-Durante la temporada de los baños
de mar -dijo Carmona, nuestro proveedor de historias espeluznantes- hice migas
con un muchacho que ostenta un apellido precioso, mitad español y mitad
italiano, evocador de nuestras glorias pasadas: Ramírez de Oviedo Esforcia.
Familiarmente, los que le conocíamos en la linda playa de V*** le llamábamos Fadriquito,
y abreviando Fadrí. Existía curioso contraste entre los sonoros y
heroicos apellidos de Fadrí y su persona. Era una criatura endeble,
anémica, clorótica, de afeminado semblante, de ojos claros y transparentes como
el agua de dulce carácter y exquisita finura; y los facultativos, al enviarle a
V***, le habían encargado que viviese en la playa; que se saturase de aire salobre,
que se impregnase de sales marinas; en broma, decíamos que para remedio de su
sosería, y en realidad, para prestar algún vigor a su empobrecida complexión y
a su organismo débil y exangüe. «¡Qué quieren ustedes...! -repetía Fadrí.
Soy huérfano, no tengo quien me cuide... y he de cuidarme solo.»
El joven
aristócrata se me aficionó, y juntos nos bañábamos, almorzá-bamos, salíamos a
paseo y concurríamos al casino. Había yo notado en Fadrí una
singularidad, que despertó mi instinto de observador: al desnudarse para entrar
en las olas, se cuidaba de no descubrir la garganta ni un momento,
manteniéndola envuelta en un pañuelo blanco muy ancho, que sustituía por otro,
después de arroparse en la sábana con el mayor recato. Los cuellos almidonados
de sus camisas subían casi hasta las orejas, y esto, que algunos creyeron
afectación de elegancia, lo relacioné con el detalle del pañuelo, sospechando
que podría tener por objeto encubrir los estigmas de la escrófula, que llamamos
lamparones. Sin embargo, «algo» me indicaba causa distinta para tan excesiva
precaución; y un día, a pretexto de echarle la sábana, me arreglé de suerte que
el pañuelo quedó en mis manos, y patente la garganta de mi amigo.
Él exhaló un
gemido, como si le hubiesen arrancado el vendaje de una llaga; y yo reprimí un
grito -tan extraño me pareció lo que veía. Superaba a mis presentimientos...
Destacándose sobre la blancura de los hombros y las espaladas, señalaba el
arranque del cuello ancha marca circular, entre sangrienta y lívida, de irregular
contorno, semejante a la huella que deja el cuchillo al separar del tronco la
cabeza. Diríase que, después de cortada, habían vuelto a colocarla allí, y que
al menor movimiento rodaría al suelo. No me quedaría, si sucediese, más helado
de lo que me quedé, notando la horrible señal. Fadrí se cubría ya, con
trémulas manos, y yo permanecí inmóvil; el asombro me paralizaba la lengua. Por
fin, recobrando el uso de la palabra, me deshice en tan sinceras y sentidas
excusas, que el pobre muchacho sólo contestó a ellas con un abrazo largo y
expresivo como amistosa confidencia...
Y la confidencia
tenía que seguir al abrazo, por ley natural de las cosas. Acaso Fadrí la
deseaba, pues el corazón no resiste fácilmente la pesadumbre de ciertos
secretos... Por la tarde nos sentamos sobre una peña de la costa, en lugar
solitario y salvaje, y al pavoroso ruido de la resaca se mezcló la voz de Fadrí,
relatándome lo que tanto deseaba saber: la historia de la señal.
-Después de
cinco años de matrimonio estéril -empezó-, mis padres iban perdiendo la
esperanza de tener hijos. Los médicos lo atribuían a la complexión de mi madre,
que era enfermiza, nerviosa y de una exaltada sensibilidad; y para que se
robusteciese le aconsejaron una larga residencia en el campo y una vida enteramente
rústica: de levantarse temprano, acostarse con las gallinas, comer mucho,
pasear a pie y evitar todo género de emociones. ¡Sobre todo, las emociones le
eran funestas! Para dejarla más tranquila y atender a varios asuntos
pendientes, mi padre resolvió no acompañarla a la finca de Castilbermejo, que
era el lugar escogido por su amenidad y salubridad, y también porque la familia
del mayordomo, gente honrada y adicta, cuidaría y atendería a la señora.
Me agrada
Castilbermejo -advirtió mi padre- porque, si bien en los siglos XV y XVI fue
una fortaleza donde se batió el cobre, al reconstruirla se convirtió en una
casa grande, cómoda y apacible. Ya no queda allí ni rastro de los tiempos
crueles..., sino la historia de la cabeza, que supongo es una patraña.
-Pues aseguran
que existe en la casa, dentro de un cofre de terciopelo granate, la cabeza de
un antepasado, un Esforcia, que degollaron en Italia en el siglo XVI... Parece
que fue hijo o sobrino de aquel famoso Galeazzo, el que envenenó a su propia
madre, Blanca Visconti... ¡Tonterías, consejas! Ya te estás poniendo pálida,
criatura... No debí ni mentar semejante embuste.
Calló ella,
olvidóse el incidente, y mi madre salió al fin para Castilbermejo, sentándole
divinamente los primeros días de rusticación. Según confesó después la
pobrecilla, el campo le produjo efectos tan bienhechores, que no pensó en la
cabeza del antepasado, aunque la relación de mi padre se había quedado fija en
su imaginación vehemente, como un clavo en la pared. El aire puro, el sol, la
paz y el sosiego de la comarca, la leche fresca, la fruta, el sueño tranquilo,
los cuidados y sencilla amabilidad de la familia del mayordomo, influyeron tan
provechosamente en la señora, que su rostro recobró el color, su estómago el
apetito y su carácter la alegría de los pocos años. No obstante, ¿se ha fijado
usted en este fenómeno? El campo, si tranquiliza los nervios, también a la
larga, por efecto de la soledad y de la misma carencia de cuidados, ocupaciones
y distracciones, acaba por exaltar la fantasía. Esto le sucedió a mi madre. Al
mes o poco más de residir en Castilbermejo, la idea de la cabeza cortada empezó
a preocuparla día y noche -de noche especialmente-. La veía en sueños,
destilando sangre, y se despertaba estremecida, a las altas horas, como si un
fantasma acabase de tocarla con mano glacial... Comprendiendo -porque era una
señora de claro talento- lo quimérico de estas figuraciones, no quería decir
palabra de ellas a los que la rodeaban ni preguntar por el cofre de terciopelo,
recelosa de que se trasluciese su delirio en la pregunta... Había momentos en
que sospechaba que tal vez, positivamente, fuese todo una conseja ridícula; y
así, entre incrédula y fascinada decidió registrar la casa, hasta ver
confirmados o deshechos sus temores. No sabía ella misma si deseaba o recelaba
encontrar la cabeza. Quizá consideraba una desilusión el no descubrir el cofre.
A pretextos de
arreglos, muy propios de una dama hacendosa, revolvió la casa de arriba a
abajo, escudriñando los desvanes, los sótanos y hasta las bodegas; pero el
cofre no aparecía. Cuando ya iba cansándose de pesquisas infructuosas, recibió
una carta de mi padre, avisando que llegaba a pasar una semana de campo.
Alegre, olvidada momentáneamente de sus quimeras, púsose a arreglar y disponer
el vasto aposento que servía de dormitorio, limpiándolo y adornándolo cuanto
pudo, trayendo flores del huerto y despejando para guardarropa las hondas
alacenas que formaban uno de los lados de la habitación. En el estante más alto
hacinábanse objetos llenos de moho y de humedad, frascos de caza, monturas
antiguas, papeles amarillentos; y la hija del mayordomo, que encaramada en una
escalera, iba sacando estos trastos, chilló de pronto:
-Bájalo -ordenó
mi madre, que extendió las manos y recogió cuidadosamente una caja no muy
grande, desvencijada, sombría, con herrajes comidos de orín, y cuya tapa,
desprendida de los goznes, se ladeó y descubrió en el interior un objeto
trágico y terrible: una cabeza cortada, momificada, que aún conservaba parte
del pelo y la intacta dentadura.
-¡El cofre!...
¡Usted suponga la sacudida nerviosa que sufrió mi madre! Lo que buscaba por
toda la casa, el enigma, lo tenía allí, en su cuarto, a dos pasos de su
cabecera, en el único sitio que no se le había ocurrido examinar. Cuando llegó
mi padre la encontró con unas convulsiones muy violentas. A fuerza de cuidados
y cariño, logró que se repusiese un poco, y la sacó enseguida de Castilbermejo.
¡De allí a nueve meses y días nací yo..., con esta señal que usted ha visto!
Cuentos
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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