Érase un acreditado
comerciante que vivía con su mujer y poseía grandes riquezas. Sin embargo, el
matrimonio no era feliz porque no tenía hijos, cosa que deseaban ambos
ardientemente, y para ello pedían a Dios todos los días que les concediese la
gracia de tener un niño que los hiciese muy dichosos, los sostuviera en la
vejez y heredase sus bienes y rezase por sus almas después de muertos.
Para agradar a Dios
ayudaban a los pobres y desvalidos dándoles limosnas, comida y albergue; además
de esto, idearon construir un gran puente a través de una laguna pantanosa
próxima al pueblo, para que todas las gentes pudiesen servirse de él y
evitarles tener que dar un gran rodeo. El puente costaba mucho dinero; pero a
pesar de ello el comerciante llevó a cabo su proyecto y lo concluyó, en su afán
de hacer bien a sus semejantes.
Una vez el puente
terminado, dijo a su mayordomo Fedor:
-Ve a sentarte debajo del
puente, y escucha bien lo que la gente dice de mí.
Fedor se fue, se sentó
debajo del puente y se puso a escuchar. Pasaban por el puente tres virtuosos
ancianos hablando entre sí, y decían:
-¿Con qué recompensaríamos
al hombre que ha mandado construir este puente? Le daremos un hijo que tenga la
virtud de que todo lo que diga se cumpla y todo lo que le pida a Dios le sea
concedido.
El mayordomo, después de
haber oído estas palabras, volvió a casa.
-¿Qué dice la gente,
Fedor? -le preguntó el comerciante.
-Dicen cosas muy diversas:
según unos, haz hecho una obra de caridad construyendo el puente, y según
otros, lo has hecho sólo por vanagloria.
Aquel mismo año la mujer
del comerciante dio a luz un hijo, al que bautizaron y pusieron en la cuna. El mayordomo,
envidioso de la felicidad ajena y deseoso del mal de su amo, a media noche,
cuando todos los de la casa dormían profundamente, cogió un pichón, lo mató,
manchó con la sangre la cama, los brazos y la cara de la madre, y robó al niño,
dándolo a criar a una mujer de un pueblo lejano.
Por la mañana los padres
se despertaron y notaron que su hijo había desaparecido; por más que lo
buscaron por todas partes no pudieron encontrarlo. Entonces el astuto mayordomo
señaló a la madre como culpable de la desaparición.
-¡Se lo ha comido su misma
madre! -dijo-. Mira, todavía tiene los brazos y los labios manchados de sangre.
Encolerizado el
comerciante, hizo encarcelar a su mujer sin hacer caso de sus protestas de
inocencia.
Así transcurrieron algunos
años, y entretanto el niño creció y empezó a correr y a hablar. Fedor se
despidió del comerciante, se estableció en un pueblo a la orilla del mar y se
llevó al niño a su casa.
Aprovechándose del don
divino del niño, le mandaba realizar todos sus caprichos diciéndole:
-Di que quieres esto y lo
otro y lo de más allá.
Y apenas el niño
pronunciaba su deseo, éste se realizaba al instante.
Al fin un día le dijo:
-Mira, niño, pide a Dios
que aparezca aquí un nuevo reino, que desde esta casa hasta el palacio del zar
se forme sobre el mar un puente todo de cristal de roca y que la hija del zar
se case conmigo.
El niño pidió a Dios lo
que Fedor le decía, y en seguida, de una orilla a otra del mar, se extendió un
maravilloso puente, todo él de cristal de roca, y apareció una espléndida
población con suntuosos palacios de mármol, innumerables iglesias y altos
castillos para el zar y su familia.
Al día siguiente, al
despertarse el zar, miró por la ventana, y viendo el puente de cristal,
preguntó:
-¿Quién ha construido tal
maravilla?
Los cortesanos se
enteraron y anunciaron al zar que había sido Fedor.
-Si Fedor es tan hábil
-dijo el zar-, le daré por esposa a mi hija.
Con gran rapidez se
hicieron todos los preparativos para la boda y casaron a Fedor con la hermosa
hija del zar. Una vez instalado Fedor en el palacio del zar, empezó a maltratar
al niño; lo hizo criado suyo, lo reñía y pegaba a cada paso, y muchas veces lo
dejaba sin comer.
Una noche hablaba Fedor
con su mujer, que estaba ya acostada, y el niño, escondido en un rincón oscuro,
lloraba silenciosamente con desconsuelo; la hija del zar preguntó a Fedor cuál
era la causa de su don maravilloso.
-Si antes sólo eras un
pobre mayordomo, ¿cómo conseguiste tantas riquezas? ¿Cómo pudiste en una noche
hacer el puente de cristal?
-Todas mis riquezas y mi
poder mágico -contestó Fedor- las he obtenido de ese niño que habrás visto
siempre conmigo, y que le robé a su padre, mi antiguo amo.
-Cuéntame cómo -dijo la
hija del zar.
-Estaba yo de mayordomo en
casa de un rico comerciante al que Dios había prometido que tendría un hijo
dotado de tal virtud que todo lo que dijera se realizaría y todo lo que pidiese
a Dios le sería dado. Por eso, apenas nació el niño yo lo robé, y para que no
se sospechase de mí acusé a la madre diciendo a todos que se había comido a su
propio hijo.
El niño, después de haber
oído estas palabras, salió de su escondite y dijo a Fedor:
-¡Bribón! ¡Por mi súplica
y por voluntad de Dios, transfórmate en perro!
Y apenas pronunció estas
palabras, Fedor se transformó en perro. El niño, atándole al cuello una cadena
de hierro, se fue con él a casa de su padre.
Una vez allí dijo al
comerciante:
-¿Quieres hacerme el favor
de darme unas ascuas?
-¿Para qué las necesitas?
-Porque tengo que dar de
comer al perro.
-¿Qué dices, niño? -le
contestó el comerciante. ¿Dónde has visto tú que los perros se alimenten con
brasas?
-¿Y dónde has visto tú que
una madre se pueda comer a su hijo? Has de saber que soy tu hijo y que este
perro es tu infame mayordomo Fedor, que me robó de tu casa y acusó falsamente a
mi madre.
El comerciante quiso
conocer todos los detalles, y ya seguro de la inocencia de su mujer, hizo que
la pusieran en libertad. Luego se fueron todos a vivir al nuevo reino que había
aparecido en la orilla del mar por el deseo del niño.
La hija del zar volvió a
vivir en el palacio de su padre y Fedor se quedó en miserable perro hasta su
muerte.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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