Tres veces en mi vida he tenido miedo.
El primer miedo que me hizo estremecer y me puso los
pelos de punta obedeció a una causa insignificante, pero extraordinaria.
Para pasar el rato fui un día a la estación a recoger
los periódicos.
Era una tarde caliente del mes de julio, silenciosa y
calma como las hay en medio del verano; a veces se suceden así sin interrupciones
una y dos semanas, y acaban repentinamente con una tormenta y un soberbio
chaparrón.
El sol había desaparecido y todo estaba envuelto en
una sombra gris. El aire, inmóvil, hallábase impregnado del perfume penetrante
de las flores y de las hierbas campestres.
Yo iba en un carro ordinario. Detrás, colocada la
cabeza en un saco de avena, dormía dulcemente el hijo del jardinero Pachka,
niño de ocho años, que venía conmigo por si fuera necesario cuidar del caballo.
Íbamos por el estrecho camino vecinal que se escondía
como una serpiente en medio del trigo. Iniciábase el crepúsculo. La raya
luminosa del poniente era velada por una nube estrecha, que semejaba un hombre
envuelto en una manta... Anduve uno, dos, tres kilómetros, y en el fondo claro
del crepúsculo destacáronse unos tilos altos y delgados; detrás de ellos se
veía el río, y como por encan-tamiento apareció delante de mí un hermoso
cuadro. Hube de parar el caballo, porque la vertiente era escarpada. Estábamos
en la cúspide del monte. Abajo, en el espacio lleno de crepúsculo, se
encontraba el pueblo, guardado por hileras de tilos y cercado por el río... Sus
casas, la torre de la iglesia, los árboles, se reflejaban en la superficie del
agua, lo cual aumentaba el aspecto fantástico del paisaje. Todo dormía.
Desperté a Pachka, a fin de impedirle que se cayera
del carro, y empecé a bajar lentamente.
-¿Hemos llegado a Lucovo? -preguntó Pachka,
incorporándose perezosa-mente.
-Sí; ten las riendas.
Cogí el caballo del ramal para detenerlo en la bajada
y observé. Al primer vistazo fui sorprendido por una circunstancia
extraordinaria: en lo alto de la torre, a través de una ventanilla, brillaba
una lucecita. Esta luz parecía la de una lamparita, y ora se apagaba, ora
resplandecía con mayor fuerza.
Su procedencia me era completamente incomprensible.
No podía arder tras las ventanas, porque en el campanario no había habitantes
ni lamparitas; lo sabía perfectamente; allí no se encontraban sino vigas,
telarañas y polvo; además, era imposible llegar allí, porque la entrada estaba
clavada. Me figuré que la lucecita podía ser el reflejo de alguna otra
exterior; pero en vano trataba de encontrarla. Todo el inmenso espacio estaba
obscuro, menos aquel único punto luminoso. Tampoco había luna; el pálido rayo
del poniente no podía reflejarse en el campanario, porque este último se
orientaba del lado opuesto. Todas estas reflexiones llenaban mi cabeza,
mientras yo guiaba el caballo; al llegar abajo tomé asiento en el coche y miré
otra vez en dirección de la torre. La luz centelleaba como antes.
-¡Qué raro! -pensé, haciendo diferentes suposiciones,
¡qué extraordinario!
Y poquito a poco sentí cómo una angustia se apoderaba
de mí. Al principio pensé que era el disgusto de no encontrar la explicación de
un fenómeno raro; pero luego, cuando volví la cabeza, comprendí que era el
miedo... Agarré a Pachka y una sensación de soledad y de terror apoderóse
completamente de mi alma. Parecíame estar solo en un abismo obscuro y que la
torre me observaba con su único ojo encarnado.
-¡Pachha! -exclamé cerrando los ojos.
-¿Qué?
-¡Pachka! ¿Qué brilla arriba en el campanario?
Pachka miró a la torre por encima de mi hombro,
bostezó y dijo tranquilamente:
-¡Quién sabe!
Este pequeño coloquio con el niño me calmó; pero no
por largo rato. Pachka, al notar mi inquietud, fijó nuevamente sus grandes
ojos en la lucecita, me miró a mí y exclamó:
-Tengo miedo ...
Entonces, sin darme cuenta de mis actos, estreché al
niño contra mi pecho y di un latigazo al caballo.
-¡Qué tontería! -pensaba interiormente. Esta aparición
me turba porque no me la explico; todo lo incomprensible inspira miedo.
Así trataba de tranquilizarme; pero a pesar de esto no
paraba de fustigar al caballo.
Al llegar a la estación, me entretuve una hora en
charlar con el jefe de la misma, leí dos o tres periódicos; pero el malestar no
me abandonaba„ Al regreso, ya no vi la lucecita; pero las casas, los tilos y el
monte me parecían animados.
A estas horas todavía no he podido averiguar la
procedencia de aquella luz.
* * *
La segunda vez que me sentí presa de terror fué
igualmente por una causa insignificante...
Volvía de una cita amorosa...; era la una de la noche...,
hora en que la Naturaleza está sumergida en el más profundo y dulce sueño, el
sueño que precede a la madrugada. Sin embargo, esta vez la Naturaleza no dormía
y la noche no se podía llamar tranquila. Los ruiseñores trinaban; los grillos
lanzaban sus estridencias; otros insectos producían ruidos misteriosos. Una
ligera niebla se extendía a ras del suelo, y por delante de la luna pasaban,
corriendo, una nube tras otra. La Naturaleza no dormía, como temerosa de perder
estos momentos encantadores.
Caminaba por una estrecha vereda, al lado del
terraplén de la vía férrea. Los rayos de la luna deslizábanse por los rieles
cubiertos de rocío. Las sombras de las nubes corrían por el terraplén. A lo
lejos brillaba la luz verde del guarda.
-Todo está en orden... -pensé mirándola.
Lo propio que en mi alma. Volvía de una cita, no tenía
para qué apresurarme, no tenía sueño, la juventud rebosaba en mí.
Ignoro lo que yo experimentaba; lo que sé decir es que
me hallaba bien.
Caminé así cerca de un kilómetro, cuando escuché
detrás de mí un ruido semejante al murmullo de un gran arroyo. Se acercaba a
cada instante, crecía, aumentaba en intensidad. Me volví; detrás aparecía la
silueta negra del bosque que acababa de atravesar. El terraplén torcía a la
derecha y trazaba un bonito semicírculo, yendo a perderse en la arboleda. Me
detuve asombrado y esperé. Inmediata-mente una desmesurada forma obscura se
mostró en la curva de la vía, abalanzándose hacia mí y siguió adelante con una
velocidad vertiginosa. Antes de que transcurriese medio minuto la forma
desapa-reció...
Era un vagón de mercancías. El mismo, de por sí, no
tenía nada de extraordinario; pero su aparición sin locomotora me dejó
perplejo. ¿De dónde venía y qué fuerzas lo empujaban con aquella velocidad?
Si yo fuera supersticioso, hubiese creído que eran
brujas y diablos dirigiéndose hacia el sabaot, y hubiese continuado
tranquilamente mi camino; pero esta aparición me dejó turbado; no sabía si
creer lo que mis ojos veían y me perdía en mil suposiciones, como la mosca en
una telaraña...
Una sensación de soledad se apoderó de mi corazón. El
vasto espacio se me antojaba de mal agüero. La noche perdió para mí su encanto;
millares de ojos observaban mis movimientos; los ruidos extraños y las aves
nocturnas parecíanme existir tan sólo para angustiarme. Sin darme cuenta
aceleré los pasos, y luego me eché a correr con toda la velocidad de que era
capaz, y al punto escuché el llanto lastimoso de los alambres telegráficos,
que no había notado antes.
-¿Qué ocurre? -pensaba, tratando de tranquilizarme. Es
cobardía, estupidez...
Pero el terror era más fuerte que la razón. Detuve mis
pasos al llegar a la luz verde, al lado de la casa del guarda, cuya figura
distinguí en el terraplén.
-¿Has visto? -le interrogué jadeante.
-¿A quién? ¿Qué tienes?
-¿Ha pasado por aquí un vagón?
-Ha pasado... -replicó apáticamente el aldeano; se
desprendió del tren de mercancías. A veinte kilómetros hay un declive... Los
vagones suben tirados de la máquina... Por lo visto, las cadenas eran viejas y
se rompieron y volvió atrás... Trabajo les va a costar cogerlo...
El fenómeno estaba aclarado y el misterio se
desvaneció igual que el miedo... Proseguí mi camino sin otras aventuras.
* * *
El tercer susto lo pasé una vez, en primavera,
volviendo de caza. Obscurecía. El camino atravesaba un bosque. El suelo estaba
impregnado de agua después de una lluvia torrencial. El poniente rojo
atravesaba el follaje y pintaba de color rosa los troncos blancos de los
árboles. Encontrábame cansadísimo, apenas podía con mi alma.
Faltaban aún cinco o seis kilómetros para llegar a mi
casa, cuando repentinamente percibí delante de mí un gran perro negro. Al
cruzarnos, el perro miróme fijamente a la cara y siguió corriendo.
-iQué hermoso animal! -pensé. ¿De quién será?
Volví la cabeza. El perro estaba parado a unos diez
pasos y me contemplaba sin apartar los ojos. Nos quedamos así algunos momentos,
observándonos mutuamente; en fin, el perro, halagado por mi atención, acercóse
a mí meneando el rabo...
Yo seguí mi camino; el perro detrás.
-¿De quién será? ¿Cómo ha venido a parar al bosque?
Yo conocía a todos los propietarios de la comarca, y
sabía que ninguno de ellos poseía un perro semejante. ¿Cómo había venido a
parar a este bosque, a un camino por donde no pasaba nadie y que sólo
utilizaban los leñadores? Me repetí que no podía haberse extraviado, porque no
era un camino para personas poseedoras de perros de lujo.
Sentéme en un tronco a descansar, y entretanto
examinaba a mi compañero, que se había echado frente a mí y clavaba su vista en
mi rostro... Miróme largo rato sin pestañear. No sé si bajo el influjo del
silencio que me rodeaba, o por el cansancio que me deprimía, sentí un malestar
extraño ante la rnirada fija de aquel perro para mí desconocido. Me acordé de
Fausto y de su bull-dog, y de que las
personas nerviosas suelen tener alucinaciones a consecuencia de una gran fatiga.
Me levanté bruscamente y proseguí rápido mi ruta. El perro detrás...
-¡Vete! -le grité.
Mi voz debió ser del agrado del animal, porque al
oírme dió un salto alegre y echóse a correr delante de mí.
-¡Vete! -le grité nuevamente.
El perro volvió la cabeza, miróme otra vez y,
satisfecho, meneó el rabo.
Era evidente que no me temía. Lo más natural era que
yo lo acariciase; pero el recuerdo del bull-dog
de Fauto no me abandonaba, y un sentimiento me torturaba. Entretanto,
obscureció del todo; mi turbación aumentó, y cuando el perro se acercó y me
tocó con su rabo cerré cobardemente los ojos, repitiéndose la misma historia
que en otro tiempo se había verificado con la lucecita del campanario y con el
vagón de mercancías; perdí la cabeza y eché a correr...
En casa encontré un huésped, un antiguo amigo;
después de saludarnos contóme que el cochero se equivocó de camino y le hizo
atravesar un bosque, en el cual hubo de extraviársele su hermoso perro.
1.014. Chejov (Anton) - 071
No hay comentarios:
Publicar un comentario