En una época en que yo tuve
veleidades de ser empleado nacional, oí hablar de un hombre que durante dos
años que desempeñó un puesto público no contestó una sola nota.
-He aquí un hombre superior -me
dije. Merece que vaya a verlo. Porque debo confesar que el proceder habitual y
forzoso de contestar cuanta notase recibe es uno de los inconvenientes más
grandes que hallaba yo a mi aspiración. El delicado mecanismo de la administración
nacional -nadie lo ignora- requiere que toda nota que se nos hace el honor de
dirigir, sea fatal y pacientemente contestada. Una sola comunicación puesta de
lado, la más insignificante de todas, trastorna hasta lo más hondo de sus
dientes el engranaje de la máquina nacional. Desde las notas del presidente de
la República
a las de un oscuro cabo de policía, todas exigen respuesta en igual grado,
todas encarnan igual nobleza administrativa, todas tienen igual austera
trascendencia.
Es, pues, por esto que, convencido
y orgulloso, como buen ciudadano, de la importancia de esas funciones, no me
atrevía francamente a jurar que todas las notas que yo recibiera serían
contestadas. Y he aquí que me aseguraban que un hombre, vivo aún, había
permanecido dos años en la Administración Nacional , sin contestar -ni
enviar, desde luego- ninguna nota...
Fui, por consiguiente, a verlo, en
el fondo de la
república. Era un hombre de edad avanzada, español, de mucha
cultura, pues esta intelectualidad inesperada al pie de un quebracho, en una
fogata de siringal o en un aduar del Sahara, es una de las tantas sorpresas del
trópico.
Mi hombre se echó a reír de mi
juvenil admiración cuando le conté lo que me llevaba a verlo. Me dijo que no
era cierto, por lo menos el lapso transcurrido sin contestar una sola nota. Que
había sido encargado escolar en una colonia nacional, y que, en efecto, había
dejado pasar algo más de un año sin acusar recibo de nota alguna. Pero que eso
tenía en el fondo poca importancia, habiendo notado por lo demás...
Aquí mi hombre se detuvo un
instante, y se echó a reír de nuevo. -¿Quiere usted que le cuente algo más
sabroso que todo esto? -me dijo. Verá usted un modelo de funcionario
público... ¿Sabe usted qué tiempo dejó pasar ese tal sin dignarse echar una
ojeada a lo que recibía? Dos años y algo más. ¿Y sabe usted qué puesto desempeñaba?
Gobernador... Abra usted ahora la boca.
En efecto, lo merecía. Para un
tímido novio -digámoslo así- de la Administración Nacional ,
nada podía abrirme más los ojos sobre la virtud de mi futura que las hazañas de
aquel Don Juan administrativo... Le pedí que me contara todo, si lo sabía, y a
escape.
-¿Si lo sé? -me respondió. ¿Si
conozco bien a mi funcionario? Como que yo fui el gobernador que le sucedió...
Pero, óigame más bien desde el principio. Era en... En fin, suponga usted que
el ochenta y tantos. Yo acababa de regresar a España, mal curado aún de unas
fiebres cogidas en el golfo de Guinea. Había hecho un crucero de cinco años,
abasteciendo a las factorías españolas de la costa. El último año lo
pasé en Elobey Chico... ¿Usted sabe su geografía, sí?
-Sí, toda; continúe.
-Bien. Sabrá usted entonces que no
hay país más malsano en el mundo entero, así como suena, que la región del
delta del Níger. Hasta ahora, no hay mortal nacido en este planeta que pueda
decir, después de haber cruzado frente a las bocas del Níger: No tuve
fiebre...
Comenzaba, pues, a restablecerme en
España, cuando un amigo, muy allegado al Ministerio de Ultramar, me propuso la
gobernación de una de las cuatrocientas y tantas islas que pueblan las
Filipinas. Yo era, según él, el hombre indicado, por mi larga actuación entre
negros y negritos.
-Pero no entre malayos -respondí a
mi protector. Entiendo que es bastante distinto...
No crea usted: es la misma cosa -me
aseguró. Cuando el hombre baja más de dos o tres grados en su color, todos
son lo mismo... En definitiva: ¿le conviene a usted? Tengo facultades para
hacerle dar el destino enseguida.
Consulté un largo rato con mi
conciencia, y más profundamente con mi hígado. Ambos se atrevían, y acepté.
-Muy bien -me dijo entonces mi
padrino. Ahora que es usted de los nuestros, tengo que ponerlo en conocimiento
de algunos detalles. ¿Conoce usted, siquiera de nombre, al actual gobernador de
su isla, Félix Pérez Zúñiga?
-No; fuera del escritor...-le dije.
-Ese no es Félix -me objetó. Pero
casi, casi valen tanto el uno como el otro... Y no lo digo por mal. Pues bien:
desde hace dos años no se sabe lo que pasa allá. Se han enviado millones de
notas, y crea usted que las últimas son capaces de ponerle los pelos de punta
al funcionario peor nacido... Y nada, como si tal cosa. Usted llevará,
juntamente con su nombramiento, la destitución del personaje. ¿Le conviene
siempre?
Ciertamente, me convenía... a menos
que el fantástico gober-nador fuera de genio tan vivo cuan grande era su
llaneza en eso de las notas.
-No tal -me respondió-. Según
informes, es todo lo contrario... Creo que se entenderá usted con él a
maravillas.
No había, pues, nada que decir. Di
aún un poco de solaz a mi hígado, y un buen día marché a Filipinas. Eso sí,
llegué en un mal día, con un colazo de tifón en el estómago y el malhumor del
gobernador general sobre mi cabeza. A lo que parece, se había prescindido
bastante de él en ese asunto. Logré, sin embargo, conciliarme su buena
voluntad y me dirigí a mi isla, tan a trasmano de toda ruta marítima que si no
era ella el fin del mundo era evidentemente la tumba de toda comunicación
civilizada.
Y abrevio, pues noto que usted se
fatiga... ¿No? Pues adelante... ¿En qué estábamos? ¡Ah! En cuanto desembarqué
di con mi hombre. Nunca sufrí desengaño igual. En vez del tipo macizo,
atrabiliario y gruñón que me había figurado a pesar de los informes, tropecé
con un muchacho joven de ojos azules, grandes ojos de pájaro alegre y confiado.
Era alto y delgado, muy calvo para su edad, y el pelo que le restaba -abundante
a los costados y tras la cabeza- era oscuro y muy ondeado. Tenía la frente y la
calva muy lustrosas. La voz muy clara, y hablaba sin apresurarse, con largas
entonaciones de hombre que no tiene prisa y goza exponiendo y recibiendo
ideas.
Total: un buen muchacho,
inteligente sin duda, muy expansivo y cordial y con aire de atreverse a ser
feliz dondequiera que se hallase.
-Pase usted, siéntese -me dijo.
Esté todo lo a gusto que quiera. ¿No desea tomar nada? ¿No, nada? ¿Ni aun
chocolate...? El que tengo es detestable, pero vale la pena probarlo... Oiga su
historia: el otro día un buque costero llegó hasta aquí, y me trajo diez
libras de cacao... lo mejor de lo mejor entre los cacaos. Encargué de la faena
a un indígena inteligentísimo en la manufactura del chocolate. Ya lo conocerá
usted. Se tostó el cacao, se molió, se le incorporó el azúcar -también de
primera, todo a mi vista y con extremas precauciones. ¿Sabe usted lo que
resultó? Una cosa imposible. ¿Quiere usted probarlo? Vale la pena... Después me
escribirá usted desde España cómo se hace eso... ¡Ah, no vuelve usted...! ¿Se
queda, sí? ¿Y será usted el nuevo gobernador, sin duda...? Mis
felicitaciones...
¿Cómo aquel feliz pájaro podía ser
el malhechor administrativo a quien iba a reemplazar?
-Sí -continuó él-. Hace ya
veintidós meses que no debía ser yo gobernador. Y no era difícil adivinarle a
usted. Fue cuando adquirí el conocimiento pleno de que jamás podría yo llegar
a contestar una nota en adelante. ¿Por qué? Es sumamente complicado esto... Más
tarde le diré algo, si quiere... Y entre tanto, le haré entrega de todo,
cuando usted lo desee... ¿Ya...? Pues comencemos.
Y comenzamos, en efecto. Primero
que todo, quise enterarme de la correspondencia oficial recibida, puesto que yo
debía estar bien informado de la remitida.
-¿Las notas dice usted? Con mucho
gusto. Aquí están.
Y fue a poner la mano sobre un gran
barril abierto, en un rincón del despacho.
Francamente, aunque esperaba mucho
de aquel funcionario, no creí nunca hallar pliegos con membrete real
amontonados en el fondo de un barril...
-Aquí está -repitió siempre con la
mano en el borde, y mirándome con la misma plácida sonrisa.
Me acerqué, pues, y miré. Todo el
barril, y era inmenso, estaba efectivamente lleno de notas; pero todas sin
abrir. ¿Creerá usted? Todas tenían su respectivo sobre intacto, hacinadas como
diarios viejos con faja aún. Y el hombre tan tranquilo. No sólo no había
contestado una sola comunicación, lo que ya sabía yo; pero ni aun había tenido
a bien leerlas...
No pude menos de mirarlo un
momento. El hizo lo mismo, con una sonrisa de criatura cogida en un desliz,
pero del que tal vez se enorgullece. Al fin se echó a reír y me cogió de un brazo.
-Escúcheme me dijo. Sentémonos, y hablaremos. ¡Es tan agradable hallar una
sorpresa como la suya, después de dos años de aislamiento! ¡Esas notas...!
¿Quiere usted, francamente, conservar por el resto de su vida la conciencia
tranquila y menos congestionado su hígado?, se le ve en la cara en seguida...
¿Sí? Pues no conteste usted jamás una nota. Ni una sola siquiera. No cree, es
claro... ¡Es tan fuerte el prejuicio, señor mío! ¿Y sabe usted de qué proviene?
Proviene sencillamente de creer, como en la Biblia, que la administración de
una nación es una máquina con engranajes, poleas y correas, todo tan
íntimamente ligado, que la detención o el simple tropiezo de una minúscula
rueda dentada es capaz de detener todo el maravilloso mecanismo. ¡Error, profundo
error! Entre la augusta mano que firma Yb y la de un carabinero que debe poner
todos sus ínfimos títulos para que se sepa que existe, hay una porción de
manos que podrían abandonar sus barras sin que por ello el buque pierda el
rumbo. La maquinaria es maravillosa, y cada hombre es una rueda dentada, en
efecto. Pero las tres cuartas partes de ellas son poleas locas, ni más ni
menos. Giran también, y parecen solidarias del gran juego administrativo; pero
en verdad dan vueltas en el aire, y podrían detenerse algunas centenas de
ellas sin trastorno alguno. No, créame usted a mí, que he estudiado el asunto
todo el tiempo libre que me dejaba la digestión de mi chocolate... No hay tal
engranaje continuo y solidario desde el carabinero a su majestad el rey. Es
ello una de las tantas cosas que en el fondo solemos y simulamos ignorar...
¿No? Pues aquí tiene usted un caso flagrante... Usted ha visto la isla, la cara
de sus habitantes, bastantes más gordos que yo; ha visto al señor gobernador
general; ha atravesado el mundo, y viene de España. Ahora bien: ¿Ha visto usted
señales de trastorno en parte alguna? ¿Ha notado usted algún balanceo
peligroso en la nave del Estado? ¿Cree usted sinceramente que la marcha de la Administración Nacional
se ha entorpecido, en la cantidad de un pelo entre dos dientes de engranaje,
porque yo haya tenido a bien sistemáticamente, no abrir nota alguna? Me
destituyen, y usted me reemplaza, y aprenderá a hacer buen chocolate... Esto es
el. trastorno... ¿No cree usted?
Y el hombre, siempre con la rodilla
entre las manos, me miraba con sus azules ojos de pájaro complaciente, muy
satisfecho, al parecer, de que a él lo destituyeran y de que yo lo reemplazara.
Precisa que yo le diga a usted,
ahora que conoce mi propia historia de cuando fui encargado escolar, que aquel
diablo de muchacho tenía una seducción de todos los demonios. No sé si era lo
que se llama un hombre equilibrado; pero su filosofía pagana, sin pizca de
acritud, tentaba fabulosamente, y no pasó rato sin que simpatizáramos del
todo.
Procedía, sin embargo, no dejarme
embriagar.
-Es menester -le dije
formalizándome un tanto- que yo abra esa correspon-dencia.
Pero mi muchacho me detuvo del
brazo, mirándome atónito:
-¿Pero está usted loco? -exclamó-.
¿Sabe usted lo que va a encontrar allí? ¡No sea criatura, por Dios! Queme todo
eso, con barril y todo, y pincelo a la playa...
Sacudí la cabeza y metí la mano en
el baúl. Mi hombre se encogió entonces de hombros y se echó de nuevo en su
sillón, con la rodilla muy alta
entre las manos. Me miraba hacer de
reojo, moviendo la cabeza y sonriendo al final de cada comunicación.
¿Usted supone, no, lo que dirían
las últimas notas, dirigidas a un empleado que desde hacía dos años se libraba
muy bien de contestar a una sola?
Eran simplemente cosas para hacer ruborizar, aun en un cuarto
oscuro,
al funcionario de menos
vergüenza... Y yo debía cargar con todo eso, y contestar una por una a todas.
-¡Ya se lo había yo prevenido! -me
decía mi muchacho con voz compasiva- Va usted a sudar mucho más cuando deba
contestar... Siga mi consejo, que aún es tiempo: haga un judas con barril y
notas, y se sentirá feliz.
¡Estaba bien divertido! Y mientras
yo continuaba leyendo, mi hombre, con su calva luciente, su aureola de pelo
rizado y su guardapolvo de brin de hilo, proseguía balanceándose, muy
satisfecho de la norma a que había logrado ajustar su vida.
Yo transpiraba copiosamente, pues
cada nueva nota era una nueva bofetada, y concluí por sentir debilidad.
-¡Ah, ah! -se levantó. ¿Se halla
cansado ya? ¿Desea tomar algo? ¿Quiere probar mi chocolate? Vale la pena, ya le
dije...
Y a pesar de mi gesto desabrido,
pidió el chocolate y lo probé. En efecto, era detestable; pero el hombre quedó
muy contento.
-¿Vio usted? No se puede tomar. ¿A
qué atribuir esto? No descansaré hasta saberlo... Me alegro de que no haya
podido tomarlo, pues así cenaremos temprano. Yo lo hago siempre con luz de día
aún... Muy bien; comeremos de aquí a una hora, y mañana proseguiremos con las
notas y demás... Yo estaba cansado, bien cansado. Me di un hermosísimo baño,
pues mi joven amigo tenía una instalación portentosa de confort en esto. Cenamos,
y un rato después mi huésped me acompañó hasta mi cuarto.
-Veo que es usted hombre precavido
-me dijo al verme retirar un mosquitero de la maleta- Sin este
chisme, no podría usted dormir. Sol amente
yo no lo uso aquí.
-¿No le pican los mosquitos? -le
pregunté, extrañado a medias solamente.
¿Usted cree? -me respondió riendo y
llevándose la mano a su calva frente. Muchísimo... Pero no puedo soportar
eso... ¿No ha oído hablar usted de personas que se ahogan dentro de
mosquiteros? Es una tontería, si usted quiere, una neurosis inocente, pero se
sufre en realidad. Venga usted a ver mi mosquitero.
Fuimos hasta su cuarto o, mejor
dicho, hasta la puerta de su cuarto. Mi amigo levantó la lámpara hasta los
ojos, y miré. Pues bien: toda la altura y la anchura de la puerta estaba
cerrada por una verdadera red de telarañas, una selva inextricable de
telarañas donde no cabía la cabeza de un
fósforo sin hacer temblar todo el
telón. Y tan lleno de polvo, que parecía un muro. Por lo que pude comprender,
más que ver, la red se internaba en el cuarto, sabe Dios hasta dónde.
-¿Y usted duerme aquí? -le pregunté
mirándolo un largo momento.
-Sí -me respondió con infantil
orgullo. Jamás entra un mosquito. Ni ha entrado ni creo que entre jamás.
-Pero usted ¿por dónde entra? -le
pregunté muy preocupado.
-¿Yo, por dónde entro? -respondió.
Y agachándose, me señaló con la punta del dedo:
-Por aquí. Haciéndolo con cuidado,
y en cuatro patas, la cosa no tiene mayor dificultad... Ni mosquitos ni
murciélagos... ¿Polvo? No creo que pase; aquí tiene la prueba... Adentro
está muy despejado... y limpio, crea usted. ¿Ahogarme?... No, lo que ahoga es
lo artificial, el mosquitero a cincuenta centímetros de la boca... ¿Se ahoga
usted dentro de una habitación cerrada por el frío? Y hay -concluyó con la
mirada soñadora- una especie de descanso primitivo en este sueño defendido por
millones de arañas que velan celosamente la quietud de uno... ¿No lo cree usted
así? No me mire con esos ojos... ¡Buenas noches, señor gobernador!, concluyó
riendo y sacudiéndose ambas manos.
A la mañana siguiente, muy temprano,
pues éramos uno y otro muy madrugadores, proseguimos nuestra tarea. En verdad,
no faltaba sino recibirme de los libros de cuentas, fuera de insignificancias
de menor cuantía.
¡Es cierto! -me respondió. Existen
también los libros de cuentas... Hay, creo yo, mucho que pensar sobre eso...
Pero lo haré después, con tiempo. En un instante lo arreglaremos. ¡Urquijo!
Hágame el favor de traer los libros de cuentas. Verá usted que en un momento...
No hay nada anotado, como usted comprenderá; pero en un instante... Bien,
Urquijo; siéntese usted ahí; vamos a poner los libros en forma. Comience
usted.
El secretario, a quien había
entrevisto apenas la tarde anterior, era un sujeto de edad, muy bajo y muy
flaco, huraño, silencioso y de mirar desconfiado. Tenía la cara rojiza y
lustrosa, dando la sensación de que no se lavaba nunca. Simple apariencia,
desde luego, pues su vieja ropa negra no tenía una sola mancha. Su cuello de
celuloide era tan grande, que dentro de él cabían dos pescuezos como el suyo.
Tipo reconcentrado y de mirar desconfiado como nadie.
Y comenzó el arreglo de cuentas más
original que haya visto en mi vida. Mi amigo se sentó enfrente del secretario y
no apartó un instante la vista de los libros mientras duró la operación. El
secretario recorría recibos, facturas y operaba en voz alta:
-Veinticinco meses de sueldos al
guardafaro, a tanto por mes, es tanto y tanto...
Y multiplicaba al margen de un
papel.
Su jefe seguía los números en línea
quebrada, sin pestañear. Hasta que, por fin, extendió el brazo:
-No, no, Urquijo... Eso no me
gusta. Ponga: un mes de sueldo al guardafaro, a tanto por mes, es tanto y
tanto. Segundo mes de sueldo al guardafaro, a tanto por mes, es tanto y tanto;
tercer mes de sueldo... Siga así, y sume. Así entiendo claro.
Y volviéndose a mí:
-Hay yo no sé qué cosa de brujería
y sofisma en las matemáticas, que me da escalofríos... ¿Creerá usted que jamás
he llegado a comprender la multiplicación? Me pierdo en seguida... Me resultan
diabólicos esos números sin ton ni son que se van disparando todos hacia la izquierda... Sume ,
Urquijo.
El secretario, serio y sin levantar
los ojos, como si fuera aquello muy natural, sumaba en voz alta, y mi amigo
golpeaba entonces ambas manos sobre la mesa:
-Ahora sí -decía; esto es bien
claro.
Pero a una nueva partida de gastos,
el secretario se olvidaba, y recomenzaba:
-Veinticinco meses de provisión de
leña, a tanto por mes, es tanto y tanto...
-¡No, no! ¡Por favor, Urquijo!
Ponga: un mes de provisión de leña, a tanto por mes, es tanto y tanto...;
segundo mes de provisión de leña..., etcétera. Sume después.
Y así continuó el arreglo de
libros, ambos con demoníaca paciencia, el secretario, olvidándose siempre y
empeñado en multipli-car al margen del papel y su jefe deteniéndolo con la mano
para ir a una cuenta clara y sobre todo honesta.
-Aquí tiene usted sus libros en
forma -me dijo mi hombre al final de cuatro largas horas, pero sonriendo
siempre con sus grandes ojos de pájaro inocente.
Nada más me queda por decirle.
Permanecí nueve meses escasos allá, pues mi hígado me llevó otra vez a España.
Más tarde, mucho después, vine aquí, como contador de una empresa... El resto
ya lo sabe. En cuanto a aquel singular muchacho, nunca he vuelto a saber nada
de él... Supongo que habrá solucionado al fin el misterio de por qué su
chocolate, hecho con elementos de primera, había salido tan malo...
Y en cuanto a la influencia del
personaje... ya sabe mi actuación de encargado escolar... Jamás, entre
paréntesis, marcharon mejor los asuntos de la escuela... Créame :
las tres cuartas partes de las ideas del peregrino mozo son ciertas... Incluso
las matemáticas...
Yo agrego ahora: las matemáticas,
no sé; pero en el resto -Dios me perdone- le sobraba razón. Así, al parecer, lo
comprendió también la Administración, rehusando admitirme en el manejo de su
delicado mecanismo.
1.044. Quiroga (Horacio)
No hay comentarios:
Publicar un comentario