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martes, 6 de agosto de 2013

Los cascarudos

Hasta el día fatal en que intervino el naturalista, la quinta de mon­sieur Robin era un prodigio de corrección. Había allí plantaciones de yer­ba mate que, si bien de edad temprana aún, admiraban al discreto visitan­te con la promesa de magníficas rentas. Luego, viveros de cafetos -costo­so ensayo en la región, de chirimoyas y heveas .
Pero lo admirable de la quinta era su bananal. Monsieur Robin, con arreglo al sistema de cultivo practicado en Cuba, no permitía más de tres vástagos a cada banano pues sabido es que esta planta, abandonada a sí misma se torna en un macizo de diez, quince y más pies. De ahí empobreci­miento de la tierra, exceso de sombra, y lógica degeneración del fruto. Mas los nativos del país jamás han aclarado sus macizos de bananos, considerando que si la planta tiende a rodearse de hijos, hay para ello cau­sas muy superiores a las de su agronomía. Monsieur Robín entendía lo mis­mo y aun más sumisamente, puesto que apenas la planta original echaba de su pie dos vástagos, aprontaba pozos para los nuevos bananitos a venir que, tronchados del pie madre, crearían a su vez nueva familia.
De este modo, mientras el bananal de los indígenas, a semejanza de las madres muy fecundas cuya descendencia es al final raquítica, producía mezquinas vainas sin jugo, las cortas y bien nutridas familias de monsieur Robín se doblaban al peso de magníficos cachos.
Pero tal glorioso estado de cosas no se obtiene sino a expensas de mu­cho sudor y de muchas limas gastadas en afilar palas y azadas.
Monsieur Robín, habiendo llegado a inculcar a cinco peones del país la necesidad de todo esto, creyó haber hecho obra de bien, aparte de los tres o cuatro mil cachos que desde noviembre a mayo bajaban a Posadas.
Así, el destino de monsieur Robín, de sus bananos y sus cinco peones parecía asegurado, cuando llegó a Misiones el sabio naturalista Fritz Fran­ke, entomólogo distinguidísimo, y adjunto al Museo de Historia Natural de París. Era un muchacho rubio, muy alto, muy flaco, con lentes de mio­pe allá arriba, y enormes botines en los pies. Llevaba pantalón corto, lo acompañaban su esposa y una setter con collar de plata.
Venía el joven sabio efusivamente recomendado a Monsieur Robín, y éste puso a su completa disposición la quinta del Yabebirí, con lo cual Fritz Franke pudo fácilmente completar en cuatro o cinco meses sus colecciones sudamericanas. Por lo demás, el capataz recibió de monsieur Robín especial recomendación de ayudar al distinguido huésped en cuanto fuere posible. Fue así como lo tuvimos entre nosotros. En un principio, los peones habían hallado ridículo sobre toda ponderación a aquel bebé de intermina­bles pantorrillas que se pasaba las horas en cuclillas revolviendo yuyos. Al­guna vez se detuvieron con la azada en la mano a contemplar aquella zon­císima manera de perder el tiempo. Veían al naturalista coger un bicharra­co, darle vueltas en todo sentido, para hundirlo, después de maduro exa­men, en el estuche de metal. Cuando el sabio se iba, los peones se acerca­ban, cogían un insecto semejante, y después de observarlo detenidamente a su vez, se miraban estupefactos.
Así, a los pocos días, uno de ellos se atrevió a ofrecer al naturalista un cascarudito que había hallado. El peón llevaba muchísima más sorna que cascarudito; pero el coleóptero resultó ser de una especie nueva, y herr Fran­ke, contento, gratificó al peón con cinco cartuchos 16. El peón se retiró, para volver al rato con sus compañeros.
-Entonces, che patrón..., ¿te gustan los bichitos? -interrogó. ¡Oh, sí! Tráiganme todos... Después, regalo.
-No, patrón; te lo vamos a hacer de balde. Don Robín nos dijo que te ayudáramos.
Este fue el principio de la catástrofe. Durante dos meses enteros, sin perder diez segundos en quitar el barro a una azada, los cinco peones se de­dicaron a cazar bichitos. Mariposas, hormigas, larvas, escarabajos esterco­leros, cantáridas de frutales, guitarreros 11 de palos podridos, cuanto insec­to vieron sus ojos, fue llevado al naturalista. Fue aquello un ir y venir cons­tante de la quinta al rancho. Franke, loco de gozo ante el ardor de aquellos entusiastas neófitos, prometía escopetas de uno, dos y tres tiros.
Pero los peones no necesitaban estímulo. No quedaba en la quinta tronco sin remover ni piedra que no dejara al descubierto el húmedo hue­co de su encaje. Aquello era, evidentemente, más divertido que carpir. Las cajas del naturalista prosperaron así de un modo asombroso, tanto que a fi­nes de enero dio el sabio por concluida su colección y regresó a Posadas.
-¿Y los peones?-le preguntó Monsieur Robín-. ¿No tuvo quejas de ellos?
-¡Oh, no! Muy buenos todos... Usted tiene muy buenos peones. Monsieur Robín creyó entonces deber ir hasta el Yabebirí a constatar aquella bondad. Halló a los peones como enloquecidos, en pleno furor de ca­zar bichitos. Pero lo que era antes glorioso vivero de cafetos y chirimoyas, de­saparecía ahora entre el monstruoso yuyo de un verano entero. Las plantitas, ahogadas por el vaho quemante de una sombra demasiado baja, habían per­dido o la vida o todo un año de avance. El bananal estaba convertido en un plantío salvaje, sucio de pajas, lianas y rebrotes de monte, dentro del cual los bananos asfixiados se agotaban en hijuelos raquíticos. Los cachos, sin fuerza para una plena fructificación, pendían con miserables bananitas, negruzcas. Esto era lo que quedaba a monsieur Robín de su quinta, casi experi­mental tres meses antes. Fastidiado hasta el infinito de la ciencia de su ilus­tre huésped que había enloquecido al personal, despidió a todos los peones. Pero la mala semilla estaba ya sembrada. A uno de nosotros tocóle en suerte, tiempo después, tomar dos peones que habían sido de la quinta de monsieur Robín. Encargóseles el arreglo urgente de un alambrado, par­tiendo los mozos con taladros, mechas, llave inglesa y demás. Pero a la me­dia hora estaba uno de vuelta, poseedor de un cascarudito que había halla­do. Se le agradeció el obsequio, y retornó a su alambre. Al cuarto de hora volvía el otro peón con otro cascarudito.
A pesar de la orden terminante de no prestar más atención a los in­sectos, por maravillosos que fueran, regresaron los dos media hora antes de lo debido, a mostrar a su patrón un bichito que jamás habían visto en San­ta Ana.
Por espacio de muchos meses la aventura se repitió en diversas gran­jas. Los peones aquellos, poseídos de verdadero frenesí entomológico, con­tagiaron a algún otro; y, aún hoy un patrón que se estime debe acordarse siempre al tomar un nuevo peón:
-Sobre todo, les prohíbo terminantemente que miren ningún bichito. Pero lo más horrible de todo es que los peones habían visto ellos mis­mos más de una vez comer alacranes al naturalista. Los sacaba de un tarro y los comía por las patitas...

1.044. Quiroga (Horacio)


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