¿Te acuerdas del torero
Ole, verdad? Ya te conté que le hice dos visitas. Pues ahora te contaré una
tercera, y no es la última.
Por lo regular voy a
verlo a su torre el día de Año Nuevo, pero esta vez fue el día de mudanza
general, en que no se está a gusto en las calles de la ciudad, pues están
llenas de montones de basura, cascos rotos y trastos viejos, y no hablemos ya
de la paja vieja de los jergones, por la cual hay que pasar casi a vado.
Siguiendo por entre aquellas pilas de desperdicios, vi a unos niños que estaban
jugando con la paja.
Jugaban a acostarse, encontrando que todo allí convidaba a
este juego. Se metían en la paja viva, y se echaban encima, a guisa de
cubrecama, una vieja cortina rota.
-¡Se está muy cómodo! -decían-. Aquello ya era demasiado y me alejé, en
dirección a la morada de Ole.
-¡Es día de mudanza!
-dijo-. Calles y callejones están convertidos en cubos de basura; unos cubos de
basura grandiosos. A mí me basta con un carro lleno. Siempre puedo sacar algo
de él, y así lo hice, poco después de Navidad. Bajé a la calle; el tiempo era
rudo, húmedo, sucio, muy a propósito para enfriarse. El basurero se había
parado con su carro lleno, una especie de muestrario de las calles de
Copenhague en día de mudanza. En la parte posterior del carro había un abeto,
verde todavía y con oropeles en las ramas; había estado en una fiesta de
Nochebuena, y luego lo habían arrojado a la calle; el basurero lo había cargado
encima de la basura, en la parte trasera del carro. Lo mismo parecía alegre que
lloroso, cualquiera sabe. Todo depende de lo que esté uno pensando en aquel
momento, y yo estaba pensando, y los objetos amontonados en el carro, de seguro
que también pensaban; pensaban o habrían podido pensar, que viene a ser lo
mismo. Había allí un guante de señora, roto. ¿Qué pensaría? ¿Quiere que se lo
diga? Allí estaba quieto, señalando con el dedo meñique el abeto. «¡Me emociona
este árbol! -pensaba-. También yo he estado en una fiesta iluminada con grandes
lámparas. Mi vida propiamente dicha fue una noche de baile; un apretón de
manos, y reventé. Aquí me abandonan mis recuerdos, no tengo otra cosa de que
poder vivir». Esto era lo que pensaba el guante, o lo que hubiera podido
pensar. «Es un tonto ese abeto», dijeron los cascos de loza rota. Esos cascos
todo lo encuentran siempre tonto. «Una vez se está en el carro de la basura -
decían hay que dejar de hacerse ilusiones y de llevar oropeles. Yo sé que he
sido útil en este mundo, más útil que un palo verde como ése». ¿Ve usted? Esto
es sólo una opinión personal, que acaso compartan muchos. Y, sin embargo, el
abeto hacía bonito, era un poco de poesía entre la basura, y de ésta las calles
están llenas los días de mudanza. El camino se me hacía pesado y fatigoso, y ya
tenía ganas de llegar a la torre y quedarme en ella. Sentado en su altura,
contemplo de buen humor lo que ocurre abajo.
Las buenas gentes están
jugando a las «cuatro esquinas». Se arrastran y atormentan con sus trastos, y
el duende, sentado en la cuba, se muda con ellas; chismes domésticos,
comadrerías de familia, cuidados y preocupaciones, todo abandona la casa vieja
para trasladarse a la nueva.
Y , ¿qué sacan en claro ellos y nosotros de todo aquel
ajetreo? ¡Oh! Tiempo ha lo escribieron en aquel antiguo verso del «Noticiero»:
«¡Piensa en el día de la muerte, la gran mudanza!».
Éste es un pensamiento
muy serio, pero imagino que no le gustará que se lo recuerden. La muerte es y
será siempre el funcionario más concienzudo, a pesar de sus numerosos empleos
accesorios. ¿No ha pensado usted en ella?
Nadie ha escapado todavía
a este ómnibus. Cierto que se cuenta de un individuo que no pudo subir: el
zapatero de Jerusalén; hubo de echar a correr detrás. De haberlo alcanzado,
habría escapado al trato de que le han hecho objeto los poetas. Dirija usted
mentalmente una mirada a aquel gran ómnibus de mudanzas. Verá qué sociedad tan
abigarrada. Juntos van sentados un rey y un mendigo, un genio y un idiota;
deben viajar sin más dinero ni bienes que su boletín de conducta y el viático
de la caja de ahorros. ¿Cuál de sus acciones habrán sacado? Tal vez una muy
pequeña, del tamaño de un guisante; pero de un guisante se puede hacer un
zarcillo florido.
Quien siempre anduvo por
ahí sorbiendo la espaciosa bebida del placer para olvidar los errores que
cometía, recibirá su barrilito de madera y tendrá que beber de su contenido en
el curso del viaje, y la bebida será pura y sin mezcla, por lo que sus ideas se
volverán claras, y se despertarán todos los buenos y nobles sentimientos; verá
y comprenderá lo que antes no supo o no quiso ver, y de este modo llevará en sí
mismo el castigo, el gusano roedor que no muere en toda la eternidad. Si en las
copas había grabada la palabra «olvido», en el barrilito hay la de «recuerdo».
Si leo un buen libro, una
obra histórica, pongamos por caso, siempre me imagino al protagonista en el
momento de subir al ómnibus de la muerte, y me pregunto cuáles de sus acciones
sacaría la Descarnada
de la caja de ahorros, qué viático le dieron para su viaje al país de la Eternidad. Hubo
una vez un rey de Francia, cuyo nombre he olvidado -los nombres de los buenos
se olvidan algunas veces, hasta yo los olvido, pero volverán a brillar-, que en
ocasión de una carestía fue el bienhechor de su pueblo, y éste le erigió un
monumento de nieve, con esta inscripción: «Más rápido de lo que tarda ésta en
fundirse, acudiste tú en nuestra ayuda». Imagino que la muerte, al ver el
monumento, le dio un solo copo, que nunca se derretirá y que en figura de
blanca mariposa echó a volar encima de su cabeza hacia el país de la inmortalidad. Hubo
también Luis XI; he retenido su nombre, pues de los malos es fácil acordarse.
Uno de sus actos me viene con frecuencia a la memoria, y me gustaría que
alguien demostrara que es falso. Mandó ejecutar a su condestable; podía
hacerlo, justa o injustamente. Pero a sus dos hijitos inocentes, de 8 años el
uno y de 7 el otro, mandó conducirlos al cadalso, donde fueron rociados con la
sangre, aún caliente, de su padre, y luego los hizo encerrar en la Bastilla , en una jaula de
hierro, sin darles una mala manta que les sirviera de lecho; y el rey Luis
mandaba cada ocho días al verdugo para que les arrancase un diente a cada uno,
así que no lo pasaban muy bien los pobrecillos. Y dijo el mayor: «Mi madre
moriría de pena si supiera que mi hermanito ha de sufrir tanto. ¡Sácame dos
dientes a mí y déjalo a él en libertad!». Hasta al verdugo le acudieron las
lágrimas a los ojos; pero la voluntad del Rey fue más fuerte que las lágrimas,
y cada ocho días presentaban al Rey dos dientes de niño en una bandeja de
plata: los había exigido y los tuvo. Y creo que la muerte sacaría de la caja de
ahorros aquellos dos dientes y se los entregaría a Luis XI para el viaje al
país de la
inmortalidad. Aquellos inocentes dientes infantiles volarían
como dos moscas de fuego delante de él, brillando, quemando, torturándolo.
Sí, es un viaje muy serio
el que se efectúa en el ómnibus el día de la gran mudanza. ¿Y cuándo será?
Esto es lo grave, que
puede presentarse cualquier día, a cualquier hora, en cualquier minuto. ¿Cuál
de nuestras acciones sacará la muerte de la caja de ahorros para entregárnosla?
¡Pensemos en ello! Esta fecha de la gran mudanza no está señalada en el
calendario.
1.003. Andersen (Hans Christian)
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