A la pareja, que furtivamente se
veía en el Retiro, les servía el árbol rosa de punto de cita. «Ya sabes, en el
árbol...»
Hubiesen podido encontrarse en
cualquiera otra parte que no fuese aquel ramillete florido resaltando sobre el
fondo verde del arbolado restante con viva nota de color. Sólo que el árbol
rosa tenía un encanto de juventud y les parecía a ellos el blasón de aquel
cariño nacido en la calle y que cada día los subyugaba con mayor fuerza.
Él, mozo de veinticinco, había
venido a Madrid a negocios, según decía, y a los dos días de su llegada, ante
un escaparate de joyero, cruzó la primera mirada significativa con Milagros
Alcocer, que, después de oída misa en San José, daba su paseíllo de las
mañanas, curioseando las tiendas y oyendo a su paso simplezas, como las oye
toda muchacha no mal parecida que azota las calles. El que la mañana aquella
dio en seguir a Milagros a cierta distancia, y al verla detenerse ante el
escaparate se detuvo también en la acera, nada le dijo. Mudo y reconcentrado,
la miró ardientemente, con una especie de fuerza magnética en los negros ojos
pestañudos. Y cuando ella emprendió el camino de su casa, él echó detrás, como
si hiciese la cosa más natural del mundo, y hasta emparejó con ella,
murmurando:
-No se asuste... Sentiría
molestar... ¿Por qué no se para un momento, y hablaríamos?
Ella apretó el paso, y no hubo más
aquel día. Al otro, desde el momento en que Milagros puso el pie en la calle,
vio a su perseguidor, sonriente, y vestido con más esmero y pulcritud que la
víspera. Se acercó sin cortedad, y como si estuviese seguro de su aquiescencia,
la acompañó. Milagros sentía un aturdido entorpecimiento de la voluntad: sin
embargo, recobró cierta lucidez, y murmuró bajo y con angustia:
-Haga usted el favor de no venir a
mi lado. Puede vernos mi padre, mi hermano, una amiga. Sería un conflicto. ¡No
lo quiero ni pensar!
-Pues ¿dónde la espero? ¿Diga?
¿Dónde?
Ella titubeó. Estuvo a pique de
contestar: «En ninguna parte.» El corazón le saltaba. Al fin se resolvió, y
susurró bajo, con ansiedad:
-En el Retiro... A mano izquierda,
hay un árbol todo color de rosa..., todo, todo... Como un ramillete... Allí...
Y echó a andar, casi corriendo,
hacia la calle de Alcalá. Él, discretamente, se quedó rezagado; al fin tomó la
misma dirección. Cuando llegó al árbol no vio, al pronto, a la mujer. No tardó
en aparecerse: se había alzado de un banco, y venía sofocada por la emoción. Se
explicaron en minutos, con precipitada alegría. Él la había querido al mismo
punto de verla. Ella, por su parte, no sabía lo que le había pasado; pero
comprendía ahora que le había pasado dos cuartos de lo mismo. ¡Cosa rarísima!
Ella jamás soñó en novio, jamás se le importó por nadie... Su padre era
empleado; su madre había muerto, y ella disfrutaba de bastante libertad; pero
no hacía jamás de esa libertad uso para ningún enredo, y por primera vez
tendría que ocultar en su casa algo. Él, apasionadamente, la tranquilizó. ¿Qué
hacía de malo, vamos a ver? Seguía los impulsos de su corazón, y eso es la cosa
más natural del mundo. Hombres y mujeres han de atraerse mutuamente por ley
ineludible, y eso es lo más hermoso de la vida. ¡Buenos estaríamos si no
existiese el amor! ¡Cómo sería este parque si le faltase su árbol rosa!
Hablaba con persuasión y energía, y
de un modo pintoresco, como quien conoce la vida o pretende dominarla, y
estrechaba las manos de Milagros, comunicándole el calor y el deseo de las
suyas. La señorita advertía la sensación del que resbala en una pendiente
húmeda que conduce a un pozo profundo. La razón, casi extinguida, lanzaba, sin
embargo, alguna chispa de luz. ¿Quién era aquel sujeto que así se apoderaba de
ella? ¿De dónde procedía, en qué se ocupaba; era, por lo menos, un hombre
bueno, honrado? Cuando descubrieron un banco en un solitario rincón, Milagros
abrumó a preguntas al acompañante, sin reflexionar cuán fácil era decir una
cosa por otra. El tono en que respondía al interrogatorio le pareció, no
obstante, sincero. Confesó su pasado; nombre, Raimundo Corts: humilde obrero al
principio, después, por su fuerza de voluntad y sus conocimientos, encargado de
una fábrica de tejidos en Lérida; ¡mucho trabajo, no poca ganancia! «Sin
embargo -advirtió-, si quisiese comprarle a usted- no habían empezado aún a
tutearse -una de esas joyas que miraba ayer en el escaparate no podría. Y hay
gente que sin trabajar puede regalar joyas, como esa, o mejores. Injusticias, ¿no l'sembla?»
No estaba ella, ciertamente, para
perderse en disquisiciones sociológicas; y hablaron de su ternura naciente, y
convinieron en verse todos los días, sin falta, en el árbol rosa. A sitios más
ocultos y menos poéticos hubiese deseado él decidirla a ir; pero Milagros no
sabía ella misma que fuese tan capaz de resistir al impulso. «No -repetía-. Eso
no. Aquí me parece que no hago nada censurable. En otra parte... no. Eso no me
lo pidas.» La chispa que cruzaba por las pupilas del muchacho era expresiva;
para quien conociese el lenguaje del alma al través de los ojos, decía a voces:
«Tú transigirás, tú no tendrás remedio; me quieres demasiado para negarte mucho
tiempo ya.» A la vez, en la mente de ella, había otro cálculo; porque el amor
también calcula, como si fuese logrero o comerciante: «¿En qué ha de parar un
amor como el mío, sino en boda? Nos uniremos, nos iremos a Lérida, viviremos
felices. Pero hay que dar tiempo al tiempo..., y procurar que no se tuerza este
carro. Si procediese con ligereza, él mismo dejaría de estimarme.» Su honradez
de burguesa la amparaba, y el ataque y la defensa continuaban bajo la sombra
amiga del rosado árbol, todo él una llama dulce, bajo la caricia clara del sol
de primavera.
Un día, con extrañeza al pronto
-las cosas más usuales nos sorprenden, como si no las esperásemos, notó
Milagros que el árbol rosa se descoloraba un poco. Sus florecillas se
desprendían y empezaban a alfombrar el suelo. Tan sencillo suceso la oprimió el
corazón, como pudiera hacerlo una gran desgracia. Instintivamente, la suerte de
su amor le parecía ligada a la del árbol. Confirmando la supersticiosa
aprensión, aquel día mismo Raimundo se presentó mohíno y fosco, como el que
tiene que decir algo triste y rehuye la confesión de la verdad. En vez de
explicar las causas de su abatimiento, insistió en la acostumbrada porfía. ¿No
iban a verse nunca, nunca, en sitio más seguro y libre? ¿No era absurdo que no
conociesen más asilo que aquel árbol, como si Madrid no fuese una gran ciudad y
no se pudiese en ella vivir a gusto? Se negaba porque no le quería; se negaba
porque era una estatua de yeso... Entonces la señorita pareció recobrar valor,
decidirse. Se negaba porque siempre entendió que entre ellos se trataba de otra
cosa; de algo digno, de algo serio. ¿No lo creía él también? ¿O había querido
solamente distraerse, entretener unos días de viaje? Bajaba él la cabeza y
fruncía el ceño; su cara se volvía dura, y surcaba su frente juvenil, de lisa
piel, una arruga violenta. Al fin rompió en pocas y embarazosas palabras. Sí,
sin duda... Ella decía muy bien... sólo que no eran cosas del momento. Eran
para muy pensadas, para realizarlas sin precipitación. Él tenía pendientes
asuntos de suma importancia, cosas graves, que de la noche a la mañana no podía
abandonar, y que ignoraba él mismo hasta dónde le llevarían. ¿Quién sabe si
tendría que emigrar, que pasar al extranjero? Él no era como esos señores que
no se mueven de una oficina. Su vida, agitada, podría dar asunto a una
novela... Por eso debían disfrutar del momento feliz, debían reunirse donde
nadie les pudiese tasar la dicha...
-¿No?
-¡No! Eso nunca... ¡Nunca, Mundo de
mi alma!...
Él, cabizbajo, pálido, no replicó.
Cogió una diminuta rama del árbol rosa y la guardó en el bolsillo del chaleco.
Al despedirse se citaron para el día siguiente. «A la misma hora, ¿eh?»
Por el correo interior recibió
aquella noche Milagros una carta sucinta. Mundo tenía que irse; le avisaban, por medio de un
telegrama, de que urgía su presencia. Ya daría noticias. Y no las dio. La
señorita esperó, en balde, otra carta. Lloró bastante, hubo jaquecas y nervios;
pero experimentaba la impresión de haber evitado algún terrible peligro. ¿Cuál?
No lo podía definir. ¿No la quería aquel hombre? ¿Con qué objeto fingía? ¿Quién
era? Con suma habilidad, por medio de una amiga, logró informarse en Lérida, y
resultó que allí nadie conocía a tal Raimundo Corts.
Cansada de sentir y de añorar, de
hacer calendarios y de esperar bajo el árbol rosa, ya sin flor, donde acaso él
volvería a aparecer, fue consolándose, y a veces creía haber soñado su idilio.
Algún tiempo después se casó con un
tío suyo, que venía de Cuba «con plata». Al pasearse por el Retiro en
primavera, con un niñito de la mano, miró hacia el árbol rosa. Estaba todo
iluminado, todo trémulo de floración. Una brisa muy suave lo mecía.
«Raza
española», núm. extraordinario, 1921
Cuentos
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario