Llevaba Josefín, un año de
residencia en la Habana
y no sabía, si después de su
internamiento en la
trastienda de la
"Casona", las gentes
seguían paseando por las calles, los barcos atracando en el muelle o los
curiosos contemplando la puerta de "La Cabaña ", como cuando él, un día feliz,
recorriera la ciudad, en compañía de su tío.
El
opulento viejo, habíale
bien recalcado la
frase. ¡Trabajar!¡Trabajar! Ese
es el único
objeto del emigrante
en busca de fortuna, en estas tierras de Cuba. Y
Josefín, fiel a la orden de su tío, trabajaba
con ahínco, con
frenesí, con furor;
cuando en algún momento de extenuamiento desfallecía,
recuperábase al instante con el
sólo pensamiento, de
que ese y
no otro, era
el camino de la
fortuna.
Habíasele deslizado
insensiblemente un año,
dentro de aquella des-comunal trastienda,
que parecía la
bodega inagotable de un
enorme trasatlántico, abarrotada
de mercaderías diversas,
que esparcían un insoportable hedor caótico, de pieles sin curtir, de
sacos de cacao y
de café, de
bacalao, de cáñamo,
de barnices y de aceites... Olor
espeso y picante
como el de
los muelles marítimos que, evocan mil cosas distintas y
codiciables. Olor, empero, que no obraba influjo ninguno sobre Josefín,
completamente adaptado a él.
Ya no le parecía duro ni
deleznable, el lecho bajo el mostrador; tampoco
le hacían mella,
ni el calor
pegajoso de la Isla , ni las
comidas de arroz y carne de buey... No es que aquéllo, fuese parte del todo, el
sueño ilusorio de la felicidad americana, no. El, de sobra sabía, que
"aquéllo", era amarga
vida de paria,
de desgraciado... pero se
resignaba, porque tenía que ser así...
Sin
embargo, para llegar
a esa conformidad
fatalista, hubo de soportar fuertes dolores y desengaños, en
el largo transcurso de un año, durante el
cual, ni una
sonrisa asomara a sus
labios, ni una palabra de consuelo halagara sus oídos.
Al
oscurecer de un
día, y cuando
ya se disponía
a preparar el mullido
para su cama
bajo el mostrador,
descubrió al fondo
de la trastienda, una pequeña
ventana que daba a la calle. Rápidamente llegóse a ella y antojósele, al ver
media manzana de casas, por tan exiguo agujero, que la cadena, habíase trocado
por el ala. ¡Era la misma agridulce alegría
del preso, cuando tras los barrotes goza, dé la libertad de la vista! Ante él,
aparecía un trozo de ciudad riente con sus fachadas blancas, añil o verdes, en
actitud de voluptuosidad extasiada.
En algunas ventanas,
asomábanse caras subyugadoras
de mujeres. Caras hermosas de labios rojos y ojos pardos. Mujeres de
vestiduras livianas, de
seda y de
tentación, de antebrazos retrecheros, de
escotes endiablados... Josefín,
sintió de súbito
el espoleo agudo del deseo... Angustiado, pasó la mano por la frente...
Las mujeres o el cálido vaho del
anochecer, influyeron en su espíritu con
una fuerza abrasadora
llena de nostalgia.
De pronto, sintióse enorme-mente triste;
pensó en evocación
atormentadora, en lo bellamente hermosa que era su Asturias y
en lo lejos, muy lejos, que estaba de ella.
-¡Mi Asturies,
mi Asturies! Allí,
con un cachín
de tierra y dos
vaquines, sería feliz, viendo el sol en lo alto en los días claros y les
estrelles correr por el cielu en les noches serenes. Allí, podía decir a Adelina,
ya madre de un neñu: ¡Qué felices somos!
Maltrecho, huyó cobardemente de la
ventanuca y tumbóse bajo el mostrador,
maldiciendo su negra
suerte y la
hora en que
había aceptado el venir
a la
Habana. Desde allí,
sintió las notas
de un pasodoble y entonces, sin
preocuparse de Pancho, que podía oírle, exclamó:
-Afuera hay música y hay amor... ¡Y
yo durmiendo como un perro, debaxo del mostrador!...
... ... ... ... ... ... ...
... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Pese a
todo, Josefín, continuaba
con afán al
trabajo sin preocuparse gran
cosa de cuanto
acontecía más allá
del tajo. De nuevo, fué el negro Pancho, quien le trajo
la orden:
-Amigaso. Amo dise que tú hablal
ahola con él.
Retrepado en un viejo sillón, dentro
del cuartucho que servía de oficina, aguardábale su tío. Ante él, tenía un gran
librote y las llaves de la Caja
fuerte.
-Siéntate, Josefín.
-Fueron las primeras palabras del
viejo,
Aquél, obedeció en silencio.
-Te he llamado -inició solemnemente
la conversación el tendero- para
decirte unas cuantas
cosas. Lo primero,
que estoy contento contigo. Y
lo segundo, que
supongo no habrás olvidado que me
debes doscientos pesos.
-No tíu. No lo olvidé. Pero llevo
aquí un año y entovía non cobré ná.
Yo, díxei que
en cuantes toviera
perres, que¡ pagaba.
-Con entereza replicó.
-Bien, chico.
Con que lo
recuerdes, basta. No
te he pagado, porque tus
ganancias las voy
incluyendo en mis
libros, para entregártelas en su
día. Naturalmente, previo descuento del gasto de comida. Eso lo tienes bien
seguro.
-¿Y por qué non me descuenta la
deuda y así cuando cobre no¡ debo ná?
-Interrogó hábilmente el joven.
-Veo que
no eres nada
tonto.
-Agradablemente sorprendido repuso su tío.
-No está mal la idea. Pero mira,
chico. Lo que aquí ganas, es mío para tí. La deuda, quiero que me la pagues con
dinero ganado en otro sitio. Entiéndeme. Las noches son largas y se huelga
demásiado. He hablado con el dueño de los grandes almacenes de azúcar Arrazola,
y desde mañana irás a trabajar allí todas las noches.
Necesitan éstibadores y pagan bien.
-Pero tíu -en son de queja reponía
el sobrino.
-¿Si trabayo de día aquí y de noche
allí, cuándo duermo,?
-¡Oh! Sobran horas. En el almacén,
trabajarás de siete y media a doce y media. A la una, puedes estar durmiendo y
hasta las cinco en que te levantas, sobran horas para dormir.
-Pero... -intentó hablar Josefín.
-Ningún pero, chico. Y como estamos
perdiendo el tiempo, hemos hablado bastante. Inclinóse
sobre el librote,
lleno de cifras,
y no hubo más palabras.
Resignado, presentóse
Josefín en los
grandes almacenes de Arrazola,
y cargó hasta
extenuarse, grandes sacos
de azúcar. Al principio, costábale inhumano esfuerzo,
poder subir el sólo a las altas estibas,
un saco de
ciento cincuenta kilos.
Más la costumbre
y práctica, hízole en poco tiempo el más fuerte y hábil cargador. Con
presteza, llevaba bajo
cada brazo un
saco del peso
citado. Pronto ganó los
doscientos pesos que adeudaba a su tío; aquella noche, en que loco de alegría,
iba a dar fin a su tarea, y pasar por la oficina a cobrar, un suceso
lamentable, dió al traste con sus ilusiones.
Junto con él, trabajaba otro
asturiano, fuerte y robusto. Hasta la llegada
de Josefín, había
sido considerado como
el hombre más fuerte
de todos los
cargadores y, orgulloso
de su valer,
no podía soportar que,
un muchachito, casi
imberbe, llevase la
palma del triunfo. De ahí qué,
aquella noche, azuzado por otros compañeros, desafiase a Josefín.
-Veinte pesos, al que lleve primero
tres sacos, a lo, más alto de la estiba.
-Aceptaos. -Sin darle importancia,
otorgó Josefín.
El asturiano forzudo, subió un saco
sobre las espaldas, y después, cogió los dos restantes bajo los brazos.
Josefín, con la misma destreza,
hizo otro tanto.
Entonces, empezó
la penosa ascensión
a la estiba.
Anhelan-tes subían los dos; cuando en ésto, sintióse un agudo grito de
dolor y un hombre cayó rodando envuelto entre los sacos.
Prestamente acudieron
los compañeros y,
recogieron a Josefín,
contorsionándose entre grandes
dolores. Con rapidez
inusitada, le llevaron al
Hospital de Emergencia,
siendo operado sin
pérdida de tiempo, de dos
Hernias.
Cuando su
tío, llegó al
Sanatorio, ya Josefín
estaba fuera de peligro. Por vez primera le sonrió, y
acariciándole la frente, dijo:
-¡No te apures chico! Eso no es
nada. Es el mal de la Habana.
Ya en período de convalecencia, recibió
una carta de su hermano, Monzón. Entre otras cosas, le decía:
-"Mi muyer
ye buenísima y
dióme un fíu
que ye un ángel. De verdá te digo Josefín, que somos muy
felices. ¡Tengo míeu de selo tanto como tú, de señoritu, en la Bana. Arreglamos
la casa, por que la hacienda marcha bien. Ya verás cuando vengas; no la
conoces.
Tamos na época de romeríes y non
dexamos una. Hay que devertise.
¡Qué no sea tó trabayar! Adelina,
siempre me pregunta por tí."
No terminó el infeliz de leer la
carta. ¡Allá, en Asturias, estaba la felicidad
que había abandonado!
¡Romerías! ¡Amores! ¡Diversio-nes!... Adelina preguntando por
él... por el señorito que... ¡Estaba herniado doblementel...
Lejos de lo que pudiera pensarse,
la lectura de la carta no dejó huella dolorosa en él. Los sinsabores,
desilusiones y amarguras de un año de vida, iban endureciéndole el corazón...
De
nuevo reincorporado a
la "Casona", ocupado
estaba, en seleccionar unas cajas
de bacalao, cuando su tío, llegóse a él y en forma halagüeña, le decía:
-Vas a pasar a dependiente. Para
ello, debes de abandonar ese lenguaje
aldeano. Llevas más de un
año entre cubanos
y no has cogido
el menor acento.
Es necesario que
lo cojas. Asimismo, precisas corregir tu letra endemoniada
y practicar las cuatro reglas.
Desde mañana, irás a clase por la
noche, con el maestro Poncio,
Presentado por
el propio bodeguero,
inició las clases Josefín.
El maestro Poncio, era negro y afamado cocinero de uno de los más
importantes hoteles de
la ciudad. Cuando
sus quehaceres lo permitían,
pasaba,a ser el
Maestro. Su preparación
pedagógica, cifrábase en regular
leer, malamente escribir
y a duras
penas resolver las
cuatro reglas aritméticas.
Sin embargo, era
económico para la enseñanza y según el pensar del dueño de la
"Casona", su gran virtud. Aparte
claro está, que,
como casi todos
los alumnos eran ya
hombres, emigrantes en
su mayoría, con
ansias de preparación para
abrirse camino, resultábale fácil la misión, porque el ahinco, el esfuerzo y
los desvelos de los aprendices, bastaban para garantizar el éxito.
Josefín, era uno de tantos, que se
aplicaba con verdadero furor.
En poco tiempo, con sólo la
práctica -pues instrucciones no sabía dar el Maestro- había mejorado
notablemente la letra y leía de corrido.
Lo que más trabajo le costaban eran
las cuentas. Precisamente, su final de carrera, estuvo en una operación de
dividir.
Luchaba como
un condenado con
los números que
se le atravesaban. Presentaba
al maestro la
operación, siempre con el
mismo resultado.
-Está mal. -Exclamaba el negro, sin
preocuparse de orientarle en la solución. Nueva denodada lucha contra los
números, con resultado negativo.
-Dígame usté por favor, como es...
A lo que el negro en tono zumbón,
replicó:
-Si yo te lo digo chico, no tiene
gracia. Eres no más, un burro blanco.
Fué como un trallazo, la sacudida
que vibró en su cuerpo al oír aquellas
frases. Retador miró
al negro. Levantóse
de la mesa y
abalanzándose sobre él,
le dió una
terrible bofetada, que
le hizo perder el equilibrio;
cayó chillando como una fiera, contra una de las paredes de la clase.
Josefín, lleno de ira, exclamaba:
-Un negru, jamás, llama burru a un
blancu.
De forma
tan poco elegante,
terminó Josefín su
preparación cultural. Pese a ello, a poco más de un año de estancia en
Cuento asturiano
1.017. Busto (Mariano)
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