Ya los cipreses del campo santo no
resaltaban sobre fondo de púrpura, sino sobre el lánguido matiz de agua marina
que precede a la obscuridad. Leonelo, llevando en un cestillo su cosecha de
flores de muerte, salió del recinto, y por el sendero, apenas abierto entre la
hierba húmeda, se dirigió a la quinta, en cuyas vidrieras aún espejeaba el
último rayo del sol poniente.
Llenaban y acentuaban la soledad
ruidos extraños, cadencias amortiguadas, suaves, que sugerían algo no
perceptible para los sentidos. Eran quizás susurros de follaje estremecido por
los dedos de sombra de la noche; revueltos de aves acomodándose en el nidal,
para dormir erizando sus plumas; quejas flébiles del agua, que en las horas
nocturnas solloza libremente, sin tener que reprimirse ante la alegre y burlona
mirada del sol; resonancias del mar en la no lejana playa, propagadas en el
aire tranquilo, con fúnebre solemnidad de hondo canto gregoriano, y,
transmitidas de eco en eco, estrofas de cantares pastoriles, allá en el monte,
donde se recogían al establo los lentos bueyes y las vacas de temblantes ubres.
Leonelo se detuvo un instante, acortado de aliento, y se sentó en una piedra
vieja, toda mullida de musgo, a escuchar aquel concierto vagamente difundido
por los ámbitos del aire sosegado ya. De la cestilla ascendía aroma: Leonelo,
al aspirarlo, sintió una embriaguez de recuerdos. Se levantó y continuó su
camino.
Pasó la verja de la quinta. Moro, el perro de guarda, le recibió
con la alegre y humilde efusión de costumbre. Todas las puertas estaban
abiertas; en la salita, sobre la gran mesa de rudo castaño, el criado había
puesto la encendida lámpara, y contra su tubo de cristal, las falenas,
idealistas empedernidas, soñadoras de la luz, se destrozaban las alas de
polvillo de plata y los coseletes de felpa, cayendo abrasadas en un éxtasis de
martirio. Leonelo se encajó en el sillón de cuero lustrado por el uso, y colocó
ante sí el ligero cesto de mimbres: las flores cortadas lo colmaban en gracioso
y artístico desorden.
-¡Las mismas flores, las mismas que
crecen a la orilla de la presa del molino, en el sendero, en los matorrales de
la linde, en cada rincón! -murmuró alto, con asombro inmenso.
Hasta aquel instante no se había
dado cuenta del hecho sencillo y maravilloso: las flores del campo santo eran
exactamente idénticas a las otras, a cualesquiera. Las manzanillas tenían el
propio olor amargo, igual blancura abrasada en el centro por toque súbito de
rubor; las trigueñas madreselvas, igual penetrante aroma; las cicutas, el
eterno oro vivaz de sus pétalos; las digitales, la habitual primorosa elegancia
de sus campanas atigradas y velludas. ¿Era posible que no se diferenciasen de
las que sólo absorbían jugos de terruño, aquellas flores nutridas con la
sustancia de alguien que le
había amado a él, que le había amado tanto, hasta la última hora del vivir?
Sobre la fosa de Sirena -fue
depuesta en tierra, hasta sin ataúd, por su expresa voluntad- brotaban aquellas
flores que Leonelo contemplaba fascinado, a las cuales preguntaba secretos de
la región desconocida. Si el mundo fuese algo más que incoherente sueño; si
bajo las apariencias estuviese oculta la raíz sagrada de la verdad, las flores
que Leonelo revolvía con diestra febril debían manar sangre y gotear llanto. No
lucía en ellas sino el primer rocío vespertino, pálido aljófar apenas visible.
El alma de Sirena no se escondía en sus cálices.
Por la ventana, abierta sobre el
cortinaje movible y frondoso del jardín, entró con ímpetu algo negro, que vino
a batir contra la lámpara y mató la luz, arrancándola un estertoroso gemido. La
sala quedó a obscuras, y al rostro del aterrado Leonelo se adhirieron dos como
palmas de manos frías, palpitantes, y unos labios glaciales, yertos para
siempre. Leonelo echó atrás la cabeza y se desvaneció de terror, de
superstición, de un miedo sobrenatural al beso funerario que recibía.
Cuando recobró el conocimiento, el
criado estaba allí; había vuelto a encender la lámpara, cerrado la ventana, y a
toallazos aturdido al murciélago, que semivivo yacía encima de las flores,
apagando la alegría del colorido con la mancha de humo de sus alas encogidas y
de su cuerpo de visión goyesca.
«¡Un avechucho horrible! -pensó
dolorosamente Leonelo. ¡No fue tampoco el alma de Sirena la que me acarició la
cara!»
Se levantó vacilando; se dirigió a
su dormitorio y descolgó de la cabecera de la cama una pálida miniatura, con
cerco de oro cincelado. La aproximó a la lámpara y surgió una figurita con
traje blanco, encuadrada en una orla de castaños cabellos. Leonelo se esforzaba
en reconstruir, con los rasgos de la miniatura, la imagen familiar de la mujer
que ya iba borrándose allá dentro de su memoria. ¿Era Sirena, la verdadera
Sirena? ¿Qué, tenía aquel cuello delgado, aquel talle redondo, aquel corte de
cara que se prolongaba hacia la barbilla, aquellas sienes deprimidas, aquellos
ojos? ¡No; los ojos de Sirena no podían retratarse! ¡Miraban de otra suerte,
con una expresión tan distinta! Lo que miraba por los ojos de Sirena era también
su alma, un alma intensa, de múltiples capas agitadas y espumantes que
terminaban en sereno fondo, criadero de perlas magníficas. El pintor se había
limitado a copiar un fugaz momento de expresión del mirar de Sirena; tal vez
aquel en que, pudorosa o fatigada, su alma se recogía al santuario, y aparecía
únicamente en las anchas pupilas el agua muerta, el cendal que encubre los
misterios. Leonelo depositó la miniatura sobre la mesa, apoyó en ella los
codos, descansó la frente en las cruzadas manos, y, cerrando los ojos, prestó
oído, involuntaria-mente, al ritmo de su corazón.
Lo sintió desigual, ora precipitado
y violento, ora desmayado, torpe, confuso. Ya se activase, ya se adurmiese,
causaba a Leonelo un dolor sordo, fijo, cual si una mano estuviese comprimiendo
la víscera, sin estrujarla, gozándose en percibir y prolongar el sufrimiento.
Dominando la sensación flotaba en el cerebro la idea triste: «No la encuentro,
no la encontraré en ninguna parte, nunca. Es inútil que llame a su alma; no
está ni en las flores, ni en el aire, ni en la placa de marfil de una
miniatura...» Como si desde lejos le respondiesen, su corazón, entre los dedos
infatigables, atormentadores, se debatió, saltó, y con su aleteo, formó una
palabra, zumbadora en los oídos. Decía: «Aquí.»
-¡Aquí! -repitió con alocada
vehemencia Leonelo.
No podía dudarlo; el alma de
Sirena, ¿dónde había de estar? Libre ya de su cuerpo, libre de toda traba,
libre en absoluto, se había refugiado en el sitio preferido, de elección. Y era
ella la que, poco a poco, para mejor delatar su presencia, oprimía el corazón
olvidadizo, le obligaba al recuerdo. Quedamente, quedamente, zumbando de un
modo sordo y fatídico, repetía:
-¡Aquí! ¿Por qué me buscabas fuera?
«Blanco y Negro», núm. 267, 1903
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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