Ninguna época de mayor alegría que la que nos proporcionó a María y a
mí, nuestra tía con su muerte.
Lucía volvía de Buenos Aires, donde había pasado tres meses. Esa
noche, cuando nos acostábamos, oímos que Lucía decía a mamá:
- ¡Qué extraño...! Tengo las cejas hinchadas.
Mamá examinó seguramente las cejas de nuestra tía, pues después de un
rato contestó:
-Es cierto... ¿No sientes nada?
-No... Sueño.
Al día siguiente, hacia las dos de la tarde, notamos de pronto fuerte
agitación en casa, puertas que se abrían y no se cerraban, diálogos cortados de
exclamaciones, y semblantes asustados. Lucía tenía viruela, y de cierta especie
hemorrágica que había adquirido en Buenos Aires.
Desde luego, a mi hermana y a mí nos entusiasmó el drama. Las
criaturas tienen casi siempre la desgracia de que las grandes cosas no pasen en
su casa.
¡Esta vez nuestra tía -¡casualmente nuestra tía!- enferma de viruela!
Yo, chico feliz, contaba ya en mi orgullo la amistad de un agente de policía, y
el contacto con un payaso que saltando las gradas había tomado asiento a mi
lado. Pero ahora el gran acontecimiento pasaba en nuestra propia casa; y al
comunicarlo al primer chico que se detuvo en la puerta de calle a mirar, había
ya en mis ojos la vanidad con que una criatura de riguroso luto pasa por
primera vez ante sus vecinillos atónitos y envidiosos.
Esa misma tarde salimos de casa, instalán-donos en la única que
pudimos hallar con tanta premura, una vieja quinta de los alrededores. Una
hermana de mamá, que había tenido viruela en su niñez, quedó al lado de Lucía.
Seguramente en los primeros días mamá pasó crueles angustias por sus
hijos que habían besado a la
virolenta. Pero en cambio nosotros, con-vertidos en furiosos
robinsones, no teníamos tiempo para acordarnos de nuestra tía. Hacía mucho
tiempo que la quinta dormía en su sombrío y húmedo sosiego. Naranjos
blanquecinos de diaspis; duraznos rajados en la horqueta; membrillos con
aspecto de mimbres; higueras rastreantes a fuerza de abandono, aquello daba, en
su tupida hojarasca que ahogaba los pasos, fuerte sensación de paraíso
terrenal.
Nosotros no éramos precisamente Adán y Eva; pero sí heroicos
robinsones, arrastrados a nuestro destino por una gran desgracia de familia: la
muerte de nuestra tía, acaecida cuatro días después de comenzar nuestra
exploración.
Pasábamos el día entero huroneando por la quinta, bien que las
higueras, demasiado tupidas al pie, nos inquietaran un poco. El pozo también suscitaba
nuestras preocupaciones geográficas. Era éste un viejo pozo inconcluso, cuyos
trabajos se habían detenido a los catorce metros sobre un fondo de piedra, y
que desaparecía ahora entre los culantrillos y doradillas de sus paredes. Era,
sin embargo, menester explorarlo, y por vía de avanzada logramos con infinitos
esfuerzos llevar hasta su borde una gran piedra. Como el pozo quedaba oculto
tras un macizo de cañas, nos fue permitida esta maniobra sin que mamá se
enterase. No obstante, María, cuya inspiración poética privó siempre en
nuestras empresas, obtuvo que aplazáramos el fenómeno hasta que una gran
lluvia, llenando a medias el pozo, nos proporcionara satisfacción artística a
la par que científica.
Pero lo que sobre todo atrajo nuestros asaltos diarios fue el
cañaveral.
Tardamos dos semanas enteras en explorar como era debido aquel
diluviano enredo de varas verdes, varas secas, varas verticales, varas
oblicuas, varas atravesadas, varas dobladas hacia tierra.
Las hojas secas, detenidas en su caída, entretejían el macizo, que
llenaba el aire de polvo y briznas al menor contacto.
Aclaramos el secreto, sin embargo, y sentados con mi hermana en la
sombría guarida de algún rincón, bien juntos y mudos en la semi-oscuridad,
gozamos horas enteras el orgullo de no sentir miedo.
Fue allí donde una tarde, avergonzados de nuestra poca iniciativa,
inventamos fumar. Mamá era viuda; con nosotros vivían habitualmente dos
hermanas suyas, y en aquellos momentos un hermano, precisamente el que había
venido con Lucía de Buenos Aires.
Este nuestro tío de veinte años, muy elegante y presumido, habíase
atribuido sobre nosotros dos cierta potestad que mamá, con el disgusto actual y
su falta de carácter, fomentaba.
María y yo, por de pronto, profesábamos cordialísima antipatía al
padrastrillo.
-Te aseguro -decía él a mamá, señalándonos con el mentón- que desearía
vivir siempre contigo para vigilar a tus hijos. Te van a dar mucho trabajo.
- ¡Déjalos! -respondía mamá, cansada.
Nosotros no decíamos nada; pero nos mirábamos por encima del plato.
A este severo personaje, pues, habíamos robado un paquete de
cigarrillos; y aunque nos tentaba iniciarnos súbitamente en la viril virtud,
esperamos el artefacto.
Este artefacto consistía en un pipa que yo había fabricado con un trozo
de caña, por depósito; una varilla de cortina, por boquilla; y por cemento,
masilla de un vidrio recién colocado. La pipa era perfecta: grande, liviana y
de varios colores.
En nuestra madriguera del cañaveral cargámosla María y yo con
religiosa y firme unción. Cinco cigarrillos dejaron su tabaco adentro, y
sentándonos entonces con las rodillas altas encendí la pipa y aspiré. María,
que devoraba mi acto con los ojos, notó que los míos se cubrían de lágrimas:
jamás se ha visto ni verá cosa más abominable. Deglutí, sin embargo,
valerosamente la nauseosa saliva.
- ¿Rico? -me preguntó María ansiosa, tendiendo la mano.
-Rico -le contesté pasándole la horrible máquina.
María chupó, y con más fuerza aún. Yo, que la observaba atentamente,
noté a mi vez sus lágrimas y el movimiento simultáneo de labios, lengua y
garganta, rechazando aquello. Su valor fue mayor que el mío.
-Es rico -dijo con los ojos llorosos y haciendo casi un puchero. Y se
llevó heroicamente otra vez a la boca la varilla de bronce.
Era inminente salvarla. El orgullo, sólo él, la precipitaba de nuevo a
aquel infernal humo con gusto a sal de Chantaud, el mismo orgullo que me había
hecho alabarle la nauseabunda fogata.
-¡Psht! -dije bruscamente, prestando oído. Me parece la gargantilla
del otro día... Debe de tener nido aquí...
María se incorporó, dejando la pipa de lado; y con el oído atento y
los ojos escudriñantes, nos alejamos de allí, ansiosos aparentemente de ver al
animalito, pero en verdad asidos como moribundos a aquel honorable pretexto de
mi invención, para retirarnos prudentemente del tabaco sin que nuestro orgullo
sufriera.
Un mes más tarde volví a la pipa de caña, pero entonces con muy
distinto resultado.
Por alguna que otra travesura nuestra, el padrastrillo habíanos
levantado ya la voz mucho más duramente de lo que podíamos permitirle mi
hermana y yo. Nos quejamos a mamá.
-¡Bah!, no hagan caso -nos respondió mamá, sin oírnos casi-. Él es
así.
-¡Es que nos va a pegar un día! -gimoteó María.
-Si ustedes no le dan motivos, no. ¿Qué le han hecho? -añadió
dirigiéndose a mí.
-Nada, mamá... ¡Pero yo no quiero que me toque! -objeté a mi vez.
En este momento entró nuestro tío.
-¡Ah! Aquí está el buena pieza de tu Eduardo... ¡Te va a sacar canas
este hijo, ya verás!
-Se quejan de que quieres pegarles.
-¿Yo? -exclamó el padrastrillo midiéndome. No lo he pensado aún. Pero
en cuanto me faltes al respeto...
-Y harás bien -asintió mamá.
-¡Yo no quiero que me toque! -repetí enfurruñado y rojo-. ¡El no es
papá!
-Pero a falta de tu pobre padre, es tu tío. En fin, ¡déjenme
tranquila! - concluyó apartándonos.
Solos en el patio, María y yo nos miramos con altivo fuego en los
ojos.
-¡Nadie me va a pegar a mí! -asenté.
-¡No...Ni a mí tampoco! -apoyó ella, por la cuenta que le iba.
-¡Es un zonzo!
Y la inspiración vino bruscamente, y como siempre, a mi hermana, con
furibunda risa y marcha triunfal:
-¡Tío Alfonso... es un zonzo! ¡Tío Alfonso... es un zonzo!
Cuando un rato después tropecé con el padrastrillo, me pareció, por su
mirada, que nos había oído. Pero ya habíamos planteado la historia del Cigarro
Pateador, pero ya epíteto este a la mayor gloria de la mula Maud.
El cigarro pateador consistió, en sus líneas elementales, en un cohete
que rodeado de papel de fumar fue colocado en el atado de cigarrillos que tío
Alfonso tenía siempre en su velador, usando de ellos a la siesta.
Un extremo había sido cortado a fin de que el cigarro no afectara
excesivamente al fumador. Con el violento chorro de chispas había bastante, y
en su total, todo el éxito estribaba en que nuestro tío, adormilado, no se
diera cuenta de la singular rigidez de su cigarrillo.
Las cosas se precipitan a veces de tal modo, que no hay tiempo ni
aliento para contarlas. Sólo sé que el padrastrillo salió como una bomba de su
cuarto, encontrando a mamá en el comedor.
-¡Ah, estás acá! ¿Sabes lo que han hecho? ¡Te juro que esta vez se van
a acordar de mí!
-¡Alfonso!
-¿Qué? ¡No faltaba más que tú también...! ¡Si no sabes educar a tus
hijos, yo lo voy a hacer!
Al oír la voz furiosa del tío, yo, que me ocupaba inocentemente con mi
hermana en hacer rayitas en el brocal del aljibe, evolucioné hasta entrar por
la segunda puerta en el comedor, y colocarme detrás de mamá. El padrastrillo me
vio entonces y se lanzó sobre mí.
-¡Yo no hice nada! -grité.
-¡Espérate! -rugió mi tío, corriendo tras de mí alrededor de la mesa.
-¡Alfonso, déjalo!
-¡Después te lo dejaré!
-¡Yo no quiero que me toque!
-¡Vamos, Alfonso! ¡Pareces una criatura!
Esto era lo último que se podía decir al padrastrillo. Lanzó un
juramento y sus piernas en mi persecución con tal velocidad, que estuvo a punto
de alcanzarme. Pero en ese instante yo salía como de una honda por la puerta
abierta, y disparaba hacia la quinta, con mi tío detrás.
En cinco segundos pasamos como una exhalación por los durazneros, los
naranjos y los perales, y fue en este momento cuando la idea del pozo, y su
piedra, surgió terriblemente nítida.
-¡No quiero que me toque! -grité aún.
-¡Espérate!
En ese instante llegamos al cañaveral.
-¡Me voy a tirar al pozo! -aullé para que mamá me oyera.
-¡Yo soy el que te va a tirar!
Bruscamente desaparecí a sus ojos tras las cañas; corriendo siempre,
di un empujón a la piedra exploradora que esperaba una lluvia, y salté de
costado, hundiéndome bajo la hojarasca.
Tío desembocó enseguida, a tiempo que dejando de verme, sentía allá en
el fondo del pozo el abominable zumbido de un cuerpo que se aplastaba.
El padrastrillo se detuvo, totalmente lívido; volvió a todas partes
sus ojos dilatados, y se aproximó al pozo.
Trató de mirar adentro, pero los culantrillos se lo impidieron.
Entonces pareció reflexionar, y después de una lenta mirada al pozo y sus
alrededores, comenzó a buscarme.
Como desgraciadamente para el caso, hacía poco tiempo que el tío Alfonso
cesara a su vez de esconderse para evitar el cuerpo a cuerpo con sus padres,
conservaba aún muy frescas las estrategias subsecuentes, e hizo por mi persona
cuanto era posible hacer para hallarme.
Descubrió enseguida mi cubil, volviendo pertinazmente a él con
admirable olfato; pero aparte de que la hojarasca diluviana me ocultaba del
todo, el ruido de mi cuerpo estrellándose obsediaba a mi tío, que no buscaba
bien, en consecuencia.
Fue pues resuelto que yo yacía aplastado en el fondo del pozo, dando
entonces principio a lo que llamaríamos mi venganza póstuma. El caso era bien
claro. ¿Con qué cara mi tío contaría a mamá que yo me había suicidado para
evitar que él me pegara?
Pasaron diez minutos.
-¡Alfonso! -sonó de pronto la voz de mamá en el patio.
-¿Mercedes? -respondió aquél tras una brusca sacudida.
Seguramente mamá presintió algo, porque su voz sonó de nuevo,
alterada.
-¿Y Eduardo? ¿Dónde está? -agregó avanzando.
-¡Aquí, conmigo! -contestó riendo-. Ya hemos hecho las paces.
Como de lejos mamá no podía ver su palidez ni la ridícula mueca que él
pretendía ser beatífica sonrisa, todo fue bien.
-¿No le pegaste, no? -insistió aún mamá.
-No. ¡Si fue una broma!
Mamá entró de nuevo. ¡Broma! Broma comenzaba a ser la mía para el
padrastrillo.
Celia, mi tía mayor, que había concluido de dormir la siesta, cruzó el
patio, y
Alfonso la llamó en silencio con la mano. Momentos
después Celia lanzaba un ¡oh! ahogado, llevándose las manos a la cabeza.
-¡Pero, cómo! ¡Qué horror! ¡Pobre, pobre Mercedes! ¡Qué golpe!
Era menester resolver algo antes que Mercedes se enterara. ¿Sacarme
con vida aún...? El pozo tenía catorce metros sobre piedra viva. Tal vez, quién
sabe...
Pero para ello sería preciso traer sogas, hombres; y Mercedes...
-¡Pobre, pobre madre! -repetía mi tía.
Justo es decir que para mí, el pequeño héroe, mártir de su dignidad
corporal, no hubo una sola lágrima. Mamá acaparaba todos los entusiasmos de
aquel dolor, sacrificándole ellos la remota probabilidad de vida que yo pudiera
aún conservar allá abajo. Lo cual, hiriendo mi doble vanidad de muerto y de
vivo, avivó mi sed de venganza.
Media hora después mamá volvió a preguntar por mí, respondiéndole
Celia con tan pobre diplomacia, que mamá tuvo enseguida la seguridad de una
catástrofe.
-¡Eduardo, mi hijo! -clamó arrancándose de las manos de su hermana que
pretendía sujetarla, y precipitándose a la quinta.
-¡Mercedes! ¡Te juro que no! ¡Ha salido!
-¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Alfonso!
Alfonso corrió a su encuentro, deteniéndola al ver que se dirigía al
pozo.
Mamá no pensaba en nada concreto; pero al ver el gesto horrorizado de
su hermano, recordó entonces mi exclamación de una hora antes, y lanzó un
espantoso alarido.
-¡Ay! ¡Mi hijo! ¡Se ha matado! ¡Déjame, déjenme! ¡Mi hijo, Alfonso!
¡Me lo has muerto!
Se llevaron a mamá sin sentido. No me había conmovido en lo más mínimo
la desesperación de mamá, puesto que yo -motivo de aquella- estaba en verdad
vivo y bien vivo, jugando simplemente en mis ocho años con la emoción, a manera
de los grandes que usan de las sorpresas semitrágicas: ¡el gusto que va a tener
cuando me vea!
Entretanto, gozaba yo íntimo deleite con el fracaso del padrastrillo.
-¡Hum...! ¡Pegarme! -rezongaba yo, aún bajo la hojarasca. Levantándome
entonces con cautela, sentéme en cuclillas en mi cubil y recogí la famosa pipa
bien guardada entre el follaje. Aquél era el momento de dedicar toda mi
seriedad a agotar la pipa.
El humo de aquel tabaco humedecido, seco, vuelto a humedecer y resecar
infinitas veces, tenía en aquel momento un gusto a cumbarí, solución Coirre y
sulfato de soda, mucho más ventajoso que la primera vez. Emprendí, sin embargo,
la tarea que sabía dura, con el caño contraído y los dientes crispados sobre la
boquilla.
Fumé, quiero creer que cuarta pipa. Sólo recuerdo que al final el
cañaveral se puso completamente azul y comenzó a danzar a dos dedos de mis
ojos. Dos o tres martillos de cada lado de la cabeza comenzaron a destrozarme
las sienes, mientras el estómago, instalado en plena boca, aspiraba él mismo
directamente las últimas bocanadas de humo.
...
Volví en mí cuando me llevaban en brazos a casa. A pesar de lo
horriblemente enfermo que me encontraba, tuve el tacto de continuar dormido,
por lo que pudiera pasar. Sentí los brazos delirantes de mamá sacudiéndome.
-¡Mi hijo querido! ¡Eduardo, mi hijo! ¡Ah, Alfonso, nunca te perdonaré
el dolor que me has causado!
-¡Pero, vamos! -decíale mi tía mayor-. ¡No seas loca, Mercedes! ¡Ya
ves que no tiene nada!
-¡Ah! -repuso mamá llevándose las manos al corazón en un inmenso suspiro-.
¡Sí, ya pasó...! Pero dime, Alfonso, ¿cómo pudo no haberse hecho nada? ¡Ese
pozo, Dios mío...!
El padrastrillo, quebrantado a su vez, habló vagamente de
desmoronamiento, tierra blanda, prefiriendo dejar para un momento de mayor
calma la solución verdadera, mientras la pobre mamá no se percataba de la
horrible infección de tabaco que exhalaba su suicida.
Abrí al fin los ojos, me sonreí, y volví a dormirme, esta vez honrada
y profundamente.
Tarde ya, el tío Alfonso me despertó.
-¿Qué merecerías que te hiciera? -me dijo con sibilante rencor-. ¡Lo
que es mañana, le cuento todo a tu madre, y ya verás lo que son gracias!
Yo veía aún bastante mal, las cosas bailaban un poco, y el estómago
continuaba todavía adherido a la garganta.
Sin embargo, le respondí:
-¡Si le cuentas algo a mamá, lo que es esta vez te juro que me tiro!
Los ojos de un joven suicida que fumó heroicamente su pipa, ¿expresan
acaso desesperado valor?
Es posible que sí. De todos modos el padrastrillo, después de mirarme
fijamente, se encogió de hombros, levantando hasta mi cuello la sábana un poco
caída.
-Me parece que mejor haría en ser amigo de este microbio -murmuró.
-Creo lo mismo -le respondí.
Y me dormí.
Cuentos de amor, de locura y de muerte
1.044. Quiroga (Horacio)
No hay comentarios:
Publicar un comentario