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miércoles, 17 de diciembre de 2014

En la casa de huespedes

-¡Oiga usted! -ruge encarándose con el due­ño de la casa de huéspedes la inquilina del cuarto núm. 47, la coronela Machatirina, que está púr­pura de coraje y echa espumarajos por la boca. ­O me da otra habitación o me voy de esta maldita posada. ¡Esto es una guarida de golfos! ¡Tengo muchachas casaderas y aquí no se escuchan más que horrores! ¿Cómo puede uno soportarlo? ¡De día y de noche! óyense a veces tales cosas, que no sabe uno ni dónde meterse. Gracias que mis niñas no comprenden aún nada; de otra suerte, tendría que escapar aunque me quedara sin alber­gue... Justamente ahora Carlaniza, mi vecino... Puede usted escucharle...
-Yo te contaré algo mejor -dice en la habi­tación contigua una voz de bajo profundo. ¿Te acuerdas del teniente Drujkof? Pues bien; aquel Drujkof hizo una carambola y, según su costum­bre, levantó la pierna en alto... De repente oyóse un trrrr... Pensamos que se había roto el paño del billar; pero pronto nos dimos cuenta de que «los estados unidos» habían estallado por todas las costuras. ¡El animal levantó la pierna tan en alto, que no quedó una costura sana! ¡Ja..., ja..., ja...! Y había señoras en la sala. Entre otras la mujer de aquel papanatas de Okurin... Okurin se puso como un loco, rabiando. ¿Cómo atreverse a tamaña indecencia delante de una señora? Cru­záronse de palabras... ya lo sabes. Acabó Okurin por mandar sus testigos a Drujkof, y Drujkof, que no tiene pelo de tonto, le respondió:
-¡Ja..., ja..., ja...! Que no me mande a mí sus testigos, sino mi sastre, que me cosió mal es­tos pantalones. ¡Suya es la culpa! ¡Ja..., ja..., ja...!
Lila y Mila, las hijas de la coronela, que se ha­llan sentadas junto a la ventana, apoyando sus mejillas gordinflonas en sus puños, ruborízanse y bajan los ojitos.
-¿Ha oído usted? -sigue Machatirina, vol­viéndose al dueño. ¿Qué le parece? ¡Yo soy, se­ñor mío, una coronela!¡Mi marido ha ocupado un puesto importante! ¡No he de permitir que en mi presencia cualquier carretero relate indecencias semejantes!
-¡Señora, si no es un carretero! Es el capitán Kikin. ¡Es un caballero!
-Si hasta tal punto olvida sus deberes de ca­ballero, que se expresa como un vulgar conductor de carros, merece ser despreciado aun más. ¡En una palabra, no discuta usted; emplee medios enér­gicos!
-¡Pero, señora! ¿ Qué puedo hacer yo? No es usted sola... todo el mundo se queja... ¡Si no puedo nada con él! Cuantas veces he ido a su cuar­to tratando de convencerlo: «¡Aníbal Ivanovitch! ¡Por Dios! ¡Es una vergüenza!», me pone los pu­ños cerca de la cara, diciéndome: «¿Los quieres probar...?» ¡Es en realidad un escándalo!... Por la mañana se despierta y se va al pasillo en... usted dispense... en paños menores. O bien se emborracha, coge el revólver y la emprende a ti­ros con la pared. De día no cesa de beber vino, y por las noches juega a las cartas.. . de las cartas suceden las peleas.
-¿Y por qué no le despide usted a ese ganapán?
-¿Pero cómo despedirlo? Me debe tres meses. Yo renuncio al dinero con tal de que se vaya. El tribunal le ha notificado la expulsión. Apeló, en­tabló recurso de casación, y se las arregla como puede para dar Jargas ... ¡Es una calamidad! ...
¡Y si viera usted qué hombre! ¡Joven, guapo, lis­to...! ¡Cuando no está borracho da gusto tra­tarle! El otro día, como no se hallaba ebrio, pasó el día entero escribiendo a sus padres.
-¡Desgraciados padres! -suspira la coronela.
-¡Naturalmente, son unos desgraciados! No es poca pena tener un hijo semejante. Le reprenden, le echan de las fondas, le imponen multas todos los días por escándalos, etcétera... ¡Vaya una deses-peración!
-¡Pobre, desgraciada esposa! -vuelve a sus­pirar la coronela.
-No, señora; si es soltero. ¿Acaso le es posi­ble casarse? Gracias a que pueda sustentarse a sí mismo ...
-¿De modo que es soltero? -pregunta. ¿Soltero?
La coronela da otra vuelta y se queda un mo­mento pensativa.
-Así, pues... ¿soltero?... Lila, Mila, quitaos de delante de la ven-tana. ¡Hay corriente de aire! ¡Qué lástima! ¡Un hombre joven y de tan mala conducta! ¿Y de qué proviene esto? De que nadie ejerce sobre él una benéfica influencia... No hay quien... Es soltero... Aquí tiene usted el mo­tivo... Hágame usted el favor -prosigue ama­blemente- de ir a verle en mi nombre y suplí­quele que se modere un poco en su manera de hablar... Dígale usted que es la coronela Macha­tirina quien se lo pide... Vive en el número 47 con sus hijas, y ha venido aquí desde su hacienda.
-Muy bien.
-No lo olvide; dígale que llegó con sus hijas. Que venga a disculparse por lo menos. Estamos siempre en casa después de comer. ¡Mila, cierra la ventana!
-Pero, mamá, ¿para qué ver a ese borracho? -le interroga Lila al marcharse el dueño. ¡Va­liente convidado: bebedor, pendenciero, tunante!...
-No hables, querida mía; vosotros tenéis siem­pre algo que decir y por eso no os casáis... ¿Por qué no? Cualquiera que sea, no hay motivo de des­preciarle... Quizá sirva de algo... ¿Quién sabe? -suspira la coronela, fijándose con preocupación en sus hijas. Tal vez esté ahí nuestra suerte. Id a vestiros por si acaso.

1.014. Chejov (Anton) - 071

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