrante  en  busca  de fortuna, en estas tierras de Cuba. Y Josefín, fiel a la orden de su tío, trabajaba  con  ahínco,  con  frenesí,  con  furor;  cuando  en  algún momento de extenuamiento desfallecía, recuperábase al instante con el  sólo  pensamiento,  de  que  ese  y  no  otro,  era  el  camino  de  la fortuna.
Habíasele  deslizado  insensiblemente  un  año,  dentro  de  aquella des-comunal  trastienda,  que  parecía  la  bodega  inagotable  de  un enorme  trasatlántico,  abarrotada  de  mercaderías  diversas,  que esparcían un insoportable hedor caótico, de pieles sin curtir, de sacos de  cacao  y  de  café,  de  bacalao,  de  cáñamo,  de  barnices  y  de aceites...  Olor  espeso  y  picante  como  el  de  los  muelles  marítimos que, evocan mil cosas distintas y codiciables. Olor, empero, que no obraba influjo ninguno sobre Josefín, completamente adaptado a él.
Ya no le parecía duro ni deleznable, el lecho bajo el mostrador; tampoco  le  hacían  mella,  ni  el  calor  pegajoso  de  la  Isla,  ni  las comidas de arroz y carne de buey... No es que aquéllo, fuese parte del todo, el sueño ilusorio de la felicidad americana, no. El, de sobra sabía,  que  "aquéllo",  era  amarga  vida  de  paria,  de  desgraciado... pero se resignaba, porque tenía que ser así...
Sin  embargo,  para  llegar  a  esa  conformidad  fatalista,  hubo  de soportar fuertes dolores y desengaños, en el largo transcurso de un año,  durante  el  cual,  ni  una  sonrisa  asomara  a  sus labios,  ni  una palabra de consuelo halagara sus oídos.
Al  oscurecer  de  un  día,  y  cuando  ya  se  disponía  a  preparar  el mullido  para  su  cama  bajo  el  mostrador,  descubrió  al  fondo  de  la trastienda, una pequeña ventana que daba a la calle. Rápidamente llegóse a ella y antojósele, al ver media manzana de casas, por tan exiguo agujero, que la cadena, habíase trocado por  el ala. ¡Era la misma agridulce alegría del preso, cuando tras los barrotes goza, dé la libertad de la vista! Ante él, aparecía un trozo de ciudad riente con sus fachadas blancas, añil o verdes, en actitud de voluptuosidad extasiada.  En  algunas  ventanas,  asomábanse  caras  subyugadoras  de mujeres. Caras hermosas de labios rojos y ojos pardos. Mujeres de vestiduras  livianas,  de  seda  y  de  tentación,  de  antebrazos retrecheros,  de  escotes  endiablados...  Josefín,  sintió  de  súbito  el espoleo agudo del deseo... Angustiado, pasó la mano por la frente...
Las mujeres o el cálido vaho del anochecer, influyeron en su espíritu con  una  fuerza  abrasadora  llena  de  nostalgia.  De  pronto,  sintióse enorme-mente  triste;  pensó  en  evocación  atormentadora,  en  lo bellamente hermosa que era su Asturias y en lo lejos, muy lejos, que estaba de ella.
-¡Mi  Asturies,  mi  Asturies!  Allí,  con  un  cachín  de  tierra  y  dos vaquines, sería feliz, viendo el sol en lo alto en los días claros y les estrelles correr por el cielu en les noches serenes. Allí, podía decir a Adelina, ya madre de un neñu: ¡Qué felices somos!
Maltrecho, huyó cobardemente de la ventanuca y tumbóse bajo el mostrador,  maldiciendo  su  negra  suerte  y  la  hora  en  que  había aceptado  el  venir  a  la  Habana.  Desde  allí,  sintió  las  notas  de  un pasodoble y entonces, sin preocuparse de Pancho, que podía oírle, exclamó:
-Afuera hay música y hay amor... ¡Y yo durmiendo como un perro, debaxo del mostrador!... 
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Pese  a  todo,  Josefín,  continuaba  con  afán  al  trabajo  sin preocuparse  gran  cosa  de  cuanto  acontecía  más  allá  del  tajo.  De nuevo, fué el negro Pancho, quien le trajo la orden:
-Amigaso. Amo dise que tú hablal ahola con él.
Retrepado en un viejo sillón, dentro del cuartucho que servía de oficina, aguardábale su tío. Ante él, tenía un gran librote y las llaves de la Caja fuerte.
-Siéntate, Josefín.
-Fueron las primeras palabras del viejo,
Aquél, obedeció en silencio.
-Te he llamado -inició solemnemente la conversación el tendero- para  decirte  unas  cuantas  cosas.  Lo  primero,  que  estoy contento contigo.  Y  lo  segundo,  que  supongo  no  habrás olvidado  que  me debes doscientos pesos.
-No tíu. No lo olvidé. Pero llevo aquí un año y entovía non cobré ná.  Yo,  díxei  que  en  cuantes  toviera  perres,  que¡  pagaba.  -Con entereza replicó.
-Bien,  chico.  Con  que  lo  recuerdes,  basta.  No  te  he  pagado, porque  tus  ganancias  las  voy  incluyendo  en  mis  libros,  para entregártelas en su día. Naturalmente, previo descuento del gasto de comida. Eso lo tienes bien seguro.
-¿Y por qué non me descuenta la deuda y así cuando cobre no¡ debo ná?
-Interrogó hábilmente el joven.
-Veo  que  no  eres  nada  tonto. 
-Agradablemente  sorprendido repuso su tío.
-No está mal la idea. Pero mira, chico. Lo que aquí ganas, es mío para tí. La deuda, quiero que me la pagues con dinero ganado en otro sitio. Entiéndeme. Las noches son largas y se huelga demásiado. He hablado con el dueño de los grandes almacenes de azúcar Arrazola, y desde mañana irás a trabajar allí todas las noches.
Necesitan éstibadores y pagan bien.
-Pero tíu -en son de queja reponía el sobrino.
-¿Si trabayo de día aquí y de noche allí, cuándo duermo,?
-¡Oh! Sobran horas. En el almacén, trabajarás de siete y media a doce y media. A la una, puedes estar durmiendo y hasta las cinco en que te levantas, sobran horas para dormir.
-Pero... -intentó hablar Josefín.
-Ningún pero, chico. Y como estamos perdiendo el tiempo, hemos hablado  bastante.  Inclinóse  sobre  el  librote,  lleno  de  cifras,  y  no hubo más palabras.
Resignado,  presentóse  Josefín  en  los  grandes  almacenes  de Arrazola,  y  cargó  hasta  extenuarse,  grandes  sacos  de  azúcar.  Al principio, costábale inhumano esfuerzo, poder subir el sólo a las altas estibas,  un  saco  de  ciento  cincuenta  kilos.  Más  la  costumbre  y práctica, hízole en poco tiempo el más fuerte y hábil cargador. Con presteza,  llevaba  bajo  cada  brazo  un  saco  del  peso  citado.  Pronto ganó los doscientos pesos que adeudaba a su tío; aquella noche, en que loco de alegría, iba a dar fin a su tarea, y pasar por la oficina a cobrar, un suceso lamentable, dió al traste con sus ilusiones.
Junto con él, trabajaba otro asturiano, fuerte y robusto. Hasta la llegada  de  Josefín,  había  sido  considerado  como  el  hombre  más fuerte  de  todos  los  cargadores  y,  orgulloso  de  su  valer,  no  podía soportar  que,  un  muchachito,  casi  imberbe,  llevase  la  palma  del triunfo. De ahí qué, aquella noche, azuzado por otros compañeros, desafiase a Josefín.
-Veinte pesos, al que lleve primero tres sacos, a lo, más alto de la estiba.
-Aceptaos. -Sin darle importancia, otorgó Josefín. 
El asturiano forzudo, subió un saco sobre las espaldas, y después, cogió los dos restantes bajo los brazos.
Josefín, con la misma destreza, hizo otro tanto.
Entonces,  empezó  la  penosa  ascensión  a  la  estiba.  Anhelan-tes subían los dos; cuando en ésto, sintióse un agudo grito de dolor y un hombre cayó rodando envuelto entre los sacos.
Prestamente  acudieron  los  compañeros  y,  recogieron  a Josefín, contorsionándose  entre  grandes  dolores.  Con  rapidez  inusitada,  le llevaron  al  Hospital  de  Emergencia,  siendo  operado  sin  pérdida  de tiempo, de dos Hernias.
Cuando  su  tío,  llegó  al  Sanatorio,  ya  Josefín  estaba  fuera  de peligro. Por vez primera le sonrió, y acariciándole la frente, dijo:
-¡No te apures chico! Eso no es nada. Es el mal de la Habana.
Ya en período de convalecencia, recibió una carta de su hermano, Monzón. Entre otras cosas, le decía:
-"Mi  muyer  ye  buenísima  y  dióme  un  fíu  que  ye  un  ángel.  De verdá te digo Josefín, que somos muy felices. ¡Tengo míeu de selo tanto como tú, de señoritu, en la Bana. Arreglamos la casa, por que la hacienda marcha bien. Ya verás cuando vengas; no la conoces.
Tamos na época de romeríes y non dexamos una. Hay que devertise.
¡Qué no sea tó trabayar! Adelina, siempre me pregunta por tí."
No terminó el infeliz de leer la carta. ¡Allá, en Asturias, estaba la felicidad  que  había  abandonado!  ¡Romerías!  ¡Amores!  ¡Diversio-nes!... Adelina preguntando por él... por el señorito que... ¡Estaba herniado doblementel...
Lejos de lo que pudiera pensarse, la lectura de la carta no dejó huella dolorosa en él. Los sinsabores, desilusiones y amarguras de un año de vida, iban endureciéndole el corazón...
De  nuevo  reincorporado  a  la  "Casona",  ocupado  estaba,  en seleccionar unas cajas de bacalao, cuando su tío, llegóse a él y en forma halagüeña, le decía:
-Vas a pasar a dependiente. Para ello, debes de abandonar ese lenguaje  aldeano.  Llevas  más  de  un  año  entre  cubanos  y  no  has cogido  el  menor  acento.  Es  necesario  que  lo  cojas.  Asimismo, precisas corregir tu letra endemoniada y practicar las cuatro reglas.
Desde mañana, irás a clase por la noche, con el maestro Poncio,
Presentado  por  el  propio  bodeguero,  inició las  clases  Josefín.  El maestro Poncio, era negro y afamado cocinero de uno de los más importantes  hoteles  de  la  ciudad.  Cuando  sus  quehaceres  lo permitían,  pasaba,a  ser  el  Maestro.  Su  preparación  pedagógica, cifrábase  en  regular  leer,  malamente  escribir  y  a  duras  penas  resolver  las  cuatro  reglas  aritméticas.  Sin  embargo,  era  económico para la enseñanza y según el pensar del dueño de la "Casona", su gran  virtud.  Aparte  claro  está,  que,  como  casi  todos  los  alumnos eran  ya  hombres,  emigrantes  en  su  mayoría,  con  ansias  de preparación para abrirse camino, resultábale fácil la misión, porque el ahinco, el esfuerzo y los desvelos de los aprendices, bastaban para garantizar el éxito.
Josefín, era uno de tantos, que se aplicaba con verdadero furor.
En poco tiempo, con sólo la práctica -pues instrucciones no sabía dar el Maestro- había mejorado notablemente la letra y leía de corrido.
Lo que más trabajo le costaban eran las cuentas. Precisamente, su final de carrera, estuvo en una operación de dividir.
Luchaba  como  un  condenado  con  los  números  que  se  le atravesaban.  Presentaba  al  maestro  la  operación,  siempre  con  el mismo resultado.
-Está mal. -Exclamaba el negro, sin preocuparse de orientarle en la solución. Nueva denodada lucha contra los números, con resultado negativo.
-Dígame usté por favor, como es...
A lo que el negro en tono zumbón, replicó:
-Si yo te lo digo chico, no tiene gracia. Eres no más, un  burro blanco.
Fué como un trallazo, la sacudida que vibró en su cuerpo al oír aquellas  frases.  Retador  miró  al  negro.  Levantóse  de  la  mesa  y abalanzándose  sobre  él,  le  dió  una  terrible  bofetada,  que  le  hizo perder el equilibrio; cayó chillando como una fiera, contra una de las paredes de la clase.
Josefín, lleno de ira, exclamaba:
-Un negru, jamás, llama burru a un blancu.
De  forma  tan  poco  elegante,  terminó  Josefín  su  preparación cultural. Pese a ello, a poco más de un año de estancia en la Habana, pasaba,  con  todos  los  honores,  a  ser  dependiente  y  hombre  de confianza, de la opulenta bodega, la "Casona".

Cuento asturiano

1.017. Busto (Mariano)

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