Y vino el
cometa: brilló con su núcleo de fuego, y amenazó con la cola. Lo vieron desde el
rico palacio y desde la pobre buhardilla; lo vio el gentío que hormiguea en la
calle, y el viajero que cruza llanos desiertos y solitarios; y a cada uno
inspiraba pensamientos distintos.
-¡Salgan a
ver el signo del cielo! ¡Salgan a contemplar este bellísimo espectáculo!
-exclamaba la gente; y todo el mundo se apresuraba, afanoso de verlo.
Pero en un
cuartucho, una mujer trabajaba junto a su hijito. La vela de sebo ardía mal,
chisporroteando, y la mujer creyó ver una viruta en la bujía; el sebo formaba
una punta y se curvaba, y aquello, creía la mujer, significaba que su hijito no
tardaría en morir, pues la punta se volvía contra él.
Era una
vieja superstición, pero la mujer la creía.
Y
justamente aquel niño estaba destinado a vivir muchos años sobre la Tierra , y a ver aquel mismo
cometa cuando, sesenta años más tarde, volviera a aparecer.
El pequeño
no vio la viruta de la vela, ni pensó en el astro que por primera vez en su
vida brillaba en el cielo. Tenía delante una cubeta con agua jabonosa, en la
que introducía el extremo de un tubito de arcilla y, aspirando con la boca por
el otro, soplaba burbujas de jabón, unas grandes, y otras pequeñas. Las pompas
temblaban y flotaban, presentando bellísimos y cambiantes colores, que iban del
amarillo al rojo, del lila al azul, adquiriendo luego un tono verde como hoja
del bosque cuando el sol brilla a su través.
-Dios te
conceda tantos años en la
Tierra como pompas de jabón has hecho -murmuraba la madre.
-¿Tantos,
tantos? -dijo el niño. No terminaré nunca las pompas con toda esta agua.
Y el niño
sopla que sopla.
-¡Ahí vuela
un año, ahí vuela un año! ¡Mira cómo vuelan! -exclamaba a cada nueva burbuja
que se soltaba y emprende el vuelo. Algunas fueron a pararle a los ojos;
aquello escocía, quemaba; le asomaron las lágrimas. En cada burbuja veía una
imagen de lo por venir, brillante, fúlgida.
-¡Ahora se
ve el cometa! -gritaron los vecinos. ¡Salgan a verlo, no se queden ahí dentro!
La madre
salió entonces, llevando el niño de la mano; el pequeño hubo de dejar el tubito
de arcilla y las pompas de jabón; había salido el cometa.
Y el niño
vio la reluciente bola de fuego y su cola radiante; algunos decían que medía
tres varas, otros, que millones de varas. Cada uno ve las cosas a su modo.
-Nuestros
hijos y nietos tal vez habrán muerto antes de que vuelva a aparecer -decía la
gente.
La mayoría
de los que lo dijeron habían muerto, en efecto, cuando apareció de nuevo. Pero
el niño cuya muerte, al creer de su madre, había sido pronosticada por la
viruta de la vela, estaba vivo aún, hecho un anciano de blanco cabello. «Los
cabellos blancos son las flores de la vejez», reza el proverbio; y el hombre
tenía muchas de aquellas flores. Era un anciano maestro de escuela.
Los alumnos
decían que era muy sabio, que sabía Historia y Geografía y cuanto se conoce
sobre los astros.
-Todo
vuelve -decía. Fijaos, si no, en las personas y en los acontecimientos, y se
darán cuenta de que siempre vuelven, con ropaje distinto, en otros países.
Y el
maestro les contó el episodio de Guillermo Tell, que de un flechazo hubo de
derribar una manzana colocada sobre la cabeza de su hijo; pero antes de
disparar la flecha escondió otra en su pecho, destinada a atravesar el corazón
del malvado Gessler. La cosa ocurrió en Suiza, pero muchos años antes había
sucedido lo mismo en Dinamarca, con Palnatoke. También él fue condenado a
derribar una manzana puesta sobre la cabeza de su hijo, y también él se guardó
una flecha para vengarse. Y hace más de mil años los egipcios contaban la misma
historia. Todo volverá, como los cometas, los cuales se alejan, desaparecen y
vuelven.
Y habló
luego del que esperaban, y que él había visto de niño. El maestro sabía mucho
acerca de los cuerpos celestes y pensaba sobre ellos, pero sin olvidarse de la Historia y la Geografía.
Había
dispuesto su jardín de manera que reprodujese el mapa de Dinamarca. Estaban
allí las plantas y las flores tal como aparecen distribuidas en las diferentes
regiones del país.
-Tráeme
guisantes -decía, y uno iba al bancal que representaba Lolland-. Tráeme
alforfón.
Y el
interpelado iba a Langeland. La hermosa genciana azul y el romero se
encontraban en Skagen, y la brillante oxiacanta, en Silkeborg. Las ciudades
estaban señaladas con pedestales. Ahí estaba San Canuto con el dragón,
indicando Odense; Absalón con el báculo episcopal indicaba Söro; el barquito
con los remos significaba que en aquel lugar se levantaba la ciudad de Aarhus.
En el jardín del maestro se aprendía muy bien el mapa de Dinamarca, pero antes
había que escuchar sus explicaciones, y ésta era lo mejor de todo.
Estaban
esperando el cometa, y el buen señor les habló de él y de lo que la gente había
dicho y pensado sobre el astro muchos años antes, cuando había aparecido por
última vez.
-El año del
cometa es año de buen vino -dijo-. Se puede diluir con agua sin que se note.
Los bodegueros deben esperar con agrado los años del cometa.
Por espacio
de dos semanas enteras el cielo estuvo nublado, y, a pesar de que el meteoro
brillaba en el firmamento, no podía verse.
El anciano
maestro estaba en su pequeña vivienda contigua a la escuela. El reloj de
Bornholm, heredado de sus padres, estaba en un rincón, pero las pesas de plomo
no subían ni bajaban, ni el péndulo se movía; el cuclillo, que antaño salía a
anunciar las horas, llevaba ya varios años encerrado, silencioso, en su casita.
Todo en la habitación permanecía callado y mudo; el reloj no andaba. Mas el
viejo piano, también del tiempo de los padres, tenía aún vida; las cuerdas
aunque algo roncas podían tocar las melodías de toda una generación. El viejo
recordaba muchas cosas, alegres y tristes, sucedidas durante todos aquellos
años, desde que, siendo niño, viera el cometa, hasta su actual reaparición.
Recordaba lo que su madre había dicho acerca de la viruta de la vela, y
recordaba también las hermosas pompas de jabón, cada una de los cuales era un
año -había dicho la mujer, y ¡qué brillantes y ricas de colores! Todo lo bello
y lo agradable se reflejaba en ellas: juegos de infancia e ilusiones de
juventud, todo el vasto mundo desplegado a la luz del sol, aquel mundo que él
quería recorrer. Eran burbujas del futuro. Ya viejo, arrancaba de las cuerdas
del piano melodías del tiempo pasado: burbujas de la memoria, con las
irisaciones del recuerdo. La canción de su madre mientras hacía calceta, el
arrullo de la niñera...
Ora sonaban
melodías del primer baile, un minueto y una polca, ora notas suaves y melan-cólicas
que hacían asomar las lágrimas a los ojos del anciano. Ya era una marcha
guerrera, ya un cántico religioso, ya alegres acordes, burbuja tras burbuja,
como las que de niño soplara en el agua jabonosa.
Tenía fija
la mirada en la ventana; por el cielo desfilaba una nube, y de pronto vio el
cometa en el espacio sereno, con su brillante núcleo y su cabellera.
Le pareció
que lo había visto la víspera, y, sin embargo, mediaba toda una larga vida
entre aquellos días y los presentes. Entonces era un niño, y las pompas le
decían: «¡Adelante!». Hoy todo le decía: «¡Atrás!». Sintió revivir los
pensamientos y la fe de su infancia, sus ojos brillaron, y su mano se posó
sobre las teclas; el piano emitió un sonido como si saltara una cuerda.
-¡Vengan a
ver el cometa! -gritaban los vecinos. El cielo está clarísimo. ¡Vengan a
verlo!
El anciano
maestro no contestó; había partido para verlo mejor; su alma seguía una órbita
mayor, en unos espacios más vastos que los que recorre el cometa. Y otra vez lo
verán desde el rico palacio y desde la pobre buhardilla, desde el bullicio de
la calle y desde el erial que cruza el viajero solitario. Su alma fue vista por
Dios y por los seres queridos que lo habían precedido en la tumba y con los que
él ansiaba volver a reunirse.
1.003. Andersen (Hans Christian)
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