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miércoles, 17 de diciembre de 2014

Los nervios

El arquitecto Dmitri Osipovitch Vaksin, que ha regresado de la ciudad a su casa de campo, há­llase impresionado por la sesión espiritista a que ha asistido. Al desnudarse para acostarse en su lecho solitario (pues su mujer ha ido al santuario de San Sergio), Va.ksin va recordando todo lo que acaba de ver y oír. Hablando claro, ésta no fué una verdadera sesión espiritista; la velada pasó en conversaciones tétricas. Una señorita em­pezó por hablar de la adivinación del pensamiento; de esto pasaron a los espíritus, a los fantasmas; de los fantasmas, a los enterrados vivos... Un señor leyó la historia de un muerto que se revolvió en el ataúd. Vaksin pidió un platillo y demostró a las señoritas cómo se procede para comunicarse con los esn~íritus. Llamó a su tío Klavdi Mirono­vitch y le preguntó mentalmente si no sería pro­picio en este tiempo poner la casa a nombre de su mujer. A lo que el tío contestó: «Prever siem­pre está bien.»
-En la Naturaleza hay muchas cosas misterio­sas... y temibles -reflexiona Vaksin tapándose con la manta. No son los muertos los que asus­tan; es la incertidumbre...
Suena la una de la noche. Vaksin vuélvese del otro lado y echa una mirada a la lucecita azul de la mariposa. La lucecita centellea y apenas alum­bra los rincones y el retrato del tío Klavdi Mirono­vitch, colgado en la pared, frente a la cama.
-¿Qué haré si ahora en esta penumbra se me aparece la sombra del tío? -pensó Vaksin.
¡No, son tonterías; esto no puede ser! Los fantas­mas son producto de cabezas incultas ...
Sin embargo, Vaksin se tapa la cabeza con la manta y cierra los ojos. En su imaginación se le aparecen el muerto que se revolvió en el ataúd, su difunta suegra, un compañero ahorcado, una jo­ven ahogada... Vaksin procura pensar en otras cosas; pero todos sus esfuerzos resultan vanos; sus pensamientos se hacen más temibles y más embro­llados. El temor le oprime.
-¡Qué diablo! ¡Tengo miedo como un chiqui­llo!... ¡Es absurda!
Tic tac, tic tac, óyese el sonido del reloj detrás de la pared. En la iglesia lugareña suenan las campanas; el toque es lento... triste... Vaksin siente un frío en la espalda y en la nuca. Le pa­rece que alguien respira al lado suyo; que el tío sale del marco y se inclina sobre él. .. Tiene un miedo invencible. Aprieta los dientes y contiene la respiración. En fin, cuando por la ventana abierta entra zumbando un moscardón, no puede más y toca desesperadamente el timbre.
-Dmitri Osipovitch, ¿qué quiere usted? -di­ce al cabo de unos minutos la voz de la institutriz alemana.
-¿Es usted, Rosalía Carlovna? -dice con ale­gría Vaksin. ¿Por qué se molesta usted? Ga­vrile hubiera podido...
-A Gavrile le dió usted permiso para que se fuera al pueblo; la chica ha salido también... No hay nadie en casa... Pero, ¿qué es lo que necesita?
-Es que yo quería... Pero entre usted..., no se avergüence, está obscuro...
La gorda y sonrosada alemana entra en el dor­mitorio y se para en espera de la explicación.
-Siéntese un momento... Verá usted de qué se trata... «¿Sobre qué la puedo interrogar?» -reflexiona Vaksin, mirando de reojo el retrato del tío y sintiendo cómo sus nervios se tranquilizan.)
Le quería pedir... que mañana, cuando el criado vaya a la ciudad... le recuerde que me traiga... cigarrillos... ¡Pero siéntese!
-¿Quiere usted algo más?
-Sí; quiero... no quiero nada... Pero, ¿por qué no se sienta usted? (Pensaré todavía otra cosa.)
-No es decente que una señorita permanezca en la alcoba de un caballero... Veo que usted, Dmitri Osipovitch, es un travieso..., un burlón... lo comprendo... Por los cigarrillos no se despierta a la gente..., lo comprendo ...
Rosalía Carlovna sale de la habitación. Vaksin, algo tranquilizado por la conversación y avergon­zado de su cobardía, se tapa la cabeza con la sá­bina y cierra los ojos. Pasan unos diez minutos relativa-mente soportables; pero luego se repiten las mismas cosas. Saca la mano a tientas, busca los fósforos y enciende la vela sin abrir los ojos. Pero la claridad no le alivia. Su imaginación tur­bada ve que su tío guiña los ojos y que alguien le contempla desde un rincón...
-¡La llamaré otra vez! ¡Que el demonio se la lleve!... -se dice Vaksin. Diré que estoy ma­lo... Pediré gotas...
Vaksin toca el timbre. No obtiene contestación. Llama otra vez, y solamente responden las cam­panas de la iglesia. Presa de un temor ciego, sale corno loco de la alcoba, y persignándose, echa a correr por el pasillo hacia el cuarto de la institu­triz. Está descalzo y en paños menores.
-¡Rosalía Carlovna! -llama con voz temblo­rosa. ¡Rosalía Carlovna! ¿Duerme usted? Es­toy... estoy enfermo.
Nadie le contesta. El silencio es completo.
-Se lo ruega..., ¿comprende usted?; se lo rue­go. ¿Para qué tantos... melindres? No lo entien­do..., y sobre todo si uno está enfermo... A su edad y tan escrupulosa...
-Se lo diré a su señora... ¡Déjeme en paz! ¡Soy una muchacha honrada!... Cuando yo ser­vía en casa del barón Anzig y el barón quiso en­trar en mi cuarto en busca de fósforos, lo com­prendí todo... Inmediatamente comprendí qué fósforos buscaba y se lo advertí a la baronesa... Soy una muchacha honesta...
-¡Qué diablos tengo que ver con su honesti­dad! Estoy enfermo... y quiero unas gotas..., ¿entiende usted? Estoy malo...
-Su señora es una mujer buena, honorable; usted debe amarla. ¡Sí! ¡Es una persona noble! No tengo intención de ser su rival.
-¡Estúpida! ¡Es usted una estúpida! ¿Me com­prende usted?
Vaksin se apoya en el dintel de la puerta, cruza los brazos y quédase así, esperando que el miedo se le pase. No tiene fuerzas para volver a su cuar­to y ver aquella lucecita centelleante y el retrato del tío. Tampoco le es posible quedarse medio des­nudo en el pasillo. ¿Qué determinación tomar? Suenan las dos. El miedo no le abandona. El pasi­llo está obscuro; le parece que en cada rincón algo tenebroso le aguarda. Vuélvese de cara a la pared, pero en el mismo momento se le antoja que le tiran de la camisa y que le tocan en el hombro.
-¡Demonio!... ¡Rosalía Carlovna!
Ninguna respuesta. Vaksin, indeciso, entreabre la puerta y echa una mirada al cuarto. La virtuosa alemana duerme tranquilamente. Una lamparita ilumina los relieves de su cuerpo macizo. Vaksin entra en el cuarto y se sienta en el baúl al lado de la puerta. La presencia de un ser vivo, aunque dormido, le tranquiliza; siéntese aliviado.
-¡Que duerma la tonta! Me quedaré aquí has­ta que amanezca y me iré... Ahora amanece tem­prano...
Esperando la luz del día, Vaksin encoge los pies, pone la mano bajo la cabeza y quédase refle­xionando: «¡Cuidado con los nervios!... Yo, hom­bre culto, instruido, y tengo miedo... miedo como un niño... ¡Qué vergüenza!... »
Poquito a poco, oyendo la respiración monótona de Rosalía Carlovna, tranquilízase completamen­te...
A las seis de la mañana, la señora Vaksin, de vuelta de su peregrinación, entra en el dormitorio y, no encontrando allí a su marido, va al cuarto de la alemana a pedirle dinero suelto para pagar el coche. Al entrar ve el siguiente cuadro: Rosalía Carlovna, sofocada de calor, duerme en su cama, y a un metro de ella, acurrucado en el baúl, su marido ronca dulcemente. Está descalzo y en pa­ños menores. Qué hizo la mujer y cuál fué la cara del marido al despertarse, que lo describan otros. Estoy agotado y entrego las armas.

1.014. Chejov (Anton) - 071

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