El arquitecto Dmitri Osipovitch Vaksin, que ha
regresado de la ciudad a su casa de campo, hállase impresionado por la sesión
espiritista a que ha asistido. Al desnudarse para acostarse en su lecho
solitario (pues su mujer ha ido al santuario de San Sergio), Va.ksin va
recordando todo lo que acaba de ver y oír. Hablando claro, ésta no fué una
verdadera sesión espiritista; la velada pasó en conversaciones tétricas. Una
señorita empezó por hablar de la adivinación del pensamiento; de esto pasaron
a los espíritus, a los fantasmas; de los fantasmas, a los enterrados vivos...
Un señor leyó la historia de un muerto que se revolvió en el ataúd. Vaksin
pidió un platillo y demostró a las señoritas cómo se procede para comunicarse
con los esn~íritus. Llamó a su tío Klavdi Mironovitch y le preguntó
mentalmente si no sería propicio en este tiempo poner la casa a nombre de su
mujer. A lo que el tío contestó: «Prever siempre está bien.»
-En la Naturaleza hay muchas cosas misteriosas... y
temibles -reflexiona Vaksin tapándose con la manta. No son los muertos los que
asustan; es la incertidumbre...
Suena la una de la noche. Vaksin vuélvese del otro
lado y echa una mirada a la lucecita azul de la mariposa. La lucecita centellea
y apenas alumbra los rincones y el retrato del tío Klavdi Mironovitch,
colgado en la pared, frente a la cama.
-¿Qué haré si ahora en esta penumbra se me aparece la
sombra del tío? -pensó Vaksin.
¡No, son tonterías; esto no puede ser! Los fantasmas
son producto de cabezas incultas ...
Sin embargo, Vaksin se tapa la cabeza con la manta y
cierra los ojos. En su imaginación se le aparecen el muerto que se revolvió en
el ataúd, su difunta suegra, un compañero ahorcado, una joven ahogada...
Vaksin procura pensar en otras cosas; pero todos sus esfuerzos resultan vanos;
sus pensamientos se hacen más temibles y más embrollados. El temor le oprime.
-¡Qué diablo! ¡Tengo miedo como un chiquillo!... ¡Es
absurda!
Tic tac, tic tac, óyese el sonido del reloj detrás de
la pared. En la iglesia lugareña suenan las campanas; el toque es lento...
triste... Vaksin siente un frío en la espalda y en la nuca. Le parece que
alguien respira al lado suyo; que el tío sale del marco y se inclina sobre él.
.. Tiene un miedo invencible. Aprieta los dientes y contiene la respiración. En
fin, cuando por la ventana abierta entra zumbando un moscardón, no puede más y
toca desesperadamente el timbre.
-Dmitri Osipovitch, ¿qué quiere usted? -dice al cabo
de unos minutos la voz de la institutriz alemana.
-¿Es usted, Rosalía Carlovna? -dice con alegría
Vaksin. ¿Por qué se molesta usted? Gavrile hubiera podido...
-A Gavrile le dió usted permiso para que se fuera al
pueblo; la chica ha salido también... No hay nadie en casa... Pero, ¿qué es lo
que necesita?
-Es que yo quería... Pero entre usted..., no se
avergüence, está obscuro...
La gorda y sonrosada alemana entra en el dormitorio y
se para en espera de la explicación.
-Siéntese un momento... Verá usted de qué se trata...
«¿Sobre qué la puedo interrogar?» -reflexiona Vaksin, mirando de reojo el
retrato del tío y sintiendo cómo sus nervios se tranquilizan.)
Le quería pedir... que mañana, cuando el criado vaya a
la ciudad... le recuerde que me traiga... cigarrillos... ¡Pero siéntese!
-¿Quiere usted algo más?
-Sí; quiero... no quiero nada... Pero, ¿por qué no se
sienta usted? (Pensaré todavía otra cosa.)
-No es decente que una señorita permanezca en la
alcoba de un caballero... Veo que usted, Dmitri Osipovitch, es un travieso...,
un burlón... lo comprendo... Por los cigarrillos no se despierta a la gente...,
lo comprendo ...
Rosalía Carlovna sale de la habitación. Vaksin, algo
tranquilizado por la conversación y avergonzado de su cobardía, se tapa la
cabeza con la sábina y cierra los ojos. Pasan unos diez minutos relativa-mente
soportables; pero luego se repiten las mismas cosas. Saca la mano a tientas,
busca los fósforos y enciende la vela sin abrir los ojos. Pero la claridad no
le alivia. Su imaginación turbada ve que su tío guiña los ojos y que alguien
le contempla desde un rincón...
-¡La llamaré otra vez! ¡Que el demonio se la lleve!...
-se dice Vaksin. Diré que estoy malo... Pediré gotas...
Vaksin toca el timbre. No obtiene contestación. Llama
otra vez, y solamente responden las campanas de la iglesia. Presa de un temor
ciego, sale corno loco de la alcoba, y persignándose, echa a correr por el
pasillo hacia el cuarto de la institutriz. Está descalzo y en paños menores.
-¡Rosalía Carlovna! -llama con voz temblorosa.
¡Rosalía Carlovna! ¿Duerme usted? Estoy... estoy enfermo.
Nadie le contesta. El silencio es completo.
-Se lo ruega..., ¿comprende usted?; se lo ruego.
¿Para qué tantos... melindres? No lo entiendo..., y sobre todo si uno está
enfermo... A su edad y tan escrupulosa...
-Se lo diré a su señora... ¡Déjeme en paz! ¡Soy una
muchacha honrada!... Cuando yo servía en casa del barón Anzig y el barón quiso
entrar en mi cuarto en busca de fósforos, lo comprendí todo...
Inmediatamente comprendí qué fósforos buscaba y se lo advertí a la baronesa...
Soy una muchacha honesta...
-¡Qué diablos tengo que ver con su honestidad! Estoy
enfermo... y quiero unas gotas..., ¿entiende usted? Estoy malo...
-Su señora es una mujer buena, honorable; usted debe
amarla. ¡Sí! ¡Es una persona noble! No tengo intención de ser su rival.
-¡Estúpida! ¡Es usted una estúpida! ¿Me comprende
usted?
Vaksin se apoya en el dintel de la puerta, cruza los
brazos y quédase así, esperando que el miedo se le pase. No tiene fuerzas para
volver a su cuarto y ver aquella lucecita centelleante y el retrato del tío.
Tampoco le es posible quedarse medio desnudo en el pasillo. ¿Qué determinación
tomar? Suenan las dos. El miedo no le abandona. El pasillo está obscuro; le
parece que en cada rincón algo tenebroso le aguarda. Vuélvese de cara a la
pared, pero en el mismo momento se le antoja que le tiran de la camisa y que le
tocan en el hombro.
-¡Demonio!... ¡Rosalía Carlovna!
Ninguna respuesta. Vaksin, indeciso, entreabre la
puerta y echa una mirada al cuarto. La virtuosa alemana duerme tranquilamente.
Una lamparita ilumina los relieves de su cuerpo macizo. Vaksin entra en el
cuarto y se sienta en el baúl al lado de la puerta. La presencia de un ser
vivo, aunque dormido, le tranquiliza; siéntese aliviado.
-¡Que duerma la tonta! Me quedaré aquí hasta que
amanezca y me iré... Ahora amanece temprano...
Esperando la luz del día, Vaksin encoge los pies, pone
la mano bajo la cabeza y quédase reflexionando: «¡Cuidado con los nervios!...
Yo, hombre culto, instruido, y tengo miedo... miedo como un niño... ¡Qué
vergüenza!... »
Poquito a poco, oyendo la respiración monótona de
Rosalía Carlovna, tranquilízase completamente...
A las seis de la mañana, la señora Vaksin, de vuelta
de su peregrinación, entra en el dormitorio y, no encontrando allí a su marido,
va al cuarto de la alemana a pedirle dinero suelto para pagar el coche. Al
entrar ve el siguiente cuadro: Rosalía Carlovna, sofocada de calor, duerme en
su cama, y a un metro de ella, acurrucado en el baúl, su marido ronca
dulcemente. Está descalzo y en paños menores. Qué hizo la mujer y cuál fué la
cara del marido al despertarse, que lo describan otros. Estoy agotado y entrego
las armas.
1.014. Chejov (Anton) - 071
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