En una
tortuosa callejuela, entre varias míseras casuchas, se alzaba una de paredes
entramadas, alta y desvencijada. Vivían en ella gente muy pobre; y lo más
mísero de todo era la buhardilla, en cuya ventanuco colgaba, a la luz del sol,
una vieja jaula abollada que ni siquiera tenía bebedero; en su lugar había un
gollete de botella puesto del revés, tapado por debajo con un tapón de corcho y
lleno de agua. Una vieja solterona estaba asomada al exterior; acababa de
adornar con prímulas la jaula donde un diminuto pardillo saltaba de uno a otro
palo cantando tan alegremente, que su voz resonaba a gran distancia.
«¡Ay, bien
puedes tú cantar! -exclamó el gollete. Bueno, no es que lo dijera como lo
decimos nosotros, pues un casco de botella no puede hablar, pero lo pensó a su
manera, como nosotros cuando hablamos para nuestros adentros-. Sí, tú puedes
cantar, pues no te falta ningún miembro. Si tú supieras, como yo lo sé, lo que
significa haber perdido toda la parte inferior del cuerpo, sin quedarme más que
cuello y boca, y aun ésta con un tapón metido dentro... Seguro que no
cantarías. Pero vale más así, que siquiera tú puedas alegrarte. Yo no tengo
ningún motivo para cantar, aparte que no sé hacerlo; antes sí sabía, cuando era
una botella hecha y derecha, y me frotaban con un tapón. Era entonces una
verdadera alondra, me llamaban la gran alondra. Y luego, cuando vivía en el
bosque, con la familia del pellejero y celebraron la boda de su hija... Me
acuerdo como si fuese ayer. ¡La de aventuras que he pasado, y que podría
contarte! He estado en el fuego y en el agua, metida en la negra tierra, y he
subido a alturas que muy pocos han alcanzado, y ahí me tienes ahora en esta
jaula, expuesta al aire y al sol. A lo mejor te gustaría oír mi historia,
aunque no la voy a contar en voz alta, pues no puedo».
Y así el
gollete de botella -hablando para sí, o por lo menos pensándolo para sus
adentros- empezó a contar su historia, que era notable de verdad. Entretanto,
el pajarillo cantaba su alegre canción, y abajo en la calle todo el mundo iba y
venía, pensando cada cual en sus problemas o en nada. Pero el gollete de la
botella recuerda que recuerda.
Vio el
horno ardiente de la fábrica donde, soplando, le habían dado vida; recordó que
hacía un calor sofocante en aquel horno estrepitoso, lugar de su nacimiento;
que mirando a sus honduras le habían entrado ganas de saltar de nuevo a ellas,
pero que, poco a poco, al irse enfriando, se fue sintiendo bien y a gusto en su
nuevo sitio, en hilera con un regimiento entero de hermanos y hermanas, nacidas
todas en el mismo horno, aunque unas destinadas a contener champaña y otras
cerveza, lo cual no era poca diferencia. Más tarde, ya en el ancho mundo, cabe
muy bien que en una botella de cerveza se envase el exquisito «lacrimae
Christi», y que en una botella de champaña echen betún de calzado; pero siempre
queda la forma, como ejecutoria del nacimiento. El noble es siempre noble,
aunque por dentro esté lleno de betún.
Después de
un rato, todas las botellas fueron embaladas, la nuestra con las demás. No
pensaba entonces ella que acabaría en simple gollete y que serviría de bebedero
de pájaro en aquellas alturas, lo cual no deja de ser una existencia honrosa,
pues siquiera se es algo. No volvió a ver la luz del día hasta que la
desembalaron en la bodega de un cosechero, junto con sus compañeras, y la
enjuagaron por primera vez, cosa que le produjo una sensación extraña. Se quedó
allí vacía y sin tapar, presa de un curioso desfallecimiento. Algo le faltaba,
no sabía qué a punto fijo, pero algo. Hasta que la llenaron de vino, un vino
viejo y de solera; la taparon y lacraron, pegándole a continuación un papel en
que se leía: «Primera calidad». Era como sacar sobresaliente en el examen; pero
es que en realidad el vino era bueno, y la botella, buena también. Cuando se es
joven, todo el mundo se siente poeta. La botella se sentía llena de canciones y
versos referentes a cosas de las que no tenía la menor idea: las verdes
montañas soleadas, donde maduran las uvas y donde las retozonas muchachas y los
bulliciosos mozos cantan y se besan. ¡Ah, qué bella es la vida! Todo aquello
cantaba y resonaba en el interior de la botella, lo mismo que ocurre en el de
los jóvenes poetas, que con frecuencia tampoco saben nada de todo aquello.
Un buen día
la vendieron. El
aprendiz del peletero fue enviado a comprar una botella de vino «del mejor», y
así fue ella a parar al cesto, junto con jamón, salchichas y queso, sin que
faltaran tampoco una mantequilla de magnífico aspecto y un pan exquisito. La
propia hija del peletero vació el cesto. Era joven y linda; reían sus ojos
azules, y una sonrisa se dibujaba en su boca, que hablaba tan elocuentemente
como sus ojos. Sus manos eran finas y delicadas, y muy blancas, aunque no tanto
como el cuello y el pecho. Se veía a la legua que era una de las mozas más
bellas de la ciudad, y, sin embargo, no estaba prometida.
Cuando la
familia salió al bosque, la cesta de la comida quedó en el regazo de la hija;
el cuello de la botella asomaba por entre los extremos del blanco pañuelo;
cubría el tapón un sello de lacre rojo, que miraba al rostro de la muchacha. Pero no
dejaba de echar tampoco ojeadas al joven marino, sentado a su lado. Era un
amigo de infancia, hijo de un pintor retratista. Acababa de pasar felizmente su
examen de piloto, y al día siguiente se embarcaba en una nave con rumbo a
lejanos países. De ello habían estado hablando largamente mientras
empaquetaban, y en el curso de la conversación no se había reflejado mucha
alegría en los ojos y en la boca de la linda hija del peletero.
Los dos
jóvenes se metieron por el verde bosque, enzarzados en un coloquio. ¿De qué
hablarían? La botella no lo oyó, pues se había quedado en la cesta. Pasó mucho rato
antes de que la sacaran, pero cuando al fin, lo hicieron, habían sucedido cosas
muy agradables; todos los ojos estaban sonrientes, incluso los de la hija, la
cual apenas abría la boca, y tenía las mejillas encendidas como rosas
encarnadas.
El padre
cogió la botella llena y el sacacorchos. Es extraño, sí, la impresión que se
siente cuando a una la descorchan por vez primera. Jamás olvidó el cuello de la
botella aquel momento solemne; al saltar el tapón le había escapado de dentro
un raro sonido, «¡plump!», seguido de un gorgoteo al caer el vino en los vasos.
-¡Por la
felicidad de los prometidos! -dijo el padre, y todos los vasos se vaciaron
hasta la última gota, mientras el joven piloto besaba a su hermosa novia.
-¡Dichas y
bendiciones! -exclamaron los dos viejos.
El mozo
volvió a llenar los vasos.
-¡Por mi
regreso y por la boda de hoy en un año! -brindó, y cuando los vasos volvieron a
quedar vacíos, levantando la botella, añadió: ¡Has asistido al día más hermoso
de mi vida; nunca más volverás a servir!
Y la arrojó
al aire.
Poco pensó
entonces la muchacha que aún vería volar otras veces la botella; y, sin
embargo, así fue. La botella fue a caer en el espeso cañaveral de un pequeño
estanque que había en el bosque; el gollete recordaba aún perfectamente cómo
había ido a parar allí y cómo había pensado:
«Les di
vino y ellos me devuelven agua cenagosa; su intención era buena, de todos
modos». No podía ya ver a la pareja de novios ni a sus regocijados padres, pero
durante largo rato los estuvo oyendo cantar y charlar alegremente. Llegaron en
esto dos chiquillos campesinos, que, mirando por entre las cañas, descubrieron
la botella y se la llevaron a casa. Volvía a estar atendida.
En la casa
del bosque donde moraban los muchachos, la víspera había llegado su hermano
mayor, que era marino, para despedirse, pues iba a emprender un largo viaje.
Corría la madre de un lado para otro empaquetando cosas y más cosas; al
anochecer, el padre iría a la ciudad a ver a su hijo por última vez antes de su
partida, y a llevarle el último saludo de la madre. Había puesto
ya en el hato una botellita de aguardiente de hierbas aromáticas, cuando se
presentaron los muchachitos con la botella encontrada, que era mayor y más
resistente. Su capacidad era superior a la de la botellita, y el licor era muy
bueno para el dolor de estómago, pues entre otras muchas hierbas, contenía
corazoncillo. Esta vez no llenaron la botella con vino, como la anterior, sino
con una poción amarga, aunque excelente, para el estómago. La nueva botella
reemplazó a la antigua, y así reanudó aquélla sus correrías. Pasó a bordo del
barco propiedad de Peter Jensen, justamente el mismo en el que servía el joven
piloto, el cual no vio la botella, aparte que lo más probable es que no la
hubiera reconocido ni pensado que era la misma con cuyo contenido habían
brindado por su noviazgo y su feliz regreso.
Aunque no
era vino lo que la llenaba, no era menos bueno su contenido. A Peter Jensen lo
llamaban sus compañeros «El boticario», pues a cada momento sacaba la botella y
administraba a alguien la excelente medicina -excelente para el estómago,
entendámonos-; y aquello duró hasta que se hubo consumido la última gota.
Fueron días felices, y la botella solía cantar cuando la frotaban con el tapón.
De entonces le vino el nombre de alondra, la alondra de Peter Jensen.
Había
transcurrido un largo tiempo, y la botella había sido dejada, vacía, en un
rincón; mas he aquí que -si la cosa ocurrió durante el viaje de ida o el de
vuelta, la botella no lo supo nunca a punto fijo, pues jamás desembarcó- se
levantó una tempestad. Olas enormes negras y densas, se encabritaban,
levantaban el barco hasta las nubes y lo lanzaban en todas direcciones; se
quebró el palo mayor, un golpe de mar abrió una vía de agua, y las bombas
resultaban inútiles. Era una noche oscura como boca de lobo, y el barco se iba
a pique; en el último momento, el joven piloto escribió en una hoja de papel:
«¡En el nombre de Dios, naufragamos!». Estampó el nombre de su prometida, el
suyo propio y el del buque, metió el papel en una botella vacía que encontró a
mano y, tapándola fuertemente, la arrojó al mar tempestuoso. Ignoraba que era
la misma que había servido para llenar los vasos de la alegría y de la esperanza. Ahora
flotaba entre las olas llevando un mensaje de adiós y de muerte.
Se hundió
el barco, y con él la tripulación, mientras la botella volaba como un pájaro,
llevando dentro un corazón, una carta de amor. Y salió el sol y se puso de
nuevo, y a la botella le pareció como si volviese a los tiempos de su infancia,
en que veía el rojo horno ardiente. Vivió períodos de calma y nuevas
tempestades, pero ni se estrelló contra una roca ni fue tragada por un tiburón.
Más de un
año estuvo flotando al azar, ora hacia el Norte, ora hacia Mediodía, a merced
de las corrientes marinas. Por lo demás, era dueña de sí, pero al cabo de un
tiempo uno llega a cansarse incluso de esto.
La hoja
escrita, con el último adiós del novio a su prometida, sólo duelo habría
traído, suponiendo que hubiese ido a parar a las manos a que iba destinada.
Pero, ¿dónde estaban aquellas manos, tan blancas cuando, allá en el verde
bosque, se extendían sobre la jugosa hierba el día del noviazgo? ¿Dónde estaba
la hija del peletero? ¿Dónde se hallaba su tierra, y cuál sería la más próxima?
La botella lo ignoraba; seguía en su eterno vaivén, y al fin se sentía ya harta
de aquella vida; su destino era otro. Con todo, continuó su viaje, hasta que,
finalmente, fue arrojada a la costa, en un país extraño. No comprendía una
palabra de lo que las gentes hablaban; no era la lengua que oyera en otros
tiempos, y uno se siente muy desvalido cuando no entiende el idioma.
Alguien
recogió la botella y la
examinó. Vieron que contenía un papel y lo sacaron; pero, por
muchas vueltas que le dieron nadie supo interpretar las líneas escritas. Estaba
claro que la botella había sido arrojada al mar deliberadamente, y que en la
hoja se explicaba el motivo de ello, pero nadie supo leerlo, por lo que
volvieron a introducir el pliego en el frasco, el cual fue colocado en un gran
armario de una espaciosa habitación de una casa grandiosa.
Cada vez
que llegaba un forastero sacaban la hoja, la desdoblaban y manoseaban, con lo
que el escrito, trazado a lápiz, iba borrándose progresiva-mente y volviéndose
ilegible; al fin nadie podía reconocer que aquello fueran letras. La botella
permaneció todavía otro año en el armario; luego la llevaron al desván, donde
se cubrió, de telarañas y de polvo. Allí recordaba ella los días felices en
que, en el bosque, contenía vino tinto, y aquellos otros en que vagaba mecida
por las olas, portadoras de un misterio, una carta, un suspiro de despedida.
En el
desván pasó veinte años, y quién sabe hasta cuándo hubiera seguido en él, de no
haber sido porque reconstruyeron la
casa. Al quitar el techo salió la botella; algo dijeron de
ella los presentes, ¡pero cualquiera lo entendía! No se aprende nada viviendo
en el desván, aunque se esté en él veinte años.
«Si me
hubiesen dejado en la habitación de abajo -pensó- de seguro que habría
aprendido la lengua»,
La
levantaron y enjuagaron, y bien que lo necesitaba. Se sintió, entonces diáfana
y trans-parente, joven de nuevo como en días pretéritos; pero la hoja escrita
que estaba encerrada en su interior se estropeó completamente con él lavado.
Llenaron el
frasco de semillas, no sabía ella de qué clase. La taparon y envolvieron, con
lo que no vio ni un resquicio de luz, y no hablemos ya de sol y luna; «cuando
se va de viaje hay que poder ver algo», pensaba la botella. Pero no
pudo ver nada, aunque de todos modos hizo lo principal: viajar y llegar a
destino. Allí la desen-volvieron.
-¡Menudo
trabajo se han tomado con ella en el extranjero -exclamó alguien-. Y, a pesar
de todo, seguramente se habrá rajado.
Pero no, no
se había rajado. La botella com-prendía todas las palabras que se decían, pues lo
hacían en la lengua que oyera en el horno vidriero, en casa del bodeguero, en
el verde bosque y luego en el barco: la única vieja y buena lengua que ella
podía comprender. Había llegado a su tierra natal, que saludó alborozada. De
puro gozo, por poco salta de las manos que la sostenían; apenas se dio cuenta
de que la descorchaban y vaciaban. La llevaron después a la bodega, para que no
estorbase, y allí se quedó, olvidada del todo. En casa es donde se está mejor,
aunque sea en la bodega.
Jamás se le ocurrió pensar cuánto tiempo pasó en ella;
llevaba ya allí varios años, bien apoltronada, cuando un buen día bajaron unos
individuos y se llevaron todas las botellas.
El jardín
ofrecía un aspecto brillantísimo: lámparas encendidas colgaban en guirnaldas, y
faroles de papel relucían a modo de grandes tulipanes transparentes. La noche
era magnífica, y la atmósfera, quieta y diáfana; brillaban las estrellas en un
cielo de luna nueva; ésta se veía como una bola de color grisazulado ribeteada
de oro. Para quien tenía buena vista, resultaba hermosísima.
Los
senderos laterales estaban también algo iluminados, lo suficiente para no andar
por ellos a ciegas. Entre los setos habían colocado botellas, cada una con una
luz, y de su número formaba parte nuestra antigua conocida, destinada a
terminar un día en simple gollete, bebedero de pájaros. En aquel momento le
parecía todo infinita-mente hermoso, pues volvía a estar en medio del verdor,
tomaba parte en la fiesta y el regocijo, oía el canto y la música, el rumor y
el zumbido de muchas voces humanas, especialmente las que llegaban de la parte
del jardín adornada con linternas de papel de colores. Cierto que ella estaba
en uno de los caminos laterales, pero justamente aquello daba oportunidad para
entregarse a los recuerdos. La botella, puesta de pie y sosteniendo la luz,
prestaba una utilidad y un placer, y así es como debe ser. En horas semejantes
se olvida uno hasta de los veinte años de reclusión en el desván.
Muy cerca
de ella pasó una pareja solitaria, cogida del brazo, como aquellos novios del
bosque, el piloto y la hija del peletero. La botella tuvo la impresión de que
revivía la escena. Por
el jardín paseaban los invitados, y también gentes del pueblo deseosas de
admirar aquella magnificencia. Entre éstas paseaba una vieja solterona que
había visto morir a todos sus familiares, aunque no le faltaban amigos. Por su
cabeza pasaban los mismos pensamientos que por la mente de la botella: pensaba
en el verde bosque y en una joven pareja de enamorados; de todo había gozado,
puesto que la novia era ella misma. Había sido la hora más feliz de su vida,
hora que no se olvida ya nunca, ni cuando se llega a ser una vieja solterona.
Pero ni ella reconoció la botella ni ésta a la ex-prometida, y así es como
andamos todos por el mundo, pasando unos al lado de otros, hasta que volvemos a
encontrarnos; eso les ocurrió a ellas, que vinieron a encontrarse en la misma
ciudad.
La botella
salió del jardín para volver a la tienda del cosechero, donde otra vez la
llenaron de vino para el aeronauta que el próximo domingo debía elevarse en
globo. Un enorme hormiguero de personas se apretujaban para asistir al
espectáculo. Resonó la música de la banda militar y se efectuaron múltiples
preparativos; la botella lo vio todo desde una cesta donde se hallaba junto con
un conejo vivo, aunque medio muerto de miedo, porque sabía que se lo llevaban a
las alturas con el exclusivo objeto de soltarlo en paracaídas. La botella no
sabía de subidas ni de bajadas; vio cómo el globo iba hinchándose gradualmente,
y cuando ya alcanzó el máximo de volumen, comenzó a levantarse y a dar muestras
de inquietud. De pronto, cortaron las amarras que lo sujetaban, y el aeróstato
se elevó en el aire con el aeronauta, el cesto, la botella y el conejo. La
música rompió a tocar, y todos los espectadores gritaron «¡hurra!».
«¡Es
gracioso esto de volar por los aires! -pensó la botella es otra forma de
navegar. No hay peligro de choques aquí arriba».
Muchos
millares de personas seguían la aeronave con la mirada, entre ellas, la vieja
solterona, desde la abierta ventana de su buhardilla, de cuya pared colgaba la
jaula con el pardillo, que no tenía aún bebedero y debía contentarse con una
diminuta escudilla de madera. En la misma ventana había un tiesto con un
arrayán, que habían apartado algo para que no cayera a la calle cuando la mujer
se asomaba. Esta distinguía perfectamente al aero-nauta en su globo, y pudo ver
cómo soltaba el conejo con el paracaídas y luego arrojaba la botella
proyectándola hacia lo alto. La vieja solterona poco sospechaba que la había
visto volar ya otra vez, aquel día feliz en el bosque, cuando era ella aún muy
jovencita.
A la
botella no le dio tiempo de pensar; ¡fue tan inopinado aquello de encontrarse
de repente en el punto crucial de su existencia! Al fondo se vislumbraban
campanarios y tejados, y las personas no eran mayores que hormigas.
Luego se
precipitó, a una velocidad muy distinta de la del conejo. Volteaba en el aire,
sintiéndose joven y retozona -estaba aún llena de vino hasta la mitad, aunque por
muy poco tiempo. ¡Qué viaje! El sol le comunicaba su brillo, toda la gente
seguía con la vista su vuelo; el globo había desaparecido ya, y pronto
desapareció también la
botella. Fue a caer sobre uno de los tejados, haciéndose mil
pedazos; pero los cascos llevaban tal impulso, que no se quedaron en el lugar
de la caída, sino que siguieron saltando y rodando hasta dar en el patio, donde
acabaron de desmenuzarse y desparramarse por el suelo. Sólo el gollete quedó
entero, cortado en redondo, como con un diamante.
-Podría
servir de bebedero para un pájaro -dijo el hombre que habitaba en el sótano;
pero él no tenía pájaro ni jaula, y tampoco era cosa de comprarse uno y otra
sólo por el mero hecho de tener un cuello de botella apropiado para bebedero.
La vieja solterona de la buhardilla le encontraría aplicación, y he aquí cómo
el gollete fue a parar arriba, donde le pusieron un tapón de corcho, y la parte
que antes miraba al cielo fue ahora colocada hacia abajo. ¡Cambios bien
frecuentes en la vida! Lo llenaron de agua fresca y lo colgaron de la reja de
la jaula, por el exterior; y la avecilla se puso a cantar con tanto brío y
regocijo, que sus trinos resonaban a gran distancia.
-¡Ay, bien
puedes tú cantar! -fue lo que dijo el gollete de la botella, el cual no dejaba
de ser una notabilidad, ya que había estado en el globo. Era todo lo que se
sabía de su historia. Colgado ahora en calidad de bebedero, oía los rumores y
los gritos de los transeúntes y las conversaciones de la vieja solterona en su
cuartucho. Es el caso que acababa de llegar una visita, una amiga de su edad, y
ambas se pusieron a charlar -no del gollete de la botella, sino del mirto de
la ventana.
-No te
gastes dos escudos por la corona de novia de tu hija -decía la solterona; yo
te daré una que he conservado, con flores magníficas. ¿Ves aquel arbolillo de
la ventana? Es un esqueje del arrayán que me regalaste el día en que me
prometí, para que al cabo de un año me tejiera la corona de novia; pero ese día
jamás llegó. Se cerraron los ojos destinados a iluminar mis gozos y mi dicha en
esta vida. Reposa ahora dulcemente en el fondo del mar, pobre alma mía. El
arbolillo se convirtió en un árbol viejo, pero yo envejecí más aún, y cuando
aquél se marchitó, corté la última de sus ramas verdes y la planté, y aquella
ramita se ha vuelto este arbolillo, que, al fin, será un adorno de novia, la
corona de tu hija.
Mientras
pronunciaba estas palabras, gruesas lágrimas resbalaban por las mejillas de la
vieja solterona; hablaba del amigo de su juventud, de su noviazgo en el bosque.
Pensaba en el momento en que todos habían brindado por los prometidos, pensaba
en el primer beso -pero todo esto se lo callaba; ahora no era sino una vieja
solterona. ¡En tantas cosas pensó!-, pero ni por un momento le vino a la imaginación
que en la ventana había un recuerdo de aquellos días venturosos, el gollete de
la botella que había dicho «¡plump!» al saltar el tapón con un estampido. Por
su parte, él no la reconoció tampoco, pues aunque hubiera podido seguir
perfectamente la narración, no lo hizo. ¿Para qué? Estaba sumido en sus propios
pensamientos.
1.003. Andersen (Hans Christian)
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