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jueves, 20 de junio de 2013

El agua de la vida

Érase que se era un Rey que estaba tan enfermo, que los doctores desesperaban de salvar su vida. Tenía tres hijos que estaban muy tristes por la enfermedad de su padre, y, en los jardines del palacio, lloraban día y noche su próxima muerte. Un viejo se les acercó y les preguntó la causa de su pena. Ellos le contestaron que su padre se estaba muriendo y nada le podía salvar. El viejo les dijo:
‑Sólo conozco un remedio que pueda salvarlo: es el Agua de la Vida. Si la bebe, se salvará, pero esa agua es muy difícil de encontrar.
El hijo mayor dijo:
‑Yo la encontraré.
Y pidió permiso al moribundo para ir en busca del Agua de la Vida, la única cosa que le podía curar.
‑No ‑dijo el Rey‑. Es demasiado grande el peligro. Prefiero morir.
Pero el Príncipe insistió tanto, que al fin el Rey le dio su permiso.
El Príncipe pensó: "Si traigo el Agua de la Vida, seré el favorito de mi padre y heredaré el reino."
Partió, pues, y, cuando había cabalgado algún tiempo, encontró a un Enano que, parado en la carretera, le gritaba:
‑ ¿Adónde vais tan de prisa?
‑¡Estúpido hombrecillo! ‑dijo el Príncipe con orgullo‑. ¿A ti qué te importa?
Y siguió su camino. El hombrecillo se enfureció y le echó una maldición.
Al poco rato, el Príncipe se encontró en un desfiladero, entre las montañas, y el camino se hizo tan estrecho, que no pudo ir más allá. El caballo no podía avanzar ni volverse para que el jinete desmontara; tuvo, pues, que quedarse allí.
El Rey enfermo le esperó largo tiempo, pero el Príncipe nunca volvió. Entonces el hijo segundo dijo:
‑Padre mío, dejadme ir a mí en busca del Agua de la Vida.
Y pensaba: "Si mi hermano ha muerto, yo heredaré el reino."
Al principio, el Rey se negó a dejarle partir, pero, por último, le dio su consentimiento. Partió, pues, el Príncipe por el mismo camino que su hermano y encontró al mismo Enanillo, quien le detuvo para preguntarle adónde iba tan de prisa.
‑Vil engendro, ¿quién te mete a ti en mis asuntos? ‑le contestó. Y siguió andando sin volver la cabeza.
Pero el Enano le echó una maldición, y también el segundo Príncipe llegó a un desfiladero, y lo mismo que su hermano no pudo avanzar ni retroceder.
Que esto les sucede a los orgullosos.
Como el segundo hermano no volvía, el más pequeño de los Príncipes se ofreció a ir en busca del Agua de la Vida, y aunque el Rey se opuso primero, tuvo, al fin, que dejarle partir.
Cuando se hubo encontrado al Enano y éste le preguntó adónde iba tan de prisa, el Príncipe se detuvo y le contestó:
‑Voy en busca del Agua de la Vida para mi padre, que está moribundo.
‑¿Sabes dónde está y cómo encontrarla?
‑No ‑respondió el Príncipe.
‑Como me has hablado tan amablemente y nos has sido altanero como tus hermanos, quiero ayudarte, diciéndote cómo encontrarás el Agua de la Vida. Ésta mana de una fuente que hay en el patio de un castillo encantado; pero nunca podrás entrar en él si no te doy una barrita de hierro y dos hogazas de pan. Con la barrita golpearás tres veces la puerta de hierro del castillo, que se abrirá en seguida. Dentro encontrarás dos leones con las fauces abiertas, pero si echas una hogaza a cada uno, se quedarán tranquilos y no te harán ningún daño. Entonces debes seguir, apresurán-dote a alcanzar el Agua de la Vida antes de que den las doce de la noche, hora en que las puertas del castillo se cierran y te dejarían dentro.
El Príncipe le dio las gracias; tomó la varilla y las hogazas de pan y partió. Al llegar al castillo, lo encontró todo tal como el Enano le había dicho. A la tercera llamada que con la barrita de hierro hizo a la puerta, ésta se abrió de par en par, y cuando hubo aplacado a los leones con las hogazas de pan, penetró en la mansión. En el gran salón encontró a varios Príncipes encantados y tomó los anillos que llevaban en los dedos. Cogió también una espada y un pan que había en el suelo. Al pasar al salón siguiente, encontró a una hermosa doncella, que se alegró mucho de verle. Le abrazó y le dijo que era su salvador, como sería el de todo el reino, y que, si quería volver dentro de un año, le daría su mano de esposa. También dijo la doncella dónde podría encontrar la fuente del agua encantada y le advirtió que saliese de prisa del castillo, antes de que el reloj diera las doce.
El joven siguió andando y llegó a una habitación donde había un hermoso lecho, primorosamente preparado. Como estaba muy cansado, pensó que le gustaría echarse unos momentos; lo hizo y se quedó dormido. Despertó cuando sonaba en el reloj el primer tañido de las doce. Aterrorizado, se levantó y corrió a la fuente, tomó un poco de agua en una copa que había allí cerca, y echó a correr. Al llegar a la puerta de hierro, daba la última campanada de las doce. Y aunque él corría con todo su ánimo, la puerta se cerró tan de prisa que le cogió un pedacito de talón.
Muy contento de llevar consigo el Agua de la Vida, el muchacho se apresuró a volver a su país. Al pasar otra vez por delante del Enano, éste vio la espada y el pan, y le dijo:
‑Son dos cosas que te prestarán grandes servicios. Con esa espada podrás vencer a ejércitos enteros, mientras que ese pan no se termina nunca y es alimento para toda la vida.
El Príncipe no quería volver, a su casa sin sus hermanos, y preguntó, por tanto, al Hombrecillo:
‑Buen Enano, ¿no podrías decirme dónde están mis hermanos? Salieron en busca del Agua de la Vida antes que yo, y no han vuelto, jamás.
‑Los dos están detenidos en el desfiladero de la alta montaña. Yo los hechicé para castigar su orgullo ‑ dijo el Enano.
Entonces el Príncipe suplicó tanto y tanto, que por fin el Enano los perdonó, pero le previno contra ellos, diciéndole:
‑Sálvalos, pero guárdate de ellos, pues tienen mal corazón.
El joven se alegró mucho de ver a sus hermanos de nuevo, y les contó cuanto le había sucedido: cómo había encontrado el Agua de la Vida y que llevaba una copa llena de tan precioso líquido. Les contó también cómo había conocido a una hermosa Princesa que le estaba esperando para darle, al cabo de un año, su mano de esposa, y que en aquel reino él sería Rey.
Cabalgaron juntos los tres y llegaron, por último, a un país donde reinaban la guerra y el hambre. El Rey de aquel país estaba desesperado, pues no veía posible salvación para su patria.
Entonces el Príncipe fue a encontrarle y le dio la hogaza de pan y con ella el Rey dejó satisfecha el hambre de todos sus súbditos. También el Rey le pidió su espada, con la cual derrotó al ejército enemigo, y pudo pacificar su reino y darle prosperidad.
Terminada su misión en aquel país, el Príncipe volvió a tomar la espada y la hogaza de pan, y los tres hermanos siguieron su camino. Pero aún pasaron por dos reinos más, en los cuales reinaban la guerra y el hambre. Y al Rey de cada uno de ellos prestó el Príncipe su espada y su pan, y así fueron salvados tres reinos.
Después, los tres hermanos se hallaron ante el mar y hubieron de tomar un barco para atravesarlo. Durante el viaje, los dos hermanos mayores se dijeron uno a otro:
‑Nuestro hermano pequeño ha encontrado el Agua de la Vida y nosotros no; cuando nuestro padre se haya curado, le hará heredero de su reino, despojándonos así de nuestra fortuna.
Este pensamiento los llevó a planear una venganza terrible. Esperaron que el hermano pequeño estuviese dormido y entonces vaciaron la copa del Agua de la Vida y la echaron en un frasco que ellos llevaban, llenando la copa de su hermano de agua salada del mar.
Al llegar a su palacio, el más joven de los Príncipes entregó la copa al Rey su padre, diciéndole que bebiese de aquel agua, que se curaría; mas apenas el Monarca hubo bebido unos tragos de agua del mar, se puso más enfermo que nunca. Mientras el joven estaba disculpándose, sus dos hermanos mayores acudieron y acusaron al pequeño de haber querido envenenar a su padre, diciendo que ellos eran quienes traían la verdadera Agua de la Vida, en un frasco que entregaron al Rey. Apenas éste la hubo bebido, cuando se sintió completamente bueno y no tardó en encontrarse tan sano y tan fuerte como en los días de su juventud.
Entonces los hermanos mayores fueron a buscar al pequeño y se burlaron de él, diciéndole:
‑Tú fuiste quien encontró el Agua de la Vida; tú quien se tomó todas las molestias, mientras que nosotros hemos recogido el premio. Debiste haber sido más avisado, y haber vigilado mejor; mientras dormías en el barco te robamos el agua, sin que te dieras cuenta. Cuando se cumpla el año de tu hazaña, uno de nosotros irá a desposarse con la hermosa Princesa. Pero no te atreverás jamás a acusarnos. Nuestro padre no te creería, y si dijeras una sola palabra, te mataríamos; no te queda otro remedio que guardar silencio.
El anciano Rey estaba muy enojado con su hijo menor, creyendo que había tratado de quitarle la vida. Reunió, pues, una asamblea para juzgarle y se decidió matarle secretamente.
Cierto día, cuando el Príncipe salió a cazar, el montero mayor del Rey le acompañó. Viendo que el Cazador parecía muy triste, el Príncipe le preguntó:
‑Mi buen Cazador, ¿qué te sucede?
Contestó el Cazador
‑No puedo decírtelo, y, sin embargo, debiera decírtelo...
El Príncipe dijo:
‑Dímelo, que, sea lo que sea, yo te perdonaré.
‑¡Ay de mí! ‑dijo el Cazador‑. Me veo obligado a matarte, porque el Rey lo ha mandado.
El Príncipe se horrorizó y dijo:
‑Mi buen Cazador, no me mates, déjame la vida. Dame tus ropas y yo te daré mi regio atavío.
Repuso el Cazador:
‑Muy gozoso lo haré; por nada del mundo hubiera querido matarte.
Cambiaron sus vestidos y el Cazador volvió a palacio, mientras el Príncipe se internaba en el bosque.
Pasado algún tiempo, llegaron a palacio tres carros cargados de oro y piedras preciosas, que venían destinados al hijo menor del Rey. Los enviaban los tres reyes a quienes había salvado la espada y el pan del Príncipe; los tres reyes, que deseaban mostrar así su gratitud.
El Rey pensó entonces: "¿Y si mi hijo hubiese sido inocente?" Y dijo a su gente:
‑¡Cuánto no daría yo porque mi hijo menor viviese todavía! ¡Qué remordimiento tan grande tengo cuando pienso que le hice matar!
‑Vuestro hijo vive todavía ‑dijo el Cazador‑. No tuve corazón para cumplir vuestra orden. ‑Y contó al Rey todo cuanto había sucedido.
No hay que decir el peso que el Rey se quitó del corazón al oír la grata noticia. E inmediatamente hizo proclamar por todos los ámbitos de su reino su deseo de que ‑su hijo regresara a palacio, donde le recibiría con los brazos abiertos.
Mientras tanto, la Princesa hizo construir un camino cubierto del oro más puro y brillante, que llegase hasta su propio castillo, y dijo a su pueblo que quien por él viniese sería su verdadero prometido, al cual estaba aguardando desde el año anterior. Pero si llegaba algún doncel cabalgando a derecha o a izquierda del camino de oro, no sería el verdadero novio y deberían arrojarle de allí.
Cuando el año casi hubo pasado, el mayor de los Príncipes pensó que debía apresurarse a ir en busca de la Princesa, para procurarse así una esposa y un reino a la vez. Montó a caballo y llegó a aquel país, y cuando vio la carretera toda de oro puro, pensó que sería una lástima cabalgar por ella; se echó a un lado y cabalgó siempre a la derecha. Más cuando hubo llegado a la puerta de palacio, el pueblo le dijo que no era el verdadero prometido y le arrojó de allí.
No tardó en llegar el segundo Príncipe, quien también, al ver el ca­mino de oro, pensó que sería lástima que las herraduras de su caballo lo deslucieran; así, se echó a un lado, y cabalgó a la izquierda. Pero cuan­do llegó a la puerta de palacio, también le dijeron que él no era el verda­dero novio, y, lo mismo que su hermano, fue arrojado de allí.
Cuando estaba a punto de expirar el año de plazo, el tercer Príncipe atravesó el bosque a caballo para encontrar a su amada y olvidar, junto a ella, sus pasadas tristezas. Pensando sólo en ella y deseando sólo ver­la a ella, cabalgó siempre adelante, adelante, sin fijarse siquiera que el camino que seguía era de oro. Su caballo le condujo por el centro de él, y, cuando alcanzaron la puerta del palacio, ésta fue abierta de par en par, y la Princesa le recibió muy gozosa, llamándole su salvador y el señor de su reino. Las bodas se celebraron en seguida con gran esplen­dor. Cuando terminaron las fiestas, la Princesa dijo al Príncipe que su padre le estaba buscando por el mundo entero y que le había perdonado ya. Entonces volvió él a su país y contó a su padre cuanto había sucedi­do: cómo sus hermanos le habían engañado, amenazándole después para que callase... El anciano Rey quiso castigarlos, pero ellos habían tomado ya un barco y navegaban por la mar, sin que nunca volviera a saberse lo que les había sucedido ni regresaran jamás.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)


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