En el mismo coche que ella
había tomado por horas, y la esperaba a la puerta, fue trasladada a su casa
doña Berta, que volvió en sí muy pronto, aunque sin fuerzas para andar apenas.
Otros dos días de cama. Después la actividad nerviosa, febril, resucitada;
nuevas pesquisas, más olfatear recomendaciones para saber dónde vivía el dueño
de su capitán y ser admitida en su casa, poder contemplar el cuadro... y
abordar la cuestión magna.... la de la compra.
Doña Berta no hablaba a
nadie, ni aun a los que la ayudaban a buscar tarjetas de recomendación, de sus
pretensiones enormes de adquirir aquella obra maestra. Tenía miedo de que
supieran en la posada que era bastante rica para dar miles de duros por una tela,
y temía que la robasen su dinero, que llevaba siempre consigo. Jamás había
cedido al consejo de ponerlo en un Banco, de depositarlo... No entendía de eso.
Podían estafarla;* lo más seguro eran sus propias uñas. Cosidos los
billetes a la ropa, al corsé: era lo mejor.
Aislada del mundo (a pesar de
corretear* por las calles más céntricas de Madrid) por la sordera y
por sus costumbres, en que no entraba la de saber noticias por los periódicos -no
los leía, ni creía en ellos, ignoraba todavía un triste suceso, que había de
influir de modo decisivo en sus propios asuntos. No lo supo hasta que logró,
por fin, penetrar en el palacio de su rival, el dueño del cuadro. Era un
señor de su edad, aproximadamente, sano, fuerte, afable, que procuraba hacerse
perdonar sus riquezas repartiendo beneficios; socorría a la desgracia, pero sin
entenderla; no sentía el dolor ajeno, lo aliviaba; por la lógica llegaba a
curar estragos* de la miseria, no por revelaciones de su corazón,
completamente ocupado con la propia dicha. Doña Berta le hizo gracia. Opinó,
como los mozos aquellos del barracón de los cuadros, que estaba loca. Pero su
locura era divertida, inofensiva, interesante. «¡Figúrense ustedes, decía en su
tertulia de notabilidades de la banca y de la política, figúrense ustedes que
quiere comprarme el último cuadro de Valencia!».* Carcajadas
unánimes respondían siempre a estas palabras.
El último cuadro de
Valencia se lo había arrancado aquel prócer americano al mismísimo Gobierno
a fuerza de dinero y de intrigas diplomáticas. Habían venido hasta
recomendaciones del extranjero para que el pobre diablo del ministro de Fomento
tuviera que ceder, reconociendo la prioridad del dinero. Además la justicia, la
caridad, estaban de parte del fúcar.* Los herederos de
Valencia, que eran los hospitales, según su testamento, salían ganando mucho
más con que el americano se quedara con la joya artística; pues el Gobierno no
había podido pasar de la cantidad fijada como precio al cuadro en vida del
pintor, y el ricachón ultramarino pagaba su justo precio en consideración a ser
venta póstuma. La cantidad a entregar había triplicado por el accidente
de haber muerto el autor del cuadro aquel otoño, allá en Asturias, en un
poblachón oscuro de los puertos, a consecuencia de un enfriamiento, de una gran
mojadura. En la preferencia dada al más rico había habido algo de irregularidad
legal; pero lo justo, en rigor, era que se llevase el cuadro el que había dado
más por él.
Doña Berta no supo esto los
primeros días que visitó el museo particular del americano. Tardó en conocer y
hablar al millonario, que la había dejado entrar en su palacio por una
recomendación, sin saber aun quien era, ni sus pretensiones. Los lacayos*
dejaban pasar a la vieja, que se limpiaba muy bien los zapatos antes de pisar
aquellas alfombras, repartía sonrisas y propinas y se quedaba como en misa,
recogida, absorta, contemplando siempre el mismo lienzo, el del pleito,
como lo llamaban en la casa.
El cuadro, metido en su marco
dorado, fijo en la pared, en aquella estancia lujosa, entre otras muchas
maravillas del arte, le parecía otro a doña Berta. Ahora le contemplaba a su
placer; leía en las facciones y en la actitud del héroe que moría sobre aquel
montón sangriento y glorioso de tierra y cadáveres, en una aureola de fuego y humo;
leía todo lo que el pintor había querido expresar; pero... no siempre reconocía
a su hijo. Según las luces, según el estado de su propio ánimo, según había
comido y bebido, así adivinaba o no en aquel capitán del cuadro famoso al hijo
suyo y de su capitán. La primera vez que sintió vacilar su fe, que sintió la
duda, tuvo escalofríos,* y le corrió por el espinazo un sudor helado
como de muerte.
Si perdía aquella íntima
convicción de que el capitán del cuadro era su hijo, ¿qué iba a ser de ella?
¡Cómo entregar toda su fortuna, cómo abismarse en la miseria por adquirir un
pedazo de lienzo que no sabía si era o no el sudario de la imagen de su hijo!
¡Cómo consagrarse después a buscar al acreedor o a su familia para pagarles la
deuda de aquel héroe, si no era su hijo!
¡Y para dudar, para temer
engañarse había entregado a la avaricia y la usura su Posadorio, su
verde Aren! ¡Para dudar y temer había ella consentido en venir a Madrid, en
arrojarse al infierno de las calles, a la batalla diaria de los coches, caballos
y transeúntes!
Repitió sus visitas al
palacio del americano, con toda la frecuencia que le consentían. Hubo día de
acudir a su puesto, frente al cuadro, por mañana y tarde. Las propinas
alentaban* la tolerancia de los criados. En cuanto salía de allí, el
anhelo de volver se convertía en fiebre. Cuando dudaba, era cuando más deseaba
tomar a su contemplación, para fortalecer su creencia, abismándose como una
extática* en aquel rostro, en aquellos ojos a quien quería arrancar
la revelación de su secreto. ¿Era o no era su hijo? «Sí, sí», decía unas veces
el alma. «Pero, madre ingrata, ¿ni aun ahora me reconoces?», parecían gritar
aquellos labios entreabiertos. Y otras veces los labios callaban y el alma de
doña Berta decía: «¡Quién sabe, quién sabe! Puede ser casualidad el parecido,
casualidad y aprensión. ¿Y si estoy loca? Por lo menos, ¿no puedo estar chocha?
Pero ¿y el tener algo de mi capitán y algo mío, de todos los Rondaliegos? ¡Es
él... no es él!...»
Se acordó de los santos; de
los santos místicos, a quienes también solía tentar el demonio; a quienes
olvidaba el Señor de cuando en cuando, para probarlos, dejándolos en la aridez
de un desierto espiritual.
Y los santos vencían; y aun
oscurecido, nublado el sol de su espíritu... creían y amaban... oraban en la
ausencia del Señor, para que volviera.
Doña Berta acabó por sentir
la sublime y austera alegría de la fe en la duda. Sacrificarse
por lo evidente. ¡Vaya una gloria! ¡vaya un triunfo! La valentía estaba en
darlo todo, no por su fe... sino por su duda. En la duda amaba lo que tenía de
fe, como las madres aman más y más al hijo cuando está enfermo o cuando se lo
roba el pecado. «La fe débil, enferma», llegó a ser a sus ojos más grande que
la fe ciega, robusta.
Desde que sintió así, su
resolución de mover cielo y tierra para hacer suyo el cuadro fue más firme que
nunca.
Y en esta disposición de
ánimo estaba, cuando por primera vez encontró al rico americano en el salón de
su museo. El primer día no se atrevió a comunicarle su pretensión inaudita.*
Ni siquiera a preguntarle el precio de la pintura famosa. A la segunda
entrevista, solicitada por ella, le habló solemnemente de su idea, de su ansia
infinita de poseer aquel lienzo.
Ella sabía cuánto iba a dar
por él, tiempo atrás, el Estado. Su caudal alcanzaba a tal suma, y aún le
sobraban miles de pesetas para pagar la deuda de su hijo, si los
acreedores aparecían. Doña Berta aguardó anhelante* la respuesta del
millonario, sin parar mientes* en el asombro que él mostraba, y que
ya tenía ella previsto. Entonces fue cuando supo por qué el pintor amigo no
había contestado a la carta que le había enviado por un propio: supo que el
compañero de su hijo, el artista insigne y simpático que había cambiado
la vida de la última
Rondaliego al final de su carrera, aquel aparecido del
bosque... había muerto allá en la tierra, en una de aquellas excursiones
suyas en busca de lecciones de la Naturaleza.
¡Y el cuadro de su capitán,
por causa de aquella muerte, valía ahora tantos miles de duros, que todo
Susacasa, aunque fuese tres veces más grande, no bastaría para pagar aquellas
pocas varas de tela!
La pobre anciana lloró,
apoyada en el hombro del fúcar ultramarino, que era muy llano, y sabía tener
todas las apariencias de los hombres caritativos... La buena señora estaba
loca, sin duda; pero no por eso su dolor era menos cierto, y menos interesante la aventura. Estuvo
amabilísimo con la abuelita; procuró engañarla como a los niños; todo menos, es
claro, soltar el cuadro, no ya por lo que ella podía ofrecerle, sino por
lo mismo que valía. ¡Estaría bien! ¿Qué diría el Gobierno? Además, aun
suponiendo que la buena mujer dispusiera del capital que ofrecía, acceder a sus
ruegos era perderla, arruinarla; caso de prodigalidad, de locura. ¡Imposible!
Doña Berta lloró mucho,
suplicó mucho, y llegó a comprender que el dueño de su bien único tenía
bastante paciencia aguantándola, aunque no tuviera bastante corazón para
ablandarse. Sin embargo, ella esperaba que Dios la ayudase con un milagro; se
prometió sacar agua de aquella peña, ternura de aquel canto rodado que el
millonario llevaba en el pecho. Así, se conformó por lo pronto con que la
dejara, mientras el cuadro no fuera trasladado a América, ir a contemplarlo
todos los días; y de cuando en cuando también habría de tolerar que le viese a
él, al ricachón, y le hablase y le suplicase de rodillas... A todo accedió el
hombre, seguro de no dejarse vencer ¡es claro!, porque era absurdo.
Y doña Berta iba y venía,
atravesando los peligros de las ruedas de los coches y de los cascos de los
caballos; cada vez más aturdida, más débil... y más empeñada en su imposible.
Ya era famosa, y por loca reputada en el círculo de las amistades del
americano, y muy conocida de los habituales transeúntes de ciertas calles.
Medio Madrid tenía en la
cabeza la imagen de aquella viejecilla sonriente, vivaracha, amarillenta,
vestida de color de tabaco, con traje de moda atrasadísima, que huía de los
ómnibus, que se refugiaba en los portales, y hablaba cariñosa y con mil gestos
a la multitud que no se paraba a oírla.
Una tarde, al saber la de Rondaliego que el
de La Habana se iba y se llevaba su museo, pálida como nunca, sin
llorar, esto a duras penas, con la voz firme al principio, pidió la última
conferencia a su verdugo; y a solas, frente a su hijo, testigo mudo, muerto....
le declaró su secreto, aquel secreto que andaba por el mundo en la carta
perdida al pintor difunto. Ni por esas. El dueño del cuadro ni se ablandó ni
creyó aquella nueva locura. Admitiendo que no fuera todo pura fábula,
pura invención de la loca; suponiendo que, en efecto, aquella señora hubiera
tenido un hijo natural, ¿cómo podía ella asegurar que tal hijo era el original
del supuesto retrato del cuadro? Todo lo que doña Berta pudo conseguir fue que
la permitieran asistir al acto solemne y triste de descolgar el cuadro y
empaquetarlo para el largo viaje; se la dejaba ir a despedirse para siempre de
su capitán, de su presunto hijo. Algo más ofreció el millonario; guardar
el secreto, por descontado; pero sin perjuicio de iniciar pesquisas para
la identificación del original de aquella figura, en el supuesto de que no
fuera pura fábula lo que la anciana refería. Y doña Berta se despidió hasta el
día siguiente, el último, relativamente tranquila, no porque se resignase, sino
porque todavía esperaba vencer. Sin duda quería Dios probarla mucho, y
reservaba para el último instante el milagro. «¡Oh, pero habría milagro!»
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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