Los devotos de la Virgen de la Mimbralera , en
Villafán, no olvidarán nunca el día señalado en que la vieron por última vez
adornada con sus joyas y su mejor manto y vestido, y con la hermosa cabeza
sobre los hombros, ni la furia que les acometió, al enterarse del sacrílego
robo y la profanación horrible de la degolladura.
Aunque relegada
al pie de la sierra, en paraje bravío y montuoso, próxima solamente a un
pueblecillo de escaso vecindario, la iglesia del Triunfo gozó de universal
nombradía, y la fama de la milagrosa Virgen, extendiéndose fuera de la región,
cundió por España entera. Más de un rey, de la trágica dinastía de Trastámara o
de la melancólica dinastía de Austria, vino a la Mimbralera en
cumplimiento de voto, en acción de gracias por algún favor obtenido del cielo
mediante la intercesión de la
Virgen del Triunfo, dejando, al marcharse, acrecentado el
tesoro con rica presea. Las reinas, no pudiendo ir en persona, enviaban de su
guardajoyas arracadas, ajorcas, piochas, tembleques y collares; y doña Mariana,
madre de Carlos II, queriendo sobrepujarlas a todas, regaló el incomparable
manto, de brocado de oro con recamo de esmeraldas y gruesas perlas, amén de
infinitos hilos de aljófar; una red de hilos, que recordaba el rocío de la
mañana sobre los prados, y que al salir la imagen en procesión, se soltaban y
eran recogidos piadosamente por los devotos en un cuenco, ya destinado de
tiempo inmemorial a este uso.
El amor del
pueblo de Villafán había salvado del saqueo este manto célebre y el resto del
tesoro de la Virgen ,
en la época de la exclaustración; y el día 21 de agosto, fiesta de la Mimbralera , la imagen,
luciendo completas sus alhajas, bajaba del convento al pueblo, seguida de
inmenso gentío venido de toda la sierra. Descansaba en la plaza Mayor y se
recogía a su camarín antes de ponerse el sol, permaneciendo en él, engalanada y
ataviada, hasta el amanecer del siguiente día, hora en que la camarera, ayudada
por dos mozas de lo mejor del lugar, iba a desnudar a la Reina del cielo, recoger sus
preseas y vestimenta y sustituirla por la ropa de diario.
Media hora
después, el pueblo entero, frenético, delirante de indignación, invadía la
iglesia, y los comentarios y las hipótesis principiaban a hervir en el aire.
Alcalde, secretario, médico, juez, párroco, sargento de la Guardia Civil ,
cuanto allí representaba la autoridad y la ley se reunía para deliberar. Era
preciso descubrir a los malhechores, sin pérdida de tiempo, porque de otro modo
el vecindario de Villafán haría una que fuese sonada. Ya, sobre el desesperado
llanto del mujerío, se destacaban las voces amenazadoras de los hombres, los
tacos, las interjecciones y las blasfemias, y las manos, vigorosas, se
crispaban alrededor del garrote, o requerían, en las vueltas de la faja, la
navaja de muelles.
Dos cosas
interesaban mucho: prender a los culpables, y luego, impedir que los hiciesen
trizas. Si no se lograba lo primero, lo que importaba de veras, la multitud
haría lo segundo con el cura, con el sacristán, con todos los que debían velar,
y no habían velado, por la adorada patrona del pueblo, cuya mutilación acababan
de comprobar, entre rugidos de ira. Prender a los culpables. Sí; pero... ¿dónde
estaban?
Ese ruido sordo y
profundo como la subida de la marea; ese eco de un acento repetido por
centenares de voces, que se llama el rumor público, acusaba ya, designaba ya a
los reos. No eran, ni podían ser, sino los acróbatas que la víspera, en la
plaza, habían ejecutado sus habilidades y recogido buena cosecha de cuartos.
¡Aquellos pillastres vagabundos, aquellos titiriteros, se llevaban el tesoro de
la Virgen ! Al
anochecer, desbaratado el tabladillo, recogidos y cargados en carros y jaulas
los chirimbolos y los dos o tres monos y perros sabios, se les había visto
alejarse en dirección a la
Mimbralera , diciendo que se proponían trabajar al día
siguiente en Guijadilla. Para bergantes así, avezados a toda truhanería, no era
difícil acampar en el robledal y, sigilosamente, entre las sombras, asaltar la
iglesia, a tales horas solitaria. El sacristán, contrito y trémulo, confesaba
que en vez de vigilar había dormido a pierna suelta en su domicilio, una de las
mejores celdas del antiguo convento; el cura de la Mimbralera no negaba
haber pernoctado en el pueblo, en casa del alcalde, después de una cena
copiosa. ¿Quién pensaba en la posibilidad del atroz sacrilegio? Los ladrones,
teniendo por delante la noche entera, pudieron despacharse a su gusto. Patentes
se veían las señales: la puertecilla lateral de la iglesia se encontraba
forzada, abierta de par en par; tres hierros de la verja del camarín, limados y
arrancados, dejando boquete para cabida de un cuerpo; y en el propio camarín,
sobre el piso de mármoles, huellas de pasos, fragmentos de madera, un serrucho
olvidado al borde de la peana, revelaban la forma en que el atentado debió de
cometerse. Como decía muy bien Ricardo el Estudiante el hijo de la
difunta tía Blasa, que era el que más enardecía a la amotinada muchedumbre, los
infames ni aun se cuidaban de esconder los instrumentos del delito. ¡Ellos,
ellos eran! ¡No cabía dudarlo!
Púsose en
movimiento la Guardia
Civil , y a pesar de oponerse formalmente el sargento, la
precedieron bastantes mozos, de los más resueltos y fornidos, que así andan
diez leguas a pie como trincan a un criminal, aunque tenga las fuerzas del
hércules de la compañía, el titiritero que levantaba en vilo, jugando, una pesa
de hierro mayor que el bolo en que remata el campanario de la Mimbralera. «¡A
descubrir a los ladrones, contra!»
Sin embargo, el
veterano sargento de la guardia, mordiéndose de soslayo el mostacho rudo,
parecía rumiar no sé qué recelos, no sé qué sospechas misteriosas. Su mirada
astuta, penetrante como un punzón, escrutaba el grupo que marchaba a
vanguardia, capitaneado por Ricardo, el Estudiante, que blandía una vara
recia, profiriendo imprecaciones contra los sacrílegos.
Los guardias son
muy mal pensados. Ni pizca le gustaba Ricardo al buen sargento. Conocíale de
sobra: un jugador eterno y sempiterno, tan poseído del vicio, que no pudiendo
satisfacerlo en Villafán, pues sólo los días de feria hay quien tire de la
oreja a Jorge, se iba por los pueblos, y hasta por Madrid y Barcelona,
apareciendo siempre donde se hojease el libro de las cuarenta hojas, el libro
de perdición. Por insisto y costumbre, el sargento recelaba de los jugadores.
Sabía que son simiente de criminales, como lo es todo apasionado que va al
objeto de su pasión sin reparar en medios. No podría fundar el escozor que allá
dentro notaba; pero mientras seguían el camino de Guijadilla, polvoriento y
devorado de sol, guarnecido de carrascales y olivos blancuzcos,
involuntariamente, en las paradas, miraba a Ricardo, estudiaba su cabeza
greñuda, su fisonomía hosca, colérica y por momentos sellada con una expresión
de cansancio indefinible, una especie de fatiga inmensa, cual la sombra de unas
alas negras que la velasen. Y pensaba el sargento: «Si tú has pasado esta noche
en tu cama..., quiero yo que mal tabardillo me mate.»
Perfilábase ya en
el horizonte la torre de la iglesia de Guijadilla; era la hora meridiana,
cuando la turba, excitada por el calor y la molestia de la caminata hasta
entonces inútil, divisó, en un campo donde verdeaban espadañas frescas, señal
evidente de existir allí un arroyo, a la sombra de un grupo de alisos, a los
titiriteros acampados. Indudablemente esperaban ocasión propicia de entrar en
el pueblo anunciando con tambor y trompeta sus ejercicios. Tendidos en el
suelo, echados panza arriba, recostados sobre los instrumentos, los
saltimbanquis dormían la siesta, descansando de su jornada y del trabajo de la
víspera.
Allí estaba
completo el cuadro de la pobre y asendereada compañía: el payaso y director,
embadurnado de harina y colorete, mostrando la boca abierta y oscura en la
enyesada faz; el hércules, jayán sudoroso, de rizada testa, ancho tórax y
bíceps acentuados bajo la malla rosa vivo; la funámbula, más fea que un susto,
larga y esqueletada como estampa de la muerte; la saltarina de aros, regordeta,
morena, graciosa, hecha un mamarracho con su faldellín de gasa amarilla y su
corpiño de lentejuela azul, y, por último, los dos niños gimnastas, hijos del
hércules; la chiquilla de doce años, rubia, pálida, de dulces facciones; y el
chiquillo, de seis, gordinflón, derramados los rizos de oro en alborotada
madeja alrededor de la sofocada carita. Los niños reposaban abrazado, recostado
el pequeñín en el pecho de la hermana: ambos vestían la malla color de carne,
sobre la cual llevaban túnicas de seda celeste prendidas con rosas de papel; y
un aro plateado, ciñendo sus frentes, les daba aspecto de ángeles de gótico
retablo.
La turba,
detenida un instante, vociferó, aulló, precipitándose al campillo, y entre
exclamaciones de sorpresa, voces que pronunciaban injurias y rugidos de alegría
bárbara, en un santiamén, los saltimbanquis, mal despiertos, aturdidos aún,
incapaces de defenderse, se vieron cogidos, asaltados, rodeados cada cual de
una docena de paletos, que blandían estacas, esgrimían cuchillos, sacudían y
zarandeaban y hartaban de mojicones a los supuestos reos del robo de la Virgen del Triunfo.
A su vez,
corrieron los guardias, comprendiendo que allí podía ocurrir algo terrible.
Mientras los niños lloraban y chillaban las mujeres, el hércules, sin más arma
que sus cerrados puños, juntándolos contra el pecho y despidiendo los brazos
como movidos por acerado resorte, se defendía. Dos paletos mordían ya la
tierra, el uno con las costillas hundidas, el otro con la nariz rota, soltando
un río de sangre. Eran, sin embargo, muchos contra uno; Ricardo, el
Estudiante, lívido y feroz, azuzaba contra el saltimbanqui a los lugareños;
llovían garrotazos. Uno, bien asestado, le cruzó la nuca, haciéndole tambalearse
como acogotado buey; otro le alcanzó en la muñeca, partiéndosela casi. A manera
de jauría que acosa al jabalí y se le cuelga de las orejas -sin que los
guardias, dedicados a proteger al resto de la compañía, a los niños y a las
mujeres, pudiesen impedirlo- los paletos se estrecharon contra el hércules, que
desapareció entre el grupo.
Se oyó el fragor
de la lucha, el ronco resuello de la víctima; los guardias, echándose el fusil
a la cara, se prepararon a hacer fuego a los verdugos; apartáronse éstos,
saciada la ira, y se vio en el suelo una masa informe, sangrienta, algo que no
tenía de humano sino el sufrimiento que aún revelaban las palpitaciones del
pecho y la convulsión de las extremidades.
Y como el
Estudiante protestase y los mozos acudiesen a su defensa, el guardia,
extendiendo un dedo acusador, señaló a las greñas de Ricardo, a la inculta y
revuelta melena que siempre gastaba. Todas las miradas se fijaron en el sitio
indicado por el guardia, y una convicción y un estupor cayeron de plano,
súbitamente, sobre todos los espíritus. Entre la cabellera de Ricardo se veían,
enredados aún, dos o tres hilos de aljófar, de los que, como telarañas irisadas
de rocío matinal, bordaban el manto de Nuestra Señora de la Mimbralera.
Y de aquellos dos
niños hijos del hércules, ya huérfanos y solos, ¿quién sabe lo que habrá sido?
Continuarán rodando por el mundo, adoptando posturas plásticas en algún circo,
y poco a poco se irá borrando de su memoria la imagen del campo verde,
festoneado de alisos y espadañas, donde vieron asesinar a su padre...
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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